Capítulo 7

—¡Oh, Margaret —gritó su tía a la mañana siguiente—, ha ocurrido una desgracia! No puedo dejarte sola.

La gran desgracia no era nada serio. Uno de los pisos amueblados de enfrente acababa de ser alquilado por la familia Wilcox, «que sin duda venía a Londres con miras a introducirse en sociedad». No tiene nada de particular que mistress Munt hubiera sido la primera en descubrir el infortunio, ya que su interés por los pisos en cuestión la llevaba a espiar el menor cambio con una incansable meticulosidad. En teoría, los despreciaba —echaban a perder el carácter señorial de la zona, tapaban el sol, albergaban a gente vulgar—, pero, en realidad, encontraba doblemente interesantes las visitas a Wickham Place desde que habían levantado las Wickham Mansions y se enteraba de más cosas en dos días que sus sobrinas en dos meses o que su sobrino en dos años. Solía pasear por delante, trababa conversación con los porteros y les preguntaba cuál era el alquiler, exclamando, por ejemplo: «¡Cómo! ¿Ciento veinte por unos bajos? ¡Así no los alquilarán nunca!». Y los porteros le respondían: «Hay que intentarlo, señora». Los ascensores principales, los ascensores de servicio y el almacén de carbón —una gran tentación para un portero deshonesto— no tenían secretos para la buena señora, lo cual era, a fin de cuentas, un respiro en la atmósfera político-económico-estética que reinaba en la casa de los Schlegel.

Margaret recibió con calma la información y discrepó de que aquello fuese a cubrir de nubes la existencia de la pobre Helen.

—Helen no es una chica abúlica —explicó a su tía—. Tiene infinidad de cosas y de personas en que pensar. Dio un paso en falso con los Wilcox y está tan deseosa como nosotras de no tener nada más que ver con ellos.

—Para ser una chica inteligente, querida, hay que ver qué cosas tan raras dices. Helen tendrá algo que ver con ellos ahora que viven enfrente. Puede encontrarse con Paul en la calle y no le va a negar el saludo.

—Por supuesto que no. Anda, ven, vamos a arreglar las flores. Lo que quería decirte es que su voluntad de interesarse por él ha muerto y, siendo así, ¿qué importa lo demás? Aquel desastroso episodio, en el que te comportaste tan gentilmente, no hizo sino matar un nervio en Helen. El nervio está muerto y ya nunca le volverá a molestar. Lo único que cuenta es lo que a uno le interesa. Saludos, llamadas, intercambio de tarjetas, una cena incluso… bah, podemos permitirnos estos pequeños lujos, si a ellos les parece bien; pero lo otro, lo único importante, eso jamás, ¿no lo ves tú así?

Mistress Munt no lo veía así y, a decir verdad, Margaret sostenía una tesis sumamente discutible, a saber: que una emoción, un interés cualquiera, una vez engendrados, pueden morir por completo.

—Además, tengo el honor de informarte de que los Wilcox están hartos de nosotras. No te lo dije en su momento, porque te habría molestado y ya tenías bastantes preocupaciones encima, pero escribí una carta a mistres Wilcox pidiéndole disculpas por los contratiempos que Helen les había causado y no me contestó.

—¡Qué grosería!

—¿Grosería o delicadeza?

—Grosería, Margaret, y de las más gordas.

—En cualquier caso, yo lo consideraría tranquilizador.

Mistress Munt suspiró. Volvía a Swanage a la mañana siguiente, en el preciso momento en que más la necesitaban sus sobrinas. Otros pesares la embargaban: por ejemplo, el desaire que le habría hecho a Charles si se lo hubiera encontrado cara a cara. Ya lo había visto, dando una orden al portero, y le había parecido muy vulgar, con su sombrero de copa. Pero, por desgracia, Charles miraba en dirección contraria a la suya y, aunque ella le había vuelto ostensiblemente la espalda, no podía considerar aquello como un desaire.

—Tendrás cuidado, ¿eh? —aconsejó.

—Dese luego. Seré diabólicamente cuidadosa.

—Helen también tiene que tener cuidado.

—¿De qué? —gritó Helen, que entraba en aquel momento en la estancia con su prima.

—De nada —dijo Margaret, llevada de una momentánea torpeza.

—¿De qué tengo que tener cuidado, tía Juley?

Mistress Munt asumió un aire críptico.

—Se trata de que cierta familia, cuyo nombre sabemos, pero no mencionamos, como tú misma dijiste ayer noche después del concierto, ha tomado el apartamento de enfrente de los Matheson; aquél, el de las plantas en el balcón.

Helen inició una respuesta chistosa y de pronto, con gran desconcierto de todos, enrojeció. Mistress Munt se quedó tan perpleja que exclamó: «Helen, no te importa, ¿verdad?», con lo que consiguió que el rojo se volviera carmesí.

—Por supuesto que no —dijo Helen un poco cortante—. Es que tanto Meg como tú os habéis puesto tan absurdamente serias sin motivo…

—Yo no estoy seria —protestó Margaret, un poco arisca a su vez.

—Pues lo pareces, ¿verdad, Frieda?

—No estoy seria, es todo lo que te puedo decir; vas por mal camino si piensas…

—No está seria —repitió mistress Munt como un eco—, yo lo puedo atestiguar. Simplemente, no cree que…

—¡Atención! —interrumpió fräulein Mosebach—. Oigo a Bruno que entra en el vestíbulo.

Herr Liesecke tenía que ir a Wickham Place a buscar a las dos jóvenes. No estaba entrando —en realidad, no entró hasta cinco minutos más tarde—, pero Frieda, que había detectado una situación delicada, dijo que sería mejor que Helen y ella esperaran a Bruno abajo y dejaran a Margaret y a mistress Munt acabar de arreglar las flores. Helen asintió, pero, para demostrar que la situación no era delicada, se detuvo en la puerta y dijo:

—¿Dijiste el piso de los Matheson, tía Juley? ¡Eres maravillosa! No sabía que la señora del traje ceñido se llamaba Matheson.

—Vamos, Helen —dijo su prima.

—Sí, Helen, vete ya —dijo su tía, y, dirigiéndose a Margaret acto seguido—: Helen no me engaña: está preocupada.

—¡Calla! —susurró Margaret—. Frieda te va a oír y se pondrá pesadísima.

—Está preocupada —insistió mistress Munt paseando pensativa por la habitación y retirando los crisantemos muertos de sus jarrones—. Sabía que le preocuparía. Es lo lógico. ¡Qué experiencia! ¡Qué gente más ordinaria! Yo los conozco mejor que tú, no lo olvides. Si Charles te hubiera llevado en su auto, ¡vaya!, habrías llegado a la casa hecha un trapo. Ay, Margaret, tú no te das cuenta de lo que se viene encima. ¿No lo ves? Si están ahí, agolpados contra la ventana del salón. Mira, acabo de ver a mistress Wilcox, estoy segura, y a Paul, y a Evie, que es una desvergonzada. Y ahí está Charles; a ése es al primero que vi. ¿Y ese hombre mayor, con bigote y la cara cobriza, quién será?

—Seguramente míster Wilcox.

—Ah, lo sabía. Ahí está míster Wilcox.

—No es correcto decir que tiene la cara cobriza —protestó Margaret—. Tiene un cutis muy decente, para su edad.

Mistress Munt, que ya había triunfado, no tuvo inconveniente en conceder a míster Wilcox un cutis aceptable. De eso pasó a la estrategia que sus sobrinas debían seguir en el futuro. Margaret intentó pararle los pies.

—Helen no tomó la noticia como yo esperaba, es cierto, pero el nervio Wilcox está muerto, de modo que no hacen falta planes.

—No, no pienso estarlo.

—¿Por qué?

—Porque…

Su pensamiento, salido de oscuros confines, se detuvo. No podía expresarlo con palabras, pero sentía que quienes se preparan de antemano para todas las emergencias de la vida lo hacen a costa de la alegría. Hay que prepararse para un examen, para una cena o para una posible baja en las cotizaciones de bolsa; pero cuando uno se ve involucrado en las relaciones humanas, ha de adoptar otro método si no quiere fracasar.

—Prefiero los riesgos —fue su coja conclusión.

—Imagínate las noches —exclamó su tía señalando hacia las Mansions con el caño de la regadera—. Enciendes la luz aquí o allá y es como si fuera la misma habitación. Una noche se olvidan de cerrar los postigos y los veis; a la noche siguiente, os olvidáis vosotras y os ven. Ya no podréis sentaros en el balcón. Ya no podréis regar las plantas; ni hablar, siquiera. Imagínate que sales a la calle y en el mismo momento salen ellos. Oh, querida, y aún dices que los planes son innecesarios y que prefieres el riesgo.

—Espero arriesgarme toda la vida.

—Ay, Margaret, que es muy peligroso.

—Sí, tía Juley, pero, en el fondo —continuó Margaret con una sonrisa—, el riesgo nunca es mucho cuando se tiene dinero.

—¡Santo Dios! ¡Qué idea más chocante!

—El dinero suaviza las aristas —dijo miss Schlegel—. Dios proteja a quienes no lo tienen.

—¡Vaya! Esto es nuevo —dijo mistress Munt, que almacenaba ideas nuevas como las ardillas almacenan nueces y se sentía particularmente atraída por las ideas de quita y pon.

—Hay que estar preparadas.

—Nuevo para mí; las personas sensatas lo han sabido siempre. Tanto tú, como yo, como los Wilcox, vivimos sobre el dinero como sobre una isla. Está tan segura bajo nuestros pies que olvidamos su misma existencia. Sólo cuando vemos tambalearse a alguien junto a nosotros nos damos cuenta de lo que significa una renta. Ayer noche, mientras hablábamos aquí, junto al fuego, yo empecé a pensar que el alma del mundo es la economía, y que el abismo más profundo no es la falta de amor, sino la falta de dinero.

—A esto le llamo yo cinismo.

—Yo también. Pero Helen y yo deberíamos recordar, cuando sentimos la tentación de criticar a los demás, que ambas vivimos sobre esas islas, y que la mayor parte de las personas viven bajo la superficie de las aguas. Los pobres no siempre pueden alcanzar a las personas que aman y difícilmente pueden huir de aquellos a quienes ya no aman. Nosotros, los ricos, sí que podemos. Imagínate la tragedia del pasado junio si Helen y Paul Wilcox hubieran sido pobres y no hubieran podido utilizar trenes y automóviles para separarse.

—Esto me suena a socialismo —dijo mistress Munt, suspicaz.

—Llámalo como quieras. Yo lo llamo ir por la vida con las cartas boca arriba. Estoy harta de los ricos que simulan ser pobres y juzgan elegante ignorar los pilares de oro que mantienen sus pies sobre las olas. Yo me sostengo sobre seiscientas libras anuales y Helen, igual, y Tibby, en su día, se sostendrá sobre ochocientas. Tan pronto nuestras libras se las traga el mar, surgen otras. Del mar, sí, del mar. Y todas nuestras ideas son las ideas de los que tienen seiscientas libras; y todo lo que decimos, también; y como no queremos robar paraguas, olvidamos que los que viven bajo el mar sí quieren robarlos, y a veces lo hacen, y que lo que aquí es un juego, abajo es una realidad.

—Ahí va… ahí va fräulein Mosebach. La verdad es que, para ser alemana, viste muy bien. ¡Oh!

—¿Qué pasa?

—¡Helen ha mirado hacia el piso de los Wilcox!

—¿Y por qué no?

—Perdona, te he interrumpido. ¿Qué decías de la realidad?

—Hablaba conmigo misma, como de costumbre —respondió Margaret en tono preocupado.

—En cualquier caso, dime una cosa, ¿estás a favor de los ricos o de los pobres?

—Es difícil de contestar. Pregúntamelo de otra manera. ¿Estoy a favor de la riqueza o de la pobreza? De la riqueza. ¡Viva la riqueza!

—¡Viva! —repitió mistress Munt, que al fin se había asegurado su nuez.

—Sí, la riqueza. ¡Dinero para siempre!

—Eso mismo pienso yo y así piensan, según me temo, todos mis conocidos de Swanage, pero me sorprende que tú estés de acuerdo con nosotros.

—Gracias, tía Juley. Mientras yo teorizaba tú has arreglado las flores.

—De nada, querida. Me gustaría poder ayudarte en cosas más importantes.

—Bueno, ¿quieres hacerme un favor? ¿Quieres acompañarme a la agencia? Hay una criada que no se decide a decir que sí, pero tampoco dice que no.

De camino a la agencia miraron hacia el piso de los Wilcox. Evie estaba en la terraza, «observando groseramente», en opinión de mistress Munt. Desde luego, resultaba incómodo. Helen podía resistir un encuentro fortuito, pero… Margaret empezó a perder la confianza. ¿No reviviría el nervio si la familia en cuestión vivía en sus propias narices? Frieda Mosebach pensaba quedarse con ellas un par de semanas más y Frieda era aguda, abominablemente aguda, capaz de decir: «Amas al joven que vive ahí enfrente, ¿verdad?», lo cual era falso, pero acabaría por ser cierto a fuerza de insistencia, al igual que el comentario «Inglaterra y Alemania acabarán luchando» implica un paso hacia la guerra cada vez que se formula, y así es como la prensa sensacionalista de ambas naciones contribuye paulatinamente a fomentar el conflicto. ¿Tendrán también las emociones particulares su prensa sensacionalista? Margaret así lo creía y temía que la buena de la tía Juley y Frieda fueran dos típicos especímenes. Con su charla incesante podían inducir a Helen a una repetición de los deseos de junio. A una repetición; más, no. Nunca podrían inducirle a un amor duradero. Eran, Margaret lo veía con claridad, puro Periodismo. Su padre, con sus defectos y su desorientación, era auténtica Literatura y, de haber vivido, habría sabido persuadir a Helen.

La agencia estaba en plena ebullición. Una fila de carruajes llenaba la calle. Miss Schlegel esperó turno y, al final, tuvo que contentarse con una insidiosa «interina», pues las genuinas criadas habían rechazado su demanda a causa de las numerosas escaleras de la casa. Este fracaso le deprimió y, aunque acabó por olvidar el fracaso, continuó deprimida. En el camino de vuelta volvió a otear el piso de los Wilcox y dio el paso maternal de hablar del asunto con Helen.

—Helen, dime si este asunto te preocupa.

—¿Si qué? —dijo Helen que se estaba lavando las manos para bajar a comer.

—Ya sabes, la llegada de los Wilcox.

—No, de ningún modo.

—¿De veras?

—De veras.

Luego admitió que estaba un poco preocupada por mistress Wilcox. Según ella, mistress Wilcox era una mujer capaz de albergar sentimientos muy hondos y de dolerse de cosas que no afectaban a los restantes miembros del clan.

—Si Paul señala nuestra casa y dice: «Ahí vive la chica que trató de pescarme», no me importará. Pero sí me importaría que lo dijera ella.

—Si eso te preocupa, podemos hacer algo. No hay motivo para que estemos cerca de gente que nos desagrada o a la que desagradamos. Para eso nos sirve el dinero. Podemos irnos fuera una temporada.

—Yo me voy. Frieda me ha invitado a ir a Stettin y no regresaré hasta después de Año Nuevo. ¿Será suficiente o tengo que abandonar el país para siempre? Vamos, Meg, ¿qué te pasa?, ¿a qué tanto enredo?

—Supongo que me estoy volviendo una solterona. Creí que todo me traía sin cuidado, pero… me disgustaría que te enamorases del mismo hombre dos veces y como… —se aclaró la garganta—… como enrojeciste cuando la tía Juley te dijo aquello esta mañana… Tal vez no debí haber mencionado este asunto.

Pero la risa de Helen parecía sincera y, levantando al cielo una mano enjabonada, juró que nunca, en ningún lugar y bajo ninguna circunstancia se enamoraría de ningún Wilcox, incluyendo los más lejanos parientes colaterales.