Capítulo 6

En esta historia los pobres no tienen lugar. Son inconcebibles y sólo accesibles a los políticos y a los poetas. Esta historia trata de gente bien o de aquéllos que están obligados a simular que lo son. El joven, Leonard Bast, estaba en el límite. No había caído en el abismo, pero lo percibía; a veces algún conocido suyo se precipitaba en él y dejaba de existir para el mundo. Sabía que era pobre y solía admitirlo; pero habría muerto antes que confesarse inferior al rico. Esto podrá parecer espléndido por su parte, pero que era inferior a la mayoría de los ricos está fuera de toda duda. No era tan distinguido como el término medio de los ricos, ni tan inteligente, ni tan sano, ni tan digno de afecto. Su cuerpo y su mente habían sufrido desnutrición porque era pobre; y porque era moderno, uno y otra exigían más y mejor nutrición. Si hubiera vivido unos siglos antes, en las brillantes y coloristas civilizaciones del pasado, habría gozado de un status definido, su rango y sus ingresos habrían sido congruentes. Pero hoy en día el ángel de la Democracia ha alzado el vuelo oscureciendo las clases sociales con sus alas de cuero y ha proclamado: «Todos los hombre son iguales… es decir, todos los hombres que poseen paraguas», y así, el joven se había visto obligado a reafirmar su distinción para no caer en el abismo donde nada cuenta y donde los asertos de la Democracia se vuelven inaudibles.

A medida que se alejaba de Wickham Place su primera preocupación fue demostrarse a sí mismo que valía tanto como cualquiera de las Schlegel. Oscuramente herido en su orgullo, intentaba herirlas a ellas a su vez. Probablemente no eran auténticas damas. ¿Las auténticas damas le habrían invitado a tomar el té? Sí, sí, claro, eran ariscas y frías. A cada paso acrecía su sentimiento de superioridad. ¿Una auténtica dama hubiese hablado de robar paraguas? A lo mejor, después de todo, eran ladronas y si él hubiera entrado en la casa le habrían aplicado a la cara un pañuelo empapado en cloroformo. Caminó complacido hasta el Parlamento. Allí su estómago vacío hizo valer sus derechos y le hizo ver que era un majadero.

—Buenas noches, míster Bast.

—Buenas, míster Dealtry.

—Hermosa noche.

—Hermosa, sí.

Dealtry, un compañero de la oficina, se alejó y Leonard se quedó dudando entre tomar el tranvía hasta donde éste pudiera llevarle por un penique o caminar. Decidió caminar —no es bueno perder el control y ya había gastado bastante en el Queen’s Hall—, cruzó Westminster Bridge frente a Saint Thomas Hospital y atravesó el inmenso túnel que pasa bajo la línea del South-Western, en Vauxhall. En el túnel se detuvo y escuchó el bramido de los trenes. Una punzada le atravesó la cabeza y tuvo conciencia de la forma exacta de las cuencas de los ojos. Avanzó una milla más y no aflojó el paso hasta llegar a la entrada de una calle llamada Camelia Road, donde estaba, en aquella época, su casa.

Allí se detuvo una vez más y miró recelosamente a derecha e izquierda, como un conejo a punto de meterse en su agujero. Un bloque de pisos, construido con extrema baratura, se alzaba a cada lado. Más adelante había otros dos bloques en construcción y tras ellos estaban demoliendo una vieja casa para levantar un par más. Esta escena puede verse en todo Londres, sea cual sea el lugar: ladrillo y hormigón levantándose y cayendo a medida que la ciudad recibe más y más gente en su suelo. Camelia Road pronto parecería una fortaleza y dominaría, durante un tiempo, sobre los parajes circundantes. Pero sólo durante un tiempo, pues ya existían planes para levantar nuevos bloques en Magnolia Road. Y dentro de unos años, los bloques de ambas calles serán derribados seguramente y nuevos edificios de dimensiones inimaginables hoy en día se alzarán donde éstos hayan caído.

—Buenas, míster Bast.

—Buenas, míster Cunningham.

—Cosa seria el descenso de la natalidad en Manchester.

—¿Cómo dice?

—Cosa seria el descenso de la natalidad en Manchester —repitió míster Cunningham golpeando el periódico dominical en el que se anunciaba la calamidad en cuestión.

—Ah, sí —dijo Leonard, que no estaba dispuesto a reconocer que no había comprado el periódico dominical.

—Si esto sigue así, la población de Inglaterra será estacionaria en 1960.

—Hombre, no diga eso.

—Para mí es una cosa seria, ¿no?

—Buenas noches, míster Cunningham.

—Buenas noches, míster Bast.

Leonard entró en el bloque B y se dirigió, no escaleras arriba, sino escaleras abajo, hacia lo que los agentes de la propiedad llaman bajos y el resto de los mortales sótano. Abrió la puerta y gritó: «¡Hola!», con la pseudoalegría de un Cockney. No hubo respuesta. «Hola», repitió. La pieza estaba vacía, aunque la luz eléctrica se había quedado encendida. Una expresión de alivio iluminó su cara y se dejó caer en el sillón.

La pieza contenía, además del sillón, dos sillas, un piano, un velador y un cosy corner. Una de las paredes estaba ocupada por una ventana, la otra, por una repisa erizada de cupidos. Frente a la ventana estaba la puerta y, junto a la puerta, una librería. Sobre el piano se hallaba extendida una de las obras maestras de Maud Goodman. Era una estancia coqueta y agradable cuando las cortinas estaban corridas, las luces encendidas y la estufa de gas apagada. Pero acusaba esa nota de provisionalidad que suele percibirse en las viviendas modernas, que se obtienen con facilidad y pueden abandonarse con facilidad.

Cuando Leonard se estaba quitando las botas, dio un golpe seco al velador y una fotografía enmarcada, honoríficamente situada sobre la mesa, resbaló, cayó en la chimenea y se hizo añicos. Leonard dijo unas palabrotas con desinterés y recogió la fotografía. Representaba a una joven llamada Jacky y había sido tomada en la época en que las jóvenes llamadas Jacky solían retratarse con la boca abierta. Unos dientes de deslumbrante blancura corrían a lo largo de las mandíbulas de Jacky y torcían a un lado su cabeza de puro grandes y numerosos. Créanme, aquella sonrisa era sencillamente espléndida. Ahora bien, si hemos de ser puntillosos y consideramos que la verdadera alegría proviene de los ojos, habremos de reconocer que los ojos de Jacky disentían de su sonrisa: eran ávidos y hambrientos.

Leonard intentó recoger los fragmentos de cristal, se cortó un dedo y volvió a proferir tacos. Una gota de sangre cayó sobre el marco, otra siguió a la primera yendo a caer sobre la fotografía. Renegó con más energía y corrió a la cocina, donde se lavó las manos. La cocina tenía el mismo tamaño que la salita de estar. Al otro extremo de la cocina estaba el dormitorio. No había más. Leonard había alquilado el apartamento amueblado: ningún objeto le pertenecía salvo la fotografía enmarcada, los cupidos y los libros.

—¡Maldita sea, maldita sea! —murmuraba el joven junto con otras palabras aprendidas de hombres de más edad.

Se llevó la mano a la frente y dijo: «¡Maldito sea todo…!», lo cual significaba algo distinto. Se calmó, bebió un poco de té, negro y silente, que sobrevivía en un estante, se tragó unas polvorientas migajas de tarta y volvió a la sala de estar, se aposentó y empezó a leer un libro de Ruskin.

Siete millas al norte de Venecia…

¡Con qué perfección empieza este famoso capítulo! ¡Qué supremo dominio de la admonición y de la poesía! El rico nos habla desde su góndola.

Siete millas al norte de Venecia los bancos de arena, que cerca de la ciudad emergen ligeramente sobre el nivel del agua, alcanzan gradualmente un nivel más alto y acaban por unirse formando un entramado de marismas salinas, elevados aquí y allá en forma de ribazos e interceptados por estrechos brazos de mar.

Leonard intentaba crearse un estilo a imitación de Ruskin, a quien consideraba el más grande maestro de la prosa inglesa. Siguió leyendo con obstinación, anotando ocasionalmente.

Consideremos por separado cada una de estas características, empezando (pues de los capiteles ya hemos hablado lo suficiente) por el rasgo más peculiar de esta iglesia: su luminosidad.

¿Qué enseñanza se podía extraer de esta delicada frase? ¿Cómo podría él, Leonard, adaptarla a las necesidades de su vida cotidiana? ¿Cómo introducirla, con las modificaciones pertinentes, en la próxima carta a su hermano el sacristán? Por ejemplo:

«Consideremos por separado cada una de estas características, empezando (pues de su falta de ventilación ya hemos hablado lo suficiente) por el rasgo más peculiar de este apartamento: su oscuridad».

Algo le dijo que las modificaciones no funcionaban; y ese algo, lo supiera o no, era el espíritu de la prosa inglesa. «Mi apartamento es tan oscuro como apestoso». Éstas eran las palabras y no otras.

Y la voz de la góndola siguió fluyendo, entonando la salmodia del esfuerzo y el autosacrificio, preñada de elevados propósitos, preñada de belleza, preñada incluso de simpatía y amor al hombre, eludiendo, sin embargo, todo aquello que en la vida de Leonard era real y persistente. Porque era la voz de alguien que jamás había estado hambriento, ni sucio, de alguien que no había podido intuir con éxito lo que son la suciedad y el hambre.

Leonard escuchaba la voz con reverencia. Sentía que escucharla le hacía bien y que si continuaba con Ruskin, los conciertos en el Queen’s Hall y los cuadros de Watts, podría algún día sacar la cabeza fuera del agua turbia y ver el universo. Creía en la conversión súbita, una creencia que, acertada o no, resulta particularmente atractiva a las mentes que aún están verdes. Es la base de la religión popular y domina las transacciones bursátiles en el mundo de los negocios, convirtiéndose en ese «poquito de suerte» que explica todos los éxitos y todos los fracasos. «Si tuviera un poquito de suerte, todo se arreglaría…». «Ha conseguido una magnífica casa en Streatham y un Fiat de 20 CV, pero, claro está, ha tenido suerte…». «Siento mucho que mi esposa se haya retrasado tanto, pero siempre tiene la mala suerte de perder el tren». Leonard había superado esta idea: creía en el esfuerzo y en la preparación constante para el cambio que deseaba. Pero carecía del concepto de cultura como herencia que se adquiere paso a paso: confiaba en llegar a la Cultura súbitamente, como los adventistas confían en llegar a Jesús. Las Schlegel habían llegado, habían realizado el sortilegio, habían tomado las riendas en sus manos, de una vez por todas. Y, mientras tanto, su apartamento era tan oscuro como apestoso.

En aquel momento oyó un ruido en la escalera. Leonard introdujo la tarjeta de Margaret entre las páginas de Ruskin y abrió la puerta. Entró una mujer de la cual sería fácil decir que no era respetable. Su apariencia era terrible. Parecía hecha de cordeles y tiradores —cintas, cadenillas, collares de cuentas que tintineaban y se enredaban entre sí—, y llevaba un boa de plumas azules arrollado al cuello, con los extremos colgando a distinta altura. Una doble ristra de perlas envolvía su garganta desnuda; los brazos, descubiertos hasta el codo, podían detectarse en el hombro a través de una puntilla barata. Su sombrero, lleno de flores, parecía uno de esos cestillos de fruta cubiertos de tela en los que plantábamos, de niños, semillas de mostaza y de berro y que unas veces germinaban y otras no. En cuanto a su cabellera o, mejor dicho, sus cabelleras, eran demasiado complicadas para ser descritas, pero un sistema caía sobre su espalda en forma de espesa mata mientras otro, creado para más altos destinos, formaba bucles sobre su frente. La cara… no importa. Era la cara de la fotografía, pero con más años encima y sus dientes no eran tan numerosos como el retrato sugería y, ciertamente, no tan blancos. En efecto, Jacky había dejado atrás la primavera de la vida, comoquiera que pudiese haber sido esa primavera. Declinaba hacia los años grises más aprisa que la mayoría de las mujeres y la expresión de sus ojos lo traslucía.

—¿Qué tal? —dijo Leonard saludando la aparición con alegría y ayudándola a desprenderse del boa.

Jacky, en tono hosco, respondió:

—¿Qué tal?

—¿Has estado fuera? —preguntó él. La pregunta podrá parecer superflua, pero no debía de serlo, pues la mujer contestó:

—No —y añadió—: ¡Qué cansada estoy!

—¿Estás cansada?

—¿Cómo?

—Estoy cansado —dijo él, colgando el boa.

—Oh, Len, estoy muy cansada.

—Estuve en el concierto del que te hablé —dijo Leonard.

—¿En el qué?

—Y vine tan pronto acabó.

—¿Ha venido alguien? —preguntó Jacky.

—No, que yo sepa. Encontré a míster Cunningham en la calle y cambiamos impresiones.

—¿Cómo, no era míster Cunningham?

—Sí, míster Cunningham.

—He ido a tomar el té a casa de una amiga.

Una vez hubo expuesto al mundo su secreto, e incluso esbozado el nombre de la amiga, Jacky no prosiguió sus experimentos en el difícil y fatigoso arte de la conversación. Nunca había sido una gran conversadora. Aun en sus días fotográficos, había usado de su sonrisa y de su figura para atraer, y ahora que estaba

para el retiro

para el retiro,

amigos, estoy para el retiro.

seguía sin saber usar de la lengua. Algunos sonidos (de los que acabamos de dar una muestra) salían todavía de sus labios, pero la expresión hablada era rara en ella.

Se sentó en las rodillas de Leonard y empezó a hacerle caricias. Era a la sazón una mujer maciza de treinta y tres años y su peso hizo daño al joven, aunque éste no dijo nada. «¿Estás leyendo un libro?», preguntó Jacky, y él: «Es un libro» y se lo quitó de las manos. La tarjeta de Margaret cayó al suelo y quedó boca abajo. Leonard murmuró: «El separador».

—Len…

—¿Qué hay? —preguntó él con cansancio, porque Jacky sólo tenía un tema de conversación cuando se sentaba en sus rodillas.

—¿Me quieres?

—Jacky, ya sabes que sí. ¿Cómo puedes preguntarme una cosa semejante?

—Me quieres, ¿verdad, Len?

—Claro que sí.

Una pausa. Aún faltaba otro extremo a tocar.

—Len…

—¿Qué hay?

—Len, ¿lo harás, verdad?

—No quiero que vuelvas a preguntármelo —dijo el joven, experimentando un repentino arrebato—. Te he prometido que me casaría contigo en cuanto llegue a la mayoría de edad, y basta. Mi palabra es mi palabra. Te he prometido casarme contigo en cuanto cumpla los veintiún años, no puedo estar preocupándome por eso constantemente. Ya tengo bastantes preocupaciones. No voy a echarte cuando haya gastado todo el dinero, y no sólo por haberte dado mi palabra. Mira, soy inglés, y nunca me vuelvo atrás cuando quedo en una cosa. Jacky, sé razonable. Por supuesto que me casaré contigo. Pero deja de darme la lata.

—¿Cuándo es tu cumpleaños, Len?

—Te lo he dicho mil veces. El once de noviembre. Ahora, levántate de mis rodillas: alguien tiene que hacer la cena, digo yo.

Jacky fue al dormitorio y empezó a arreglar su sombrero. Esto quiere decir que empezó a insuflarle breves soplidos. Leonard puso en orden la salita de estar y empezó a preparar la cena. Metió un penique en la ranura del contador del gas y a poco el apartamento estaba impregnado de humo metálico. Por algún extraño motivo no lograba recobrar la calma y mientras cocinaba seguía quejándose con amargura.

—Es malo que no confíen en uno. Me haces sentir como un bruto, cuando he simulado ante todo el mundo que eres mi esposa. Está bien, está bien, serás mi esposa. Ya te he comprado el anillo y he alquilado este apartamento amueblado. Es más de lo que puedo permitirme. Y todavía no estás satisfecha… Tampoco he dicho la verdad cuando he escrito a mi casa —bajó la voz—. Él lo impediría —repitió en un tono de horror que resultaba un poco excesivo—. Mi hermano lo impediría. Obro en contra de todo el mundo, Jacky.

»Así soy yo, Jacky. No hago ningún caso de las opiniones ajenas. Yo sigo adelante, eso es. Así he sido siempre. No soy uno de esos tipos débiles, dubitativos, qué va. Si una mujer está en apuros, yo no la dejo en la estacada. No, yo no soy de ésos, gracias a Dios.

»Y te voy a decir otra cosa. Me propongo mejorar por medio de la Literatura y el Arte, adquirir una perspectiva más amplia, ¿cómo te diría…? Por ejemplo, cuando has llegado, estaba leyendo Las piedras de Venecia, de Ruskin. No lo digo para darme tono, sino para que veas la clase de hombre que soy. Y te aseguro que disfruté con el concierto de esta tarde.

A todo esto, Jacky permanecía indiferente. Cuando la cena estuvo lista, y no antes, salió del dormitorio y dijo:

—Pero me quieres, ¿verdad?

Empezaron con una sopa concentrada que Leonard había disuelto en agua caliente. Le siguió un plato de lengua —un cilindro de carne jaspeada, con un poco de gelatina por arriba y mucha grasa amarillenta por debajo— y la cena finalizó con otro concentrado disuelto en agua (pudín de piña) preparado por Leonard a primera hora. Jacky comía de buena gana, mirando ocasionalmente a su hombre con aquellos ojos ávidos, a los que nada en el resto de su apariencia correspondía y que, sin embargo, parecían desvelar su alma. Y Leonard trataba de convencer a su estómago de que estaba tomando unos alimentos verdaderamente nutritivos.

Después de cenar, fumaron e intercambiaron algunas frases. Jacky observó que su retrato se había roto. Leonard encontró la ocasión de hacer notar, por segunda vez, que había vuelto directamente a casa después del concierto en el Queen’s Hall. Jacky se sentó en sus rodillas. Los habitantes de Camelia Road caminaban en una y otra dirección frente a la ventana, a la altura de sus cabezas, y la familia que vivía en la planta baja empezó a cantar Oye, mi alma, es el Señor.

—Esta canción me da grima —dijo Leonard.

Jacky dijo que, por su parte, consideraba la canción muy bonita.

—No: tocaré algo bonito para ti. Levántate un momento, cariño.

Fue al piano y tocó un poco de Grieg. Tocaba mal, de un modo mediocre, pero el recital no dejó de surtir efecto, porque Jacky manifestó que se iba a dormir. Cuando hubo desaparecido, un súbito interés acometió al joven, que se puso a pensar en lo que había dicho sobre la música la extraña miss Schlegel, aquélla que torcía la cara el hablar. Sus pensamientos se volvieron tristes y envidiosos. Ay, aquella chica llamada Helen, que le había birlado el paraguas, y la chica alemana, que le había sonreído graciosamente, y herr no sé qué, y la tía no sé cuántos, y el hermano… todos con las riendas en la mano. Todos habían ascendido por la estrecha escalinata de Wickham Place al amplio salón, adonde él nunca podría seguirlos, aunque leyera diez horas diarias. No, no era bueno este continuo anhelo. Unos nacen cultos; los otros, es mejor que se dediquen a cosas más fáciles. Ver la vida en su totalidad no era lo indicado para personas como él.

De la oscuridad, más allá de la cocina, una voz le llamó:

—Len.

—¿Estás en la cama? —preguntó él arrugando la frente.

—Mmmm.

—Muy bien.

Jacky volvió a llamarle.

—Tengo que limpiar las botas para mañana —contestó él.

Jacky volvió a llamarle.

—Me gustaría acabar este capítulo.

—¿El qué?

Leonard cerró los oídos a la voz de Jacky.

—¿Qué es?

—No es nada, Jacky, estoy leyendo un libro.

—¿Qué?

—¿Qué? —contestó él remedando su sordera.

Jacky volvió a llamarle.

Ruskin, por entonces, había visitado Torcello y ordenó a los gondoleros que le condujeran a Murano. Mientras se deslizaba por las susurrantes lagunas, se le ocurrió que la estupidez no prevalecería contra el poder de la Naturaleza, ni su belleza se vería ensombrecida por la miseria de los individuos como Leonard.