Está generalmente admitido que la Quinta sinfonía de Beethoven es el ruido más sublime que haya penetrado jamás en el oído humano. Satisface a todo el mundo, cualesquiera que sean la condición y características del oyente. Tanto si éste se parece a mistress Munt, que seguía subrepticiamente el ritmo con el pie cuando sonaba el tema (sin molestar al prójimo, por supuesto); o a Margaret, que sólo oía música; o a Helen, que veía héroes y naufragios en el flujo de las notas; o a Tibby, que estaba profundamente versado en contrapuntos y sostenía la partitura abierta en las rodillas; o a su prima, fräulein Mosebach, que recordaba a cada instante que Beethoven era echt Deutsch; o al joven acompañante de fräulein Mosebach, que no recordaba nada excepto a fräulein Mosebach; en cualquier caso y sea como sea, la pasión de su vida se intensifica y hay que admitir que este ruido, por dos chelines, resulta francamente barato. Es barato incluso si se oye en el Queen’s Hall, la peor sala de conciertos de Londres (aunque no peor que el Free Trade Hall de Manchester) e incluso oído en el extremo izquierdo de la sala, donde los timbales retumban en la cabeza del hipotético oyente antes que el resto de la orquesta. Sí, aún así es barato.
—¿Con quién está hablando Margaret? —dijo al finalizar el primer movimiento mistress Munt, que se encontraba de nuevo en Londres, de visita en Wickham Place.
Helen recorrió con la mirada la larga fila que formaba su grupo y dijo que no lo sabía.
—¿Será alguno de esos jóvenes en los que está interesada?
—Eso espero —respondió Helen. La música la envolvió y no pudo detenerse a establecer la distinción que existe entre un joven al que se conoce y un joven en quien se tiene interés.
—Sois tan maravillosas al… ¡Huy, Virgen Santa, no se puede hablar!
Porque había comenzado el andante, muy bonito a pesar de tener un parecido familiar con todos los demás andantes compuestos por Beethoven y, en opinión de Helen, de desconectar a los héroes y los naufragios del primer movimiento de los héroes y duendes del tercero. Oyó el tema entero una vez y luego dejó vagar su atención, curioseando entre la audiencia, el órgano y la arquitectura. Censuró los flácidos cupidos que circundaban el techo del Queen’s Hall, inclinados los unos sobre los otros en insípidos gestos y vestidos con pálidos pantalones en los que se reflejaba el sol de octubre. «¡Qué espantoso sería casarse con un hombre que se pareciera a esos cupidos!», pensó Helen. Beethoven empezaba a adornar el tema, así que Helen lo escuchó entero una vez más y luego sonrió a su prima Frieda. Pero Frieda estaba oyendo Música Clásica y no podía distraerse. También herr Liesecke parecía incapaz de dejarse distraer por una manada de caballos salvajes: tenía la frente arrugada, los labios separados, los quevedos en ángulo recto con la nariz y las manos blancas y gordezuelas posadas en las rodillas. Junto a él estaba la tía Juley, tan británica, empeñada en seguir el ritmo con los pies. ¡Qué hilera de tipos más interesantes! ¡Qué diversidad de influencias los había formado! Beethoven, tras susurrar con gran dulzura, suspiró —«Aaaaah»— y se acabó el andante. Aplausos y una ronda de wunderschöning y prachtvolleying por parte de la concurrencia alemana. Helen dijo a su tía:
—Ahora viene el movimiento más bonito: primero los duendes y luego un trío de elefantes bailando.
Tibby rogó a los presentes en general que se fijasen en el pasaje de transición ejecutado por el timbal.
—¿Por quién, querido?
—Por el timbal, tía Juley.
—No, fíjate en la parte en que crees que los duendes se han ido y vuelven —cuchicheó Helen mientras la música empezaba con un duende paseando tranquilamente de un extremo al otro del universo. No eran criaturas agresivas y eso era lo que las hacía terribles a los ojos de Helen. Se limitaban a observar, de pasada, que no había en el mundo ni heroísmo ni esplendor. Tras el interludio de elefantes bailarines, regresaron los duendes y repitieron la observación por segunda vez. Helen no podía contradecirlos, porque una vez, y a todos los efectos, había sentido lo mismo y había visto abatirse los sólidos muros de la juventud. ¡Pánico y vacío! ¡Pánico y vacío! Los duendes tenían razón.
Su hermano levantó un dedo: era el pasaje de transición ejecutado por el timbal.
Beethoven, como si las cosas estuviesen llegando demasiado lejos, sujetaba a los duendes y los hacía hacer lo que él quería. Les dio un empujoncito y empezaron a caminar en clave mayor en lugar de hacerlo en clave menor, y entonces… sopló y se dispersaron. ¡Ráfagas de esplendor, dioses y semidioses luchando con inmensas espadas, color y fragancia derramados en el campo de batalla, grandiosa victoria, magnífica muerte! ¡Oh! El mundo estalló ante los ojos de Helen, que estiró las manos enguantadas como si se tratara de algo tangible. Todo destino era titánico; toda conquista, deseable; conquistadores y conquistados serían aplaudidos por igual por los ángeles de las más distantes estrellas.
¿Y los duendes?, ¿acaso no habían estado allí? ¿Eran sólo los fantasmas de la cobardía y de la falta de fe? ¿Bastaba un saludable impulso humano para ponerlos en fuga? Hombres como míster Wilcox o el presidente Roosevelt dirían que sí, pero Beethoven era más sabio. Los duendes habían estado allí. Podían volver… y volvieron. Era como si el esplendor de la vida pudiera hervir demasiado y disiparse en vapor y espuma. En su disolución se oía la nota terrible, ominosa, y un duende, con creciente malignidad, recorría el universo de un confín al otro. ¡Pánico y vacío! Hasta los flamantes muros del mundo podían caer.
Beethoven eligió un final feliz. Edificó de nuevo las murallas. Sopló por segunda vez y dispersó una vez más a los duendes. Devolvió las ráfagas de esplendor, el heroísmo, la juventud, la magnificencia de la vida y de la muerte y, entre profundos rugidos de alegría sobrehumana, condujo a la Quinta Sinfonía a su fin. Pero los duendes estaban allí. Podían volver. Lo había expresado valientemente y por eso se puede confiar en Beethoven cuando dice otras cosas.
Helen se abrió camino hacia la salida durante los aplausos. Deseaba estar sola. La música le había mostrado cuanto en su vida había sucedido o podía suceder. Lo había leído como en una revelación tangible, inalterable. Las notas significaban esto y aquello para ella, no podían significar otra cosa y tampoco la vida podía tener otro significado. Salió del edificio, bajó despacio las escaleras exteriores, aspirando el aire otoñal, y echó a andar hacia su casa.
—Margaret —dijo mistress Munt—, ¿se encuentra bien Helen?
—Oh, sí.
—Siempre se va a mitad de programa —dijo Tibby.
—Parece que la música le ha conmovido profundamente —dijo fräulein Mosebach.
—Perdone —dijo el joven desconocido de Margaret, que había estado preparando la frase durante un rato—, pero esa señorita se ha llevado mi paraguas por equivocación.
—¡Cielo santo! Lo siento muchísimo. Tibby, ve corriendo y alcanza a Helen.
—Me perdería las cuatro canciones graves.
—Tibby, cariño, tienes que ir.
—Por Dios, no tiene importancia —dijo el joven, un poco inquieto, a decir verdad, por su paraguas.
—Ya lo creo que sí. Tibby. ¡Tibby!
Tibby se levantó y se quedó hábilmente atrapado entre los respaldos de los asientos. Cuando hubo levantado el asiento, encontrado su sombrero y librado su persona de los restantes impedimentos, ya era «demasiado tarde» para alcanzar a Helen. Las cuatro canciones graves habían empezado y nadie podía moverse durante la ejecución.
—Mi hermana es muy distraída —murmuró Margaret.
—De ningún modo —contestó el joven; pero su voz sonó opaca y fría.
—Si me da usted su dirección…
—Oh, no, no, en absoluto —dijo él enrollando el gabán sobre sus rodillas.
Las cuatro canciones graves entraron en los oídos de Margaret. Brahms, con todos sus lamentos y plañidos, nunca había experimentado lo que se siente cuando se es sospechoso de robar un paraguas. Porque aquel joven mentecato pensaba que ella, Helen y Tibby habían estado poniendo en práctica un ardid y que si él les hubiese dado su dirección, habrían irrumpido en sus habitaciones a medianoche y le habrían robado también el bastón.
Cualquier dama se habría reído, pero Margaret se sintió afectada, porque aquello era un síntoma de sordidez. Confiar en el prójimo es un lujo que sólo los ricos se pueden permitir; no los pobres. Apenas Brahms dejó de quejarse, Margaret dio al joven su tarjeta y le dijo:
—Vivimos aquí. Si usted lo prefiere, puede venir por el paraguas al terminar el concierto. Lamento, con todo, causarle tanta molestia cuando la culpa ha sido enteramente nuestra.
El rostro del joven se iluminó levemente cuando vio que Wickham Place estaba en el West[3] Daba pena verle corroído por la sospecha e incapaz, al mismo tiempo, de ser grosero por temor a que aquella gente tan bien vestida fuera honrada al fin y al cabo. A Margaret le pareció buena señal que dijera:
—Un programa muy bonito el de esta tarde, ¿verdad? —pues éste era el comentario con el que habrían iniciado la conversación si el paraguas no hubiese intervenido.
—La parte de Beethoven está muy bien —dijo Margaret, que no era una mujer de las que animan a su interlocutor—, pero Brahms no me gusta, ni la pieza de Mendelssohn que interpretaron al principio… y, ¡uf!, no soporto a Elgar, que viene ahora.
—¿Que qué? —dijo herr Liesecke, que había escuchado las últimas palabras de Margaret—. ¿No es bueno Pompa y circunstancia?
—¡Ay, Margaret, qué pesada! —protestó su tía—. He conseguido convencer a herr Liesecke para que se quede a oír Pompa y circunstancia y vienes tú y echas por el suelo todo mi trabajo. Tengo unas ganas locas de que oiga lo que componemos nosotros. No deberías menospreciar a los compositores ingleses, Margaret, hija.
—Yo ya he oído esta composición en Stettin —dijo fräulein Mosebach—, en dos ocasiones. Es un poco… dramática.
—Frieda, tú desprecias la música inglesa, ya se sabe. Y el arte inglés y la literatura inglesa, exceptuando a Shakespeare, que era alemán. Está bien, Frieda, te puedes ir.
Los novios se rieron y se miraron el uno al otro. Movidos por un impulso común se levantaron y huyeron de Pompa y circunstancia.
—Es verdad —dijo herr Liesecke mientras se abría paso y alcanzaba el pasillo en el momento en que empezaba la música—, tenemos que hacer una visita en Finsbury Circus.
—¡Margaret! —susurró a voces la tía Juley—, ¡Margaret! Fräulein Mosebach se ha dejado su precioso bolsito en el asiento.
Sin lugar a dudas era el bolso de Frieda y contenía su agenda, su diccionario de bolsillo, su mapa de Londres y su dinero.
—¡Qué lata… qué familia! ¡Frieda! ¡Frieda!
—Sssst —chistaron los que degustaban la música.
—¡El número de Finsbury Circus al que iban…!
—Si me permiten… yo podría… —dijo el joven suspicaz enrojeciendo.
—¡Oh, sí! Se lo agradecería muchísimo.
Tomó el bolso (en cuyo interior tintineaba el dinero) y se deslizó pasillo arriba. Tuvo tiempo justo de alcanzarlos en la puerta y recibió una encantadora sonrisa de la joven alemana y una perfecta inclinación del caballero. Volvió a su sitio. La confianza que habían depositado en él era trivial, pero sintió que cancelaba la desconfianza que había experimentado hacia ellos y que probablemente no le engañarían con su paraguas. Aquel joven había sido engañado en el pasado —de mala manera, quizá arrolladoramente— y ahora dedicaba buena parte de sus energías a defenderse de los desconocidos. Pero aquella tarde, tal vez a causa de la música, percibió que en ciertas ocasiones hay que abandonarse o, si no, ¿de qué sirve vivir? Wickham Place, W., aun presuponiendo un riesgo, era tan seguro como cualquier otra cosa y él estaba dispuesto a asumir el riesgo.
Y así, al finalizar el concierto, cuando Margaret dijo: «Vivimos muy cerca. Ahora precisamente voy para allí. ¿Puede usted venir conmigo y recogeremos su paraguas?», él contestó: «Gracias» pacíficamente y la siguió. Margaret habría preferido que aquel joven no fuera tan solícito en ayudar a las damas a bajar la escalera o en ir a buscar el programa —eran casi de la misma clase social para que sus modales no la humillaran—, pero lo encontraba interesante, en conjunto (en aquella época todo el mundo interesaba a las Schlegel en conjunto), por lo cual, mientras sus labios hablaban de cultura, su corazón planeaba invitarle a tomar el té.
—¡Qué cansada acaba una después de oír música! —dijo Margaret para empezar.
—¿Encuentra usted opresiva la atmósfera del Queen’s Hall?
—Ay, sí, es horrible.
—Sin embargo, creo que la atmósfera del Covent Garden es aún más opresiva.
—¿Va usted a menudo al Covent Garden?
—Sí, cuando me lo permite mi trabajo, suelo ir al gallinero, a la Ópera.
Helen habría exclamado: «Yo también, ¡me encanta el gallinero!», y de este modo habría creado un vínculo afectivo con el joven. Helen sabía cómo hacer este tipo de cosas. Pero Margaret tenía una aversión casi enfermiza a «arrastrar a la gente», a «hacer que las cosas rodaran por sí solas». Había estado en el gallinero del Covent Garden, pero no «solía ir», prefería las localidades más caras; el gallinero no le encantaba, ni mucho menos. Así que no contestó.
—Este año he ido tres veces: a Fausto, a Tosca ya… ¿cómo se decía, Tanhauser, Tanhoiser…? Mejor no arriesgarse.
A Margaret no le gustaba ni Tosca ni Fausto. Y así, por una u otra razón, siguieron caminando en silencio, arrullados por la voz de mistress Munt que tenía dificultades con su sobrino.
—Me acuerdo del pasaje, Tibby, pero cuando cada instrumento es tan bonito, resulta difícil distinguir al uno del otro. Estoy segura de que Helen y tú me lleváis a los mejores conciertos. Ni una nota desacertada del principio al fin. Me habría gustado que nuestros amigos alemanes se hubieran quedado hasta el final.
—Vamos, tía Juley, estoy seguro de que no te has olvidado del timbal redoblando en do menor —se oyó decir a Tibby—. Nadie puede olvidarlo, es inconfundible.
—¿Un pasaje muy fuerte? —aventuró mistress Munt—. Desde luego, no pretendo ser una entendida en música —añadió al ver que había marrado el tiro—. Sólo que me gusta de la música… una cosa distinta. Pero, eso sí: sé cuando una cosa me gusta y cuándo no. A según quién le pasa lo mismo con la pintura. Entra en una Galería, miss Conter, por ejemplo, y en seguida dicen lo que sienten, cuadro por cuadro. Yo soy incapaz de hacerlo. Pero la música es diferente de la pintura, creo yo. Cuando se trata de música, estoy tan segura como pueda estarlo el que más, te lo aseguro, Tibby. Ya lo creo. Yo no soy de ésos que disfrutan con todo. Hubo una cosa, algo sobre un fauno, en francés, que a Helen le extasió y a mí, en cambio, me pareció de lo más tontorrón y superficial. Lo dije entonces y lo he mantenido siempre.
—¿Está usted de acuerdo? —preguntó Margaret—. ¿Cree usted que la música es diferente de la pintura?
—Yo su… supongo que sí —dijo el joven.
—Yo también. Sin embargo, mi hermana sostiene que son exactamente lo mismo. Discutimos mucho al respecto. Ella dice que yo soy muy rígida; y yo, que ella es una sentimental sin método —y, ya lanzada, gritó—: ¿No le parece a usted absurdo? ¿De qué sirven las artes si son intercambiables? ¿De qué sirve el oído si dice lo mismo que los ojos? El objetivo de Helen es trasladar las melodías al lenguaje de la pintura y los cuadros al lenguaje de la música. Es ingenioso, no lo niego, y dice cosas interesantes a este respecto, pero ¿qué se gana con ello, me pregunto yo? ¡Tonterías! ¡Es radicalmente falso! Si Monet es Debussy y Debussy es Monet, ninguno de los dos vale un pimiento… a mi modo de ver.
Era evidente que las dos hermanas se peleaban.
—Tome, por ejemplo, la sinfonía que acabamos de oír. Helen no la dejará en paz. Le da sentido del principio al fin; la convierte en literatura. Me pregunto si volverá el día en que la música se considere música. Con todo, no sé qué pensar. Ahí está mi hermano, ahí atrás. Él sí considera la música como música y, sin embargo, ¡Dios mío!, me irrita más que ninguna otra persona, me crispa los nervios. Con él no me atrevo a discutir.
Una familia desgraciada, pero talentosa.
—Por supuesto, el culpable de todo es Wagner. Wagner ha contribuido más que nadie en el siglo XIX a la confusión de las artes. Creo que la música se encuentra en una situación crítica, aunque extraordinariamente interesante. De vez en cuando, a lo largo de la historia, aparecen estos genios terribles, como Wagner, que conmocionan todas las ideas al mismo tiempo. Al principio, espléndido, pero luego queda tal cantidad de barro, tal embrollo, que no sé… Las ideas, que estaban bien claras, acaban por entremezclarse con una facilidad excesiva; ninguna sigue su curso de un modo definido. Esto es lo que ha hecho Wagner.
Las palabras de Margaret revoloteaban como pájaros en torno al joven. Si él pudiese hablar así, conquistaría el mundo. ¡Ah!, ¡tener cultura!, ¡pronunciar correctamente las nombres extranjeros!, ¡estar bien informado, poder desarrollar seguro y fluido cualquier tema! Pero eso lleva años. Con una hora al mediodía y unas pocas horas por la noche, ¿cómo se puede competir con mujeres ociosas, que han leído desde la infancia? Su cabeza podía estar llena de nombres, incluso podía haber oído hablar de Monet y de Debussy; el problema era que no podía unirlos en una sola frase, no sabía darles un sentido; el problema era que no podía olvidar el paraguas perdido. Sí, el verdadero problema era el paraguas. El paraguas persistía, tras Monet y Debussy, con la insistencia del redoble de timbal. «Supongo que no le habrá pasado nada al paraguas —pensaba el joven—. En realidad, no me importa. Voy a pensar en la música. Supongo que no le habrá pasado nada a mi paraguas». Al principio de la velada se había preocupado por las localidades. ¿Hizo bien en pagar dos chelines? Y antes aún se había preguntado: «¿Podré pasarme sin programa?». Siempre le había preocupado algo, siempre, desde que tenía memoria; siempre había algo que le distraía de la búsqueda de la belleza. Porque buscaba la belleza y, por ello, las palabras de Margaret revoloteaban en torno a él como pájaros.
Margaret seguía hablando, diciendo de vez en cuando: «¿No cree usted? ¿No opina usted igual?». Y una de las veces se paró y dijo: «¡Oh, interrúmpame usted!», lo que dejó al joven aterrado. El joven no se sentía atraído por ella, aunque le inspiraba un reverente temor. Su figura era flaca, su cara parecía contener sólo ojos y dientes y las referencias a sus hermanos carecían de afectividad. Con toda su inteligencia y su cultura, aquella mujer sería probablemente, como explicaba miss Corelli, una de esas «esteticistas sin corazón». Por eso le resultó sorprendente —y alarmante— que ella dijera de pronto: «Espero que vendrá a tomar el té».
—Espero que vendrá a tomar el té. Nos encantaría. ¡Le he desviado tanto de su camino!
Habían llegado a Wickham Place. El sol se había puesto y el remanso se cubría de una tenue neblina. A la derecha, la línea fantástica de los edificios se alzaba como una torre negra contra las tonalidades del crepúsculo; a la izquierda, las viejas mansiones levantaban un parapeto cuadrado e irregular contra el gris del cielo. Margaret tanteó en busca de la llave. Naturalmente, la había olvidado. Asió su paraguas por la contera, se inclinó sobre la verja y golpeó la ventana del salón.
—¡Helen! ¡Ábrenos!
—¡Ya voy! —dijo una voz.
—¡Te has llevado el paraguas de este caballero!
—¿Me he llevado el qué? —dijo Helen abriendo la puerta—. Oh, pase usted. Encantada.
—Helen, haz el favor de no ser tan atolondrada. Te llevaste el paraguas de este caballero del Queen’s Hall y ha tenido que molestarse en venir a buscarlo.
—Lo siento mucho —exclamó Helen con la cabellera revuelta. Se había quitado el sombrero al llegar y se había apoltronado en una enorme butaca del salón—. No hago otra cosa que robar paraguas. Lo siento muchísimo. Pase y coja uno. ¿El suyo tiene mango de gancho o mango de pomo? El mío lo tiene de pomo o, al menos, el que yo creo que es mío.
Encendieron las luces y empezaron a registrar el vestíbulo. Helen, que había olvidado bruscamente la Quinta Sinfonía, iba comentando con gritos agudos:
—¡Tú no hables, Meg! Una vez le robaste la chistera a un anciano. Sí, sí, tía Juley, eso hizo. Es un hecho probado. Creyó que eran sus manguitos. ¡Cielo santo! Se me ha caído el letrero de la puerta. ¿Dónde está Frieda? Tibby, ¿por qué no…? Ay, no recuerdo qué iba a decir. No era eso, pero di a las criadas que preparen el té aprisa. ¿Qué le parece este paraguas? —lo abrió—. No, las costuras están rotas. Es un paraguas asqueroso. Debe de ser mío.
Pero no lo era.
El joven arrebató el paraguas de las manos de Helen, murmuró unas palabras de agradecimiento y huyó con el paso menudo de un oficinista.
—¿Pero no se queda usted…? —exclamó Margaret—. Helen, ¡cuidado que eres idiota!
—¿Qué hice mal?
—¿No ves que le has asustado? Quería que se quedase a tomar el té. No tenías que haber hablado de robos, ni de los agujeros del paraguas. No viste la desazón pintada en su rostro… ¡Ahora ya es inútil! —añadió al ver que Helen se precipitaba a la calle gritando: «¡Eh, espere!».
—Creo que ha sido mejor así —opinó mistress Munt—. No sabemos nada de ese joven, Margaret, y el salón está lleno de objetos pequeños y tentadores.
Pero Helen gritó:
—¡Tía Juley!, ¿cómo puedes decir una cosa así? Me haces sentir aún más avergonzada. Preferiría que fuera un ladrón y se llevara las cucharillas que haber… En fin, supongo que tendré que cerrar la puerta. Un error más de Helen.
—Sí, creo que podríamos haber pagado las cucharillas en concepto de renta —dijo Margaret, y al ver la perplejidad de su tía continuó—: ¿No recuerdas? «Renta». Era una de las expresiones de papá. Renta que se paga por un ideal, por la fe en la naturaleza humana. ¿Recuerdas cómo confiaba en los extraños? Y si le engañaban, solía decir: «Es mejor ser engañado que ser suspicaz». Decía que el abuso de confianza es obra del hombre, pero el exceso de desconfianza es obra del diablo.
—Algo creo recordar —dijo mistress Munt con acritud, porque habría deseado añadir: «Fue una suerte que tu padre se casara con una mujer rica». Pero como no habría sido correcto, se contentó con decir—: Podría haber robado las miniaturas de Ricketts.
—Mejor —dijo Helen con tozudez.
—No —dijo Margaret—, estoy de acuerdo con la tía Juley. Prefiero desconfiar de la gente que perder mis Ricketts. Todo tiene un límite.
Tibby, que consideraba el incidente desprovisto de interés, se fue a la cocina a ver si había madalenas para el té. Calentó la tetera con una habilidad casi excesiva, rechazó el Orange Pekoe que había preparado la criada, echó cinco cucharadas de un té de superior calidad, llenó la tetera de agua hirviendo e instó a las mujeres a que se apresurasen para no perder el aroma.
—Ya vamos, tía Tibby —gritó Helen, mientras Margaret, de nuevo pensativa, decía:
—En cierto sentido, desearía que tuviéramos un chico de verdad en casa. Un chico interesado en el trato con los demás hombres. Eso facilitaría mucho las cosas.
—Eso mismo pienso yo —dijo su hermana—. A Tibby sólo le interesan las mujeres espirituales que cantan a Brahms —y cuando se reunieron con él, le dijo en tono cortante—: ¿Por qué no recibiste a aquel joven, Tibby? Tienes que hacer de anfitrión alguna vez. Tendrías que haber tomado su sombrero y haberle insistido para que se quedara, en lugar de dejar que unas mujeres chillonas lo aventasen.
Tibby suspiró y dejó caer un mechón de pelo sobre la frente.
—Es inútil hacerse el importante. Te estoy hablando en serio.
—Deja en paz a Tibby —dijo Margaret que no soportaba que se metieran con su hermano.
—Esta casa es un gallinero —masculló Helen.
—¡Virgen Santísima! —protestó mistress Munt—. ¡Cómo puedes decir unas cosas tan horribles! Me sorprende la cantidad de hombres que tenéis aquí. Si hay algún peligro, es precisamente el contrario.
—Helen se refiere a que no es la clase de hombres que debería ser.
—No, no quise decir esto tampoco —rectificó Helen—. Tenemos la clase de hombres que debe ser, pero del lado incorrecto. Y digo que esto es culpa de Tibby. Tendría que haber algo en la casa… un… un no sé qué.
—¿Un toque de los W., quizá?
Helen sacó la lengua.
—¿Quiénes son los W.? —preguntó Tibby.
—Son unos que conocemos Meg, la tía Juley y yo, y que tú no conoces, así que cállate.
—Supongo que ésta es una casa de mujeres —dijo Margaret— y así debemos aceptarlo. No, tía Juley, no quiero decir que esta casa esté llena de mujeres. Trato de decir algo mucho más sutil. Quiero decir que ya era irrevocablemente femenina aun en vida de papá. Estoy segura de que lo entiendes. Bien, te daré otro ejemplo. Te extrañará, pero no importa. Supón que la reina Victoria diera una fiesta y que los invitados fueran Leighton, Millais, Swinburne, Rossetti, Meredith, Fitzgerald, etc. ¿Supones que el ambiente de la fiesta sería artístico? ¡Qué va! Hasta las sillas en que se sentaran lo notarían. De modo que nuestra casa ha de ser forzosamente femenina y lo único que podemos hacer es procurar que no sea afeminada. Al igual que otra casa, que podría citar pero no cito, es irrevocablemente masculina y lo único que sus habitantes pueden hacer es procurar que no sea brutal.
—Una casa que supongo que será la de los W. —Dijo Tibby.
—No te vamos a explicar nada de los W., pequeño —dijo Helen—, así que no le des más vueltas. Y, por otra parte, me trae sin cuidado que lo averigües, de modo que no te creas que eres muy listo, en cualquier caso. Dadme un cigarrillo.
—Contribuyes en lo que puedes, ¿eh? —dijo Margaret—. El salón está cargado de humo.
—Quizá si tú también fumaras, la casa se volvería súbitamente masculina. El ambiente es probablemente una cuestión de detalles. Incluso en la fiesta de la reina Victoria, si algo hubiese sido un poco diferente… quizá si hubiese llevado un traje de cóctel en vez de un vestido de satén color magenta…
—Con un mantón indio en los hombros…
—Cerrado en el pecho con un broche de piedra…
Una explosión de risa irrespetuosa —debe recordarse que eran medio alemanas— celebró estas sugerencias y Margaret dijo con aire pensativo:
—Qué inconcebible sería que a la familia real le interesara el Arte.
Y la conversación se fue desviando más y más y el cigarrillo de Helen se volvió ascua en la oscuridad y los pisos de enfrente dejaron ver sus ventanas iluminadas que se apagaban y se encendían y se volvían a desvanecer incesantemente. Tras ellos, la avenida rugía suavemente en un flujo incesante, mientras al Este, invisible tras los humos de Wapping, se levantaba la bruma.
—Ahora que me acuerdo, Margaret, deberíamos haber hecho entrar a aquel joven en el comedor. Sólo están los platos de mayólica y no hay quien los despegue de la pared. Lamento que no se haya quedado a tomar el té.
Aquel pequeño incidente había impresionado a las tres mujeres más de lo que pudiera creerse. Quedó latente como el paso de un duende, como una leve insinuación de que no todo iba bien en el mejor de los mundos y de que, bajo la supraestructura de la riqueza y el arte, vagaba un joven enfermizo que había recobrado su paraguas, es cierto, pero que no había dejado tras de sí ni dirección ni nombre.