El padre de Tom estaba segando el prado. Pasaba y repasaba la guadaña entre el zumbido de las cuchillas y los dulces olores del césped, dando vueltas en círculos cada vez más reducidos en torno al centro sagrado del campo. Tom negociaba con Helen.
—No tengo la menor idea —respondía Helen—. Quizá el niño lo sepa, ¿no crees, Meg?
Margaret abandonó su labor y los miró con aire ausente.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Tom quiere saber si el niño ya es lo bastante mayor como para jugar con el heno.
—No tengo la menor idea —contestó Margaret y volvió a tomar la labor.
—Mira, Tom, el niño no puede sostenerse en pie; no debe ponerse boca abajo, ni acostarse de modo que la cabeza le cuelgue, no hay que tocarle ni hacerle cosquillas y no se le puede cortar en dos o tres trozos con la guadaña. ¿Tendrás cuidado de que esto no suceda?
Tom extendió los brazos.
—Este chico es un niñero estupendo —hijo notar Margaret.
—Le gusta mucho el niño, por eso es así —fue la respuesta de Helen—. Van a ser amigos de toda la vida.
—¿Empezando a las edades de seis y un años?
—Por supuesto. Será una gran cosa para Tom.
—Quizá sea una cosa mejor aún para el niño.
Habían pasado catorce meses, pero Margaret todavía estaba en Howards End. No se le había ocurrido un plan mejor. Había llegado una vez más el tiempo de la siega del heno, las grandes amapolas rojas se abrían de nuevo en el jardín. Julio vendría después con las pequeñas amapolas entre el trigo; agosto, con la siega del trigo. Estos pequeños acontecimientos se convertirían en parte de ella año tras año. Cada verano temería que el pozo se secase; cada invierno, que las cañerías se helaran; los vientos del oeste podían derribar el olmo y acabar con todo y por ello Margaret no podía leer o charlar cuando soplaba el viento del oeste. Por entonces, el aire estaba sereno. Margaret y su hermana estaban sentadas junto a los restos del banco de piedra de Evie, donde el césped se confundía con el prado.
—¡Hay que ver cuánto tiempo llevan! —dijo Helen—. ¿Qué estarán haciendo ahí dentro?
Margaret, que cada vez era menos habladora, no contestó. El ruido de la segadora llegaba con intermitencias, como el ruido de las olas cuando rompen. Junto a ellas, un hombre estaba preparándose para segar uno de los huecos del valle.
—Ojalá Henry pudiera salir para disfrutar de este espectáculo —dijo Helen—. ¡Estar encerrado en casa con un tiempo tan espléndido! Es un suplicio.
—Así tiene que ser —dijo Margaret—. La fiebre del heno es su principal objeción a vivir en el campo, pero cree que vale la pena, a pesar de todo.
—Meg, ¿está enfermo o no? Nunca he podido averiguarlo.
—No está enfermo. Sólo eternamente cansado. Ha trabajado con dureza toda su vida. Ésas son las personas que se derrumban cuando comprenden una cosa.
—Supongo que le angustia enormemente su participación en todo el desorden.
—Enormemente. Por eso desearía que hoy no hubiera venido Dolly. Pero él quería que vinieran todos. Así tenía que ser.
—¿Para qué los quiere?
Margaret no respondió.
—¿Puedo decirte una cosa, Meg? Me gusta Henry.
—Sería extraño que no te gustara —dijo Margaret.
—No solía pensar así.
—¡No solías! —bajó los ojos un instante hacia los oscuros abismos del pasado. Todos los habían sobrepasado, excepto Leonard y Charles. Estaban edificando una nueva vida, oscura pero resplandeciente de tranquilidad. Leonard había muerto, y a Charles le quedaban aún dos años de cárcel por cumplir. Antes no solían ver claro, ahora todo era distinto.
—Me gusta Henry porque se preocupa por las cosas.
—Y a él le gustas tú porque no te preocupas.
Helen suspiró. Parecía humillada y ocultó la cara entre las manos. Tras una pausa, dijo:
—A propósito del amor… —una transición menos abrupta de lo que pudiera parecer.
Margaret no había dejado de trabajar.
—Me refiero al amor de una mujer por un hombre. Antes yo creía que toda mi vida debía depender de eso e iba de un lado para otro como si algo anduviera mal dentro de mí. Pero ahora todo es paz; ya me he curado. Herr Förstmeister, de quien Frieda sigue escribiéndome, debe de ser un hombre muy noble de corazón, pero no se da cuenta de que no me casaré nunca con él ni con nadie. No es cuestión de vergüenza o de desconfianza por mi parte. Es que no podría, simplemente. Estoy acabada. Antes, cuando se trataba del amor de un hombre, era tan soñadora como una adolescente, y creía que para bien o para mal el amor debía ser lo más grande. Pero no lo ha sido; también el amor es un sueño. ¿No te parece?
—No, no estoy de acuerdo.
—Debería recordar a Leonard como mi amante —dijo Helen caminando por el prado—. Yo le tenté y le maté; es lo menos que puedo hacer. Me gustaría arrojar de todo mi corazón a Leonard en una tarde como ésta. Pero no puedo. No sirve de nada fingir. Lo estoy olvidando —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Nada parece ir acompasado… Dime… querida… —se interrumpió—. ¡Tommy!
—¿Sí?
—No intentes que el niño se sostenga sobre sus piernas… Siento que me falta algo. Veo cómo amas a Henry, como le comprendes cada día más y sé que la muerte no os separará al final. Pero yo… ¿Es un defecto criminal, espantoso?
Margaret la hizo callar.
—No, es sólo que las personas difieren más entre sí de lo que se pretende —dijo—. En todo el mundo los hombres y las mujeres se preocupan porque no pueden actuar como se supone que deben hacerlo. De vez en cuando lo confiesan y eso les alivia. No te preocupes, Helen. Actúa como eres; ama a tu hijo. A mí no me gustan los niños. Estoy contenta de no tener ninguno. Me gusta jugar con ellos porque son hermosos y encantadores. Pero eso es todo: nada auténtico, ni asomo de lo que debiera ser. Otros… otros van aún más lejos y se desentienden de la humanidad en peso. Un lugar, al igual que una persona, puede recoger el rayo. ¡No ves que todo tiende a aliviar, a fin de cuentas! Es parte de la batalla contra la mezquindad. Diferencias… eternas diferencias planeadas por Dios para una sola familia, para que siempre haya color; angustia, quizá, pero color en el día gris. No puedo consentir que te preocupes por Leonard. No insistas en el elemento personal cuando éste no surge. Olvida a Leonard.
—Sí, sí, pero ¿qué obtuvo Leonard de la vida?
—Quizá una aventura.
—¿Y eso es suficiente?
—Para nosotras, no. Para él, sí.
Helen tomó un puñado de hierba. Contempló la acedera y el trébol rojo, blanco y amarillo y la hierba temblorosa y las margaritas y los tallitos que lo componían. Lo acercó a la cara.
—¿Está ya dulce?
—No, sólo marchito.
—Estará dulce mañana.
Helen sonrió:
—Oh, Meg, tú sí que eres una persona —dijo—. Piensa en la agitación y en la tortura de hace un año por estas fechas. Hoy no podría ser desgraciada aunque lo intentara. ¡Qué cambio! Y todo por ti.
—Bueno, simplemente nos hemos asentado. Henry y tú habéis aprendido a comprenderos el uno al otro y a perdonar a lo largo del otoño y del invierno.
—Sí, pero ¿quién nos hizo asentarnos?
Margaret no contestó. La guadaña había empezado y se ajustó sus quevedos para contemplarla.
—¡Fuiste tú! —exclamó Helen—. Tú lo hiciste todo, querida, aunque eres demasiado tonta para darte cuenta. Vivir aquí fue idea tuya: yo te quería, él te quería; todo el mundo decía que era imposible, pero tú sabías que no. Piensa en lo que habrían sido nuestras vidas sin ti, Meg… El niño y yo con Mónica, rebelde por principio; y Henry, pasando de mano en mano, de Evie a Dolly. Pero tú recogiste los trozos y nos hiciste un hogar. ¿No te das cuenta, aunque sea por un instante; de que tu vida ha sido heroica? ¿No recuerdas los dos meses que siguieron al arresto de Charles, cuando te pusiste manos a la obra y lo hiciste todo?
—En aquel momento los dos estabais enfermos —dijo Margaret—. Yo hice lo que era evidente. Tenía que curar a dos enfermos. Aquí había una casa amueblada y vacía. Era evidente. Yo misma no sabía que se convertiría en un hogar definitivo. Sin duda he hecho algo para desenredar el embrollo, pero cosas que no se pueden explicar me han ayudado.
—Espero que sea definitivo —dijo Helen desviándose hacia otros pensamientos.
—Eso creo. Hay momentos en que siento que Howards End es particularmente nuestro.
—En cualquier caso, Londres se acerca.
Señaló al otro extremo del prado, al otro extremo de ocho o nueve prados, al final de los cuales se percibía un polvo rojo.
—Eso ya se ve en Surrey e incluso en Hampshire ahora —continuó—. Lo veo desde los Downs de Purbeck. Y Londres es sólo parte de algo más, me temo. La vida va a verse muy revuelta en todo el mundo.
Margaret sabía que su hermana estaba en lo cierto. Howards End, Oniton, los Downs de Purbeck, el Oderberge, eran supervivientes, y el horno estaba a punto para ellos. Lógicamente, no tenían derecho a vivir. La única esperanza era la debilidad de la lógica. ¿Era el triunfo de la tierra sobre el tiempo?
—Porque una cosa ocurra ahora inexorablemente, no tiene por qué ocurrir siempre inexorablemente —dijo Margaret—. Esta locura por el movimiento sólo se ha puesto en marcha en los últimos cien años. Quizá la siga una civilización que no engendre el movimiento, que descanse en la tierra. Todos los signos parecen contradecirme por ahora, pero no puedo evitar la esperanza y de madrugada, en el jardín, siento que nuestra casa es el futuro al mismo tiempo que el pasado.
Se volvieron y contemplaron la casa. Sus propios recuerdos la coloreaban ahora. Porque el niño de Helen había nacido en la habitación del centro. Margaret dijo:
—Oh, ten cuidado —porque algo se movía tras la ventana del vestíbulo y la puerta se abrió.
—El cónclave se termina por fin. Iré a ver.
Era Paul.
Helen se retiró con el niño prado adentro. Voces amigas la saludaron. Margaret se levantó para salir al encuentro de un hombre que llevaba un espeso bigote negro.
—Mi padre pregunta por usted —dijo el hombre con hostilidad.
Margaret tomó su labor y le siguió.
—Hemos estado hablando de negocios —continuó él—, pero supongo que usted ya estaba al corriente de todo.
—Sí, en efecto.
Torpe de movimiento, porque había pasado toda su vida en la silla de montar, Paul golpeó con el pie la pintura de la puerta de entrada. Mistress Wilcox dio un gritito de alarma. No le gustaba que desportillasen la pintura; se detuvo en el vestíbulo para retirar el boa y los guantes de Dolly de un jarrón.
Su marido estaba apoltronado en un gran sillón de cuero en el comedor y a su lado, sosteniendo su mano con ostentación, estaba Evie. Dolly, vestida de púrpura, se sentaba cerca de la ventana. La habitación estaba un poco oscura y cargada, sin aire; se veían obligados a conservarla así hasta que el heno estuviera cortado. Margaret se unió a la familia sin hablar; los cinco se habían reunido a la hora del té y Margaret sabía lo que iban a decir. Enemiga de perder el tiempo, continuó cosiendo. El reloj dio las seis.
—¿Todo el mundo está conforme? —dijo Henry con voz cansada. Usaba viejas frases, pero su efecto era inesperado y triste—. Porque no quiero que volváis por aquí más tarde quejándoos de que he sido injusto.
—Aparentemente, todos estamos conformes —dijo Paul.
—Perdona, hijo mío. Sólo tienes que decirlo y te dejaré la casa a ti.
Paul mostró ceño malhumorado y empezó a rascarse el brazo.
—Puesto que he abandonado la vida que me gustaba, al aire libre, y he vuelto a casa para hacerme cargo de los negocios, no tiene sentido que me instale aquí —dijo por fin—. Ni es el campo ni es la ciudad.
—Muy bien. ¿Estás de acuerdo con mis arreglos, Evie?
—Desde luego, padre.
—¿Y tú, Dolly?
Dolly levantó su carita marchita que la pena había hecho empalidecer sin dar firmeza a los rasgos.
—Me parece perfectamente espléndido —dijo—. Yo pensaba que Charles quería la casa para los niños, pero la última vez que le vi me dijo que no, que ya no podremos vivir en esta parte de Inglaterra. Charles dice que tendremos que cambiarnos el nombre, pero yo no veo por qué. Wilcox nos sienta bien a Charles y a mí, y no puedo pensar en ningún otro nombre.
Hubo un silencio general. Dolly miró en torno suyo nerviosa, temiendo haber cometido alguna incorrección. Paul continuó rascándose el brazo.
—En tal caso, dejo la casa de Howards End a mi esposa —dijo Henry—. Que todo el mundo lo entienda y que nadie, después de mi muerte, sienta resquemores ni sorpresas.
Margaret no contestó. Había algo misterioso en su triunfo. Ella, que jamás esperó conquistar nada, había entrado a saco entre los Wilcox y había roto sus vidas.
—En consecuencia, no dejo a mi esposa ningún dinero —dijo Henry—. Tal es su deseo. Todo lo que le habría correspondido será dividido entre vosotros. Ya os estoy dando mucho en vida para que podáis ser independientes. Ése es también deseo suyo. También ella cede gran parte de su dinero. Tiene la intención de dividir su renta por la mitad en los próximos diez años y piensa dejar la casa, a su muerte, a su… a su sobrino, que está ahí, en el prado. ¿Queda claro? ¿Todo el mundo lo entiende?
Paul se puso en pie. Estaba acostumbrado a los nativos y a la menor ocasión le salía el inglés que llevaba dentro. Sintiéndose masculino y cínico dijo:
—¿En el prado? ¡Ah, vamos! Yo creí que nos íbamos a quedar con todo, incluidos los negritos.
Mistress Cahill murmuró:
—Calla, Paul, prometiste tener cuidado.
Sintiéndose mujer de mundo, se levantó y se dispuso a partir. Su padre le dio un beso.
—Adiós, hija mía —dijo—. Y no te preocupes por mí.
—Adiós, padre.
Le llegó el turno a Dolly. Ansiosa de contribuir, se rió nerviosamente y dijo:
—Adiós, míster Wilcox. Resulta curioso que mistress Wilcox le hubiese dejado Howards End a Margaret y que ésta lo haya obtenido después de todo.
Se oyó un bufido procedente de Evie.
—Adiós —dijo Margaret y le dio un beso.
Una y otra vez cayó la palabra, como el oleaje de un mar en retirada.
—Adiós.
—Adiós, Dolly.
—Hasta pronto, padre.
—Adiós, hijo mío; sé siempre prudente.
—Adiós, mistress Wilcox.
—Adiós.
Margaret acompañó a los visitantes hasta la verja de entrada. Luego volvió junto a su marido y apoyó la cabeza en las manos de éste. Henry estaba lastimosamente cansado. Pero la observación de Dolly había despertado el interés de Margaret.
—¿Podrías contarme, Henry, qué es eso de que mistress Wilcox me había dejado Howards End?
—Sí, eso hizo —respondió él tranquilamente—. Pero ésa es una vieja historia. Cuando estuvo enferma y tú fuiste tan amable con ella, quiso darte algo a cambio y, estando como estaba fuera de sí, garrapateó «Howards End» en un trozo de papel. Yo lo estuve pensando muy seriamente y, como era una cosa de mero capricho, lo dejé correr sin saber lo que sería para mí mi Margaret en el futuro.
Margaret guardó silencio. Algo agitó su ser en lo más hondo y le recorrió un escalofrío.
—No creerás que hice mal, ¿verdad? —preguntó él.
—No, cariño. No se ha hecho nada mal.
Del jardín llegó una risa. «¡Ya están aquí, por fin!», exclamó Henry desenredándose de su esposa con una sonrisa. Helen entró en la penumbra sosteniendo a Tom con una mano y llevando a su hijo en la otra. Hubo gritos de alegría contagiosa.
—¡El campo ya está segado! —gritó Helen con excitación—… el prado grande también. Lo hemos estado viendo hasta el final ¡y habrá una cosecha de heno como nunca la ha habido!
Weybridge, 1908-1910.