Del torbellino y el horror que habían empezado con la enfermedad de la tía Juley y que no iban a terminar ni siquiera con la muerte de Leonard le parecía imposible a Margaret que pudiera surgir una vida saludable. Los acontecimientos se sucedían en una línea lógica aunque insensata. Las personas habían perdido su humanidad y adquirían un valor tan arbitrario como si lo eligieran de un mazo de cartas. Era natural que Henry hiciera tal cosa y fuera la causa de que Helen hiciera tal otra para considerarla luego culpable de haberla hecho; era natural que Leonard quisiera saber cómo estaba Helen y que viniera y que Charles se irritara con él por haber venido… era natural, pero irreal. En aquel embrollo de causas y efecto, ¿qué había sido de sus auténticas identidades? Ahora Leonard yacía en el jardín, muerto de causas naturales; sin embargo, la vida era un río profundo, profundo, y la muerte un cielo azul; la vida era una casa, la muerte, una brizna de heno, una flor, una torre; la vida y la muerte eran cualquier cosa y todas a la vez, excepto esta insensatez ordenada donde el rey mata a la reina y el as al rey. Ah, no, existe la belleza y la aventura detrás de todo esto, tal como había clamado el hombre que ahora yacía a sus pies; había esperanza a este lado de la tumba; había relaciones auténticas más allá de los límites que nos refrenan. Como el prisionero que levanta la vista y ve la llamada de las estrellas, así Margaret desde el remolino y el horror de aquellos días captaba atisbos de un mecanismo divino.
Y Helen, muda de terror, pero intentando conservar la calma por su hijo, y miss Avery, tranquila, pero murmurando dulcemente: «Nadie le dijo jamás a este muchacho que iba a tener un hijo…». También le recordaban que el horror no es el final. Margaret no sabía a qué última armonía tendemos. Le parecía importante, sin embargo, que un niño naciera para apropiarse de las grandes oportunidades de belleza y aventura que el mundo ofrece. Deambuló por el soleado jardín recogiendo narcisos blancos de corazón escarlata. No había otra cosa que hacer; el momento de los telegramas y la ira había pasado. Ahora lo aconsejable era que las manos de Leonard estuvieran dobladas sobre su pecho y llenas de flores. Allí reposaba el padre; mejor dejarlo así. Mejor dejar que la Miseria se convirtiera en Tragedia, cuyos ojos son las estrellas y en cuyas manos están el ocaso y la aurora.
Ni siquiera la influencia de los representantes de la autoridad, ni siquiera la vuelta del doctor, vulgar y agudo, hicieron tambalear su creencia en la eternidad y en la belleza. La ciencia explica al hombre, pero no lo puede entender. Tras largos siglos entre huesos y músculos, la ciencia puede haber avanzado en el conocimiento de los nervios, pero esto no le proporciona comprensión. Se puede abrir el corazón ante míster Mansbridge y los demás de su especie sin que descubran sus secretos, porque ellos lo quieren todo en blanco y negro y eso es exactamente lo que obtienen.
Interrogaron detenidamente a Margaret sobre Charles. Ella no sospechaba por qué. La muerte había hecho su aparición y el médico estaba de acuerdo en que se debía a una enfermedad de corazón. Le pidieron que les dejara ver la espada de su padre. Margaret les explicó que la ira de Charles era natural, aunque equivocada. A esto siguieron una serie de penosas preguntas sobre Leonard, a todas las cuales respondió Margaret sin vacilaciones. Luego volvieron sobre Charles.
—Sin duda míster Wilcox puede haber precipitado su muerte —dijo Margaret—, pero si no hubiera sido una cosa, habría sido otra, como ustedes bien saben.
Al final le dieron las gracias y se llevaron la espada y el cadáver a Hilton. Margaret empezó a recoger los libros del suelo.
Helen se había ido a la granja. Era el lugar más adecuado para ella, dado que tenía que quedarse hasta el término de la encuesta. Como si las cosas no fueran ya bastante duras, Madge y su marido pusieron reparos: no veían por qué tenían que recoger los desechos de Howards End. Y, desde luego, no les faltaba razón. Todo el mundo iba a tener razón y a vengarse ampliamente de las valerosas conversaciones contra los convencionalismos sociales. «Nada importa —habían dicho las Schlegel en el pasado—, excepto el propio respeto y el de los amigos». Cuando llegó el momento, otras cosas importaban, terriblemente. No obstante, Madge había cedido y Helen tuvo la paz asegurada por un día y una noche. Al día siguiente volvería a Alemania.
En cuanto a Margaret, estaba decidida a marcharse también. No había llegado ningún mensaje de Henry; quizá esperaba que ella se disculpase. Ahora que Margaret tenía tiempo de meditar sobre su propia tragedia, no estaba arrepentida. No le perdonaba a Henry su comportamiento, no quería perdonarle. El discurso que le había hecho le parecía perfecto, no cambiaría una sola palabra. Había que pronunciarlo una vez en la vida para ajustar la desnivelación del mundo. No fue un discurso dirigido únicamente a su marido, sino a miles de hombres como él: era una protesta contra la oscuridad interior que reina en las altas esferas, contra la oscuridad de esta era comercial. Aunque su marido rehiciera su vida sin ella, Margaret no podía disculparle. Henry había rehusado conectar en la ocasión más clara que puede planteársele a un hombre, y su amor debía pagar las consecuencias.
No, no había nada más que hacer. Había intentado no abocarse al precipicio, pero quizá la caída era inevitable. Y a Margaret le consolaba pensar que el futuro era inevitable: causas y efectos seguirían enlazándose hacia algún objetivo indudable, imposible de imaginar por ahora. En ocasión como la presente, el alma se retira hacia dentro, se repliega sobre sí misma, para flotar en el cauce de una corriente más profunda, se comunica con los muertos y ve la gloria de este mundo, no disminuida, pero distinta a lo que otrora supusiera. Modifica el enfoque hasta que las cosas triviales desaparecen. Margaret había intentado este camino durante todo el invierno. La muerte de Leonard le había hecho llegar hasta el final. Era una lástima que Henry, ¡ay!, tuviera que desvanecerse mientras surgía la realidad y que sólo quedara claro su amor por él, grabado con su imagen como los camafeos que rescatamos de los sueños.
Con ojo firme, Margaret trazó el futuro de su marido. Pronto volvería a presentar al mundo un rostro saludable, ¿y qué le importaba a él o al mundo que el meollo estuviera podrido? Se iría volviendo un viejo rico y venerable, a veces un poco sentimental con respecto a las mujeres, pero dispuesto siempre a tomar una copa con cualquiera. Tenaz en el poder, conservaría a Charles y a los demás bajo su dependencia y se retiraría de los negocios de mala gana y a una edad avanzada. Acabaría por asentarse, aunque eso Margaret no podía imaginárselo. Para ella, Henry estaría siempre en movimiento y haría que los demás lo estuvieran también mientras la tierra diera vueltas. Pero, llegado el momento, se sentiría cansado de moverse y de asentarse. Y luego, ¿qué? La inevitable palabra. Entregar el alma a su correspondiente cielo.
¿Se encontrarían en ese cielo? Margaret siempre había creído que para ella existía la inmortalidad. Siempre le había parecido natural un futuro eterno. Y Henry creía en su propia inmortalidad. Con todo, ¿volverían a encontrarse? ¿No habrá más bien infinitos desniveles más allá de la muerte, como enseña la teoría que él había censurado en cierta ocasión? Y el nivel de Henry, superior o inferior, ¿sería el mismo que el de ella?
Así se hallaba, meditando gravemente, cuando Henry le mandó llamar. Envió a Crane en su coche. Otros criados habían pasado como el agua, pero el chófer continuaba, a pesar de su impertinencia y su deslealtad. A Margaret no le gustaba Crane y él lo sabía.
—¿Son las llaves lo que desea míster Wilcox? —preguntó Margaret.
—No lo dijo, señora.
—¿No trae usted ninguna nota para mí?
—El señor no me dijo nada, señora.
Tras reflexionar unos instantes, cerró Howards End. Era penoso contemplar aquel calor que se extinguía para siempre. Apagó el fuego que ardía en la cocina y esparció las brasas en el patio embaldosado. Cerró las ventanas y echó las cortinas. Probablemente Henry vendería la casa.
Estaba decidida a no perdonarle nada, porque no había ocurrido nada nuevo en lo que a ellos concernía. Su estado de ánimo no tenía por qué haber cambiado desde el día anterior. Henry la esperaba de pie, un poco alejado de la puerta de entrada de la casa de Charles e hizo detenerse al coche con un gesto. Cuando su mujer bajó, dijo con voz ronca:
—Prefiero discutir las cosas contigo fuera.
—Me temo que será más apropiado discutirlas en la carretera —dijo Margaret—. ¿Recibiste mi mensaje?
—¿Sobre qué?
—Me voy a Alemania con mi hermana. Tengo que comunicarte que a partir de ahora aquél será mi domicilio permanente. Nuestra conversación de ayer por la noche fue más importante de lo que tú crees. No me siento capaz de perdonarte y te dejo.
—Estoy sumamente cansado —dijo Henry en tono herido—. He estado caminando toda la mañana y desearía sentarme.
—Muy bien, si no te importa sentarte en el césped…
Antaño la carretera del Norte debía haber estado bordeada de glebas a todo lo largo, pero los hombres como Henry las habían robado. Margaret avanzó hasta un fragmento situado enfrente, de modo que no pudieran ser vistos por Charles o por Dolly.
—Aquí están tus llaves —dijo Margaret. Se las lanzó a Henry. Las llaves cayeron en el declive de hierba y él no las recogió.
—Tengo algo que decirte —dijo él amablemente.
Margaret conocía aquella amabilidad superficial, aquella confesión improvisada, destinada tan sólo a provocar admiración por el hombre.
—No quiero oírlo —respondió Margaret—. Mi hermana va a sufrir y a partir de ahora voy a vivir con ella. Vamos a intentar construir algo ella, su hijo y yo.
—¿Adónde te vas a ir?
—A Múnich. Nos vamos una vez acabe la encuesta, si Helen no se encuentra muy mal.
—¿Después de la encuesta?
—Sí.
—¿Te das cuenta de cuál será el veredicto de la encuesta?
—Sí: enfermedad de corazón.
—No, querida: homicidio involuntario.
Margaret hundió los dedos en la hierba. El promontorio sobre el que se hallaba pareció moverse como si estuviera vivo.
—Homicidio involuntario —repitió míster Wilcox—. Charles puede ser condenado a prisión. No me atrevo a decírselo. No sé qué hacer, no sé qué hacer. Estoy deshecho, acabado…
No se elevó en Margaret una súbita llama. No comprendía que la destrucción de Henry era su única esperanza. No acogió al doliente en sus brazos. Pero a partir de aquel día, empezó una nueva vida. El veredicto fue emitido y Charles procesado. No había razón alguna para condenarle, pero la ley, hecha a su imagen, le sentenció a tres años de prisión. La fortaleza de Henry se desmoronó. No soportaba a nadie más que a su esposa, se arrastró hasta Margaret y le pidió que hiciera con él lo que pudiera. Y Margaret hizo lo que le pareció más sencillo: lo llevó a recuperarse a Howards End.