Cuando Charles abandonó Ducie Street, tomó el primer tren para su casa, pero no se enteró de los últimos acontecimientos hasta entrada la noche. Entonces su padre, que había cenado solo, le hizo llamar y en tono grave le preguntó por Margaret.
—No sé dónde está, padre —dijo Charles—. Dolly le estuvo guardando la cena casi una hora.
—Avísame cuando venga.
Pasó otra hora. Los criados se retiraron a dormir y Charles hizo otra visita a su padre para recibir nuevas instrucciones. Mistress Wilcox aún no había regresado.
—Me sentaré a esperarla todo el tiempo que tú quieras, pero no es probable que venga. ¿No se habrá quedado con su hermana en el hotel?
—Tal vez —dijo míster Wilcox pensativamente—… tal vez.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—Esta noche no, hijo mío.
A míster Wilcox le gustaba que le tratasen de usted. Alzó los ojos y dirigió a su hijo una mirada de ternura más abierta de lo que normalmente le concedía. Vio a Charles como si fuera aún un niño y como un hombre hecho y derecho al mismo tiempo. Su mujer se había revelado inestable, pero le quedaban sus hijos.
Pasada la medianoche, llamó a la puerta de Charles. «No puedo dormir —dijo—, más vale que demos un paseo y acabemos con todo esto». Se quejó del calor. Charles le llevó al jardín y ambos pasearon arriba y abajo enfundados en sus batas. Charles se iba calmando a medida que la historia se desarrollaba; desde mucho antes se había dado cuenta de que Margaret era tan mala como su hermana.
—Por la mañana pensará de otra manera —dijo míster Wilcox, que, por supuesto, no había dicho nada de mistress Bast—. Pero no puedo permitir que estas cosas continúen ocurriendo impunemente. Estoy moralmente cierto de que está con su hermana en Howards End. La casa es mía y algún día será tuya, Charles, y cuando yo digo que nadie viva en ella, quiero decir que nadie viva en ella. No lo consentiré —miró a la luna con enfado—. En mi opinión, esta cuestión está relacionada con algo mucho más importante: con el derecho de propiedad en sí mismo.
—Sin duda —dijo Charles.
Míster Wilcox enlazó su brazo con el de su hijo, pero algo en éste le fue gustando menos a medida que le iba contando más.
—No quiero que saques la conclusión de que mi mujer y yo hemos tenido algo parecido a una pelea. Ella estaba abrumada por los problemas, como lo estaría cualquiera. Haré lo que pueda por Helen, pero en el bien entendido de que deben abandonar la casa de inmediato. ¿Está claro? Es una conditio sine qua non.
—¿Quieres que vaya yo mañana por la mañana en el coche, a las ocho?
—A las ocho o antes. Diles que actúas en representación mía y, por supuesto, no emplees la violencia, Charles.
Por la mañana, cuando Charles regresó dejando a Leonard muerto en la grava, no le parecía que hubiese empleado la violencia. La muerte se había producido a consecuencia de un ataque de corazón. Su propia madrastra lo había dicho e incluso miss Avery había reconocido que sólo había utilizado la parte plana de la espada. A su paso por el pueblo informó a la policía, que le dio las gracias y le dijo que habría una encuesta judicial. Encontró a su padre en el jardín, ocultando sus ojos del sol.
—Ha sido horrible —dijo Charles con gravedad—. Estaban allí, efectivamente, y el hombre en cuestión estaba con ellas.
—¿Quién?, ¿qué hombre?
—Te lo dije ayer por la noche. Su nombre es Bast.
—¡Dios mío! ¿Es posible? —dijo míster Wilcox—. ¡En casa de tu madre, Charles! ¡En la propia casa de tu madre!
—Lo sé, padre. Eso fue lo que sentí. A decir verdad, ya no hay por qué preocuparse por el hombre. Estaba dando las últimas boqueadas a causa de una enfermedad de corazón y antes de que pudiera demostrarle lo que pensaba de él, expiró. La policía está estudiando el caso en estos momentos.
Míster Wilcox escuchaba atentamente.
—Me presenté allí… no serían más de las siete y media. Miss Avery estaba encendiéndoles el fuego. Ellas aún estaban en el piso de arriba. Yo esperé en el salón. Todos estuvimos muy corteses y serenos, aunque yo tenía ya mis sospechas. Les di un recado y mistress Wilcox dijo: «Ah, sí, ya veo. Sí», con ese tono suyo.
—¿Nada más?
—Le prometí decirte, «con todo su amor», que se iba a Alemania con su hermana esta misma tarde. Eso fue todo lo que tuvo tiempo de decirme.
Míster Wilcox pareció aliviado.
—Por entonces supongo que el hombre se cansó de estar escondido pues, de pronto, mistress Wilcox gritó su nombre. Le reconocía y fui a su encuentro en el vestíbulo. ¿No hice bien, padre? Me pareció que las cosas habían llegado un poco lejos.
—¿Si hiciste bien, hijo mío? No lo sé. Pero no serías mi hijo si no te hubieras comportado como lo has hecho. ¿Entonces él se… se hundió, como tú dices? —retrocedía ante la simple palabra.
—Se agarró a la librería, que se cayó sobre él. Así que yo me limité a poner la espada en el suelo y lo llevé al jardín. Todos pensamos que estaba fingiendo. No obstante, está muerto. ¡Un feo asunto!
—¿La espada? —gritó su padre con angustia en la voz—. ¿Qué espada? ¿La espada de quién?
—Una espada de ellas.
—¿Y qué hacías tú con esa espada?
—Bueno, papá, compréndelo, tenía que agarrar lo primero que me viniese a las manos. No tenía una fusta o un palo. Le pegué una o dos veces en los hombros con la parte plana de la vieja espada alemana de ellas.
—¿Y luego, qué pasó?
—Se le cayó encima la librería, como ya te dije, y rodó por el suelo —dijo Charles con un suspiro. No era divertido dar rodeos ante su padre, que nunca parecía satisfecho con las explicaciones.
—¿Pero la causa real de su muerte fue una enfermedad de corazón? ¿Estás seguro?
—Una enfermedad o un ataque. Sin embargo, ya nos enteraremos de sobra en la encuesta de estos pormenores tan desagradables.
Entraron a desayunar. Charles tenía un dolor de cabeza atroz, consecuencia de haber conducido en ayunas. Estaba asimismo preocupado por el futuro, previendo que la policía detendría a Helen y a Margaret para la encuesta y saldrían a relucir los trapos sucios. Se vio a sí mismo obligado a abandonar Hilton. No podrían vivir cerca del escenario del escándalo: no sería justo para con su propia esposa. Le aliviaba pensar que los ojos de su padre estaban por fin abiertos. Habría un terrible ajetreo y probablemente una separación de Margaret; luego empezarían de nuevo, como habían vivido en tiempos de su madre.
—Creo que me llegaré a la comisaría dando una vuelta —dijo su padre cuando hubieron acabado de desayunar.
—¿Para qué? —gritó Dolly a quien todavía no habían «puesto al corriente».
—Bien. ¿Qué coche tomarás?
—Creo que iré paseando.
—Hay su buena media milla —dijo Charles dirigiéndose al jardín—. El sol es muy fuerte para estar en abril. ¿No prefieres que te lleve y demos una vueltecita por los alrededores de Tewin?
—Continúas comportándote como si yo no supiera lo que quiero —dijo míster Wilcox con irritación. Charles cerró la boca—. Vosotros los jóvenes tenéis la obsesión del coche. Ya te lo he dicho, quiero caminar: me encantan los paseos.
—Está bien; estaré en la casa por si me necesitas para algo. Pensaba no ir hoy a la oficina, salvo que opines lo contrario.
—Quédate, hijo —dijo míster Wilcox poniendo una mano en el antebrazo de Charles.
A Charles no le gustó aquello; se sentía incómodo con su padre, que no parecía ser el mismo aquella mañana. Había en él un toque de petulancia casi femenino. ¿Sería que se estaba haciendo viejo? A los Wilcox no les faltaba la afectividad. Por el contrario, la tenían en grado sumo, pero no sabían cómo exteriorizarla. Era una afectividad en pañales y Charles, para ser un hombre de corazón cálido, había transmitido muy poca alegría. Contemplando a su padre arrastrar los pies por el camino, sintió un vago pesar —un deseo de que algo hubiese sido distinto de algún modo—, un deseo —aunque no lo expresó así— de que le hubieran enseñado a decir «YO» en su juventud. Deseaba compensar la traición de Margaret, pero sabía que su padre había sido muy feliz hasta el día anterior. ¿Cómo lo había conseguido aquella mujer? Por medio de algún truco deshonesto, sin duda, pero ¿cuál?
Míster Wilcox reapareció a las once con aspecto cansado. Al día siguiente tendría lugar la encuesta sobre la muerte de Leonard y la policía requería la presencia de su hijo.
—Ya lo esperaba —dijo Charles—. Naturalmente, seré el testigo principal.