Capítulo 41

La evolución de Leonard había seguido un curso muy distinto. Los meses que siguieron a Oniton, al margen de los problemas menores que le hubiesen traído, estuvieron dominados por el Remordimiento. Cuando Helen reconsideraba el pasado, podía filosofar o pensar en el futuro y hacer planes para su hijo. Pero el padre no veía nada más allá de su propio pecado. Transcurridas varias semanas, enfrascado en otras ocupaciones, solía gritar de súbito: «Bruto, más que bruto, jamás debí…» y dividirse en dos personas que dialogaban. A veces caía una lluvia sombría que tiznaba los rostros y el firmamento. Hasta Jacky percibió el cambio que se había producido en él. Más terribles aún eran los sufrimientos que le invadían cuando se despertaba. En ciertas ocasiones era feliz al principio, pero poco a poco iba adquiriendo conciencia de un peso que colgaba de él y lastraba sus pensamientos a medida que éstos avanzaban. Diminutas puntas de hierro le quemaban el cuerpo. Una espada le punzaba. Solía sentarse en el borde de la cama, apretándose el corazón y lamentándose: «Oh, ¿qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?». Nada le producía alivio. No podía poner tierra de por medio entre sí y su infracción, porque ésta crecía en su alma.

El remordimiento no se encuentra entre las virtudes eternas. Los griegos hicieron bien al destronarlo. Su acción es demasiado caprichosa, como las Erinnias que seleccionaban para el castigo a ciertos hombres y ciertos pecados solamente. Y de todos los medios de regeneración, el remordimiento es sin duda el más inútil. Corta los tejidos sanos junto con los enfermos. Es un cuchillo que penetra más profundo que el mal. Leonard fue conducido a través de sus tormentos y emergió purificado, pero débil: un hombre mejor, que no volvería a perder el control de sí mismo, pero también un hombre menor, que tenía menos que controlar. Tampoco la pureza significaba la paz. El uso del cuchillo puede convertirse en un hábito tan difícil de erradicar como la propia pasión, y Leonard continuaba despertando de sus sueños con un grito.

Construyó una situación que estaba muy lejos de la verdad. Nunca se le ocurrió pensar que Helen era también responsable. Olvidó la intensidad de sus palabras, el encanto que la sinceridad le había conferido a él, la magia de Oniton en la oscuridad, el murmullo del río. Helen amaba lo absoluto. Leonard estaba absolutamente arruinado y aparecía a los ojos de ella como un hombre aparte, aislado del mundo. Un hombre auténtico, que deseaba la aventura y la belleza, que deseaba vivir decentemente y pagar su parte, que podría haber viajado por la vida más gloriosamente que el coche de Juggernaut que le atropellaba. Los recuerdos de la boda de Evie la obnubilaron: los criados almidonados, las montañas de comida desperdiciada, el susurro de las damas engalanadas, los automóviles que goteaban grasa en la grava, mugre en un sendero pretencioso. Helen había degustado el aroma de todo esto a su llegada: en la oscuridad, después del fracaso, estos recuerdos la intoxicaron. Tanto ella como la víctima parecían estar solos en un mundo de irrealidad, y ella le amó absolutamente, quizá durante media hora.

Por la mañana, Helen se había ido. La nota que dejó, tierna e histérica de tono, intencionadamente amable, hirió profundamente a su amante. Se sintió como si hubiera roto una obra de arte, como si hubiera desgarrado de un marco un cuadro de la National Gallery. Cuando Leonard recordaba el talento de Helen y su posición social, se creía un criminal al que cualquiera tiene derecho a pegar un tiro. Tenía miedo de las azafatas y los maleteros en la estación. Tenía miedo, al principio, de su mujer, aunque luego acabaría sintiendo por ella una nueva y extraña ternura y pensando: «No hay ninguna diferencia entre nosotros, a fin de cuentas».

La expedición a Shropshire convirtió a los Bast en inválidos permanentes. Helen, en su huida, había olvidado pagar la cuenta del hotel y se había llevado los billetes de vuelta; tuvieron que empeñar las pulseras de Jacky para volver a casa. El hundimiento llegó unos días más tarde. Es cierto que Helen le ofreció cinco mil libras, pero aquella suma de dinero no significaba nada para él. No comprendía que la chica intentaba corregir desesperadamente lo que había hecho, que intentaba salvar algo del desastre, aunque sólo fueran cinco mil libras. Pero de alguna forma tenía él que vivir. Recurrió a la familia y se degradó hasta convertirse en un pedigüeño profesional. Ya no le quedaba nada más que hacer.

«Una carta de Leonard —pensó su hermana Blanche—, después de tanto tiempo». La escondió para que su marido no la viera y cuando éste se hubo ido al trabajo la leyó con cierta emoción y envió al hermano pródigo un poco de dinero de su asignación doméstica.

—¡Una carta de Leonard! —dijo su otra hermana, Laura, unos días más tarde. La mostró a su marido. Éste escribió una respuesta cruel e insolente, pero le envió más dinero que Blanche, de modo que Leonard le volvió a escribir.

Durante todo el invierno, el sistema se fue perfeccionando. Leonard comprendió que nunca se morirían de hambre, porque eso sería muy doloroso para sus parientes. La sociedad está basada en la familia y el inútil habilidoso puede explotar este hecho indefinidamente. Sin que mediara un sentimiento de generosidad por ninguna de las dos partes, las libras fueron llegando. Los donantes sentían desprecio por Leonard y éste llegó a odiarlos intensamente. Cuando Laura censuraba su matrimonio inmoral, él pensaba con amargura: «Eso es lo que piensa, ¿qué diría si supiera la verdad?». Cuando el marido de Blanche le ofreció trabajo, Leonard encontró un pretexto para rehusar. En Oniton deseaba fervientemente encontrar trabajo, pero la excesiva ansiedad le había deshecho, le había hecho unirse al grupo de los irrecuperables. Cuando su hermano el sacristán dejó de contestar una de sus cartas, le escribió de nuevo diciéndole que él y Jacky irían a verle a su ciudad a pie. No pretendía hacer chantaje, sin embargo, su hermano le envió un giro y aquel truco pasó a formar parte de su sistema. Y así pasaron el invierno y la primavera.

En medio de aquel horror había, con todo, dos puntos de luz. Leonard nunca confundió el pasado. Permanecía vivo, y los que viven son benditos, aunque sólo vivan para un sentimiento de culpabilidad. El sedante de la confusión, que tantos hombres utilizan para emborronar y ocultar sus errores, nunca pasó por los labios de Leonard.

Y si bebo el olvido de un día

en tal medida acorto el tamaño de mi alma.

Es una máxima dura y un hombre duro la escribió, pero es algo que yace en la raíz de todo carácter.

El otro punto de luz era su ternura por Jacky. Ahora la compadecía con nobleza, no con la despectiva compasión del hombre que permanece junto a una mujer en la bonanza y en la adversidad. Intentó ser menos irritable. Se preguntaba qué era lo que deseaban los ojos hambrientos de Jacky: nada que ella pudiera expresar o que él u otro hombre pudieran darle. ¿Recibiría Jacky alguna vez esa justicia que es la benevolencia, esa justicia para los subproductos que la sociedad está demasiado ocupada para otorgar? A Jacky le gustaban las flores, era generosa con el dinero y no era rencorosa. Si le hubiera dado un hijo, Leonard la habría estimado. De no haber estado casados, Leonard jamás habría mendigado; habría ido disolviéndose y habría muerto. Pero la vida es un embrollo: tenía que velar por Jacky y descendió por los senderos de la suciedad para que ella tuviera las plumas y los platos de comida que necesitaba.

Una vez vio a Margaret y a su hermano. Fue en Saint Paul. Había entrado en la catedral en parte para evitar la lluvia y en parte para admirar un cuadro que otrora le había inspirado. Pero la luz era deficiente, el cuadro estaba mal emplazado, el Tiempo y el Juicio se habían adueñado de Leonard por entonces. Sólo la muerte le atraía, con su regazo de amapolas en el que todos los hombres irán a dormir. Echó una ojeada y dio media vuelta sin rumbo en busca de una silla. Entonces, al fondo de la nave, vio a miss Schlegel y a su hermano, de pie en mitad del pasillo. Sus rostros reflejaban una extrema gravedad. No le cupo duda de que estaban preocupados por su hermana.

Una vez fuera —pues huyó inmediatamente— deseó haberles hablado. ¿Qué era su vida? ¿Qué representaban para él unas pocas palabras de reproche o incluso la cárcel? Había cometido una falta: ese era el verdadero terror. Supieran lo que supiesen, él les contaría todo lo que sabía. Volvió a entrar en Saint Paul, pero los Schlegel se habían ido en su ausencia. Se habían ido a exponer sus dificultades ante míster Wilcox y Charles.

La vista de Margaret desvió el remordimiento hacia nuevos cauces. Deseaba confesarse y aunque ese deseo es señal de naturaleza débil que está a punto de perder la esencia de la relación humana, no tomó una forma innoble. No suponía que la confesión le devolvería la felicidad. Era más bien un ansia de verse libre de aquel enredo. Ésa es también el ansia del suicida. Los impulsos son similares y el crimen del suicida radica únicamente en su desconsideración por los sentimientos de los que deja tras de sí. La confesión no hace daño a nadie —eso está probado— y, por extraña que resulte a los ingleses y a los principios de la iglesia anglicana, Leonard tenía perfecto derecho a hacer lo que le pareciera.

Además, tenía confianza en Margaret. Ahora necesitaba de la dureza de que ella había dado muestras. Su natural frío, cerebral, sería justo, aunque antipático. Haría lo que ella le dijera, aunque tuviera que ver a Helen. Aquél era el máximo castigo que podía imponerle. Y quizá le dijera cómo estaba Helen. Ésa sería la suprema recompensa.

No sabía nada de Margaret, ni siquiera si se había casado con míster Wilcox, y seguirle la pista le llevó varios días. Esa misma noche se dirigió entre la humedad reinante a Wickham Place, donde aparecían unos bloques de pisos nuevos. ¿Era también él la causa de la mudanza? ¿Habían sido expulsados de la sociedad los Schlegel por culpa suya? De ahí se fue a una biblioteca pública, pero no pudo encontrar en el directorio ningún Schlegel que respondiera a los datos que él sabía. Por la mañana siguió investigando. Merodeó en la puerta de la oficina de míster Wilcox y cuando salieron los empleados les fue diciendo: «Perdone, señor, ¿su jefe está casado?». Muchos le miraron con asombro, alguno le dijo: «¿Y eso a usted qué le importa?», pero uno que aún no había adquirido la reticencia propia del oficinista le contó lo que él quería saber. Leonard no pudo enterarse de la dirección particular. Eso requirió invertir más angustias en directorios y metros. Ducie Street no fue descubierta hasta el lunes, el día en que Margaret y su marido se fueron a la expedición de caza a Howards End.

Llamó a la puerta a eso de las cuatro de la tarde. El tiempo había cambiado y el sol brillaba alegremente en los escalones adornados con triángulos de mármol blancos y negros. Leonard bajó los ojos hacia ellos después de llamar al timbre. Se sentía en un curioso estado: le parecía que se abrían y se cerraban puertas dentro de su cuerpo y se había visto obligado a dormir sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared. Cuando una doncella acudió, no pudo verle la cara: la lluvia umbría descendió súbitamente.

—¿Vive aquí mistress Wilcox? —preguntó.

—Ha salido —fue la respuesta.

—¿Cuándo volverá?

—Voy a preguntar —dijo la doncella.

Margaret había dado instrucciones de no rechazar a nadie que mencionase su nombre. Poniendo la cadena en la puerta, pues así lo exigía la apariencia de Leonard, la doncella se dirigió al salón, a la sazón ocupado por Tibby. Tibby estaba durmiendo. Había comido mucho. Charles Wilcox aún no había aparecido para sostener la amarga entrevista. Contestó adormilado:

—No sé. En Hilton. En Howards End. ¿Quién es?

—Se lo preguntaré, señor.

—No, no se moleste.

—Se ha ido en coche a Howards End —dijo la doncella a Leonard.

Le dio las gracias y le preguntó dónde estaba ese lugar.

—Parece que quiere usted saber mucho —recalcó la doncella. Pero Margaret le había prohibido comportarse de un modo misterioso, así que le dijo, contra su criterio, que Howards End estaba en Hertfordshire.

—Dígame, por favor, ¿es un pueblo?

—¡Un pueblo! No, es la casa particular de míster Wilcox o, al menos, una de sus casas. Mistress Wilcox guarda allá sus enseres. Hilton es el pueblo.

—Ah, y ¿cuándo estarán de vuelta?

—Míster Schlegel no lo sabe. No podemos saberlo todo, ¿no le parece? —cerró la puerta dejándolo fuera y acudió a atender al teléfono que sonaba furiosamente.

Leonard vagó a lo largo de otra noche de agonía. La confesión se hacía cada vez más difícil. Tan pronto como le fue posible, se metió en la cama. Contempló como un reflejo de la luna cruzaba el suelo de su dormitorio y, como suele suceder cuando la mente está sobrecargada, se quedó dormido para el resto de la pieza pero continuó despierto para ese fragmento de luna. «¡Horrible!», empezó uno de sus diálogos consigo mismo. Parte de él decía: «¿Por qué horrible? Es la luz de la luna». «Sí, pero se mueve». «La luna también». «Es un puño cerrado». «¿Y por qué no?». «Es que me va a tocar». «Déjalo». Y, como si hubiera adquirido movimiento, el reflejo se subió a la manta. En aquel momento apareció una serpiente azul, luego otra, paralela a la anterior. «¿Hay vida en la luna?». «Por supuesto». «Yo creía que estaba deshabitada». «No por el tiempo, la muerte, el juicio y las serpientes menores».

—¡Las serpientes menores!, —dijo Leonard indignado en voz alta. «Menuda idea». Por un supremo esfuerzo de voluntad, se despertó para el resto de la habitación. Gradualmente, Jacky, su cama, su comida, sus ropas en la silla, pasaron a formar parte de su consciente. Y el horror se desvaneció como un anillo que se expande en el agua.

—Oye, Jacky, me voy un rato.

Jacky respiraba con regularidad. El reflejo de luna se destacaba claramente sobre la manta a rayas y empezó a cubrir el chal que tapaba los pies de Jacky. ¿Por qué se había asustado? Fue hasta la ventana y vio que la luna descendía en un cielo despejado. Vio sus volcanes y las manchas brillantes que por un gracioso error se llaman mares. Empalidecían porque el sol que los había iluminado se aproximaba para iluminar la tierra. El mar de la Serenidad, el mar de la Tranquilidad, el océano de las Tormentas Lunares se fundían en una sola mancha luciente que, a su vez, se deslizaba hacia la sempiterna aurora. ¡Y él se había asustado de la luna!

Se vistió entre las luces en pugna y buscó su dinero. Estaba escaseando nuevamente, pero había lo suficiente para un billete de ida y vuelta a Hilton. Al sonido del dinero, Jacky abrió los ojos.

—Hola, Len. ¿Qué hay?

—¡Qué hay, Jacky! Hasta luego.

Jacky se dio media vuelta y se durmió. La casa no estaba cerrada con llave, pues el propietario era un mayorista del Covent Garden. Leonard salió a la calle y caminó hacia la estación. El tren, aunque no salía hasta dentro de una hora, estaba ya formado al extremo del andén, y Leonard se dejó caer en el asiento y se durmió. Al primer traqueteo, ya estaban a plena luz del día Habían dejado atrás las puertas férreas de King’s Cross y avanzaban bajo el cielo azul. Siguieron unos túneles en cuyos intervalos abiertos, el cielo se volvía más y más azul, y a partir del muelle de Finsbury Park, Leonard tuvo la primera visión del sol. Parecía rodar tras los humos de levante como una rueda cuya pareja fuera la luna descendente, y, sin embargo, daba la impresión de ser el sirviente del cielo azul y no su señor. Leonard dormitó otra vez. Sobre Tewin Water era de día. A la izquierda caía la sombra del muelle y sus arcadas; a la derecha, Leonard vio los árboles de Tewin y la iglesia con su salvaje leyenda de inmortalidad. Seis árboles silvestres —ése era un hecho— crecían en una de las tumbas del cementerio de Tewin. La ocupante de la tumba —así dice la leyenda— es una atea que declaró que si Dios existía, crecerían seis árboles sobre su tumba. Eso sucedía en Hertfordshire; y más allá, en el campo, estaba la casa de un ermitaño —mistress Wilcox lo había conocido— que se enclaustró, escribió profecías y dio cuanto tenía a los pobres. Mientras, en medio, salpicadas allí y allá, estaban las villas de los hombres de negocios que veían la vida de un modo más firme, aunque con la firmeza del que tiene los ojos entornados. Sobre todo aquello brillaba el sol. Los pájaros cantaban para todos, las primaveras eran amarillas para todos y las becalungas azules y el campo, sin importarle la interpretación que cada cual le diera, estaba profiriendo su grito de «¡Ahora!». No obstante, aquello no liberó a Leonard y el cuchillo se hundió más profundamente en su corazón cuando el tren se detuvo en Hilton. Pero el remordimiento se había vuelto hermoso.

Hilton estaba dormido o, a lo sumo, desayunando. Leonard notó el contraste cuando abandonó el pueblo y se adentró en el campo. Allí los hombres estaban en pie desde el alba. Sus horas venían regidas no por la hora oficial de Londres, sino por los movimientos de las cosechas y del sol. Sólo un sentimental diría que son hombres de un temple más fino. Pero el hecho es que siguen fieles a la vida de la luz del día. Son la esperanza de Inglaterra. Desmañadamente transportan la antorcha del sol hasta el momento en que la nación esté preparada para tomarla. Mitad gaznápiros, mitad producto petulante de escuela rural, todavía pueden dar una raza superior y procrear verdaderos granjeros.

Al pasar junto al pozo de cal, un automóvil le adelantó. En él iba otro tipo de hombre a quien la naturaleza favorece: el imperialista. Saludable, incluso en movimiento, tiene la esperanza de heredar la tierra. Se reproduce tan rápidamente como los granjeros, y con la misma solidez. La tentación de aclamarle como a un supergranjero, que porta las virtudes del país allende los mares es fuerte. Pero el imperialista no es lo que cree o lo que parece. Es un destructor. Prepara el camino para el cosmopolita, ya aunque sus ambiciones se vean colmadas, la tierra que herede será gris.

Leonard, sofocado por su propio pecado, albergaba la convicción de que una innata bondad reinaba por doquier. No se trataba del optimismo que le habían enseñado en el colegio. Una y otra vez han de sonar los tambores y los duendes pasearse por el universo antes de que la alegría se vea desprovista de su apariencia de superficialidad. El optimismo era casi paradójico y emanaba de su propia tristeza. La Muerte destruye al hombre, pero la idea de la Muerte le salva: esto era lo más exacto que se había dicho hasta entonces. La Miseria y la Tragedia pueden despertar todo lo grande que hay en nosotros y reforzar las alas del amor. Pueden, sí, pero no es seguro que lo hagan, porque no son servidores del amor. Pero pueden despertar, y el conocimiento de esta increíble verdad le reconfortaba.

A medida que se aproximaba a la casa, todos sus pensamientos se detuvieron. Ideas contradictorias se alineaban unas junto a otras en su cabeza. Estaba aterrorizado, pero feliz; avergonzado, pero limpio de culpa. Sabía de memoria cuál sería su confesión: «Mistress Wilcox, he hecho mal». Pero el sol le había robado su significado y se sintió más bien transportado a una suprema aventura.

Entró en el jardín, se reanimó junto a un coche que encontró en él, vio una puerta abierta y penetró en la casa. Sí, sería muy fácil.

Oyó voces procedentes de una habitación situada a su izquierda; la de Margaret estaba entre ellas. Oyó pronunciar su propio nombre en voz alta y un hombre a quien jamás había visto, dijo:

—Ah, de modo que está aquí. No me sorprende. Voy a darle la lección que se merece.

Mistress Wilcox —dijo Leonard—, he hecho mal.

El hombre lo agarró por el cuello y gritó:

—¡Traedme un palo!

Las mujeres chillaban. Un palo muy brillante descendió e hirió a Leonard, no donde le había alcanzado el golpe, sino en el corazón. Los libros cayeron sobre él en cascada. Nada tenía sentido.

—Traed agua —ordenó Charles, que no había perdido la calma ni un instante—. Está fingiendo, naturalmente, yo sólo utilicé la hoja. Vamos, sáquenlo al aire.

Margaret, creyendo que Charles sabía lo que decía, le obedeció. Acostaron a Leonard, que estaba muerto, en la grava. Helen le echó un chorro de agua.

—Ya basta —dijo Charles.

—Sí, con un asesinato ya basta —dijo miss Avery saliendo de la casa con la espada.