Leonard, que estaba destinado a figurar extensamente en los periódicos, aquella noche no contaba para nada. La base del árbol estaba en la sombra, porque la luna se ocultaba tras la casa. Por encima, a la derecha, a la izquierda, en el largo prado, la luna brillaba. Leonard no parecía un hombre sino una causa.
Quizá era el modo de amar de Helen, un modo que sorprendía a Margaret, cuya agonía y cuyo desprecio por Henry llevaban grabados la imagen de éste. Helen olvidaba a las personas. Eran cáscaras que guardaban su emoción. Podía compadecerse, sacrificarse o tener instintos, pero ¿había amado alguna vez del modo más noble, cuando el hombre y la mujer, olvidados de sí mismos en el sexo, desean perder el sexo en la camaradería?
Margaret se hacía estas preguntas sin proferir una sola palabra de reproche a su hermana en consideración a los muchos problemas que le reservaba el futuro: la pérdida de los amigos y de los privilegios sociales, la agonía, la suprema agonía de la maternidad, que aún no es objeto de conocimiento común. Por el momento, dejaba que la luna brillase con peculiar fulgor y que las brisas de la primavera soplasen dulcemente, herederas del viento diurno; dejaba que la tierra que trae riqueza, trajera también la paz. Ni siquiera osaba reprobar la actitud de Helen para sus adentros. No podía valorar su desliz por ningún código moral; era todo o no era nada. La moral nos dice que matar es peor que robar, agrupa la mayoría de los pecados en un orden que todo el mundo aprueba, pero todo ello no reza con Helen. Cuanto más claros son los juicios con respecto a algo, tanto más seguros podemos estar de que la moral no entra en juego. Jesucristo era evasivo cuando le preguntaban. Sólo los que no ven las relaciones que existen entre las cosas se apresuran a tirar la primera piedra.
Aquélla era la noche de Helen; había sido ganada a un precio muy alto y las preocupaciones ajenas no la iban a enturbiar. Margaret no pronunció una palabra sobre su propia tragedia.
—Aislamos —dijo Helen lentamente—. Yo aislé a míster Wilcox de las restantes fuerzas que estaban hundiendo a Leonard. En consecuencia, yo estaba llena de compasión y casi de deseo de venganza. Durante varias semanas había culpado a míster Wilcox y a nadie más. Y así, cuando llegaron tus cartas…
—No debí haberlas escrito —suspiró Margaret—. No sirvieron para proteger a Henry. ¡Qué inútil resulta querer arreglar el pasado, incluso el de los demás!
—Yo no sabía que era idea tuya el expulsar a los Bast.
—Recapacitando, fue un error por mi parte.
—Recapacitando, querida, me doy cuenta de que era lo correcto. Es correcto salvar al hombre a quien se ama. Cada vez soy menos entusiasta de la justicia. Pero tanto él como yo creímos que las habías escrito al dictado. Nos pareció el último detalle, la cúspide de su crueldad. Yo me sentía muy apaleada por entonces… y mistress Bast estaba en su habitación. Yo no la había visto y estuvimos hablando mucho rato Leonard y yo. Yo le humillaba sin motivo. Eso debía haberme puesto sobre aviso de que estaba en peligro. Cuando llegaron las cartas quise ir a pedirte una explicación. Él dijo que adivinaba la explicación: él lo sabía y dijo que tú no debías enterarte. Yo le presioné para que me lo explicara. Me dijo que nadie debía saberlo; era algo relacionado con su mujer. Hasta el final, fuimos míster Bast y miss Schlegel. Yo iba a decirle que tenía que ser sincero conmigo cuando vi sus ojos y comprendí que míster Wilcox le había arruinado en dos sentidos, no en uno. Le atraje hacia mí. Le hice que me lo contara. Yo me sentía muy sola. No debes culparle a él. Él habría continuado adorándome. No quiero volverle a ver, aunque eso suene espantoso. Quise darle dinero y sentirme libre. Oh, Meg, qué poco sabemos de estas cosas.
Apoyó la cara en el árbol.
—Tampoco sabemos de dónde proceden las cosas, cómo nacen y se desarrollan. Las dos veces hubo esta soledad, la noche y el pánico después. ¿Crees que Leonard procede de Paul?
Margaret no habló durante un rato. Estaba tan cansada que su atención se desviaba y quedaba prendida del árbol: los dientes clavados en la corteza con finés medicinales. Desde su observatorio los veía brillar. Había estado intentando contarlos.
—Como consecuencia, es preferible Leonard a la locura —dijo—. Temía que hubieras reaccionado contra Paul hasta perder el juicio.
—Sí, sufrí las consecuencias de la reacción hasta que encontré al pobre Leonard. Ahora estoy serena. Nunca me gustará tu Henry, querida Meg, ni hablaré bien de él, pero aquel odio ciego ha muerto. Ya no me indignaré nunca más contra los Wilcox. Comprendo que te casaras con él y ahora serás muy feliz.
Margaret no respondió.
—Sí —repitió Helen, al tiempo que su voz se hacía más tierna—, por fin comprendo.
—A excepción de mistress Wilcox, querida, nadie entiende nuestros pequeños gestos.
—Porque está muerta… claro, tienes razón.
—No es eso. Siento como si Henry y yo fuéramos fragmentos de la mente de aquella mujer. Ella lo sabe todo, lo es todo, es la casa y el árbol que se inclina sobre ella. Las personas tienen su propia muerte como tienen su propia vida, y aunque no haya nada más allá de la muerte, en nuestra nada seremos distintos los unos de los otros. No puedo creer que una sabiduría como la suya perezca igual que ha de perecer un conocimiento como el mío. Ella conocía la realidad, sabía reconocer cuándo una persona estaba enamorada, aunque no estuviera en la misma habitación. No me cabe duda de que sabía que Henry le engañaba.
—Buenas noches, mistress Wilcox —dijo una voz.
—Ah, buenas noches, miss Avery.
—¿Por qué trabaja para nosotros miss Avery? —murmuró Helen.
—¿Sí, por qué?
Miss Avery cruzó el césped y se confundió con el seto que separaba el jardín de la granja. Una antigua abertura que míster Wilcox había tapado, había reaparecido y los pasos de la anciana sobre el rocío seguían el sendero que míster Wilcox cubriera de césped en su día, cuando adecentó el jardín y lo hizo apto para los juegos.
—Todavía no es nuestra casa —dijo Helen—. Cuando miss Avery nos saludó, sentí que éramos una pareja de turistas.
—Eso lo seremos en todas partes y por siempre.
—Pero turistas afectuosos…
—Pero turistas que fingen que cada hotel es su hogar.
—Yo no puedo fingir mucho tiempo —dijo Helen—. Sentada bajo este árbol resulta fácil olvidar, pero sé que mañana veré alzarse la luna en Alemania. Ni siquiera toda tu bondad puede cambiar los hechos. A menos que vengas conmigo.
Margaret recapacitó un momento. En los últimos años había tomado tanto cariño a Inglaterra que abandonarla le producía un auténtico dolor. Sin embargo, ¿qué le retenía? Sin duda Henry le perdonaría su estallido de ira y continuaría cometiendo brutalidades y alimentando el caos hasta hacerse viejo. Pero ¿de qué serviría el perdón? Más valía desaparecer de la mente de Henry para siempre.
—¿Me lo pides en serio, Helen? ¿Me llevaría bien con Mónica?
—Seguro que no, pero te lo pido en serio.
—Basta, no más planes por ahora. Y basta de reminiscencias.
Hubo un rato de silencio. Era la noche de Helen.
El presente pasaba por ellas como un río. El árbol susurraba. Había producido aquella música antes de que ambas nacieran y continuaría produciéndola después de su muerte, pero su canción era la canción del momento. El momento había pasado. El árbol volvió a susurrar. Sus sentidos estaban agudizados y les pareció que aprehendían la vida. La vida pasada. El árbol susurró una vez más.
—Ahora, a dormir —dijo Margaret.
La paz del campo le invadía, una paz que no tiene comercio con la memoria y poco con la esperanza. Menos aún tiene que ver con las esperanzas de los próximos cinco minutos. Es la paz del presente, que sobrepasa el entendimiento. Les llegó el murmullo: «ahora», cuando la luz de la luna cayó sobre la espada de su padre. Subieron la escalera, se besaron y en medio de inacabables repeticiones se durmieron. La casa había cubierto de sombra al árbol al principio, pero cuando la luna subió más, los dos se desenlazaron y aparecieron nítidos durante unos instantes en mitad de la noche. Margaret se despertó y contempló el jardín. ¡Qué incomprensible era que Leonard Bast le hubiese arrebatado aquella noche de paz! ¿O formaba parte él también de la mente de mistress Wilcox?