Capítulo 4

Helen y su tía volvieron a Wickham Place en un estado de absoluta postración y, durante un tiempo, Margaret tuvo tres inválidos a su cuidado. Mistress Munt se recobró aprisa. Tenía muy desarrollada la facultad de distorsionar el pasado y al cabo de unos días había olvidado su imprudente participación en la catástrofe. En el mismo momento de producirse el cataclismo, exclamaba: «¡Gracias a Dios, la pobre Margaret se ha ahorrado todo esto!», frase que se convirtió, en el viaje de regreso a Londres en: «Alguien tenía que hacerlo», lo que, a su vez, maduró en esta fórmula permanente: «Cuando verdaderamente ayudé a las chicas de Emily fue en el asunto de los Wilcox». Helen, sin embargo, era una paciente más seria. Nuevas ideas le habían asaltado como un rayo y estaba perpleja por esas ideas y por sus consecuencias.

La verdad es que se había enamorado, no de una persona, sino de una familia.

Antes de la llegada de Paul le habían dado la vuelta como a un calcetín. La energía de los Wilcox la había fascinado y había engendrado en su mente sensible una imagen nueva de la belleza. Estar con ellos todo el día al aire libre, dormir bajo su mismo techo, le parecían los goces supremos de esta vida y esto le condujo a un anulación de la personalidad, lo que ya es, de por sí, un posible preludio del amor. Le gustaba someterse a míster Wilcox, a Evie, a Charles; le gustaba que le dijeran que su concepto de la vida era pura autojustificación o mera retórica; que la Igualdad, el Sufragio de la Mujer y el Socialismo eran una tontería, el Arte y la Literatura, excepto cuando contribuyen al fortalecimiento del carácter, una tontería. Uno tras otro los Wilcox derribaron los fetiches de la familia Schlegel y Helen, aunque aparentase defenderlos, se alegraba. Cuando míster Wilcox aseguró que un hombre de negocios decidido y capaz hace más bien al mundo que una docena de reformistas sociales, Helen aceptó esta curiosa afirmación sin pestañear y se reclinó confortablemente en los cojines del automóvil. Cuando Charles dijo: «¿Por qué ser considerado con los criados si ellos no lo aprecian?», Helen no respondió con la réplica de los Schlegel: «Si ellos no lo aprecian, yo sí»; por el contrario, se prometió a sí misma ser menos considerada con la servidumbre en el futuro. Y todo cuanto hizo, pensó y respiró fue una soterrada preparación para Paul. Paul era inevitable: Charles estaba comprometido con otra mujer, míster Wilcox era demasiado viejo y Evie demasiado joven; mistress Wilcox, por su parte, era distinta. Empezó a rodear al hermano ausente de un halo romántico, a personificar en él todo el esplendor de aquellos días felices, a sentir que con él estaría más cerca de aquel firme ideal. Ambos tenían la misma edad, le había dicho Evie. Todo el mundo consideraba a Paul más guapo que su hermano. Era más diestro con la escopeta, aunque jugaba peor al golf. Y así, cuando Paul apareció, radiante por el triunfo obtenido en sus exámenes y dispuesto a coquetear con cualquier chica guapa, Helen corrió a su encuentro y se le rindió el domingo por la noche.

Paul había estado hablando de su inminente exilio en Nigeria. Debería haber seguido hablando y permitir así que su huésped se recobrase de la primera impresión, pero vio palpitar agitadamente el pecho de Helen y aquello le halagó. Algo murmuró en su interior: «Esta chica permitirá que la beses, y es posible que no se repita una oportunidad semejante». Así fue «cómo sucedió» o, mejor, cómo lo describió Helen a su hermana, utilizando palabras más crueles aún que las que yo he usado ahora. Pero la poesía, el encanto, la magia de aquel beso ¿cómo describirlos? A un inglés le resulta muy fácil sonreír despectivamente ante estos encuentros fugaces que la casualidad depara a los seres humanos, blanco idóneo para el cínico y el moralista. Nada más fácil que calificarlos de «emoción pasajera» e ignorar qué vívida fue la emoción antes de que pasara. En principio, esta inclinación al desprecio y al olvido no está mal, pues implica la idea de que la emoción es perecedera y de que el ser humano es capaz de relaciones más perdurables y no de meras descargas eléctricas. Pero hacemos mal en exagerar nuestro rechazo de los impulsos y en no admitir que son estos impulsos, tan triviales, los que abren las puertas del paraíso. A Helen, en cualquier caso, la vida ya no habría de proporcionarle en el futuro nada tan intenso como aquel abrazo con un muchacho que apenas puso en él nada de su parte. Paul la hizo salir de la casa, donde había demasiada luz y corrían el peligro de ser sorprendidos, y la condujo por un sendero que él conocía junto al tronco del olmo gigantesco. La voz del hombre susurró en la oscuridad: «Te amo» en el preciso momento en que ella anhelaba amor. Más tarde, cuando la exigua personalidad de Paul se hubo desvanecido, permaneció la imagen que en aquel instante había creado. En los años que siguieron, Helen ya no volvió a encontrar nada igual.

—Lo comprendo —dijo Margaret—, al menos comprendo cuanto se puede comprender con respecto a estas cosas. Cuéntame ahora qué sucedió el lunes por la mañana.

—Todo terminó de pronto.

—¿Qué pasó, Helen?

—Verás, mientras me vestía aún era feliz; al bajar la escalera me sentía inquieta, y cuando entré en el comedor comprendí que todo iba mal. Allí estaba Evie… no sé cómo decirte… revolviendo la tetera, y míster Wilcox, leyendo el Times.

—¿Y Paul?, ¿estaba allí también?

—Sí. Charles le estaba contando no sé qué de unas acciones y la Bolsa… él parecía asustado.

Las dos hermanas podían transmitirse muchas impresiones por medio de indicaciones sutiles. Margaret intuyó el pánico latente en la escena y la siguiente aclaración de Helen no le sorprendió.

—¿Sabes? Cuando esta clase de hombres tiene miedo, es espantoso. Nosotras podemos estar asustadas, y otra clase de hombres, también… como papá, por ejemplo; pero no un hombre así. Al ver a los demás tan tranquilos y a Paul loco de terror por si yo decía algo incorrecto, sentí por un momento que toda la familia Wilcox era un fraude, un castillo hecho de periódicos, automóviles y palos de golf y que si ese castillo se derrumbaba, no encontraría detrás más que pánico y vacío.

—Yo no lo veo así. Los Wilcox me parecieron personas muy auténticas; en especial, la señora.

—Es cierto, yo tampoco lo veo así. Pero, ya ves: Parecía un hombre tan seguro, tan entero… no sé. En fin, como te decía, las cosas iban de mal en peor. Me di cuenta de que aquello no podía ser… de que nunca podría ser; así que aproveché que los demás se habían ido al jardín a practicar un poco de deporte y le dije a Paul: «Ayer cometimos una tontería». Eso le alivió, aunque se quedó terriblemente avergonzado. Empezó a decirme que no tenía dinero, que no podía casarse. Vi que le resultaba muy doloroso y cambié de tema. Entonces me dijo él: «Tengo que pedirle perdón, miss Schlegel; no sé lo que pasó anoche», y yo le contesté: «Tampoco sé lo que me ocurrió a mí; no se preocupe». Así nos separamos, hasta que me acordé de que te había escrito la noche anterior, se lo dije y le acometió de nuevo al pánico. Le pedí que te enviase un telegrama en mi nombre, porque sabía que vendrías o que harías algo por el estilo. Paul intentó coger el coche, pero Charles y su padre lo necesitaban para ir a la estación. Charles se ofreció a enviar el telegrama y tuve que decirle que no valía la pena, pues Paul me dijo que Charles lo leería y, aunque lo escribí varias veces, él insistió en que sospecharían algo. Al final se fue a pie con el pretexto de ir a comprar cartuchos, con lo cual, entre unas cosas y otras, enviamos el telegrama demasiado tarde. Fue la peor mañana que recuerdo haber pasado en mi vida. Paul me odiaba cada vez más y Evie no paraba de hablar de cricket hasta que estuve a punto de ponerme a chillar. Ahora no comprendo cómo pude soportar a Evie los días precedentes. Por fin Charles y míster Wilcox se fueron a la estación y entonces llegó el telegrama tuyo avisándome de que la tía Juley llegaba en tren. Paul dijo que yo lo había enredado todo… Fue horrible. Por suerte, mistress Wilcox estaba al corriente.

—¿Al corriente de qué?

—De todo; aunque nadie le dijo una palabra, creo que siempre estuvo al corriente de todo.

—Quizá te oyó.

—Supongo que sí, pero no deja de ser extraordinario. Cuando llegaron Charles y la tía Juley insultándose recíprocamente, apareció mistress Wilcox en el jardín y suavizó la situación. ¡Uf! A pesar de todo, fue un asunto desagradable. Pensar que… —suspiró.

—Pensar que ha de haber tanto telegrama y tanta furia porque un jovenzuelo y tú tenéis una relación fugaz —concluyó Margaret.

Helen asintió.

—Es algo que me hace reflexionar a menudo, ¿sabes? —continuó Margaret—, algo que me interesa muchísimo. La verdad es que existe una vida exterior con la que ni tú ni yo tenemos contacto y en la que cuentan los telegramas y la furia. En cambio las relaciones personales, a las que nosotras damos una importancia preeminente, no la tienen en ese mundo. Ahí, el amor equivale a compromiso matrimonial; la muerte, a funeral. Tengo ideas claras al respecto, pero mi duda estriba en sí esa vida exterior, que me parece a todas luces horribles, no será la vida real. Tiene, ¿cómo te diría?, tiene entidad, carácter… Y si, a la larga, las relaciones personales no conducirán a una especie de ñoñez sentimental.

—Es curioso, Meg, yo sentí lo mismo cuando vi que los Wilcox estaban de vuelta de todo y tenían siempre las riendas en la mano.

—¿Y ahora?, ¿ya no lo piensas?

—Recuerdo a Paul durante aquel desayuno —dijo Helen con voz tranquila—. Nunca lo olvidaré. No tenía nada a qué agarrarse. No, Meg, las relaciones personales son la auténtica vida. Ahora y siempre.

—Amén.

De este modo el episodio de los Wilcox pasó a ser un recuerdo, dejando tras de sí impresiones entremezcladas de dulzura y angustia. Las dos hermanas siguieron llevando la vida que Helen había catalogado como buena. Charlaban, bien entre sí, bien con otros, llenaban la casa de Wickham Place, alta y estrecha, de la gente que les agradaba o con la que creían poder entablar amistad, e incluso participaban en reuniones públicas, porque, a su manera, la política les interesaba, no al modo de los políticos, sino como un deseo de que la vida pública reflejase todo lo bueno que hay en la vida interior de las personas. La templanza, la tolerancia y la igualdad entre los sexos eran sus estandartes; por el contrario, no seguían nuestra política exterior en el Tíbet con la debida atención y, a veces, desdeñaban en su totalidad el Imperio Británico con un suspiro de perplejidad no exenta de admiración. Con gente así no se hace la Historia, desde luego, y el mundo sería gris y desangelado si se compusiera exclusivamente de Schlegel, pero, siendo el mundo como es, probablemente las dos hermanas brillaban como dos luceros.

Unas palabras, ahora, sobre su origen. No eran «inglesas hasta la medula de los huesos», como su tía había afirmado en un rapto de condescendencia. Pero tampoco eran «alemanas de ésas, tan espantosas». Su padre había pertenecido a un tipo que abundaba en Alemania hace cincuenta años, que no ahora. No era el clásico alemán agresivo, tan grato a los periodistas ingleses, ni el clásico alemán familiar, tan grato al ingenio inglés. Más bien pertenecía al tipo de caballero rural de Hegel y Kant, idealista, dado a la ensoñación y cuyo imperialismo era el imperialismo del aire. No es que se le pudiera tildar de inactivo, pues había luchado fieramente contra Dinamarca, contra Austria y contra Francia, pero había luchado sin apreciar los resultados de la victoria. Atisbo un destello de verdad después de la batalla de Sedán, cuando vio volverse grises los bigotes teñidos de Napoleón, y otro destello cuando entró en París y vio los cristales rotos de las Tullerías. Vino la paz y fue la gloria: se habían convertido en un Imperio; pero él sabía que algo se había desvanecido, algo cuya pérdida no compensaba toda la Alsacia-Lorena. Alemania, como potencia comercial, como potencia naval, con colonias por aquí y política exterior por allá, con aspiraciones legítimas sobre otros territorios, podía impresionar a los demás, que se aprestaban a servirla con alma y vida. Él, por su parte, se abstuvo de recoger los frutos de la victoria y se nacionalizó inglés… Los miembros más conspicuos de su familia no se lo perdonaron jamás y dictaminaron que sus hijas, aunque no fueran «inglesas de ésas, tan espantosas», nunca serían «alemanas hasta la medula de los huesos». Había conseguido trabajo en una Universidad inglesa de provincias y allí se casó con la Pobre Emily (o con Die Engländerin, según otros) y, como ella tenía dinero, se trasladaron a Londres y conocieron a mucha gente. Pero sus ojos siempre estuvieron fijos al otro lado del mar. Siempre esperó que se disipasen las nubes del materialismo que oscurecían su tierra natal y que volviera a brillar la cálida luz intelectual de antaño. «¿Quieres decir con eso que los alemanes somos estúpidos, tío Ernst?», le preguntaba uno de sus sobrinos, altivo y magnífico. Y el tío Ernst respondía: «En mi opinión, sí. Usáis de la inteligencia, pero ya no os preocupáis por ella. A esto lo llamo yo estupidez». Y viendo que el altivo sobrino no replicaba, proseguía él: «Sólo os preocupáis de las cosas que podéis utilizar y, por ende, las colocáis en el orden siguiente: dinero, utilidad máxima; inteligencia, bastante útil; imaginación, sin utilidad alguna. No —atajó las protestas del otro—, vuestro pangermanismo no es más imaginativo que el imperialismo británico. Es propio de una mente vulgar, que se estremece con las magnitudes, pensar que mil millas cuadradas son mil veces más hermosas que una milla cuadrada y que un millón de millas cuadradas son casi el paraíso. Esto no es imaginación. Esto es el aniquilamiento de la imaginación. Cuando los poetas ingleses tratan de cantar la grandeza, mueren de muerte natural. También vuestros poetas están muriendo, y vuestros filósofos, y vuestros músicos, a los que Europa entera ha escuchado durante doscientos años. Desaparecidos, desaparecidos con las pequeñas Cortes que los sostuvieron. Desaparecidos con Esterhaz, con Weimar. ¿Cómo dices? ¿Vuestras Universidades? Ah, sí, tenéis hombres instruidos que recopilan más hechos que los hombres instruidos de Inglaterra. Recopilan hechos y más hechos… un imperio de hechos. Pero ¿quién arrojará un poco de luz sobre estos hechos?». Margaret escuchaba sentada en las rodillas del altivo sobrino.

Fue una educación única para las pequeñas. El altivo sobrino solía pasar en Wikcham Place un día acompañado de su aún más altiva esposa, convencidos ambos de que Alemania había sido designada por Dios para gobernar el mundo. Al día siguiente llegaba la tía Juley, convencida de que Gran Bretaña había sido designada para el mismo cometido por la misma autoridad. ¿Estaban en lo cierto las dos partes? En una ocasión, habiendo coincidido, Margaret les imploró con las manos juntas que discutieran el tema en su presencia. Todos enrojecieron, sin embargo, y se pusieron a hablar del tiempo. «Papá —gritó ella, que era una niña en extremo ofensiva—, ¿por qué no discuten este asunto, que es más interesante?». Y su padre, mirando ceñudo a las dos partes, respondió que no lo sabía. Entonces Margaret, ladeando la cabeza, comentó: «Para mí, hay dos cosas claras: o la voluntad de Dios está indecisa entre Inglaterra y Alemania, o ambos países desconocen la voluntad de Dios». Una niña odiosa, sin duda, pero a los trece años había captado un dilema que mucha gente, en toda su vida, no logra percibir. Su cerebro volaba de un lado a otro y se desarrolló fuerte y flexible. La conclusión a la que llegó fue que cualquier individuo está más próximo a lo invisible que ninguna organización, y jamás cambió de opinión al respecto.

Helen seguía el mismo camino, si bien de un modo más irresponsable. Se parecía a su hermana en carácter, pero era bonita y, por tanto, más susceptible de pasarlo bien. La gente se agrupaba a su alrededor con más facilidad, en especial cuando se trataba de nuevas amistades y este pequeño homenaje le complacía. Cuando murió su padre y se quedaron solas en Wickham Place, Helen acaparaba casi siempre toda la compañía, mientras Margaret, tan buena conversadora como su hermana, fracasaba en el intento. Ninguna de las dos se lamentaba por ello. Helen nunca se disculpó ni Margaret experimentó el más mínimo rencor. Pero la apariencia física influye en el carácter. Las dos hermanas eran muy parecidas durante la infancia, pero en la época del episodio de los Wilcox, sus métodos empezaban a divergir: la menor era más dada a atraer y, atrayendo, a ser atraída; la mayor iba directamente a lo suyo y aceptaba como parte del juego algún que otro fracaso accidental.

En cuanto a Tibby, poco puede decirse. Al comienzo de esta historia era un jovencito de dieciséis años, inteligente, dispéptico y difícil.