La tragedia empezó de un modo tranquilo y, como muchas otras conversaciones, por la torpe afirmación masculina de su superioridad. Henry la oyó discutir con el conductor, salió, arregló el asunto con el individuo, que tenía una cierta inclinación a ser grosero, y luego la condujo a las sillas del césped. Dolly, a quien nadie había contado nada, corrió a ofrecerles té. Henry rehusó y le ordenó que se llevase el cochecito del niño, pues deseaban estar solos.
—¡Pero si este cielito no entiende nada! Sólo tiene nueve meses —rogó Dolly.
—Eso no es lo que acabo de decir —respondió su suegro.
El niño fue retirado fuera del alcance de la conversación y no tuvo conocimiento de la crisis hasta muchos años más tarde. Ahora le tocaba el turno a Margaret.
—¿Es lo que oímos? —preguntó Henry.
—Sí.
—Querida —empezó a decir—, se avecina un problema grave y nada logrará sacarnos de él si no es la absoluta sinceridad. Tenemos que hablar claramente —Margaret inclinó la cabeza—. Me veo obligado a hacerte una serie de preguntas relativas a este asunto que ambos preferiríamos pasar por alto. Como sabes, yo no soy uno de esos personajes de vuestro Bernard Shaw, que consideran que nada es sagrado en este mundo. Hablar como tengo que hacerlo me produce una profunda pena, pero hay ocasiones… Somos marido y mujer, no niños. Yo soy un hombre de mundo y tú eres una mujer excepcional.
Todos los sentidos abandonaron a Margaret. Enrojeció y miró hacia los Seis Túmulos cubiertos del verdor de la primavera. Al notar su rubor, Henry extremó aún más la cortesía.
—Sé que te sientes como yo me sentí cuando… ¡Mi pobrecita esposa! Vamos, ten valor. Sólo serán una o dos preguntas y habré terminado contigo. ¿Llevaba tu hermana un anillo de boda?
—No —balbució Margaret.
Hubo un silencio espantoso.
—Henry, en realidad vine para pedirte un favor relacionado con Howards End.
—Cada cosa a su debido tiempo. Ahora me veo obligado a preguntarte el nombre del seductor.
Margaret se levantó y sostuvo la silla a sus espaldas. El color se le había retirado y estaba gris. A Henry no le disgustó que recibiera así la pregunta.
—Tómate todo el tiempo que necesites —le aconsejó—. Y recuerda que es peor para mí que para ti.
Margaret se tambaleó y Henry temió que se fuera a desmayar. Luego le volvió el habla y dijo lentamente:
—¿El seductor? No, no conozco el nombre del que la sedujo.
—¿No te lo ha dicho?
—No le pregunté quién la había seducido —dijo Margaret, rumiando pensativamente aquella odiosa palabra.
—Es curioso —Henry cambió de idea—. Bueno, quizá hiciste bien en no preguntárselo, querida. Pero hasta que no sepamos su nombre, nada podemos hacer. Siéntate. ¡Qué terrible me resulta verte angustiada! Sabía que no estabas preparada para una cosa así. Desearía no haberte llevado conmigo.
Margaret respondió:
—Prefiero estar de pie, si no te importa, porque me gusta la vista de los Seis Túmulos.
—Como prefieras.
—¿Tienes algo más que preguntarme, Henry?
—Sí, tienes que decirme si has podido deducir algo. He sido testigo muchas veces de tu intuición, querida, y desearía que la mía fuera tan certera como la tuya. Tal vez has adivinado algo, aunque tu hermana no lo haya dicho. El menor indicio nos ayudaría.
—¿A quién te refieres al decir «nos ayudaría»?
—Creí conveniente llamar a Charles.
—No era necesario —dijo Margaret acalorándose—. Las noticias le causarán un dolor desproporcionado.
—Se ha ido a ver a tu hermano inmediatamente.
—También eso era innecesario.
—Querida, déjame que te explique cómo está el asunto. No creerás que mi hijo y yo no somos unos caballeros. Actuamos en interés de Helen. Todavía no es demasiado tarde para salvar su nombre.
Margaret golpeó por primera vez.
—¿Vamos a hacer que el seductor se case con ella? —preguntó.
—A ser posible, sí.
—Pero, Henry, supón que él ya está casado. Estos casos ocurren.
—En tal caso, deberá pagar duramente su proceder, un buen castigo que recuerde toda su vida.
Así fue cómo el primer golpe dio en el vacío. Margaret se alegró. ¿Qué le había impulsado a poner en peligro sus existencias? La necedad de Henry los había salvado a ambos. Agotada por la ira, se sentó parpadeando; le explicaba lo que creía conveniente. Al final dijo:
—¿Puedo yo preguntarte algo ahora?
—Claro que sí, querida.
—Mañana Helen se va a Múnich…
—Bueno, posiblemente hace bien.
—Henry, deja terminar de hablar a las damas. Mañana se va; esta noche, con tu permiso, le gustaría dormir en Howards End.
Aquélla fue la crisis de su vida. A Margaret le habría gustado recoger sus palabras apenas fueron pronunciadas. No había llegado al punto de proferirlas con suficiente cuidado. Ansiaba prevenirle de que eran más importantes de lo que él suponía. Le vio sopesarlas como si se tratase de una proposición comercial.
—¿Por qué Howards End? —dijo él por fin—. ¿No estaría más cómoda en un hotel como yo propuse?
Margaret se apresuró a darle razones.
—Es una extraña petición, pero ya sabes cómo es Helen, y cómo son las mujeres que se encuentran en su estado —Henry frunció el entrecejo y se agitó irritado—. Tiene la idea que una noche en tu casa le resultaría muy placentera y le haría bien. Yo creo que está en lo cierto. Es una chica imaginativa y la presencia de nuestros libros y nuestros muebles la tranquiliza. Es un hecho. Es el fin de su infancia. Sus últimas palabras fueron: «Un hermoso final». —Valora todos esos viejos muebles por rabones sentimentales, vaya.
—Exactamente. Veo que lo has comprendido. Es su última oportunidad de estar con ellos.
—No estoy de acuerdo, querida. Helen tendrá la parte que le corresponde de vuestras pertenencias dondequiera que vaya… Posiblemente tendrá más que su parte, porque tú la quieres tanto que le darás cualquier cosa que desee, ¿no es así? Y yo, por mi parte, no tendré el menor inconveniente. Podría entenderlo si fuese su antiguo hogar, porque un hogar, una casa… —cambió la palabra a propósito; había encontrado un argumento definitivo—, porque una casa en la cual uno ha vivido es en cierto modo sagrada. No sé por qué. Por asociación de ideas y todo eso. Ahora bien, Helen no tiene ninguna asociación de ideas con Howards End, y en cambio, Charles, Evie y yo sí que las tenemos. No veo por qué quiere pasar la noche allí. Sólo conseguirá coger un resfriado.
—Admitamos que no lo entiendes —gritó Margaret—. Llámalo un capricho. Pero comprende que los caprichos son un hecho científico. Helen es caprichosa y quiere pasar la noche allí.
Entonces Henry la sorprendió con una extraña ocurrencia. Soltó un golpe inesperado.
—Si quiere dormir una noche, luego puede querer dormir dos. Y quizá no podamos sacarla nunca de la casa.
—Bien —dijo Margaret que veía el precipicio ante sus ojos—, supón que no conseguimos sacarla de la casa, ¿qué importaría eso? No haría mal a nadie.
De nuevo el gesto de irritación.
—No, Henry —jadeó batiéndose en retirada—. No quise decir eso. Sólo turbaremos Howards End por esta noche. Mañana la llevaré a Londres…
—¿Y tú tienes intención de dormir también en esa casa húmeda?
—No puedo dejarla sola.
—¡Eso es imposible! ¡Una locura! Tienes que estar aquí cuando llegue Charles.
—Ya te he dicho que me parecía innecesario llamar a Charles, y no tengo el más mínimo deseo de verle.
—Margaret, mi Margaret…
—¿Qué tiene que ver este asunto con Charles? Si a mí me concierne poco, a ti te concierne menos, y a Charles, nada en absoluto.
—Como futuro propietario de Howards End —dijo míster Wilcox juntando las yemas de los dedos—, yo diría que este asunto concierne a Charles.
—¿En qué sentido? ¿Es que el estado de Helen menosprecia la finca?
—Querida, estás olvidándote de ti misma.
—Creo que fuiste tú quien recomendó hablar sinceramente.
Se miraron sorprendidos. El precipicio estaba justo a sus pies.
—Helen tiene toda mi comprensión —dijo Henry—. Como marido tuyo que soy, haré todo lo que esté en mi mano y no dudo de que Helen ha recibido más mal del que ha hecho. Pero no puedo tratarla como si nada hubiese sucedido. Traicionaría mi posición social si así lo hiciera.
Margaret se controló por última vez.
—No, volvamos a la petición de Helen —dijo—. No es razonable, pero es el ruego de una mujer desgraciada. Mañana se irá a Alemania y no perturbará nunca más a la sociedad. Esta noche pide que se le deje dormir en una casa vacía… una casa que a ti te trae sin cuidado y de la que no te has ocupado durante un año. ¿Puede? ¿Le darás permiso a mi hermana? ¿La perdonarás como tú esperas ser perdonado? ¿Como ya lo has sido, por decirlo todo? Perdónala sólo durante una noche. Eso será suficiente.
—¿Cómo dices?, ¿que yo he sido perdonado?
—No te preocupes ahora de lo que quise decir —dijo Margaret—. Contesta a mi pregunta.
Tal vez algún atisbo de lo que ella quiso decir se abrió paso en su cabeza. Si así fue, lo rechazó. Directamente desde su fortaleza contestó:
—Puedo parecer poco acomodaticio, pero tengo una cierta experiencia de la vida y sé que una cosa lleva a otra. Me temo que será mejor que tu hermana duerma en el hotel. He de tener en cuenta a mis hijos y la memoria de mi esposa. Lo siento, pero procura que abandone mi casa de inmediato.
—Has mencionado a mistress Wilcox.
—¿Perdón?
—Ha sido una rara ocurrencia. A cambio, ¿puedo yo mencionar a mistress Bast?
—Te has estado comportando de un modo extraño todo el día. No pareces la misma —dijo Henry y se levantó de su asiento con el rostro impertérrito.
Margaret corrió hacia él y le tomó las dos manos. Estaba transfigurada.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡Tendrás que ver la relación que existe aunque eso te mate, Henry! Tú tuviste una querida… yo te perdoné. Mi hermana tuvo un amante… tú la expulsas de tu casa. ¿Ves la relación? Es estúpido, hipócrita, cruel y despreciable el hombre que ofende a su esposa cuando ella está viva y luego invoca su memoria cuando está muerta. Un hombre que arruina a una mujer por su placer, y luego la rechaza para que vaya a arruinar a otros hombres. Un hombre que da malos consejos financieros y luego niega ser responsable de las consecuencias. Tú eres todos estos hombres, Henry. No puedes reconocerlos porque no relacionas. Ya estoy harta de tu candidez emponzoñada. Te he consentido demasiado tiempo. Toda tu vida has estado demasiado consentido. Mistress Wilcox te consintió demasiado. Nadie te ha dicho nunca lo que eres. Un caos, un caos criminal. Los hombres como tú utilizan el arrepentimiento como tapadera, así que no te arrepientas. Di sólo para ti mismo: «Lo que Helen ha hecho, lo hice yo también».
—Los dos casos son diferentes —balbució Henry. Su respuesta aún no estaba preparada. Su cerebro era un torbellino y necesitaba ganar tiempo.
—¿En qué sentido son diferentes? Tú traicionaste a mistress Wilcox. Helen sólo se ha traicionado a sí misma. Tú sigues en la sociedad. Helen no puede. Tú sólo obtuviste placer. Helen puede morir. ¿Y aún tienes la insolencia de hablarme de diferencias, Henry?
¡Oh, la inutilidad de todo aquello! Por fin llegó la respuesta de Henry.
—Percibo que estás intentando un chantaje. No es lo que pudiéramos llamar una bonita arma para que la use una mujer contra su marido. He tenido como norma toda mi vida no prestar atención a las amenazas, y sólo puedo repetirte lo que dije antes: no os doy permiso a ti ni a tu hermana para dormir en Howards End.
Margaret soltó las manos de su marido. Henry entró en la casa restregándoselas con el pañuelo. Durante un rato, Margaret se quedó mirando los Seis Túmulos, tumbas de guerreros, pechos de la primavera. Luego salió a lo que ya era la noche.