Margaret echó el cerrojo a la puerta. Habría besado a su hermana, pero Helen, con una voz digna que sonaba extraña en ella, dijo:
—¡Qué comodidad! No me dijiste que los libros estaban desempaquetados. Ya he encontrado casi todo lo que quiero.
—No te dije la verdad sobre nada.
—Es cierto, ha sido una enorme sorpresa. ¿Ha estado enferma la tía Juley?
—¡Helen! ¿Me crees capaz de inventar una cosa semejante?
—No —dijo Helen dándose la vuelta y rompiendo a llorar—, pero se acaba por perder la fe, después de una cosa así.
—Creíamos que estabas enferma, pero… a pesar de todo… me he comportado de un modo indigno.
Helen escogió otro libro.
—No tenía que haber consultado a nadie. ¿Qué habría pensado de mí nuestro padre?
No pensaba hacer preguntas a su hermana ni formularle reproches. Ambas cosas podían aguardar. Antes tenía que purgar un crimen mayor que cualquiera que Helen hubiese cometido: la falta de confianza, que es obra del diablo.
—Sí, estoy molesta —replicó Helen—. Tendríais que haber respetado mis deseos. Habría soportado este encuentro si hubiera sido necesario, pero una vez la tía Juley se recobró, no lo era. Planear mi vida como ahora tengo que hacer…
—¡Deja ya estos libros! —dijo Margaret—. Helen, háblame.
—Estaba diciendo que he dejado de vivir al azar. Para poder soportar los grandes… —se saltó la palabra—, hay que hacer planes con antelación. Voy a tener un hijo en junio y, en primer lugar, la conversación, las discusiones y las excitaciones no me convienen. Las soportaré si es preciso, pero después. En segundo lugar, no puedo quedarme en Inglaterra, según entiendo. He hecho algo que los ingleses no perdonan. No sería correcto que me perdonaran. De modo que debo vivir donde nadie me conozca.
—¿Pero por qué no me lo dijiste, querida?
—Sí —replicó Helen—, podría haberlo hecho, pero decidí esperar.
—Creo que nunca me lo habrías dicho.
—Sí, lo habría hecho. Hemos tomado un piso en Múnich.
Margaret miró por la ventana.
—Cuando digo «hemos» me refiero a Mónica y a mí. Pero, aparte de Mónica, estoy sola, quiero estarlo y siempre lo querré.
—No sabía nada de Mónica.
—Es lógico. Es una italiana, de nacimiento al menos. Es periodista. La conocí en Garda. Mónica es la mujer idónea para cuidar de mí.
—Veo que le tienes mucho aprecio.
—Ha sido extraordinariamente buena conmigo.
Margaret se imaginó a Mónica: el clásico tipo llamado «italiano inglesiato», la cruda feminista que uno admira, pero evita. ¡Y Helen había recurrido a ella en su necesidad!
—No creas que no volveremos a vernos nunca más —dijo Helen con una mesurada dulzura—. Siempre tendré una habitación para ti, y cuanto más tiempo puedas pasar conmigo, mejor. Pero aún no has comprendido, Meg. Claro, te resulta muy difícil. Esto es una conmoción para ti. No lo es para mí, que he estado pensando en nuestro futuro durante muchos meses. Unos pequeños contratiempos no alterarán mis planes. No puedo vivir en Inglaterra.
—Helen, no me has perdonado mi traición. No me hablarías así si me hubieras perdonado.
—Oh, Meg, querida, ¿por qué estamos hablando? —dejó caer un libro y suspiró hondamente. Luego, recobrándose, dijo—: Dime, ¿cómo es que todos los libros están aquí?
—Por una serie de errores.
—Y buena parte del mobiliario ha sido desembalado.
—Todo.
—¿Quién vive aquí?
—Nadie.
—Vais a alquilar la casa, supongo.
—La casa está muerta —dijo Margaret con un fruncimiento del entrecejo—. ¿Por qué preocuparse por ella?
—A mí me interesa. Hablas como si yo hubiese perdido todo interés en la vida. Pero soy aún Helen, espero. Además, no da la impresión de ser una casa muerta. El vestíbulo parece más vivo incluso que en los viejos tiempos, cuando contenía las cosas de los Wilcox.
—Interesada, ¿eh? Bien, supongo que debo contártelo. Mi marido nos prestó la casa a condición de que… Pero por error, nuestras cosas fueron desembaladas y miss Avery… en lugar de… —se detuvo—. Mira, no puedo seguir así. Te advierto que no voy a seguir. Helen, ¿por qué eres tan dura conmigo?, ¿simplemente porque odias a Henry?
—Ya no le odio —dijo Helen—. He dejado de ser una colegiala y, Meg, te lo digo una vez más, no estoy siendo dura. Pero de eso a integrarme en vuestra vida inglesa… no, quítatelo de la cabeza. ¿Me imaginas de visita en Ducie Street? Es impensable.
Margaret no la pudo contradecir. Era espantoso verla moverse tranquilamente con sus proyectos, ni triste ni excitada, ni alegando inocencia ni declarándose culpable, deseando sólo la libertad y la compañía de aquellos que no la culpaban. ¿Por cuánto habría tenido que pasar? Margaret lo ignoraba. Pero habría sido lo suficiente como para apartarla de sus antiguas costumbres y de sus viejos amigos.
—Háblame de ti —dijo Helen, que había seleccionado sus libros y vagaba por entre el mobiliario.
—No hay nada que contar.
—¿Eres feliz en tu matrimonio, Meg?
—Sí, pero no tengo ganas de hablar.
—Igual me siento yo.
—No es eso, es que no puedo.
—Y yo tampoco. Es una lástima, pero no vale la pena intentarlo.
Algo había ocurrido entre ellas. Quizá era la Sociedad, que en adelante iba a excluir a Helen. Quizá era una tercera vida, ya presente en espíritu. No podían encontrar un lugar de reunión. Ambas sufrían agudamente y no les consolaba el saber que sobrevivía el afecto.
—Margaret, ¿no hay moros en la costa?
—¿Ya quieres alejarte de mí?
—Eso supongo… ¡Oh, querida! Es inútil. Sabía que no tendríamos nada que decirnos. Dale recuerdos a la tía Juley y a Tibby, y para ti, más cariño del que puedo expresar. Prométeme venir a verme a Múnich más adelante.
—Por supuesto, querida.
—Esto es todo lo que puedo hacer.
Así parecía. Lo más angustioso era el sentido común de Helen: Mónica le había hecho mucho bien.
—Me alegro de haberte visto y de haber visto también nuestras cosas.
Miró la librería con cariño, como si estuviera despidiéndose del pasado.
Margaret corrió el pestillo.
—El automóvil se ha ido y ahí está tu coche —observó.
Se encaminó hacia este último, contemplando las hojas y el cielo. La primavera parecía más hermosa que nunca. El cochero, que estaba apoyado en la verja, la llamó.
—Señora, hay un mensaje —y le tendió una tarjeta de visita de Henry por entre los barrotes.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Margaret.
Crane había regresado al cabo de un instante trayéndola.
Margaret leyó la tarjeta con disgusto. Estaba escrita en francés y contenía instrucciones. Cuando su hermana y ella hubiesen hablado, debía volver a pasar la noche a casa de Dolly. Il faut dormir sur ce sujet. En cuanto a Helen, había que encontrarle une confortable chambre à l’hôtel. Esta última frase le disgustó grandemente hasta que recordó que la casa de Charles sólo tenía una habitación libre y que no podían alojar a un tercer huésped.
—Henry haría lo que pudiera —interpretó.
Helen no le había seguido al jardín. Una vez abierta la puerta, había perdido las ansias de huir. Permanecía en el vestíbulo, yendo de la librería a la mesa. Cada vez se parecía más a la antigua Helen, irresponsable y encantadora.
—¿Es ésta la casa de míster Wilcox? —preguntó.
—No me digas que no te acuerdas de Howards End.
—¿Acordarme? ¡Yo, que no me olvido de nada! No, decía que ahora parece nuestra casa.
—Miss Avery es extraordinaria —dijo Margaret levantando un poco su espíritu. Una vez más se sintió invadida por un ligero sentimiento de deslealtad. Pero aquello le aliviaba y se dejó llevar por él—. Quería mucho a mistress Wilcox y prefirió amueblar la casa con nuestras cosas antes que saberla vacía. En consecuencia, aquí está la biblioteca.
—Faltan algunos libros. ¿Ves? No ha desembalado los libros de arte, con lo cual ha demostrado muy buen sentido. Y nosotros no teníamos la espada en ese sitio.
—Sin embargo, no hace mal papel.
—Oh, no, magnífico.
—¿Verdad que sí?
—¿Dónde está el piano, Meg?
—Lo dejé en un almacén, en Londres, ¿por qué?
—Por nada.
—Es curioso, pero las alfombras también encajan a las mil maravillas.
—Las alfombras son una equivocación —anunció Helen—. Ya sé que las teníamos en Londres, pero este suelo tendría que estar descubierto. Es muy bonito.
—Sigues con la manía de las habitaciones con pocos muebles. ¿Te importaría entrar en el comedor antes de irte? Ahí no hay alfombras.
Entraron y a cada instante que transcurría su charla era más natural.
—¡Oh, menudo sitio para el costurero de mamá! —gritó Helen.
—Mira las sillas, en cambio.
—¡Qué cosa! Wickham Place estaba orientado al Norte, ¿no?
—Al noroeste.
—En cualquier caso, hace treinta años que estas sillas no habían recibido un rayo de sol. Los respaldos están calientes.
—¿Y por qué miss Avery habrá situado las sillas aparejadas? Voy a…
—Aquí, Meg, ponía de forma que se pueda ver el prado.
Margaret cambió de sitio una silla. Helen se sentó.
—Sí… la ventana es demasiado alta.
—Prueba con la silla del salón.
—No, no me gusta el salón. Las vigas están cubiertas. De otro modo habría sido muy bonito.
—¡Helen, qué memoria tienes para ciertas cosas! Tienes razón. Es una habitación que los hombres han estropeado queriendo hacerla agradable a las mujeres. Los hombres no saben lo que queremos.
—Y nunca lo sabrán.
—No estoy de acuerdo. Dentro de dos mil años lo sabrán.
—Pero las sillas tienen un aspecto inmejorable. Mira, aquí es donde Tibby derramó la sopa.
—El café. Estoy segura de que era el café.
Helen agitó la cabeza.
—Imposible. Tibby era demasiado pequeño para tomar café en aquella época.
—¿Vivía papá?
—Sí.
—En ese caso, tienes razón y debió de ser sopa. Yo pensaba en algo que ocurrió mucho después, una desafortunada visita de la tía Juley, que no se dio cuenta de que Tibby había crecido. En este caso era café, porque lo tiró a propósito. Había una cancioncilla, «té, café… café, té», que ella le cantaba cada mañana a la hora del desayuno. Espera, ¿cómo hacía?
—Ya sé… no, no recuerdo… Qué niño más odioso era Tibby.
—Pero la cancioncilla era horrible. Ninguna persona decente la habría soportado.
—Ah, ese ciruelo —exclamó Helen como si el jardín formara también parte de su infancia—. ¿Por qué lo relaciono con las pesas? Y ahí vienen las gallinas. El césped necesita una buena podada. Me gustan las oropéndolas…
Margaret le interrumpió.
—Ya lo tengo —dijo—:
Té, té, café, té
o chocola-a-té
.y así cada mañana durante tres meses. No me extraña que Tibby se comportara como un salvaje.
—Tibby es un encanto ahora, con moderación —dijo Helen.
—¡Vaya! Ya sabía que acabarías diciendo esto. Ya lo creo que es un encanto.
Sonó una campana.
—¡Escucha! ¿Qué es eso?
Helen dijo:
—A lo mejor son los Wilcox, que están empezando el asedio.
—¡No digas tonterías! Escucha.
La expresión de trivialidad se borró de sus rostros, aunque dejó algo tras de sí: la conciencia de que nunca podrían separarse porque su cariño tenía raíces en las cosas comunes. Las explicaciones y los ruegos habían fracasado; habían buscado un punto común y sólo habían conseguido hacerse daño la una a la otra. Y, no obstante, durante todo aquel rato la salvación estaba a su alrededor: el pasado que santificaba el presente; el presente con un latido salvaje, declarando que a pesar de todo habría un futuro con risas y voces de niños. Helen, sin dejar de sonreír, se acercó a su hermana.
—Eres la misma Meg de siempre —dijo. Las dos se miraron a los ojos: la vida interior había dado sus frutos.
La campanilla repicó solemnemente. En la puerta frontal no había nadie. Margaret fue a la cocina y se abrió paso entre las cajas de embalar hasta la ventana.
Los visitantes no eran más que un niño con un pote de hojalata. La trivialidad volvió.
—¿Qué quieres, niño?
—Traigo la leche.
—¿Te envía miss Avery? —dijo Margaret en un tono un poco tajante.
—Sí, señora.
—Entonces vuélvete y dile que no necesitamos leche —dirigiéndose a Helen—: No es un asedio, pero posiblemente se trate de un intento de aprovisionarnos en vistas a un asedio.
—A mí me gusta la leche —exclamó Helen—. ¿Por qué despides al chico?
—¿De veras? Muy bien. Pero no tenemos dónde echarla, y él necesitará el pote.
—No, señora, vendré mañana a buscarlo —dijo el niño.
—Mañana la casa estará cerrada.
—¿Quiere que también le traiga huevos, mañana?
—¿Tú eres el niño que vi la semana pasada jugando en el pajar?
El chico dijo que sí con la cabeza.
—Muy bien, pues vuelve corriendo a jugar.
—Qué niño tan guapo —susurró Helen—. Di, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Helen.
—Tom.
Era un gesto típico de Helen. Los Wilcox también le habrían preguntado el nombre al niño, pero nunca le habrían dicho el suyo a cambio.
—Tom, ésta es Margaret. Y en casa tenemos uno llamado Tibby.
—Los míos son de orejas gachas —contestó Tom creyendo que Tibby era un conejo.
—Eres un niño muy bueno y bastante listo. Acuérdate de volver. Es encantador, ¿verdad?
—Sí, claro —dijo Margaret—. Debe de ser hijo de Madge, y Madge es horrible. Pero este lugar tiene poderes mágicos.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé.
—Lo digo porque probablemente estaré de acuerdo contigo.
—Quiero decir que mata lo feo y hace vivir lo hermoso.
—Estoy de acuerdo —dijo Helen sorbiendo la leche—. Pero tú decías no hace ni media hora que la casa estaba muerta.
—Quise decir que yo estaba muerta. Así me sentía.
—Sí, la casa tiene una vida más sana que nosotros, aun estando vacía como ésta. No puedo creer que nuestros muebles no hayan visto el sol durante treinta años. Bien pensado, Wickham Place era una tumba. Meg, tengo una idea magnífica.
—¿De qué se trata?
—Bebe un poco de leche para reforzarte.
Margaret obedeció.
—No, aún no te lo voy a decir —dijo Helen—, porque podrías reírte o enfadarte. Vamos al piso de arriba y aireemos un poco las habitaciones.
Abrieron una ventana tras otra hasta que el interior vibró con la primavera. Las cortinas revoloteaban, los cuadros tableteaban alegremente. Helen profería gritos de excitación cuando encontraba que una cama estaba en su lugar, o que otra estaba en un sitio equivocado. Se enfadó con miss Avery por no haber subido los armarios. «Así habríamos podido ver el efecto». Admiró la vista. Era la misma Helen que había escrito aquellas memorables cartas cuatro años atrás. Cuando se asomaron, mirando hacia el poniente, dijo:
—Te voy a contar mi idea. ¿No podríamos pasar la noche tú y yo en la casa?
—No creo —dijo Margaret.
—Tenemos camas, mesas, toallas…
—Ya lo sé, pero no está previsto que durmamos aquí. Henry sugería que…
—No he pedido ninguna sugerencia. No pienso modificar mis planes en lo más mínimo. Pero me resultaría muy agradable pasar aquí la noche contigo. Sería algo que luego podríamos recordar. ¡Oh, Meg, hagámoslo!
—Pero, Helen, pequeña —dijo Margaret—, no podemos quedarnos sin permiso de Henry. Por supuesto que nos lo daría, pero tú misma dijiste que no podrías visitar Ducie Street, y esta casa es tan íntima como aquélla.
—Ducie Street es su casa. Ésta es la nuestra. Nuestros muebles, la gente de nuestra clase que llama a la puerta… Quedémonos aquí, sólo una noche. Tom nos traerá huevos y leche. ¿Por qué no? Es un antojo.
Margaret vacilaba.
—Presiento que a Charles no le va a gustar —dijo por fin—. Le molestaban nuestros muebles, y yo ya estaba dispuesta a retirarlos, cuando la enfermedad de la tía Juley me lo impidió. Comprendo muy bien a Charles. Siente que ésta es la casa de su madre, le tiene un verdadero afecto, un afecto desinteresado. Puedo responder por Henry, pero no por Charles.
—Ya sé que no le gustará —dijo Helen—. Pero, mira, voy a alejarme para siempre de sus vidas. Así que, a la larga, dime, ¿qué diferencia supondrá esto? Podrán decir: «Hasta llegó a pasar una noche en Howards End», y eso es todo.
—¿Cómo sabes que te alejarás de sus vidas para siempre? Ya lo habíamos creído dos veces antes de ahora.
—Porque mis planes…
—… que cambias a cada instante.
—Entonces, porque mi vida es grande y la suya, pequeña —dijo Helen acalorándose—. Yo sé cosas que ellos ignoran, y tú también las sabes. Nosotras sabemos que existe la poesía. Nosotras sabemos que existe la muerte. Ellos sólo lo saben de oídas. Nosotras sabemos que ésta es nuestra casa, porque eso es algo que se siente. Ah, sí, ya sé que pueden enarbolar sus títulos de propiedad y sus llaves, pero por esta noche, estamos en casa.
—Me gustaría estar contigo a solas una vez más —dijo Margaret—. Tal vez sea una oportunidad entre mil.
—Sí, y podríamos hablar —bajó la voz—. Mi historia no es muy gloriosa. Bajo este olmo, sinceramente, veo en el futuro muy poca felicidad. ¿No puedo pasar esta noche contigo?
—No hace falta que te diga lo que eso significaría para mí.
—Entonces, hagámoslo.
—No sirve de nada dudar. ¿Me dejas que vaya a Hilton y obtenga el permiso?
—No necesitamos permiso.
Pero Margaret era una mujer leal. A pesar de la imaginación y la poesía, o quizá por ello, comprendía la actitud técnica que adoptaría Henry. A ser posible, también ella sería «técnica». El alojamiento por una noche —y no pedían más— no requería una discusión sobre principios generales.
—Charles se negará —refunfuñó Helen.
—No le consultaremos.
—Ve, si quieres; yo me habría quedado sin permiso.
Era ese toque de egoísmo que no conseguía estropear el carácter de Helen y que incluso añadía algo a su belleza. Helen se habría quedado sin permiso y se habría escapado a Alemania a la mañana siguiente. Margaret le dio un beso.
—Volveré antes del anochecer. Lo deseo fervientemente. Es muy tuyo haber tenido esta idea tan hermosa.
—No es una idea; es sólo un final —dijo Helen con bastante tristeza. Un sentimiento de tragedia se abatió sobre Margaret de nuevo tan pronto se alejó de la casa.
Tenía miedo de miss Avery. Es inquietante cumplir una profecía, por muy superficial que ésta sea. Se alegró de no ver ninguna figura contemplándola cuando pasó por delante de la granja. Sólo Tom daba saltos mortales en el pajar.