—¡Margaret, pareces preocupada! —dijo Henry.
Mansbridge le seguía, Crane estaba junto a la verja y el cochero se había puesto de pie en el pescante. Margaret agitó la cabeza; no podía hablar. Se quedó con las llaves engarfiadas, como si el futuro de todos dependiera de ellas. Henry le hacía más preguntas. Agitó de nuevo la cabeza. Sus palabras no tenían sentido. Le oyó preguntar por qué había hecho entrar a Helen. «De poco me das un golpe con la verja», fue otra de sus observaciones. Luego se oyó hablar a sí misma. Ella, u otra persona en su nombre, dijo: «Vete». Henry se aproximó repitiendo: «Margaret, pareces preocupada. Dame las llaves, querida. ¿Qué le pasa a Helen?».
—Por favor, Henry, vete. Yo lo arreglaré todo.
—¿Qué hay que arreglar?
Alargó las manos en busca de las llaves. Margaret habría obedecido de no haber sido por el médico.
—Al menos impide esto —dijo en tono lastimero. El médico había dado media vuelta y estaba interrogando al cochero que había traído a Helen. Un nuevo sentimiento le invadió: era la lucha de las mujeres contra los hombres. Le traían sin cuidado los derechos, pero si los hombres entraban en Howards End, lo harían pasando por encima de su cadáver.
—Vamos, Margaret, ésta es una extraña forma de empezar —dijo su marido.
Regresó el médico y susurró unas palabras al oído de míster Wilcox: el escándalo se había desencadenado. Sinceramente horrorizado, Henry bajó los ojos.
—No puedo evitarlo —dijo Margaret—. Espera. No es culpa mía. Tengan la bondad de irse los cuatro.
El cochero estaba murmurando algo al oído de Crane.
—Confiamos en que usted nos ayude, mistress Wilcox —dijo el joven médico—. ¿Quiere entrar y convencer a su hermana para que salga?
—¿Con qué objeto? —dijo Margaret mirándole fijamente a los ojos.
Considerando que mentir era muy profesional, el médico farfulló algo relativo a la crisis nerviosa.
—Le ruego que me perdone, pero no se trata de nada por el estilo. No está usted cualificado para atender a mi hermana, míster Mansbridge. Si necesitamos de sus servicios, ya se lo haremos saber.
—Puedo diagnosticar el caso más claramente, si usted lo desea —replicó el médico.
—Podría, en efecto, pero no lo ha hecho. No está, por tanto, cualificado para atender a mi hermana.
—¡Vamos, vamos, Margaret! —dijo Henry levantando los ojos del suelo—. Este asunto es espantoso, un asunto horrible. Son órdenes del doctor. Abre la puerta.
—Discúlpame, pero no pienso hacerlo.
—No estoy de acuerdo con tu actitud.
Margaret guardó silencio.
—Este asunto es tan serio como complicado —contribuyó el médico—. Será mejor que todos cooperemos. Nosotros la necesitamos a usted tanto como ustedes nos necesitan a nosotros, mistress Wilcox.
—Exacto —dijo Henry.
—Yo no le necesito a usted de ningún modo —dijo Margaret.
Los dos hombres se miraron inquietos.
—Y mi hermana tampoco le necesita. Todavía le faltan varias semanas para el parto.
—¡Margaret! ¡Margaret!
—Bueno, Henry, despide al doctor. ¿De qué nos sirve?
Míster Wilcox paseó los ojos por la casa. Tenía la vaga impresión de que debía mantenerse firme y apoyar con su actitud al médico. Él mismo podía necesitar apoyo, porque se avecinaban problemas.
—Por el momento es sólo cuestión de afecto —dijo Margaret—. Afecto, ¿lo entienden? —volviendo a sus métodos habituales, escribió la palabra en la pared—. Estoy segura de que lo entienden. Yo quiero mucho a Helen. Tú, Henry, un poco menos. Míster Mansbridge ni siquiera la conoce. Eso es todo. Y el afecto, cuando es recíproco, da derechos. Apúntelo en su agenda, míster Mansbridge. Es una fórmula muy útil.
Henry le rogó que tuviese calma.
—No saben ustedes lo que quieren —dijo Margaret cruzándose de brazos—. Si me hicieran una observación sensata, les dejaría entrar. Pero no pueden hacerla. Molestarían a mi hermana sin ningún motivo. Y eso no lo voy a permitir. Antes me pasaría aquí el día entero.
—Mansbridge —dijo Henry en voz baja—, quizá ahora no.
El bloque se resquebrajaba. A una seña de su amo, Crane volvió junto al coche.
—Ahora tú, Henry —dijo ella con dulzura. Su amargura no iba dirigida contra él—. Vete, querido. Más tarde necesitaré de tu consejo, no lo dudes. Perdóname si me he comportado bruscamente. Pero ahora, en serio, tienes que irte.
Henry estaba demasiado estupefacto para irse. Míster Mansbridge le llamó en voz baja.
—Me reuniré contigo en seguida en casa de Dolly —dijo Margaret cuando la puerta de la verja se cerró entre ellos. El coche de alquiler se apartó, el automóvil hizo marcha atrás, giró un poco, volvió a hacer marcha atrás y dio la vuelta en la estrecha carretera. Una hilera de carros se acercaba. Margaret esperó; no había ninguna prisa. Cuando el camino quedó expedito y el automóvil arrancó, abrió la puerta.
—¡Oh, querida! —dijo—. Querida Helen, perdóname.
Helen estaba de pie en el vestíbulo.