Capítulo 34

No era del todo inesperado. La salud de la tía Juley había sido mala todo el invierno. Sufrió una serie de resfriados y de congestiones y estaba demasiado ocupada para desembarazarse de ellos. Apenas acababa de prometer a su sobrina «arreglar su cansado pecho», cuando agarró un enfriamiento que se convirtió en una neumonía aguda. Margaret y Tibby se fueron a Swanage. Telegrafiaron a Helen y aquella reunión primaveral que tuvo lugar, después de todo, en la hospitalaria casa, estuvo presidida por la ternura de los bellos recuerdos. Un perfecto día en que el cielo parecía de porcelana azul y las olas de la discreta bahía batían la arena con la dulzura de un tambor, Margaret se apresuraba a través de los rododendros, enfrentada una vez más con la absurdidad de la Muerte. Una muerte puede tener su propia explicación, pero no arroja ninguna explicación sobre otra: hay que empezar de nuevo una investigación a ciegas. Los predicadores y los científicos pueden generalizar, pero nosotros sabemos que no hay generalización posible para los que amamos; no les espera ningún cielo, ni siquiera el olvido. La tía Juley, incapaz de tragedia, abandonaba la vida con risitas y disculpas por haberse detenido en ella tanto tiempo. Estaba muy débil; no podía ponerse a la altura de la situación, ni comprender el gran misterio que en opinión de todos la aguardaba; sólo le parecía que estaba acabada, más acabada de lo que había estado antes; que a cada momento veía, oía y sentía menos; y que, a menos que algo cambiase, pronto ya no sentiría nada. Las fuerzas que le quedaban las dedicaba a hacer planes: ¿No iba Margaret a hacer una excursión en barco?, ¿se había guisado la caballa como le gustaba a Tibby? Se preocupaba por la ausencia de Helen y también de ser la causa del regreso de Helen. Las enfermeras parecían considerar aquellas preocupaciones como algo muy natural y tal vez eran una común aproximación a la Gran Puerta. Pero Margaret veía la Muerte desnuda de cualquier falso romanticismo. Sea cual sea el contenido de la Muerte, el proceso puede ser trivial y odioso.

—Es importante, Margaret, querida, que hagas la excursión de Lulworth cuando venga Helen.

—Helen no podrá quedarse, tía Juley. Ha telegrafiado diciendo que sólo puede venir a verte. Tiene que regresar a Alemania tan pronto estés bien.

—¡Qué rara es Helen! Míster Wilcox…

—¿Sí, querida?

—¿Puede pasarse sin ti?

Henry insistió en que Margaret acudiese junto a su tía y se mostró muy amable. Margaret se lo dijo una vez más.

Mistress Munt no se murió. Al margen de su voluntad, un poder más digno la tomó y la retuvo en el último peldaño del descenso. Regresó sin emoción, tan ridícula como siempre. Al cuarto día ya estaba fuera de peligro.

—Margaret, es importante —continuaba diciendo—: quiero que busques alguna compañía para dar paseos. Llama a miss Conder.

—Ya di un paseíto con miss Conder.

—No es una persona muy interesante. ¡Si al menos tuvieras a Helen!

—Ya tengo a Tibby, tía Juley.

—No, Tibby tiene que estudiar chino. Lo que necesitas es una buena compañía. Realmente, Helen es rara.

—Sí, rara ya es, la verdad —convino Margaret.

—No le basta con irse fuera, ¿por qué quiere ahora volverse a marchar en seguida?

—Seguramente cambiará de opinión cuando nos vea. No tiene el más mínimo equilibrio.

Era el reproche habitual, el de siempre, pero la voz de Margaret tembló al proferirlo. Por aquellas fechas estaba profundamente apenada por el comportamiento de su hermana. Podía tacharse de desequilibrado el hecho de salir corriendo de Inglaterra, pero el quedarse ocho meses fuera hacía pensar que el corazón de Helen andaba tan mal como su cabeza. Cierto que acudiría junto al lecho de la enferma, pero ¿por qué prestaba oídos sordos a otra llamada más humana? Sí, Helen volvería, echaría una ojeada a su tía y se retiraría de nuevo a su vida nebulosa, oculta tras una lista de correos. Apenas existía; sus cartas se habían ido volviendo insulsas y esporádicas, no tenía necesidades ni curiosidad. ¡Y todo aquello se cargaba a la cuenta del pobre Henry! Henry, a quien su mujer había perdonado hacía mucho, aún era demasiado infame para merecer un saludo de su cuñada. Una reacción morbosa, en efecto, y Margaret descubrió con alarma que podía rastrear el origen de aquella morbosidad, una morbosidad que provenía de algo que sucedió cuatro años antes. La huida de Oniton, la desequilibrada protección de los Bast, la explosión de rabia en los Downs: todo estaba relacionado con Paul, un muchacho insignificante cuyos labios habían besado los de Helen durante una fracción de segundo. Margaret y mistress Wilcox habían temido que pudieran volver a besarse. Tonterías: el verdadero peligro estaba en la reacción. Reacción contra los Wilcox que había ido royendo su vida hasta convertir a Helen en una persona a la que apenas se podía calificar de sana. A los veinticinco años Helen vivía bajo el influjo de una obsesión. ¿Qué esperanzas podía albergar con respecto a su futuro?

Cuanto más pensaba en ello, más alarmada se sentía Margaret. Había ido posponiendo el tema durante meses, pero ahora ya no podía dejarlo de lado. Había, ¿por qué negarlo?, un toque de locura. ¿Estaba condenada Helen a que un incidente trivial, un incidente que puede suceder a cualquier joven, gobernase todos sus actos? ¿Puede construirse la naturaleza humana sobre unos cimientos tan nimios? Sí, aquel torpe y breve encuentro en Howards End fue vital. Germinó allí donde se agostan las relaciones más serias, fue más fuerte que la intimidad fraterna, más fuerte que la razón y que los libros. En uno de sus raptos de humor, Helen había confesado que aún lo recordaba con «cierta complacencia». Paul se había desvanecido, pero la magia de su caricia perduraba. Y donde hay complacencia en el pasado puede haber reacción: propagación en ambos sentidos.

Bien, es extraño y triste que nuestras mentes sean tierra de cultivo y que no podamos escoger la semilla. Pero el hombre es una extraña y triste criatura, demasiado ocupado en esquilmar la tierra e ignorante de lo que germina en su interior. Le aburre la psicología, la deja en manos del especialista, lo que equivale a dejar que su alimento se lo coma una locomotora. No quiere molestarse en digerir su propio espíritu. Margaret y Helen habían tenido más paciencia y, al parecer, Margaret había logrado el éxito en la medida en que el éxito es posible. Se entendía a sí misma, tenía un cierto y rudimentario control sobre su propio desarrollo. Si Helen había logrado el mismo éxito, eso ya no se puede decir.

El día en que mistress Munt se recobró, llegó una carta de Helen. La había enviado desde Múnich y anunciaba que su remitente estaría en Londres al día siguiente. Era una carta inquietante, si bien empezaba de un modo afectuoso y normal.

Queridísima Meg:

Dile a la tía Juley que Helen la quiere mucho. Dile que la quiero y que la he querido desde que tengo uso de razón. Llegaré a Londres el jueves.

En el banco tendrán mi dirección. Aún no he decidido el hotel, así que escribidme o telegrafiadme al banco y dadme noticias detalladas. Si la tía Juley está mejor o si, por alguna horrible razón, mi visita a Swanage careciera de objeto, no os extrañéis de que no vaya. Tengo muchos planes en la cabeza. Por el momento vivo en el extranjero y quiero regresar tan pronto me sea posible. Por favor, dime dónde están nuestros muebles. Me gustaría recoger uno o dos libros; el resto es tuyo.

Perdóname, querida Meg. Esta carta te resultará molesta, pero todas las cartas vienen de tu hermana que te quiere,

Helen.

Era una carta molesta porque tentó a Margaret a decir una mentira. Si decía que la tía Juley seguía en peligro, su hermana acudiría. La insanidad es contagiosa. El contacto con los que se hallan en un estado morboso produce idéntico deterioro. El «hacerlo para bien» podía beneficiar a Helen, pero perjudicaba a Margaret y, aún a riesgo de un desastre, ésta mantuvo sus principios una vez más. Contestó que su tía estaba mucho mejor y esperó acontecimientos.

Tibby aprobó la respuesta. Había madurado rápidamente y era un compañero más agradable que antes. Oxford le había hecho mucho bien. Había perdido su irritabilidad y su displicencia y ocultaba su desinterés por la gente y su interés por la comida. Pero no se había vuelto más humano. Los años comprendidos entre los dieciocho y los veintidós, mágicos para la mayoría de las personas, le conducían suavemente de la adolescencia a la madurez. Nunca conoció la juventud, ese hálito que calienta el corazón hasta la muerte, ese hálito que daba a míster Wilcox un encanto imperecedero. Tibby era frío, sin que él tuviera la culpa y sin crueldad. Consideraba que Helen hacía mal y Margaret bien, pero los problemas familiares eran para él lo que para la mayoría de la gente es una escena de teatro. Sólo tenía una sugerencia que hacer y era característica en él:

—¿Por qué no se lo dices a míster Wilcox?

—¿Lo de Helen?

—Tal vez tenga experiencia en esta clase de cosas.

—Sí, Henry haría lo que pudiera, pero…

—Ya sé, tú sabes más que él, pero él es más práctico.

Era la fe del estudiante en los expertos. Margaret puso objeciones por una o dos razones. En aquel momento llegó la respuesta de Helen. Envió un telegrama reclamando la dirección del mobiliario, dado que quería regresar de inmediato. Margaret contestó: «De eso, ni hablar; ve a verme al banco a las cuatro». Tibby y ella se fueron a Londres. Helen no estaba en el banco y allí se negaron a proporcionarles su dirección. Helen había terminado sumida en el caos.

Margaret abrazó a su hermano. Era todo lo que quedaba y nunca le había parecido más insustancial.

—Tibby, cariño, ¿qué hacemos ahora?

—Esto es extraordinario —contestó él.

—Querido, tus juicios son a menudo más claros que los míos. ¿Tienes alguna idea de lo que hay detrás de todo esto?

—No, a menos que sea algo mental.

—¡Ah, eso! —dijo Margaret—. Es imposible.

Pero la sugerencia ya había sido hecha y al cabo de unos minutos Margaret la hizo suya. No había otra explicación. Londres daba la razón a Tibby. La máscara caía del rostro de la ciudad y Margaret la vio como realmente era: una caricatura del infinito. Los obstáculos familiares, las calles por las que transitaban, las casas entre las que había hecho sus pequeños viajes durante tantos años, se volvieron súbitamente desdeñables. Helen parecía fundirse con los árboles polvorientos, con el tráfico y las clapas de barro que discurrían con lentitud. Había realizado un odioso acto de renuncia y regresaba a la Unidad. La fe de Margaret se mantenía firme. Sabía que el alma humana se fundirá, si es que se funde, con las estrellas y con el mar. Sin embargo, sentía que su hermana había seguido un camino torcido durante muchos años. Era simbólico que la catástrofe se produjese ahora, en una tarde londinense, cuando la lluvia caía lentamente.

Henry era su última esperanza. Henry era definitivo. Él debía conocer algún pasadizo en el caos que ellos no alcanzaban a descubrir. Y así, se decidió a seguir el consejo de Tibby y a dejar el asunto en manos de su marido. Tenían que ir a verle a su oficina. Las cosas ya no podían empeorar. Entraron unos momentos en Saint Paul, cuya cúpula se erguía, ajena al torbellino circundante con tanta dignidad que parecía predicar un evangelio de formas. Pero en el interior, Saint Paul era como sus alrededores: ecos y murmullos, canciones ininteligibles, mosaicos invisibles, huellas húmedas que cruzaban y recruzaban el suelo. Si monumentum requiris, circumspice: Saint Paul nos devuelve a Londres. Allí no había esperanzas de encontrar a Helen.

Henry resultó poco satisfactorio al principio. Estaba muy contento de verla de vuelta de Swanage y poco dispuesto a admitir la aparición de un nuevo problema. Cuando le relataron su búsqueda se limitó a tomar el pelo a Tibby y a los Schelegel en general, y declaró que era «muy propio de Helen» llevar de coronilla a sus parientes.

—Esto es lo que todos decimos —contestó Margaret—. Pero ¿por qué tiene que ser muy propio de Helen? ¿Qué le hace ser tan rara y volverse más rara cada vez?

—A mí no me lo preguntes. Yo sólo soy un sencillo hombre de negocios. Mi consejo a ambos es éste: no os preocupéis. Margaret, vuelves a tener ojeras. Ya sabes que te lo tengo terminantemente prohibido. Primero ha sido tu tía, luego tu hermana. No, no, esto no lo vamos a consentir, ¿verdad, Theobald? —hizo sonar un timbre—. Os daré un poco de té y luego te vas derechita a Ducie Street. No quiero que mi mujer parezca tan vieja como su marido.

—En cualquier caso, no ha comprendido usted nuestro punto de vista —dijo Tibby.

Míster Wilcox, que estaba de buen humor, replicó:

—Creo que nunca lo comprenderé —se reclinó en su asiento, riéndose de aquella familia tan dotada pero tan ridícula, mientras el fuego titilaba en el mapa de África. Margaret hizo señas a su hermano para que continuase. Éste obedeció con timidez.

—La opinión de Margaret es ésta —dijo—: nuestra hermana puede haberse vuelto loca.

Charles, que estaba trabajando en el despacho del fondo, asomó la cabeza.

—Entra, Charles —dijo Margaret amablemente—. ¿Quieres ayudarnos? Estamos metidos de nuevo en un lío.

—Me temo que no podré. ¿De qué se trata? Todos estamos un poco locos, hoy en día, ya se sabe.

—Los hechos son como sigue —dijo Tibby, que tenía a veces una pedante lucidez—. Los hechos son que ha estado en Inglaterra tres días sin querer vernos. Ha prohibido a su Banco que nos dé su dirección. Se niega a contestar a nuestras preguntas. Margaret opina que sus cartas son formales. Hay otros hechos, pero éstos son los más relevantes.

—¿Nunca se había comportado así anteriormente? —preguntó Henry.

—¡Desde luego que no! —dijo su mujer frunciendo el entrecejo.

—Bueno, querida, ¿cómo quieres que lo sepa?

Un absurdo sentimiento de molestia la invadió.

—Sabes de sobra que Helen nunca ha faltado al afecto —dijo—. Estoy segura de que ya lo habías advertido.

—Oh, sí; siempre nos hemos llevado bien ella y yo.

—No, Henry, ¿no lo entiendes? No me refiero a esto.

Se recobró, pero no sin que antes Charles la hubiese observado. Estúpido y atento, contemplaba la escena.

—Quería decir que cuando Helen era excéntrica en el pasado, se veía que su excentricidad procedía del corazón. Se comportaba de un modo extraño porque se preocupaba por alguien, o porque quería ayudar a alguien. Pero ahora no hay excusa posible para su conducta. Nos está hiriendo profundamente y por eso estoy segura de que no está bien. «Locura» es una palabra terrible, pero Helen no está bien. No hablaría de mi hermana contigo si creyera que no le pasa nada… Quiero decir que no te molestaría por su causa.

Henry empezó a ponerse serio. La enfermedad era para él algo perfectamente definido. Él, que generalmente gozaba de buena salud, no podía comprender que los demás se hundieran en la enfermedad de un modo gradual. Los enfermos no tenían derechos, estaban fuera de toda categoría social, podía engañárseles sin remordimiento alguno. Cuando su mujer cayó enferma, él le prometió llevarla a Hertfordshire, pero, en vez de hacer lo que había prometido, la internó en una clínica. También Helen estaba enferma. Y el plan que concibió para su captura era inteligente y bien intencionado, pero contenía la ética del lobo.

—¿Queréis echarle mano? —dijo—. Éste es el problema, ¿no es así? Tiene que verla un médico.

—Por lo que sé, ya ha visitado a uno.

—Sí, sí; no me interrumpas —se puso en pie y pensó con intensidad. El anfitrión ingenioso y burlón desapareció y en su lugar vieron al hombre que había extraído dinero de Grecia y de África, al hombre que compraba bosques a los nativos a cambio de botellas de ginebra—. Ya lo tengo —dijo por fin—. Es muy fácil. Dejadlo en mis manos. Le haremos ir a Howards End.

—¿Cómo?

—A buscar los libros. Dile que tiene que recogerlos personalmente. Entonces puedes encontrarte con ella allí.

—Pero, Henry, eso es precisamente lo que Helen no quiere. Forma parte de su… lo que sea, el no verme.

—Claro, por supuesto no le vas a decir que tú irás. Cuando esté allí, buscando entre los paquetes, apareces tú. Si no pasa nada malo, tanto mejor. Pero el coche estará esperando en la esquina y podremos llevarla a un especialista en un santiamén.

Margaret agitó la cabeza.

—Es imposible.

—¿Por qué?

—Es imposible porque… —Margaret miró con tristeza a su marido—, porque éste no es el lenguaje que Helen y yo hablamos, si entiendes lo que quiero decir. Iría bien para otras personas, a las que, por otra parte, no tengo nada que reprochar.

—Pero Helen no habla ningún lenguaje —dijo Tibby—. Éste es nuestro problema. Ella no quiere hablar tu lenguaje y por eso mismo crees que está enferma.

—No, Henry, es muy bondadoso por tu parte, pero no podría hacer una cosa así.

—Ya veo —dijo él—, sientes escrúpulos.

—Eso supongo.

—Y antes que vencer tus escrúpulos, prefieres que tu hermana sufra. Podrías haberle hecho ir a Swanage con una sola palabra, pero sentías escrúpulos. Y los escrúpulos son una gran cosa. Yo soy tan escrupuloso como cualquiera; o al menos, eso espero, pero en un caso como éste, cuando se trata de una cuestión de locura…

—No admito que sea locura.

—Tú misma lo dijiste…

—Es locura cuando yo lo digo, pero no cuando lo dices tú.

Henry se encogió de hombros.

—¡Margaret! ¡Margaret! —refunfuñó—, no hay educación que enseñe lógica a las mujeres. Mira, querida, mi tiempo tiene un valor. ¿Quieres que te ayude, sí o no?

—De esta manera, no.

—Contesta a lo que te pregunto. A pregunta directa, respuesta directa. ¿Quieres…?

Charles les sorprendió con una interrupción.

—Padre, sería mejor que dejáramos Howards End al margen de la cuestión —dijo.

—¿Por qué, Charles?

Charles no podía dar ninguna razón, pero Margaret sintió como si, desde una tremenda distancia, una salutación hubiese pasado entre ellos.

—La casa está hecha un lío —dijo secamente—. Sería mejor para nosotros no armar más lío aún.

—¿Y quiénes somos «nosotros»? —preguntó su padre—. Dime, hijo, por favor, ¿quiénes somos «nosotros»?

—Te ruego que me disculpes —dijo Charles—, ya veo que me he metido en lo que no me concierne.

Por entonces Margaret deseaba no haber mencionado jamás el problema a su marido. Pero la retirada era imposible. Henry estaba decidido a llevar el asunto a una conclusión satisfactoria, y la imagen de Helen se fue diluyendo a medida que hablaba. Su cabellera rubia y ondulante y sus ojos inquietos ya no contaban para nada, porque estaba enferma, sin derechos, y cualquiera de sus amigos estaba autorizado a cazarla. Con el corazón dolorido, Margaret se unió a la cacería. Escribió una carta a su hermana al dictado de su marido; dijo que el mobiliario estaba en Howards End, pero que podía ir a verlo el lunes a las tres de la tarde, aprovechando que una mujer de limpieza estaría en la casa. Era una carta fría, y por ello tanto más plausible. Helen pensaría que Margaret estaba ofendida. Y aquel lunes, Margaret y Henry irían a comer con Dolly y luego se emboscarían en el jardín.

Cuando Margaret y Tibby se hubieron ido, míster Wilcox comentó a su hijo:

—No me gusta este comportamiento, hijo. Margaret es demasiado bondadosa para molestarse, pero si ella no se ofende, yo sí.

Charles no contestó.

—¿Te pasa algo esta tarde, Charles?

—No, padre; pero me temo que te estás metiendo en un asunto de más envergadura de lo que tú supones.

—¿En qué sentido?

—A mí no me lo preguntes.