El día elegido para la visita era exquisito y fue el último día de felicidad para Margaret en muchos meses. Su preocupación por la ausencia de Helen estaba todavía aletargada y la posible pelea con miss Avery constituía más bien un aliciente de la expedición. Por otra parte, había eludido la invitación de Dolly a comer en su casa. Al salir de la estación, cruzó el césped de la villa y entró en la larga avenida de castaños que conducía a la iglesia. La iglesia había estado en la villa en cierta ocasión, pero atraía a tantos fieles que el diablo, en uno de sus arrebatos, la había arrancado de sus cimientos y la había posado en una loma impracticable, a tres cuartos de milla de su primitivo emplazamiento. De ser cierta esta historia, la avenida de castaños debía de haber sido plantada por los ángeles. No podía imaginarse un camino más tentador para el cristiano tibio. Y si éste aún encontraba el camino muy largo, el diablo también había sido derrotado, porque la Ciencia había erigido la Holy Trinity, una capilla próxima a la casa de Charles, y la había cubierto con un techo de estaño.
Margaret anduvo por la avenida lentamente, deteniéndose a contemplar el cielo cuyos destellos se filtraban a través de las ramas más altas de los castaños, o a tocar las pequeñas herraduras que colgaban de las ramas más bajas. ¿Por qué no tiene Inglaterra una gran mitología? Nuestro folklore no sobrepasa los límites de la delicadeza y las grandes melodías de nuestro país han salido de las gaitas griegas. Por muy profunda y verdadera que pueda ser la imaginación de los nativos, en este punto parece haber flaqueado. Se ha detenido en las brujas y las hadas. No puede vivificar una fracción del campo en verano o dar nombres a media docena de estrellas. Inglaterra aún aguarda el supremo momento de su literatura, al gran poeta que le dará voz, o mejor aún, a los mil pequeños poetas cuyas voces pasarán a nuestro lenguaje cotidiano.
En la iglesia, el panorama cambió. La avenida de castaños se convirtió en una carretera suave pero estrecha que conducía al campo abierto. La siguió durante una milla. Las vacilaciones del camino complacieron a Margaret. Como si no tuviera un destino urgente, el camino descendía una colina o la subía, según sus deseos, sin preocuparse de los desniveles ni del paisaje que, sin embargo, se expandía en todas direcciones. Las grandes propiedades que sofocan el sur de Hertfordshire eran allí menos obstrusivas y la apariencia de la tierra no era aristocrática ni urbana. Era difícil definirla, pero Margaret sabía lo que no era: presuntuosa. Aunque débil en sus contornos, poseía un toque de libertad que Surrey nunca tendría, y el arco distante de los Chilterns se alzaba en el horizonte como una montaña. «Dejado a su libre albedrío —era la opinión de Margaret—, este condado votaría a los liberales». La tierra y la pequeña granja de ladrillo a la que llamó pidiendo las llaves eran otras tantas promesas de camaradería desapasionada: el más alto don que posee nuestra patria.
Pero el interior de la granja era decepcionante. Una joven prematuramente avejentada la recibió. «Sí, mistress Wilcox; no, mistress Wilcox; naturalmente, mistress Wilcox, mi tía recibió su carta. Mi tía ha ido a su casa de usted en este mismo momento. ¿Quiere que mande a un criado para indicarle el camino?». Seguido de: «Por supuesto, mi tía no cuida su casa por sistema; sólo lo hace para hacer un favor a un vecino, algo excepcional. Le da algo que hacer. Se pasa allí un montón de tiempo. Mi marido me dice a veces: “¿Dónde está tu tía?”, y yo le digo: “No hace falta que lo preguntes, está en Howards End”». «Sí, mistress Wilcox. Mistress Wilcox, ¿puedo rogarle que acepte un trozo de pastel? ¿De verdad no quiere que le corte un trozo?». Margaret rehusó el pastel, pero, por desgracia, su negativa la hizo más importante a los ojos de la sobrina de miss Avery.
—No puedo permitir que vaya sola. No, de ninguna manera. De veras que no debe ir. Yo la conduciré, si es preciso. Tengo que coger el sombrero. Un momento —roncamente—, mistress Wilcox, no se mueva: voy a buscarlo.
Confusa, Margaret no se movió del vestíbulo, que había recibido ya la influencia del art nouveau. Las otras habitaciones parecían indemnes, si bien acusaban esa tristeza peculiar de los interiores rurales. Allí había vivido la antigua raza, cuyo recuerdo nos llena de inquietud. El campo que visitamos los fines de semana, antaño fue su verdadero hogar; los acontecimientos más serios de la vida —la muerte, la separación, el lamento de amor— tuvieron su más monda expresión en el corazón de los campos. No todo era tristeza, sin embargo. El sol brillaba alegremente, el tordo cantaba sus dos sílabas en los rosales en flor, unos niños jugaban ruidosos entre los montones de paja dorada. La mera presencia de la tristeza sorprendió a Margaret y acabó por darle un sentimiento de plenitud. Si ello fuera posible en alguna parte, en esas granjas inglesas podría verse la vida en su totalidad, reunir en una sola imagen su transitoriedad y su eterna juventud, conectar, conectar sin amargura hasta hermanar a todos los hombres. El regreso de la sobrina de miss Avery interrumpió los pensamientos de Margaret, pero esos pensamientos habían sido tan sedantes que aceptó alegremente la interrupción.
Era más rápido salir por la puerta trasera, y eso hicieron tras las debidas explicaciones. Innumerables pollos se pusieron a mortificar a la sobrina arremolinándose a sus pies en busca de comida, y lo mismo hizo una cerda desvergonzada y maternal. Margaret no sabía lo que buscaban aquellos animales. Pero su gentileza se desvaneció al contacto con el aire suave. El viento se estaba levantando, esparciendo la paja y revolviendo las colas de los patos que flotaban agrupados en familias sobre el broche de Evie. Una brisa deliciosa, primaveral, que hacía susurrar las hojas tiernas, barrió el campo y luego se extinguió. «Georgie», cantaba el tordo. «Cu-cú», llegó furtivamente de un macizo de pinos. «Georgie, lindo Georgie». Y los demás pájaros se unieron a él en absurdo concierto. El seto parecía un cuadro a medio pintar que quedaría acabado en pocos días. Las celidonias crecían en sus bordes; los aros y las primaveras, al abrigo de sus huecos; las rosas silvestres, que aún conservaban sus escaramujos marchitos, mostraban al mismo tiempo una promesa de florecimiento. La primavera había llegado, desprovista de atuendos clásicos, y sin embargo, más hermosa que todas las primaveras; más hermosa aún que la que campea por entre los mirtos de la Toscana, precedida de las gracias y seguida por los céfiros.
Las dos mujeres caminaron por un sendero derrochando cortesía. Pero Margaret iba pensando en lo difícil que le resultaba ponerse seria en el asunto del mobiliario en un día como aquél, y la sobrina iba soñando sombreros. Así enzarzadas llegaron a Howards End. Unos gritos estentóreos de «¡Tía! ¡Tía!», rasgaron el aire. No hubo respuesta. La puerta principal estaba cerrada.
—¿Estás segura de que miss Avery está aquí? —preguntó Margaret.
—Sí, mistress Wilcox, completamente segura. Está aquí todos los días.
Margaret trató de mirar a través de la ventana del comedor, pero alguien había echado una cortina por dentro. El aspecto de aquellas cortinas le resultó familiar, aunque no las recordaba de su visita anterior: en aquella ocasión le había parecido que míster Bryce se lo había llevado todo. Probaron la puerta de atrás. Tampoco recibieron respuesta ni pudieron ver nada. La ventana de la cocina estaba cubierta por una contraventana. Las de la despensa y el lavadero estaban obstruidas por trozos de madera que guardaban una amenazadora semejanza con las tapaderas de las cajas de embalaje. Margaret pensó en sus libros y también alzó la voz. Al primer gritó tuvo éxito.
—¡Está bien!, ¡está bien! —contestó alguien en el interior de la casa—. ¡Por fin ha llegado mistress Wilcox!
—¿Tienes la llave, tía?
—Vete, Madge —dijo miss Avery, todavía invisible.
—Tía, es mistress Wilcox.
Margaret apoyó a la sobrina.
—Su sobrina y yo hemos venido juntas…
—Madge, vete. No es momento para sombreros.
La pobre mujer se puso colorada.
—Mi tía se vuelve cada día más excéntrica —dijo nerviosamente.
—¡Miss Avery! —gritó Margaret—. He venido por lo de nuestros muebles. ¿Sería tan amable de dejarme entrar?
—Sí, mistress Wilcox —dijo la voz—, no faltaría más.
Pero a esas palabras sólo siguió el silencio. Llamaron de nuevo sin respuesta y caminaron en torno a la casa con desconsuelo.
—Espero que miss Avery no estará enferma —apuntó Margaret.
—Bueno, si me disculpa —dijo Madge—, quizá sería mejor que yo me fuera. Hay que vigilar al personal de la granja. Mi tía es un poco rara a veces.
Y se retiró derrotada llevándose consigo sus elegancias. Como si su partida hubiera liberado un resorte, la puerta principal de la casa se abrió de inmediato.
—Bueno, pase usted, mistress Wilcox —dijo miss Avery con amabilidad y calma.
—Muchas gracias —empezó a decir Margaret, pero se quedó cortada a la vista de un paragüero: el suyo.
—Entre en el vestíbulo, ante todo —dijo miss Avery—. Corrió la cortina y Margaret profirió un grito de desesperación. Porque algo había sucedido. Las paredes estaban cubiertas con el contenido de la biblioteca de Wickham Place. La alfombra había sido tendida, la pesada mesa de trabajo colocada junto a la ventana; los estantes de la librería llenaban la pared de enfrente y la espada de su padre —y eso fue lo que más le desconcertó— había sido desenvainada y colgaba desnuda entre los sobrios volúmenes. Sin duda miss Avery había trabajado durante varios días.
—Me temo que no es esto lo que convinimos —empezó a decir—. Míster Wilcox y yo no queríamos que se tocasen las cajas. Estos libros, por ejemplo, son de mi hermano. Los guardamos para él y para mi hermana, que está en el extranjero. Cuando usted se comprometió amablemente a cuidar las cosas, no esperábamos que hiciera tanto.
—La casa ha estado vacía durante mucho tiempo —dijo la anciana.
Margaret no quiso discutir.
—Creo que no nos explicamos bien —dijo con cortesía—. Ha sido un error y, con toda seguridad, un error por nuestra parte.
—Mistress Wilcox, aquí se ha venido cometiendo un error tras otro durante cincuenta años. La casa es la casa de mistress Wilcox y ella no querría que continuase vacía por más tiempo.
Para ayudar a aquella pobre mente en decadencia, Margaret dijo:
—Sí, la casa de mistress Wilcox, la madre de Charles.
—Un error tras otro —dijo miss Avery—, un error tras otro.
—Bueno, no sé —dijo Margaret sentándose en uno de sus sillones—. No sé qué hacer —no pudo evitar echarse a reír.
—Sí, debería ser una casa feliz —dijo la otra.
—No sé… supongo. Bueno, muchas gracias, miss Avery. Está muy bien. Precioso.
—Todavía tiene que ver el salón —cruzó la puerta y descorrió una cortina. La luz entró a raudales en el salón e inundó el mobiliario del salón de Wickham Place—. Y el comedor —descorrió más cortinas, abrió más ventanas a la primavera—. Y luego, por aquí… —miss Avery continuó paseando arriba y abajo de la casa. Margaret perdió su voz, pero la oyó abrir las contraventanas de la cocina—. Aún no he terminado —anunció la anciana al volver—. Todavía queda mucho que hacer. Los chicos de la granja le subirán el armario al piso de arriba, porque no hay ninguna necesidad de meterse en gastos en Hilton.
—Todo esto es un error —repitió Margaret sintiendo que tenía que hacer valer su autoridad—. Un malentendido. Míster Wilcox y yo no vamos a vivir en Howards End.
—Ah, claro, ¿por culpa de la fiebre del heno?
—Hemos decidido construir una casa nueva en Sussex, y parte de este mobiliario, mi parte, irá a parar allá —miró a miss Avery con intensidad, intentando entender las revueltas de su cerebro. No había trazas de inconexión en la vieja. Sus arrugas eran vivaces y llenas de humor. Parecía provista de ingenio agudo y de nobleza sin ostentación.
—Usted cree que no volverá a vivir aquí, mistress Wilcox, pero volverá.
—Esto está por ver —dijo Margaret sonriendo—. Por el momento, no tenemos la menor intención de hacer lo que usted dice. Resulta que necesitamos una casa mucho mayor. Las circunstancias nos obligan a dar grandes recepciones. Por supuesto, algún día… Nunca se sabe, ¿no es cierto?
—¡Algún día! —replicó miss Avery—, bah, bah, no hable de «algún día». Usted ya está viviendo aquí ahora.
—¿De veras?
—Usted está viviendo aquí y ha estado viviendo los últimos diez minutos.
Era una idea absurda, pero con un extraño sentido de la deslealtad Margaret se levantó de su butaca. Sentía que Henry acababa de ser oscuramente censurado. Fueron al comedor, donde el sol bañaba el costurero de su madre, y luego al piso de arriba, donde innumerables dioses antiguos las contemplaron desde un nuevo nicho. El mobiliario encajaba admirablemente bien. En la habitación del centro, sobre el vestíbulo, en la habitación donde Helen había dormido cuatro años antes, miss Avery había colocado la vieja cunita de Tibby.
—El cuarto de los niños —dijo.
Margaret se volvió sin decir nada.
Al final lo recorrieron todo. La cocina y el pasillo estaban aún llenos de muebles y pajas, pero, de todo cuanto pudo ver, nada se había roto o estropeado. ¡Un despliegue patético de ingenuidad! A continuación dieron un paseo amistoso por el jardín, que se había vuelto salvaje desde la última visita. El sendero de grava estaba lleno de hierbas y el césped se extendía hasta las mismísimas barbas del garaje. Quizá Evie era la responsable de la extraña conducta de miss Avery. Pero Margaret sospechaba que la causa era más profunda y que la estúpida carta de la muchacha no había hecho otra cosa que liberar una irritación sofocada durante muchos años.
—Es un hermoso prado —hizo notar. Era una especie de salón abierto, delimitado cientos de años atrás por retazos diminutos de los campos adyacentes. Los límites descendían en zig-zag de la colina en ángulos rectos y al fondo formaban un pequeño anexo verde, una suerte de tocador para vacas.
—Sí, el prado está muy bien —dijo miss Avery—, para los que no padecen de estornudos, claro está —y cloqueó maliciosamente—. He visto a Charles Wilcox salir con mis chicos en época de heno y enseñarles a comportarse como criados: tenían que hacer esto, no tenían que hacer aquello. Entonces le entraba el cosquilleo. Lo ha heredado de su padre, junto con otras cosas. No hay un solo Wilcox que soporte un campo en el mes de junio. Yo me moría de risa cuando cortejaba a Ruth.
—Mi hermano también padece de fiebre del heno —dijo Margaret.
—Esta casa es demasiado campo para ellos. Naturalmente, al principio estuvieron encantados de meterse aquí. Pero mejor es tener a los Wilcox que no tener nada, como ha podido comprobar usted misma.
Margaret se echó a reír.
—Han conservado esto en pie, ¿no es así? Sí, eso es.
—En mi opinión, mantienen Inglaterra en pie.
Pero miss Avery la dejó preocupada al responder:
—Ay, y se reproducen como conejos. Bien, bien, es un mundo muy curioso. Pero Él que lo hizo ya sabe lo que quiere, supongo yo. Si la mujer de Charles está esperando el cuarto, no tenemos por qué llevarle la contraria.
—Se reproducen y trabajan también —dijo Margaret consciente de una cierta invitación a la deslealtad, a la que hacían eco la brisa y el canto de los pájaros—. Desde luego, es un mundo curioso, pero en tanto lo gobiernen hombres como mi marido y sus hijos, no creo que sea nunca un mundo malo; al menos, no malo del todo.
—No, siempre será mejor que nada —dijo miss Avery volviéndose hacia el olmo.
De regreso a la granja, miss Avery habló de su vieja amiga más claro que antes. En la casa, Margaret se había preguntado si la anciana distinguía entre la primera esposa y la segunda. En aquella ocasión, dijo:
—No vi mucho a Ruth desde que murió su abuela, pero nos seguíamos tratando con cortesía. Era una familia muy cortés. La vieja mistress Howards nunca habló mal de nadie ni dejó marchar a nadie sin darle de comer. Nunca puso en sus tierras: «Los que traspasen este límite serán denunciados», sino: «¿Tienen la amabilidad de no entrar?». Mistress Howards no nació para llevar una granja.
—¿No había ningún hombre que las ayudase? —preguntó Margaret.
—La cosa se aguantó hasta que no quedó ni un hombre —contestó miss Avery.
—Hasta que llegó míster Wilcox —corrigió Margaret, ansiosa de que su marido recibiese lo que merecía.
—Eso supongo; pero Ruth debería haberse casado con un… No vea en esto una falta de respeto hacia usted, porque yo creo que usted se habría casado con Wilcox aunque ella no se hubiera casado primero con él.
—¿Con quién debería haberse casado?
—¡Con un soldado! —exclamó la anciana—. Un soldado de verdad.
Margaret guardó silencio. Era una crítica al carácter de Henry mucho más mordaz que ninguna de las suyas. Se sintió a disgusto.
—Pero ya todo pasó —continuó la anciana—. Se acercan tiempos mejores, aunque he tenido que esperar mucho. Una noche, dentro de un par de semanas, volveré a ver las luces brillando a través del seto. ¿Ha encargado ya el carbón?
—No vamos a venir —dijo Margaret en tono firme. Respetaba demasiado a miss Avery para tomársela a broma—. No, no vendremos. Nunca vendremos. Todo esto ha sido un error. Hay que volver a embalar el mobiliario en seguida; lo siento, pero estamos haciendo otros arreglos y debo pedirle que me entregue las llaves.
—No faltaría más, mistress Wilcox —dijo miss Avery, y presentó su dimisión con una sonrisa.
Aliviada por esta conclusión y tras enviar sus saludos a Madge, Margaret volvió caminando a la estación. Tenía la intención de ir al almacén de muebles y dar las órdenes pertinentes para el traslado, pero la confusión le había resultado mayor de lo que esperaba y decidió consultar con Henry. Hizo bien. Henry era contrario a emplear al almacenista local que previamente había recomendado y aconsejó a Margaret que guardase sus enseres en Londres.
Pero antes de que esto pudiera llevarse a cabo, un problema inesperado se abatió sobre ella.