Capítulo 31

Las casas tienen su propia forma de morir, y caen de maneras tan varias como las generaciones de los hombres. Algunas mueren con un trágico estrépito; otras mueren tranquilamente y van a parar a otra vida en el más allá, en la ciudad de los fantasmas; a otras, por último, y así fue la muerte de Wickham Place, el espíritu las abandona antes de que el cuerpo perezca. Wickham Place había iniciado su decadencia en la primavera, desintegrando a las dos mujeres que la habitaban más de lo que ellas mismas suponían y obligándoles a abordar regiones desconocidas. En septiembre era ya un cadáver, vacío de emociones y apenas santificado por los recuerdos de treinta años de felicidad. A través del arco redondeado de su puerta pasó el mobiliario, pasaron los cuadros y los libros hasta que la última habitación fue despojada de sus entrañas y el último camión se alejó roncando. Durante dos semanas se quedó en pie, con los ojos abiertos, atónita de su propia vaciedad. Luego cayó. Entraron los peones y la redujeron a escombros. Con sus músculos y su buen carácter, con su olor a cerveza, los peones no fueron malos inquilinos para una casa que siempre había sido humana y que no había tomado erróneamente la cultura como un fin en sí misma.

El mobiliario, con escasas excepciones, se fue a Hertfordshire, pues míster Wilcox había ofrecido amablemente Howards End como almacén. Míster Bryce había fallecido en el extranjero —un asunto de lo más desagradable— y parecían existir pocas garantías de que el alquiler fuera pagado con regularidad, así que míster Wilcox canceló el contrato y recobró la posesión. Hasta tanto no volviera a arrendar la casa, los Schlegel estaban invitados a apilar su mobiliario en el garaje y en las habitaciones de la planta baja. Margaret puso algunas objeciones, pero Tibby aceptó encantado, porque aquello le evitaba tomar una decisión sobre el futuro. La plata y los cuadros más valiosos encontraron un alojamiento más seguro en Londres, pero el grueso de las cosas se fue al campo y quedó encomendada su custodia a miss Avery.

Poco antes de la mudanza nuestro héroe y nuestra heroína se casaron. Habían capeado el temporal y podían esperar razonablemente la paz. ¿Qué mayor seguridad puede encontrar una mujer que el no tener ilusiones y sin embargo seguir amando? Margaret había descubierto el pasado de su marido, así como su corazón. Conocía igualmente su propio corazón con una profundidad que la gente vulgar habría considerado imposible. Sólo el corazón de mistress Wilcox permanecía escondido y quizá sea supersticioso especular con los sentimientos de los muertos. Se casaron de un modo tranquilo, realmente tranquilo, pues a medida que se acercaba el día, Margaret se negó a pasar por otro Oniton. Su hermano la acompañó a la iglesia y su tía, que estaba mal de salud, presidió un refresco incoloro. Los Wilcox estuvieron representados por Charles, que hizo de testigo del matrimonio, y por míster Cahill. Paul envió un telegrama. En pocos minutos y sin música el sacerdote los hizo marido y mujer y cayó sobre ellos la campana de cristal que separa a las parejas casadas del resto del mundo. Ella, monógama por naturaleza, lamentó el final de algunos inocentes aromas de la vida; él, cuyos instintos eran polígamos, se sintió moralmente atado por el cambio y menos susceptible de caer en las tentaciones que le habían asaltado en el pasado.

Pasaron su luna de miel cerca de Innsbruck. Henry conocía un hotel de toda confianza y Margaret esperaba encontrarse con su hermana. En esto se llevó una desilusión. Cuando ellos fueron hacia el Sur, Helen se retiró al otro lado del Brenner y escribió una postal bien poco satisfactoria desde las orillas del lago de Garda diciendo que sus planes eran inseguros y que sería mejor que la ignorasen. Evidentemente le disgustaba un encuentro con Henry. Dos meses son sin duda suficientes para acostumbrar a un extraño a una situación que una esposa ha aceptado en dos días, y Margaret tuvo que lamentar una vez más la falta de control de su hermana. En una larga carta puntuó la necesidad de ser caritativos en lo referente a los asuntos sexuales, tan poco es lo que sabemos de ellos; es difícil juzgar para aquellos que se hallan involucrados personalmente y, si esto es así, ¿cómo no va a ser fútil el juicio de la sociedad? «No digo que no haya normas, porque esto implicaría la destrucción de la moral; sólo digo que no puede haber normas hasta que nuestros impulsos nos estén mejor clasificados y comprendidos». Helen le dio las gracias por su amable carta: respuesta bien curiosa. Se fue aún más al Sur y habló de pasar el invierno en Nápoles.

Míster Wilcox no sintió que la cita fallara. La ausencia de Helen le dejaba tiempo para que cicatrizase la herida. Había momentos en que aún le dolía. Si en aquellos lejanos tiempos hubiera sabido que Margaret le esperaba —tan vivaz, tan inteligente y tan sumisa—, se habría mantenido más digno de ella. Incapaz de agrupar el pasado confundía el episodio de Jacky con otro episodio que había tenido lugar en sus años de bachillerato. Los dos episodios formaban una gavilla de hierbajos silvestres de la que se arrepentía de todo corazón, sin darse cuenta de que aquellas hierbas tenían un tronco más oscuro, el cual, a su vez, tenía las raíces en otro deshonor. La incontinencia y la infidelidad eran tan confusas para él como lo habían sido para la Edad Media, su única guía moral. Ruth —¡la pobre Ruth!— no entraba en sus cálculos en modo alguno, porque la pobre Ruth no se había enterado de nada.

Su afecto por su actual mujer fue en aumento. Su inteligencia no le causó problemas y, a decir verdad, le gustaba verla leyendo poesías o algo relativo al problema social: eso la distinguía de las esposas de otros hombres. Sólo tenía que llamarla y ella cerraba el libro de golpe y estaba presta a hacer lo que él deseara. A veces discutían alegremente, y en una o dos ocasiones ella le arrinconó a él, pero tan pronto él se puso realmente serio, ella cedió. El hombre está hecho para guerrear; la mujer, para solaz del guerrero, si bien a éste no le disgusta, de vez en cuando, un simulacro de lucha. Margaret no podía ganar una batalla, porque no tenía músculos, sino nervios. Los nervios le hacían saltar de un coche en marcha, o negarse a celebrar una boda en la forma adecuada. El guerrero bien puede permitirle que triunfe en tales ocasiones: no alteran la base imperecedera de las cosas que afectan a su paz.

Margaret sufrió un duro ataque a sus nervios durante la luna de miel. Henry le comunicó, de un modo desenfadado, ocasional, como era su costumbre, que había dejado la granja de Oniton. Ella dio muestras de preocupación y le preguntó con cierta sequedad por qué no había sido consultada.

—No quise importunarte —contestó él—. Además, no tuve la confirmación definitiva hasta esta mañana.

—¿Y dónde vamos a vivir? —dijo Margaret intentando reírse—. A mí me gustaba muchísimo aquel lugar. ¿No crees que hay que tener un hogar permanente, Henry?

Henry le aseguró que le había malentendido. La vida hogareña es la que nos distingue de los extranjeros. Pero no soportaba las casas húmedas.

—Esto es nuevo. Hasta ahora no me había enterado de que Oniton era húmedo.

—Pero, querida —dijo él extendiendo las manos—, ¿no tienes ojos?, ¿no tienes piel? ¿Qué otra cosa podría ser sino húmeda en una situación semejante? En primer lugar, la granja es de arcilla y está edificada donde debería haber estado el foso del castillo. Luego está ese detestable riachuelo que fluye toda la noche como una cafetera. No tienes más que tocar las paredes de la bodega o mirar bajo los aleros del tejado. Pregúntale a sir James o a cualquiera. Los valles de Shropshire son famosos. El único lugar factible para situar una casa en Shropshire son las colinas; pero yo, por mi parte, creo que el lugar está demasiado lejos de Londres y que el paisaje no es nada del otro mundo.

Margaret no pudo resistir el preguntarle:

—Entonces, ¿por qué fuiste allá?

—Bueno… porque… —echó la cabeza hacia atrás y se enfadó—. ¿Y por qué hemos venido al Tirol, puestos a preguntar? Se podría preguntar así indefinidamente.

Se podría; pero sólo estaba ganando tiempo para encontrar una respuesta plausible. Al final la encontró y la fue creyendo a medida que hablaba.

—La verdad es que tomé la casa de Oniton por Evie. Así es como fue y no sigamos.

—Como quieras.

—No quiero que ella se entere de que me metió en un lío. Apenas firmé el contrato, se comprometió para casarse. ¡Pobrecilla! Le hacía tanta ilusión que no tuve tiempo siquiera de hacer averiguaciones sobre la casa. Temí que se llevara un gran disgusto, como os ocurre a todas las de vuestro sexo. Bueno, no ha pasado nada grave. Evie ha tenido su boda en el campo y nosotros nos hemos desembarazado de la casa en favor de unos individuos que están montando una escuela de primera enseñanza.

—¿Y dónde viviremos, Henry? A mí me gustaría vivir en algún sitio.

—Todavía no lo he decidido. ¿Qué tal Norfolk?

Margaret guardó silencio. El matrimonio no le había salvado del sentimiento de transición. Londres no era sino una premonición de la civilización nómada que está alterando la naturaleza humana y arrojando sobre las relaciones personales una tensión mayor aún de la que hasta el momento han soportado. El cosmopolitismo, si acaba por instaurarse, nos privará de la ayuda de la tierra. Los árboles, los prados y las montañas sólo serán un espectáculo y el poder de arraigo que antaño ejercieron sobre el carácter deberá confiarse exclusivamente al Amor. Pero ¿podrá el Amor soportar esta carga?

—¿En qué mes estamos? —continuó Henry—. Casi en octubre. Pasemos el invierno en Ducie Street y busquemos algo en primavera.

—A ser posible, algo permanente. No debo de ser tan joven como antes, porque estas variaciones no me sientan bien.

—Pero, querida, ¿qué prefieres: variaciones o reumatismo?

—Ya comprendo tu punto de vista —dijo Margaret levantándose—. Si Oniton es realmente húmedo, no podemos ir; es mejor que la habiten los niños. Sólo te pido que en primavera nos enteremos bien antes de tomar una decisión. Aprenderé de Evie y no te meteré prisa. Recuerda que esta vez tienes absoluta libertad. Estos cambios incesantes han de ser malos para el mobiliario y son ciertamente costosos.

—¡Qué mujercita tan práctica! ¿Qué has estado leyendo? Teo… teo… ¿qué?

—Teosofía.

Así fue como Ducie Street se convirtió en su primer destino: un destino bastante agradable. La casa, un poco mayor que Wickham Place, sirvió a Margaret de entrenamiento para el inmenso alojamiento prometido para la primavera. Con frecuencia estaban fuera, pero en la casa, la vida discurría con regularidad. Por la mañana Henry se iba a trabajar y su bocadillo (reliquia de algún deseo primitivo) lo preparaba siempre personalmente su mujer. A él no le gustaba el bocadillo para comer, pero quería tenerlo consigo por si le entraba el hambre a eso de las once. Cuando Henry se había marchado había que ocuparse de la casa, humanizar a la servidumbre y algunos asuntos de Helen que resolver. Le remordía un poco la conciencia por los Bast; no sentía haberlos perdido de vista. Sin duda valía la pena ayudar a Leonard, pero, como esposa de Henry, Margaret prefería ayudar a algún otro. En cuanto al teatro y a los clubs de debates, cada vez le atraían menos. Empezó a quedarse al margen de los nuevos movimientos y a perder el tiempo libre en releer o pensar en vez de dedicarse a lo que tanto preocupaba a sus amigos de Chelsea. Éstos atribuyeron el cambio a su matrimonio y tal vez un profundo instinto le prevenía de no alejarse de su marido más de lo estrictamente inevitable. Con todo, la causa principal era todavía más honda: había dejado atrás los estímulos y estaba pasando de las palabras a las cosas. Sin duda era una pena perder el contacto con Wedekind o con John, pero la clausura de algunas puertas es inevitable después de los treinta si se quiere que la mente se convierta en un poder creativo.