Tibby estaba por aquellas fechas empezando su último año en Oxford. Había abandonado el colegio y contemplaba el Universo —o la parte de Universo que le interesaba— desde su cómodo alojamiento en Long Wall. Pocas cosas le interesaban. Cuando un joven no está turbado por las pasiones y es sinceramente indiferente a la opinión de los demás, sus perspectivas son necesariamente limitadas. Tibby no deseaba fortalecer la posición de los ricos ni mejorar la de los pobres, y así, se contentaba con contemplar los olmos que se mecían tras los parapetos almenados de Magdalen. Hay vidas peores que la suya. Aunque egoísta, jamás era cruel; aunque de maneras afectadas, jamás adoptaba poses. Como Margaret, desdeñaba el heroísmo y sólo después de muchas visitas sus compañeros descubrían que Schlegel poseía carácter e inteligencia. Había hecho un buen papel en los exámenes, con gran sorpresa de los que asistían a clase y practicaban los deportes meticulosamente, y ahora se dedicaba con displicencia al estudio del chino por si un día consentía en graduarse como intérprete. En esta ocupación estaba cuando entró Helen. Un telegrama la había precedido.
Tibby advirtió de un modo distante que su hermana estaba alterada. Como norma, la encontraba excesivamente enfática y nunca hasta entonces había percibido en ella esta mirada suplicante, patética pero digna, esta apariencia de marino que lo ha perdido todo en el mar.
—Vengo de Oniton —empezó Helen—. Hubo un montón de problemas.
—Sugiero que comamos —dijo Tibby tomando el clarete que se calentaba en la chimenea. Helen se sentó a la mesa con aire sumiso—. ¿A qué viene esta salida precipitada?
—Salí al amanecer, o algo por el estilo… en cuanto pude irme.
—Ya lo supongo, pero ¿por qué?
—No sé qué hacer, Tibby. Estoy preocupada por ciertas novedades que conciernen a Meg y no quiero enfrentarme con ella, así que no vuelvo a Wickham Place. Me detuve aquí para hablar contigo.
La patrona entró con unas chuletas. Tibby puso un punto en su gramática china y las sirvió. Oxford, un Oxford en vacaciones, dormitaba y susurraba fuera; en el interior de la pieza los rescoldos de la chimenea se cubrían de una capa de gris allí donde les alcanzaban los rayos del sol. Helen continuó su extraña historia.
—Dile a Meg que la quiero mucho y que deseo estar sola. Tengo intención de irme a Múnich o a Bonn.
—Es un recado bien fácil de dar —dijo su hermano.
—Por lo que respecta a Wickham Place y a mi parte del mobiliario, podéis hacer lo que os parezca. Mi opinión es que tendría que venderse todo. ¿De qué nos sirven los polvorientos libros de economía que no han servido para mejorar el mundo, o el odioso costurero de mamá? Tengo otro encargo para ti. Quiero que envíes una carta —se levantó—. Todavía no la he escrito. Bien pensado, ¿por qué no puedo enviarla yo misma? —se volvió a sentar—. Me da vueltas la cabeza. Espero que no aparezca ninguno de tus amigos.
Tibby cerró la puerta con llave. Sus amigos la encontraban así a menudo. Luego le preguntó si algo había ido mal en la boda de Evie.
—No en la boda —dijo Helen y se puso a llorar.
Tibby la había visto histérica muchas veces; ésa era una de las facetas de su hermana que no le interesaban. Sin embargo, aquellas lágrimas le conmovieron como algo insólito. Se aproximaba a las cosas que sí le interesaban, como la música. Dejó el cuchillo y la miró con curiosidad. Luego, como ella no cesaba de sollozar, continuó despachando su comida.
Llegó el momento del segundo plato y aún lloraba Helen. A continuación venía una Carlota de manzana, que, como es sabido, se estropea si no se come en seguida.
—¿Te importa que entre mistress Martlett? —preguntó él—, ¿o prefieres que recoja el plato en la puerta?
—¿Me puedo lavar, Tibby?
La condujo a su dormitorio e hizo entrar el pastel en su ausencia. Una vez se hubo servido, puso el resto sobre la chimenea para mantenerlo caliente. Su mano se alargó hacia la Gramática China y empezó a hojear el libro distraídamente, alzando despectivo las cejas, quizá en señal de desprecio hacia la naturaleza humana, quizá hacia el chino. En esta ocupación lo encontró Helen cuando regresó. Se había calmado, pero la expresión de súplica no había desaparecido de sus ojos.
—Ahora vamos con la explicación —dijo—. ¿Por qué no empecé por ahí? Me he enterado de algo sobre míster Wilcox. Se ha comportado muy mal, la verdad, y ha arruinado la vida de dos personas. Todo esto lo comprendí de pronto la noche pasada. Estoy muy preocupada y no sé qué hacer. Mistress Bast…
—Oh, esa gente…
Aquello pareció silenciar a Helen.
—¿Cierro de nuevo la puerta?
—No, gracias, Tibbykins. Eres muy bueno conmigo. Quiero contarte toda la historia antes de irme al extranjero. Haz con ella lo que mejor te parezca, igual que si se tratase del mobiliario. Creo que Meg no se ha enterado de nada, pero no puedo enfrentarme a ella y decirle que el hombre con quien se va a casar se ha comportado mal. Ni siquiera sé si habría que decírselo. Sabiendo ella como sabe que no me quita ese hombre, sospecharía de mí, creería que quiero arruinar su matrimonio. Sencillamente, no sé qué hacer. Confío en tu buen criterio. ¿Qué harías?
—Presumo que míster Wilcox tuvo una querida —dijo Tibby.
Helen enrojeció de vergüenza y de rabia.
—Arruinó la vida de dos personas. Y va por ahí diciendo que los actos personales no cuentan y que siempre habrá ricos y pobres. La conoció cuando estaba intentando hacerse rico en Chipre. No quiero dejarle en peor lugar del que se merece: ella sin lugar a dudas estaba dispuesta a enredarse con él. Pero así es como sucedió. Luego él siguió su camino y ella el suyo. ¿Cuál crees que es el final de estas mujeres?
Tibby admitió que era un mal asunto.
—Acaban en una de estas dos formas: o se hunden hasta que los asilos de lunáticos y de ancianos están llenos y hacen que míster Wilcox escriba cartas a los periódicos lamentando la degeneración nacional, o bien atrapan a un muchacho y se casan con él antes de que sea demasiado tarde. Ella… en fin, no puedo culparla.
—Pero eso no es todo —prosiguió tras una larga pausa durante la cual la patrona sirvió el café—. Voy ahora al asunto que nos llevó a Oniton. Fuimos los tres. Actuando de acuerdo con los consejos de míster Wilcox, el hombre había dejado una colocación segura y tomado otra insegura, de la que ha sido expulsado. Hay ciertas excusas, pero en lo esencial la culpa es de míster Wilcox, como la propia Meg reconoce. Es de estricta justicia que dé trabajo a este hombre, pero se encuentra con la mujer y, como un miserable que es, se niega e intenta deshacerse del marido. Hace que Meg le escriba. Aquella misma noche nos llegaron dos notas de Meg: una para mí y otra para Leonard rechazándole sin ninguna explicación. Yo no podía comprenderlo. Entonces resultó que mistress Bast había hablado con míster Wilcox en el jardín cuando la dejamos para ir a reservar habitaciones, y todavía estaba hablando con él cuando Leonard volvió a recogerla. Leonard lo sabía todo. A míster Wilcox le pareció natural arruinarle por segunda vez. ¡Natural! ¿Tú te habrías contenido?
—La verdad es que es un mal asunto —dijo Tibby.
Esta respuesta pareció apaciguar a su hermana.
—Temí ver las cosas con demasiado apasionamiento. Pero tú las ves desde fuera y lo sabes mejor. Dentro de uno o dos días, o una semana, quizá, da los pasos que juzgues oportunos. Lo dejo en tus manos.
Concluyó su encargo.
—En lo concerniente a Meg, ya conoces todos los hechos —añadió. Tibby suspiró; le parecía muy duro encontrarse, en base a su imparcialidad, emplazado como miembro del jurado. Nunca le habían interesado los seres humanos, actitud reprochable en verdad, pero lo cierto es que ya había tenido bastante humanismo en Wickham Place. Así como algunas personas dejan de atender cuando se habla de libros, la atención de Tibby se perdía cuando se trataba de discutir las «relaciones personales». ¿Debía saber Margaret que Helen sabía lo que los Bast sabían? Preguntas como ésta le habían mortificado desde la infancia y en Oxford había aprendido a decir que «la importancia de los seres humanos había sido ampliamente exagerada por los especialistas». Este epigrama, con su tufillo a siglo XIX, carecía, naturalmente, de significado, pero Tibby habría dejado correr el asunto de buena gana si su hermana no hubiese sido incesantemente bella.
—¿Sabes una cosa, Helen?… Toma un cigarrillo… No sé qué hacer.
—En tal caso, no hagas nada. Me atrevo a decir que estás en lo cierto. Dejémoslos que se casen. Queda la cuestión de la compensación.
—¿También me la quieres adjudicar? ¿No sería mejor que consultaras a un experto?
—Es un asunto confidencial —dijo Helen—. No tiene nada que ver con Meg y no se lo menciones bajo ningún pretexto. No sé quién va a pagar la compensación si no lo hago yo y ya he decidido la cuantía. Tan pronto como me sea posible voy a transferir esa suma a tu cuenta corriente y cuando esté en Alemania se la entregarás en mi nombre. Nunca olvidaré tu amabilidad, Tibbykins, si haces lo que te pido.
—¿Y cuál es esa suma?
—Cinco mil libras.
—¡Por Dios bendito! —dijo Tibby y se volvió rojo como la grana.
—¿De qué sirven los donativos? Quiero haber hecho algo en la vida: rescatar a una persona del abismo, y eso no se consigue con mezquinos regalos de unos pocos chelines y unas mantas. Quiero hacer el gris menos gris. Supongo que la gente lo juzgará extraordinario.
—¡Me importa un comino lo que piense la gente! —exclamó Tibby, cuya excitación daba a su voz una virilidad desacostumbrada—. Pero es la mitad de lo que tienes…
—Ni siquiera la mitad —Helen extendió las manos sobre su falda manchada—. Tengo todavía demasiado y una vez, en Chelsea, determinamos, la primavera pasada, que son necesarias trescientas libras anuales para poner a un hombre en pie. Lo que yo les doy producirá ciento cincuenta a repartir entre dos. No es suficiente.
Tibby se recobraba con dificultad. No estaba enfadado ni sorprendido y sabía que Helen tenía aún suficiente para vivir, pero le asombraba ver la maraña que la gente puede hacer con sus vidas. Sus delicadas entonaciones no iban a servir de nada y sólo pudo añadir que las cinco mil libras le causarían un montón de problemas a él personalmente.
—No esperaba que me comprendieses.
—¿Yo? ¡Yo no comprendo a nadie!
—¿Pero lo harás?
—Al parecer…
—Así pues, te dejo dos encargos. El primero se refiere a míster Wilcox y lo dejo a tu discreción. El segundo se refiere al dinero, no debe mencionarse a nadie y ha de cumplirse al pie de la letra. Mañana le enviarás cien libras a cuenta.
Tibby la acompañó paseando a la estación, a través de las calles cuya apretada belleza nunca le había desconcertado ni fatigado. La adorable criatura que es Oxford elevaba cúpulas y agujas de torre en un azul sin nubes y sólo el ganglio de la vulgaridad en los alrededores de Carfax mostraba cuán evanescente es el fantasma, cómo naufraga su pretensión de representar a Inglaterra. Helen, repitiendo sus encargos, no se daba cuenta de nada: tenía a los Bast metidos en la cabeza y volvió a referir la crisis de un modo meditativo. Parecía estar comprobando si aún resultaba válida su versión de los hechos. Una vez él le preguntó por qué había metido a los Bast en mitad de la boda de Evie. Helen se detuvo como un animal atemorizado y dijo: «¿Tan extraño te parece?». Sus ojos, la mano en la boca, le obsesionaron hasta que su recuerdo fue absorbido por la figura de Saint Mary the Virgin ante la cual se paró un momento en su camino de regreso a casa.
Conviene ahora seguirle en el cumplimiento de sus deberes. Al día siguiente le llamó Margaret. Estaba atemorizada por la huida de Helen y Tibby tuvo que decirle que le había ido a visitar a Oxford. Luego dijo Margaret:
—¿Parecía preocupada por algún rumor concerniente a Henry?
—Sí —contestó él.
—¡Sabía que era eso! —exclamó Margaret—. Le escribiré.
Tibby sintió un gran alivio.
Luego envió el cheque a la dirección que Helen le había dado e hizo saber al destinatario que había recibido instrucciones de enviarle con posterioridad cinco mil libras. Recibió una respuesta muy cortés y en tono sosegado: la respuesta que el propio Tibby habría dado. El cheque fue devuelto y la donación rechazada toda vez que el remitente no estaba necesitado de dinero. Tibby le remitió todo esto a Helen añadiendo con todo su corazón que Leonard Bast le parecía una gran persona, después de todo. La respuesta de Helen fue frenética: no tenía que hacer caso. Que fuera inmediatamente y le dijera que ella ordenaba que aceptase. Fue. Un rastro de libros y de adornos de porcelana le recibió. Los Bast acababan de ser desahuciados por no pagar sus rentas y se habían ido sin dejar señas. Helen, por entonces, había empezado a hacer tonterías con su dinero y se había vendido incluso sus acciones de los Ferrocarriles de Nottingham y Derby. Durante unas semanas no hizo nada. Luego reinvirtió y, debido a los buenos consejos de sus asesores, acabó más rica de lo que había sido antes.