Capítulo 3

Con infinita complacencia mistress Munt ensayaba su misión. Sus sobrinas eran dos jóvenes independientes y no se le presentaba frecuentemente la ocasión de ayudarlas. Las hijas de Emily nunca habían sido chicas normales. Se quedaron sin madre al nacer Tibby, cuando Helen tenía cinco años y Margaret, trece recién cumplidos. Esto ocurrió antes de la promulgación del Deceased Wife’s Sister Bill[2], de modo que mistress Munt no halló traba alguna para ofrecerse a cuidar de la casa de Wickham Place. Pero su cuñado, que era un individuo extraño, y alemán por añadidura, puso en antecedentes a Margaret, la cual, con la crudeza de los adolescentes, respondió «que no, que podían apañarse mejor solos». Cinco años después murió el señor Schlegel y mistress Munt reiteró su oferta. Margaret, esta vez sin dureza, se mostró agradecida y extremadamente sutil, pero la respuesta fue la misma. «No me entrometeré por tercera vez», se dijo mistress Munt. Pero, naturalmente, volvió a hacerlo cuando se enteró, con horror, de que Margaret, por entonces mayor de edad, estaba retirando su dinero de las inversiones seguras e invirtiéndolo en valores extranjeros, que siempre acaban por irse al garete. Callar habría sido un crimen. Su fortuna personal estaba colocada en los Ferrocarriles Nacionales y rogó vehementemente a su sobrina que hiciera lo propio. «Tenemos per permanecer unidas, querida». Margaret, por cortesía, invirtió unos cientos de libras en los Ferrocarriles de Nottingham y Derby y, aunque los valores extranjeros iban admirablemente bien y los Ferrocarriles de Nottingham y Derby declinaban con esa firme dignidad de que sólo los Ferrocarriles Nacionales son capaces, mistress Munt nunca dejó de felicitarse y de decir: «Esa operación se realizó gracias a mí. Cuando se produzca la hecatombe, la pobre Margaret tendrá un rinconcito en el que refugiarse». Aquel año Helen alcanzó la mayoría de edad y sucedió exactamente lo mismo: retiró su dinero de Consols, aunque también y casi sin presión, consagró una fracción a los Ferrocarriles de Nottingham y Derby. Por lo que respecta a la vida social, mistress Munt nunca consiguió nada. Tarde o temprano las chicas entrarían en el proceso conocido por «dejarse resbalar por la pendiente», y si no lo habían hecho ya era porque lo harían con mayor intensidad en el futuro. Recibían a mucha gente en Wickham Place: músicos barbudos, una actriz, primos alemanes (con los extranjeros, nunca se sabe), amistades cosechadas en hoteles del Continente (que ya se sabe lo que son). Interesante, sí, nadie en Swanage apreciaba tanto la cultura como mistress Munt, pero era peligroso. El desastre tenía que producirse. ¡Cuán acertada estaba y qué suerte haber estado presente cuando el desastre se produjo!

El tren corría en dirección norte, atravesando innumerables túneles. El viaje sólo duraba una hora, pero mistres Munt tuvo que subir y bajar la cortinilla una y otra vez. Pasó a través del túnel de North Welwyn, vio un instante la luz y se metió en el túnel de South Welwyn, tristemente célebre; pasó por el inmenso viaducto, cuyos arcos se extienden sobre las tranquilas praderas y el nostálgico curso del Tewin; bordeó los parques de los políticos. En ocasiones, la carretera del Norte corría junto a los raíles, más íntima que cualquier ferrocarril, despertado, tras una siesta de siglos, a una nueva vida como la proporcionan el olor de los automóviles y los anuncios de píldoras contra la bilis. Mistress Munt permanecía ajena por igual a la historia, a la tragedia, al pasado y al futuro; sólo se concentraba en el objeto de su viaje y en el rescate de la pobre Helen de todo aquel terrible lío.

La estación correspondiente a Howards End era Hilton, una de esas grandes poblaciones situadas a lo largo de la carretera del Norte y que deben su tamaño al trasiego de los autobuses y de los vehículos de los tiempos anteriores a los autobuses. Próximo a Londres, Hilton no conocía la decadencia de las poblaciones rústicas y su calle Mayor se había extendido a derecha e izquierda en parcelas residenciales. Por espacio de una milla, pasó ante los distraídos ojos de mistress Munt una serie de casas de ladrillo y pizarra, serie interrumpida en un punto por seis túmulos daneses que se alineaban uno junto a otro a lo largo de la calle: tumbas de guerreros. Detrás de estos túmulos se apretujaban las viviendas y el tren se detuvo en un núcleo que era casi una ciudad.

La estación, como el paisaje y como las cartas de Helen, tenía una nota indeterminada. ¿Adónde conducía? ¿A Inglaterra o a los barrios residenciales? La estación era nueva: tenía andenes separados, un paso subterráneo y toda la aparente comodidad que exigen los hombres de negocios. Pero también encerraba atisbos de vida local, de relación personal, como hasta la propia mistress Munt iba a descubrir.

—Busco una casa —confió al mozo de los billetes—. Su nombre es Howards Lodge. ¿Sabe usted dónde está?

—¡Míster Wilcox! —gritó el mozo.

Un joven que se hallaba cerca, se volvió.

—Esta señora busca Howards End.

No quedaba más remedio que seguir adelante, aunque mistress Munt estaba tan azorada que no podía ni siquiera mirar al joven desconocido. Con todo, y recordando que eran dos hermanos, tuvo el buen sentido de decir:

—Perdone que se lo pregunte, pero ¿es usted el mayor o el menor de los Wilcox?

—El menor. ¿En qué puedo servirla?

—Ah, bueno… —dijo controlándose con dificultad—. ¿Es usted de veras…? Yo —se alejó del mozo de los billetes y bajó la voz— soy la tía de miss Schlegel. Disculpe usted que me presente a mí misma. Mi nombre es Munt.

Tuvo conciencia de que el joven se quitaba el sombrero y decía con cierta frialdad:

—Ya; miss Schlegel está con nosotros. ¿Quiere verla?

—Posiblemente…

—Le buscaré un coche. No, espere un momento —recapacitó unos instantes—. Nuestro automóvil está aquí. Yo la llevaré.

—Es usted muy amable.

—En absoluto, señora, si tiene la bondad de esperar a que saquen un paquete de la oficina. Por aquí.

—¿No estará mi sobrina con usted, por casualidad?

—No. Vine con mi padre, que se ha ido al Norte en este mismo tren. Verá a miss Schlegel a la hora de comer. Porque espero que se quedará usted a comer.

—De momento, desearía verla —dijo mistress Munt sin comprometerse en el aspecto alimenticio hasta que no hubiese estudiado un poco más al novio de Helen. Parecía un caballero, pero había aturdido de tal modo a mistress Munt que la buena señora tenía las facultades de observación obnubiladas. Lo estudió furtivamente. A los ojos de una mujer, no había nada incorrecto en las agudas depresiones que se advertían en las comisuras de la boca, ni en su frente cuadrada. Era cetrino, iba bien afeitado y parecía acostumbrado a mandar.

—¿Qué prefiere, delante o detrás? Delante se nota mucho el viento.

—Preferiría ir delante, a poder ser… Así podremos hablar.

—Sí, claro, pero permítame… No sé qué estarán haciendo con ese paquete —se metió en la oficina de correos y gritó con una voz nueva—: ¡Eh, usted! ¿Me van a hacer esperar todo el día? ¡El paquete para los Wilcox, de Howards End! ¡Muévanse! —salió y añadió en un tono más suave—: Esta estación tiene una organización desastrosa. Si estuviera en mi mano, los echaba a todos. Permítame que la ayude.

—Es usted muy amable —dijo mistress Munt al tiempo que se instalaba en una lujosa caja de cuero rojo y se dejaba envolver en mantas y bufandas. Se comportaba con más cortesía de lo que hubiera deseado, pero aquel joven era realmente amable. Además, estaba un poco asustada por la extraordinaria confianza del joven en sí mismo—. Muy amable —repitió—. Es más de lo que yo esperaba.

—Es usted muy gentil al decir esto —replicó él con un ligero atisbo de sorpresa que, como la mayoría de los atisbos, le pasó inadvertido a mistress Munt—. Yo sólo vine a acompañar a mi padre a la estación.

—¿Sabe usted?, tuvimos carta de Helen esta mañana.

El joven Wilcox echaba gasolina, ponía el coche en marcha y ejecutaba otros actos con los que esta historia nada tiene que ver.

El automóvil empezó a balancearse y la figura de la buena señora, intentando dar explicaciones, oscilaba agradablemente entre los cojines rojos.

—Será un placer tenerla a usted con nosotros —dijo él—. ¡Eh, oiga! ¡Ese paquete! ¡El paquete para Howards End, a ver si lo traen, eh!

Un mozo barbudo apareció con el paquete en una mano y un libro de recibos en la otra. Los gritos se mezclaban con el traqueteo del motor.

—Ahora tengo que firmar, ¿eh? ¿Encima tengo que firmar, después de todo este follón? ¿Y ni siquiera tiene un lápiz? Recuerde esto: la próxima vez le denuncio al jefe de estación. Mi tiempo tiene un valor, aunque el suyo no lo tenga. Ahí va («ahí va» era una propina).

—Lo siento mucho, mistress Munt.

—No se preocupe usted, míster Wilcox.

—¿Tiene algún inconveniente en que pasemos por el pueblo? Daremos un pequeño rodeo, pero tengo que hacer un par de recados.

—Me encantará pasar por el pueblo. Como es lógico, tengo sumo interés en hablar con usted.

Al decir esto se sintió avergonzada, porque estaba desobedeciendo las instrucciones de Margaret. En fin, al menos desobedecía la letra. Margaret le había prohibido discutir el asunto con extraños, pero seguramente no sería incivilizado ni erróneo discutirlo con el propio interesado, toda vez que el azar los había reunido.

El joven no contestó. Subió a su lado, se colocó los guantes y las gafas y partieron. El mozo de la barba —misterios de la vida— se quedó contemplándolos con admiración.

El viento les daba en la cara al bajar por la calle de la estación y arrojaba el polvo a los ojos de mistress Munt. Sin embargo ésta, no bien desembocaron en la carretera del Norte, abrió el fuego.

—Ya puede usted figurarse —dijo— que la noticia nos ha causado una gran impresión.

—¿Qué noticia?

—Míster Wilcox —dijo mistress Munt con franqueza—, Margaret me lo ha contado todo, absolutamente todo. He visto la carta de Helen.

El joven no pudo mirarla a la cara porque sus ojos estaban fijos en el camino. Corrían a toda velocidad por la calle Mayor. Inclinó la cabeza en dirección a su acompañante y dijo:

—Perdone, no entendí lo que decía.

—Hablo de Helen, claro está. Helen es una chica excepcional. Supongo que no le importará que se lo diga, sobre todo considerando sus sentimientos hacia ella. No vengo con la intención de entrometerme, pero, créame, nos ha causado una gran impresión.

Se detuvieron ante una pañería. Sin responder, el joven dio media vuelta en su asiento y contempló la nube de polvo que habían levantado a su paso por la villa. La nube se iba posando, aunque no precisamente en la calle de la que había surgido: una parte se colaba por las ventanas abiertas, otra blanqueaba las rosas y grosellas de los jardines lindantes con la calzada y una cierta proporción entraba en los pulmones de los ciudadanos. «Me pregunto cuándo tendrán la sensatez de asfaltar la calle», fue su comentario.

Un hombre salió corriendo de la pañería con un rollo de linóleo y partieron.

—Margaret no pudo venir personalmente por culpa del pobre Tibby, así que he venido yo en su nombre para sostener una larga conversación.

—Lamento estar tan espeso —dijo el joven deteniéndose de nuevo ante una tienda—, pero sigo sin entender nada.

—Helen, míster Wilcox… mi sobrina y usted…

El joven se levantó las gafas y la miró de hito en hito, absolutamente desconcertado. El horror atenazó el corazón de mistress Munt, pues incluso ella empezó a sospechar que estaban hablando de cosas distintas y que había empezado su misión cometiendo una odiosa torpeza.

—¿Miss Schlegel y yo? —preguntó el joven frunciendo los labios.

—Confío en que haya un malentendido —susurró mistress Munt—. Su carta decía eso, sin lugar a dudas.

—Bueno, ¿qué decía?

—Que usted y ella… —se calló y bajó los ojos.

—Creo que ya entiendo lo que quiere decir —dijo él con cierta hostilidad—. ¡Qué confusión tan absurda!

—De modo que usted no… —balbuceó la buena señora enrojeciendo y deseando no haber nacido.

—Difícilmente, puesto que ya estoy comprometido con otra —hubo un instante de silencio, el joven aspiró profundamente y prorrumpió en un—: ¡Oh, Dios mío! ¡No me diga que Paul ha vuelto a cometer una de sus tonterías!

—¡Pero Paul es usted!

—No.

—¿Entonces por qué me dijo en la estación que usted era Paul?

—Perdone, señora, yo no dije tal cosa. Mi nombre es Charles.

«El menor» tanto podía referirse a él en relación con su padre como al segundo hermano en relación con el primogénito. Había mucho que discutir al respecto por ambas partes y, andando el tiempo, lo discutieron, pero en aquel momento se enfrentaban a otros problemas.

—Quiere usted decirme que Paul…

A la buena señora no le agradó la voz del joven. Parecía que estuviese hablando a un criado y, convencida de que le había engañado en la estación, también ella se enfureció.

—Quiere usted decirme que Paul y su sobrina…

Mistress Munt —así es la naturaleza humana— decidió erigirse en paladín de los enamorados. No estaba dispuesta a que aquel joven altivo la intimidase.

—Sí, señor, ambos se estiman mucho —dijo—. Estoy segura de que así se lo harán saber a su debido tiempo. Nosotras nos hemos enterado esta mañana.

Charles cerró el puño y gritó:

—¡El muy idiota! ¡Ese pequeño cretino!

Mistress Munt trató de liberarse de sus frazadas.

—¡Si ésta es su actitud, míster Wilcox, prefiero seguir a pie!

—Le ruego que no haga semejante cosa. En seguida llegaremos a casa. Déjeme decirle, ante todo, que este asunto es inviable y que tenemos que impedirlo.

Mistress Munt perdía pocas veces los estribos y cuando lo hacía era para proteger a los que amaba. En esta ocasión, estalló:

—Estoy completamente de acuerdo, caballero. El asunto es inviable y yo lo impediré. Mi sobrina es una chica excepcional y yo no estoy dispuesta a permanecer mano sobre mano cuando ella está a punto de arrojarse en brazos de gentes que no la quieren bien.

Charles movió las mandíbulas.

—¡Considerando que mi sobrina sólo conoce a su hermano de usted desde el miércoles y que conoció a su padres de usted en un hotel perdido de…!

—¿Podría usted bajar la voz? El tendero nos va a oír.

El esprit de classe —si puede aplicarse aquí esta expresión— era muy fuerte en mistress Munt. Se sentó temblando mientras un miembro de la clase baja depositaba junto al rollo de linóleo un embudo de metal, una cacerola y una regadera.

—¿Está todo bien sujeto?

—Sí, señor —y el miembro de la clase baja se desvaneció envuelto en una nube de polvo.

—Le prevengo, señora: Paul no tiene un céntimo, es un inútil.

—No necesita prevenirme de nada, míster Wilcox, se lo aseguro. La prevención es a la inversa. Mi sobrina ha sido muy alocada; le daré una buena regañina y me la llevaré conmigo a Londres.

—Mi hermano se marcha dentro de poco a Nigeria. No puede pensar en casarse durante unos años y, cuando lo haga, tiene que ser con una mujer que pueda soportar aquel clima. Por otra parte, ¿por qué no nos habrá dicho nada? Claro, debe de sentirse avergonzado. Sabe que ha cometido una tontería. Eso es lo que es: un perfecto majadero.

La buena señora se puso furiosa.

—En cambio a miss Schlegel le ha faltado tiempo para publicar la noticia.

—Si yo fuera un hombre, míster Wilcox, le daría un par de puñetazos por esta observación. Usted no le llega a la suela del zapato a mi sobrina, no puede usted sentarse en la misma habitación en que ella esté, y aún se atreve… aún tiene el valor de… ¡Me niego a discutir con una persona como usted!

—Yo lo único que sé es que ella ha aireado la noticia a los cuatro vientos, y él no. Mi padre está fuera y…

—Y yo lo único que sé es que…

—¿Me deja terminar la frase?

—No.

Charles apretó los dientes e hizo zigzaguear el automóvil por el sendero. Mistress Munt chilló.

Así jugaron un rato al juego de las supremacías familiares, juego al que se juega siempre que el amor une a dos miembros de nuestra raza. Pero lo jugaron con un vigor desacostumbrado, afirmando con un torrente de palabras que los Schlegel eran mejores que los Wilcox y que los Wilcox eran mejores que los Schlegel. Dejaron de lado la compostura. El hombre era joven y la mujer estaba hondamente alterada; en ambos latía una vena de grosería. Su pelea no fue más sorprendente de lo que son la mayoría de las peleas: inevitables cuando se producen, increíbles después. Pero en este caso, el asunto era más fútil de lo normal. En unos instantes los contendientes se habían serenado. El automóvil se detuvo en la puerta de Howards End y Helen, muy pálida, corrió al encuentro de su tía.

—Tía Juley, acabo de recibir un telegrama de Margaret; quise impedir que vinieras. Todo… todo ha terminado.

Aquello era demasiado para mistress Munt y la buena señora rompió a llorar.

—¡Paul! —gritó Charles Wilcox quitándose los guantes.

—No se lo digas. No tienen que enterarse nunca.

—Oh, querida Helen…

—¡Paul! ¡Paul!

Un jovencito salió de la casa.

—Paul, ¿es cierto esto?

—Yo… yo no…

—¿Sí o no? A preguntas directas, respuestas directas. ¿Sí o no, miss Schlegel?

—Charles, querido —dijo una voz desde el jardín—. Charles, querido, no se hacen preguntas directas. Estas cosas no existen.

Todos se callaron. Era mistress Wilcox.

Se aproximó al grupo tal y como Helen la había descrito en su carta: arrastrando silenciosamente la cola de su vestido por el césped. Llevaba una gavilla de heno en las manos y no parecía pertenecer al mundo de los jóvenes y del automóvil, sino a la casa y al árbol que le daba sombra. Se percibía en ella una honda reverencia por el pasado y sobre ella había descendido esa sabiduría instintiva que sólo el pasado puede conferir; esa sabiduría a la que damos la torpe denominación de aristocracia. Tal vez no fuera de noble cuna, pero sin duda tenía muy presentes a sus antepasados y a ellos acudía en busca de ayuda. Cuando vio a Charles enfadado, a Paul aterrado y a mistress Munt con los ojos arrasados en lágrimas, oyó a sus antepasados que le decían: «Separa a estos seres, porque se van a hacer mucho daño los unos a los otros. El resto puede esperar». No preguntó nada. Menos aún fingió que nada había ocurrido, como habría hecho una anfitriona socialmente competente. Se limitó a decir:

Miss Schlegel, ¿quiere usted acompañar a su tía a su habitación o a la mía, según prefiera? Paul, busca a Evie y dile que prepare comida para seis, aunque no estoy segura de si todos bajaremos a comer.

Una vez la hubieron obedecido, se volvió a su hijo mayor, que todavía estaba en el traqueteante y apestoso automóvil, le sonrió con ternura y, sin pronunciar una palabra, regresó a sus flores.

—Madre —dijo Charles—, ¿sabías que Paul ha estado haciendo tonterías otra vez?

—No pasa nada, querido Charles. Ya han roto el compromiso.

—¡El compromiso!

—Ya no se aman, si lo prefieres así —dijo mistress Wilcox deteniéndose a oler una rosa.