Capítulo 29

—Henry, querido… —fue su saludo.

Henry acababa de terminar su desayuno y estaba empezando a leer el Times. Su cuñada estaba haciendo el equipaje. Margaret se arrodilló a su lado y le arrebató el periódico, sintiéndolo insólitamente pesado y grueso. Luego, colocando la cara donde antes había estado el periódico, miró a Henry a los ojos.

—Henry, querido, mírame. No, no permitiré que me huyas. Mírame, así. Eso es.

—Te refieres a lo de ayer por la noche —dijo él con voz ronca—. Dejé sin efecto tu compromiso. Podría encontrar excusas, pero no lo haré. No y mil veces no. Soy un mal sujeto y así me has de dejar.

Expulsado de su antigua fortaleza, míster Wilcox estaba edificando una nueva. Ya no podía aparentar respetabilidad ante ella. Así que se defendía en un pasado escabroso. No había en él arrepentimiento sincero.

—Puedes ser lo que quieras, amigo mío. Nada nos estorbará: sé lo que estoy diciendo y este asunto no cambiará las cosas.

—¿No cambiará las cosas? —preguntó él—. ¿No cambiará las cosas ahora que has descubierto que no soy la clase de persona que tú creías que era? —estaba desconcertado por aquella miss Schlegel. Habría preferido verla destrozada por el golpe o incluso iracunda. Contra la marea de su pecado fluía el sentimiento de que ella no era totalmente femenina. Sus ojos miraban demasiado de frente; esos ojos habían leído libros que sólo eran adecuados para hombres. Y aunque él había temido una escena y ella estaba decidida a evitarla, se produjo una escena. Era algo imperativo.

—No soy digno de ti —empezó él—. Si lo fuera no te habría liberado de tu compromiso. Sé lo que me digo. Y no soporto hablar de estas cosas. Será mejor que lo dejemos correr.

Margaret besó su mano. Él la retiró rápidamente y levantándose prosiguió:

—Tú y tu vida a cubierto, tus objetivos refinados, tus amistades, tus libros, tú y tu hermana, y las mujeres como tú… No sé… ¿Cómo podéis imaginar las tentaciones que rodean a un hombre?

—Nos resulta difícil —dijo Margaret—, pero si lo consideramos digno de casarnos con él, las imaginamos.

—Separados de la sociedad decente y de los vínculos familiares, ¿qué crees que sucede a miles de sujetos en el extranjero? Aislados, sin nadie a quien recurrir. Lo sé por experiencia, una triste experiencia. Y tú aún dices que «eso no cambia las cosas».

—Para mí, no.

Henry se rió con amargura. Margaret se fue al aparador y se sirvió una de las bandejas de desayuno. Como había sido la última en bajar, apagó el infiernillo de alcohol que las mantenía calientes. Era tierna, pero seria. Sabía que Henry no estaba confesándose sino señalando la separación que existe entre el alma de los hombres y la de las mujeres y no quería oírle exponer este extremo.

—¿Vino Helen? —preguntó. Henry dijo que no con la cabeza.

—¡Vaya, esto sí que es un desastre! Hay que impedir que chismorree con mistress Bast.

—¡Cielo santo! ¡No! —exclamó él recobrando súbitamente la naturalidad. Luego se dominó—. Dejémoslos que chismorreen. Mi juego ha terminado; te agradezco tu generosidad… en la medida en que pueda tener algún valor mi gratitud.

—¿No envió ningún recado o algo por el estilo?

—No, que yo sepa.

—¿Quieres hacer el favor de tocar el timbre?

—¿Para qué?

—Para hacer averiguaciones.

Tocó el timbre con teatral exageración, se oyó un repiqueteo, Margaret se echó más té. El mayordomo entró y dijo que miss Schlegel había dormido en el George, según sus noticias. ¿Querían que fuese al George?

—Yo iré, gracias —dijo Margaret ordenándole que se retirase.

—Es inútil —dijo Henry—. Dejemos que las cosas sigan su curso, no se puede detener una historia una vez ha empezado. He conocido casos similares de otros hombres… Entonces los despreciaba, creía que yo era distinto, que yo nunca cedería a la tentación. Oh, Margaret… —se sentó junto a ella, improvisando emociones. Margaret no podía soportarlo—. A todos nos sucede una vez en la vida. ¿Me creerás? Hay momentos en que aún el hombre más fuerte… «El que se crea a salvo, tenga cuidado en no caer», ¿no es así? Si tú supieras, me perdonarías. Estaba lejos de las influencias beneficiosas, lejos incluso de Inglaterra. Estaba muy solo, muy solo y necesitaba una voz femenina. Ya basta. Ya te he contado demasiado para que me perdones.

—Sí, querido, ya basta.

—Fue… —bajó la voz—… fue un infierno.

Margaret sopesó seriamente esta afirmación. ¿Lo fue? ¿De verdad había padecido Henry la tortura de los remordimientos? ¿O había sido el clásico «¡Bueno, se acabó! Volvamos a la vida respetable»? Más bien esto último, o Margaret no le conocía bien. Un hombre que ha pasado por un infierno no se vanagloria de su virilidad. Es humilde y la oculta, si de verdad aún le queda. Sólo en las leyendas el pecador resurge, penitente pero terrible, para conquistar a la mujer pura con su irresistible poder. Henry estaba ansioso de ser terrible, pero no lo conseguía. Era el clásico inglés medio que ha cometido un desliz. El único punto verdaderamente culposo, su infidelidad a mistress Wilcox, en ningún momento pareció afectarle. Margaret deseaba mencionar a mistress Wilcox.

Poco a poco le contó la historia. Era una historia muy simple. Diez años atrás fue la fecha; el lugar, una guarnición en Chipre. De vez en cuando Henry le preguntaba a Margaret si podría perdonarle y Margaret respondía: «Ya te he perdonado, Henry». Margaret escogía sus palabras cuidadosamente para evitarle el pánico y representó el papel de ingenua hasta que él hubo reedificado su fortaleza y ocultado su alma al mundo. Cuando el mayordomo entró a retirar el desayuno, Henry había cambiado de humor: preguntó al sirviente a qué venía tanta prisa y se quejó del ruido de la noche anterior en el ala del servicio. Margaret observó con interés al mayordomo. Era un hombre guapo y como tal ligeramente atractivo para ella en tanto que mujer; un atractivo tan leve que apenas le resultaba perceptible, sin embargo, el mundo se habría venido abajo si hubiese mencionado este hecho a Henry.

A su vuelta del George, las obras de reedificación estaban terminadas y el antiguo Henry se enfrentó a ella, competente, cínico y amable. Se había lavado el alma, había sido perdonado y lo importante ahora era olvidar su fallo y enviarlo a reunirse con otras inversiones desafortunadas. Jacky había seguido el camino de Howards End, de Ducie Street, del automóvil bermellón, de los dólares argentinos y de las personas y las cosas que «nunca le había servido de mucho y menos ahora». Su recuerdo le coartaba. Apenas pudo prestar atención a Margaret que traía nuevas inquietantes del George: Helen y sus protegidos se habían ido.

—Bueno, que se vayan. Quiero decir ese hombre y esa mujer, claro está, porque a tu hermana, cuanto más la veamos, mejor.

—Se han ido por separado. Helen, muy temprano y los Bast poco antes de mi llegada. No ha dejado ningún recado ni contestado a mis notas. No me gusta el significado de todo esto.

—¿Qué les decías en tus notas?

—Ya te lo dije ayer por la noche.

—¡Ah, sí! ¿Te apetece dar una vuelta por el jardín, querida?

Margaret le tomó del brazo. El tiempo espléndido le produjo un efecto sedante. Pero los engranajes de la boda de Evie todavía estaban en funcionamiento alejando a los huéspedes tan sordamente como los había traído y Margaret no pudo estar con Henry mucho rato. Estaba convenido que irían en coche hasta Shrewsbury y a partir de ahí, él se iría al Norte y ella regresaría a Londres con los Warrington. Durante un rato Margaret fue feliz; luego su cerebro empezó a funcionar de nuevo.

—Me temo que hayan chismorreado de un modo u otro en el George. Helen no se habría ido a menos que se hubiera enterado de algo. Llevé mal el asunto. Todo es una calamidad. Debí haberla separado de aquella mujer al instante.

—¡Margaret! —exclamó él soltando su mano con emoción.

—¿Sí, Henry?

—Nunca he sido un santo… más bien todo lo contrario, pero tú me has aceptado para lo bueno y para lo malo. Lo pasado, pasado está. Has prometido perdonarme. Margaret, una promesa es una promesa. Nunca vuelvas a mencionar a esa mujer.

—Salvo por razones prácticas, nunca.

—¡Por razones prácticas! ¿Tú hablas de razones prácticas?

—Sí, soy una persona práctica —murmuró Margaret, pero los temores de ésta inquietaron a Henry. No era la primera vez que se veía amenazado de chantaje. Era rico y se le suponía intachable; los Bast sabían que fallaba en lo último y tal vez decidieran sacar provecho de sus conocimientos.

—En cualquier caso, no debes preocuparte —dijo él—. Éste es un asunto de hombres —pensó intensamente—. No lo menciones a nadie bajo ningún concepto.

Margaret enrojeció al oír un consejo tan elemental, pero Henry estaba preparando el camino para una mentira. Si fuera necesario, negaría incluso haber conocido a mistress Bast y se querellaría por injurias. Quizá nunca la había conocido. Ahí estaba Margaret, que se comportaba como si no la hubiera conocido. Ahí estaba la casa. A su alrededor había media docena de jardineros que limpiaban los restos de la boda de su hija. Todo parecía tan sólido y cabal que el pasado voló fuera de su vista, como una persiana que se enrolla dejando a la vista los últimos cinco minutos y nada más.

Considerándolo así, vio que el coche estaría dispuesto para partir en los próximos cinco minutos y se puso en acción. Se golpearon gongs, se impartieron órdenes; envió a Margaret a vestirse y a la sirvienta a que limpiase el reguero de hierba que Margaret había dejado en el vestíbulo. Como el Hombre es al Universo, así la mente de míster Wilcox en relación con la mente de algunos hombres: una luz concentrada en un punto diminuto, un breve espacio de Diez Minutos que se movía, autónomo, a través de los años. No era como el pagano que vive en el Presente y que puede ser más sabio que todos los filósofos juntos. Míster Wilcox vivía para los cinco minutos que acababan de transcurrir y para los próximos cinco minutos; tenía una mentalidad comercial.

¿En qué posición se encontraba ahora, cuando su coche se alejaba de Oniton y ponía proa hacia las grandes colinas? Margaret había oído un rumor, pero no había motivo de inquietud: le había perdonado, que Dios la bendiga, y él se sentía más hombre por ello. Charles y Evie no se habían enterado de nada y nunca se enterarían. Ni tampoco Paul. Sintió una gran ternura por sus hijos, una ternura que no intentó relacionar con ninguna causa remota: mistres Wilcox quedaba demasiado atrás en su vida. No la relacionó con el súbito y doloroso cariño que sintió por Evie. ¡Pobre Evie, pobre pequeña! Confiaba en que Cahill sería un marido decente.

¿Y Margaret?, ¿en qué posición se encontraba?

Albergaba pequeños temores. Seguramente su hermana se había enterado de algo. Le asustaba el encuentro con ella en la ciudad. Y estaba inquieta por Leonard ante el cual, con toda certeza, eran responsables. Tampoco mistress Bast tenía que morirse de hambre. Pero el eje de la situación seguía inalterado. Aún amaba a Henry. Sus actos, que no su disposición, le habían defraudado, y eso podía resistirlo. Y amaba su futura casa. Erguida en el coche, el mismo coche del que había saltado dos días antes, volvió la vista con honda emoción hacia Oniton. Detrás de la Granja y de la torre almenada del castillo pudo distinguir la iglesia y los aleros blancos y negros del George. Ahí estaba el puente y el río que mordisqueaba su península verde. Podía incluso distinguir la caseta de baño, pero cuando buscó con la vista el trampolín nuevo de Charles, el promontorio de la colina se elevó y ocultó todo el paisaje.

Nunca lo volvió a ver. Día y noche el río sigue fluyendo en dirección a Inglaterra; un día tras otro el sol se oculta tras las montañas de Gales y la torre plañe: «Ved al héroe conquistador». Pero los Wilcox no tienen cabida en este lugar, ni en ningún otro. No son sus nombres los que quedan inscritos en el registro de la parroquia. No son sus fantasmas los que suspiran entre los alisos al anochecer. Han entrado en el valle y han salido, dejando tras de sí un poco de polvo y un poco de dinero.