Helen empezó a preguntarse por qué se habría gastado la suma de ocho libras en hacer enfermar a unas personas y en enfurecer a otras. Ahora que la ola de excitación se retiraba y les dejaba, a ella, a míster Bast y a mistress Bast, varados durante una noche en un hotel de Shropshire, se preguntaba a sí misma qué fuerzas habían engendrado aquella ola. En cualquier caso, no se había causado ningún mal. Margaret cumpliría bien su cometido y, aunque Helen desaprobaba los métodos de su hermana, sabía que los Bast se beneficiarían de ellos a largo plazo.
—Míster Wilcox es muy ilógico —explicó a Leonard, que había acostada a su mujer y estaba sentado con Helen en el saloncito vacío—. Si le hubiésemos dicho que su deber era darle a usted una colocación, se habría negado. Al fin y al cabo, todo estriba en que no es una persona realmente educada. No quisiera ponerle a usted en su contra, pero ya verá qué calvario es tratar con él.
—Nunca se lo agradeceré bastante, miss Schlegel —fue todo lo que Leonard pudo decir.
—Yo creo en la responsabilidad personal. ¿Usted no? Lo creo que todo es personal. Me repugna… No debería decirlo, pero estoy convencida de que los Wilcox han escogido el mal camino. Es posible que no sea culpa suya. Quizá les falta en el fondo de sus cabezas esa cosita que dice «YO» y, en tal caso, culparles es perder el tiempo. Existe una teoría de pesadilla, según la cual acaba de nacer una raza especial que nos gobernará en el futuro, precisamente porque carece de esta cosita que dice «YO». ¿La conoce?
—No tengo tiempo para leer.
—¿Pero no ha pensado en ello? Quiero decir si ha pensado que existen dos clases de personas: nuestra clase, la que vive a partir del fondo de la mente; y la otra, la que no puede, porque sus mentes no tienen fondo. No pueden decir «YO». En realidad, no existen y por ello son superhombres. Pierpont Morgan no ha dicho «YO» en toda su vida.
Leonard se despabiló. Si su benefactora quería conversación intelectual, la tendría. Ella era más importante ahora que su pasado ruinoso.
—Nunca pude entender a Nietzsche —dijo—. Pero siempre entendí que esos superhombres eran más bien lo que podríamos llamar unos egoístas.
—Oh, no, está usted equivocado —replicó Helen—. Ningún superhombre ha dicho jamás: «yo quiero», porque «yo quiero» podría llevarle a preguntarse: «¿y quién soy Yo?», y de ahí a la Piedad y a la Justicia. El superhombre sólo dice: «Quiero». Si es Napoleón, «Quiero Europa»; si es Barba Azul, «Quiero mujeres»; si es Pierpont Morgan, «Quiero a Botticelli». Nunca el «YO». Y si pudiera usted penetrar en su interior, sólo encontraría en el fondo pánico y vacío.
Leonard guardó silencio durante un rato. Luego dijo:
—¿Puedo asumir, miss Schlegel, que usted y yo somos de la clase de personas que dicen «YO»?
—Desde luego.
—¿Y su hermana también?
—Desde luego —repitió Helen en un tono un poco cortante. Estaba molesta con Margaret, pero no estaba dispuesta a que se la pusiera en tela de juicio—. Toda la gente presentable dice «YO».
—Quizá míster Wilcox no es…
—No creo que valga la pena hablar de míster Wilcox.
—Conforme, conforme —admitió Leonard. Helen se preguntó a sí misma por qué le había parado los pies. Una o dos veces le había incitado a criticar, a lo largo de aquel día, para luego echarle el freno. ¿Temía que se volviera presuntuoso? En tal caso, era detestable por su parte.
Pero Leonard consideraba aquel desaire como algo natural. Todo lo que ella hacía era natural e incapaz de ofender. En tanto que las dos miss Schlegel estaban juntas, él las había considerado como algo apenas humano: una especie de tiovivo admonitorio. Pero una miss Schlegel sola era distinto. En el caso de Helen, era una mujer soltera; en el de Margaret, una mujer a punto de casarse; en ningún caso una hermana era el eco de la otra. Se había hecho la luz en el mundo de los ricos y Leonard había vislumbrado que estaba lleno de hombres y mujeres, algunos de los cuales eran más amistosos con él que otros. Helen se había convertido en «su» miss Schlegel, la que le reñía y mantenía correspondencia con él, la que había acudido a él el día anterior con una vehemencia digna de gratitud. Margaret, aunque no era mala, era severa y remota. A él jamás se le ocurriría ayudarla, por ejemplo. Nunca le había gustado y empezaba a pensar que aquella primera impresión era correcta y que a su hermana tampoco le gustaba Margaret. Sin duda Helen estaba sola. Ella, que daba tanto, recibía bien poco a cambio. Leonard se sintió satisfecho al pensar que podía ahorrarle una humillación callándose y ocultando lo que sabía de míster Wilcox. Jacky le había anunciado su descubrimiento cuando Leonard la recogió en el jardín. Tras la primera impresión, el asunto no le importó por sí mismo. A aquellas alturas no le quedaban muchas ilusiones respecto a su mujer y aquello era solamente una nueva mancha en la cara de un amor que nunca había sido puro. En el futuro su ideal sería conservar perfecta la imperfección, suponiendo que el futuro le diera tiempo de tener ideales. Helen, y Margaret a causa de Helen, debían ignorarlo.
Helen le desconcertó al derivar la conversación hacia su mujer.
—Mistress Bast, ¿dice «YO»? —le preguntó ella, un si es no es maliciosamente, y luego—: ¿Está fatigada?
—Es mejor que se quede en su habitación —dijo Leonard.
—¿Quiere que vaya a hacerle compañía?
—No, gracias, no necesita compañía.
—Míster Bast, ¿qué clase de mujer es su esposa?
Leonard enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Ya debería conocer mis modales a estas alturas. ¿Le ha ofendido la pregunta?
—No, no, de ningún modo, miss Schlegel.
—Me gusta la honradez. No finja que su matrimonio ha sido un matrimonio feliz. Usted y ella no tienen nada en común.
Leonard no lo negó, pero dijo con timidez:
—Supongo que esto es evidente, pero Jacky nunca quiso hacer mal a nadie. Cuando las cosas empezaron a torcerse, cuando me fui enterando de… cosas, solía pensar que era culpa suya. Ahora, sin embargo, recordándolo, me doy cuenta de que era culpa mía. No tenía que haberme casado con ella, pero ya que lo hice, debo permanecer a su lado y mantenerla.
—¿Cuántos años llevan casados?
—Casi tres.
—¿Qué dijeron sus familiares?
—No quieren saber nada de nosotros. Tuvieron una especie de consejo de familia cuando se enteraron de que me había casado y rompieron definitivamente con nosotros.
Helen empezó a pasear arriba y abajo de la habitación.
—Amigo mío, ¡menudo embrollo! —dijo suavemente—. ¿Quiénes son sus familiares?
A eso sí podía contestar. Sus padres, que ya habían muerto, habían sido comerciantes; sus hermanas se habían casado con viajantes de comercio; su hermano era sacristán.
—¿Y sus abuelos?
Leonard le confesó un secreto que había mantenido oculto por vergüenza hasta entonces.
—No eran nada —dijo—: agricultores y cosas por el estilo.
—¿Ah, sí? ¿De qué parte?
—La mayoría eran de Lincolnshire, pero el padre de mi madre… fíjese qué curioso, procedía de esta parte, de aquí.
—¿De Shropshire? Sí que es curioso. Los parientes de mi madre eran de Lancashire. Pero ¿qué tenían que objetar sus hermanos a mistress Bast?
—¡Oh!…, no lo sé.
—Perdone que se lo diga, pero sí que lo sabe. No soy una niña, puedo oír cualquier cosa que tenga que contarme, y cuanto más me cuente, más podré ayudarle. ¿Oyeron decir algo contra ella?
Leonard guardó silencio.
—Ya me imagino —dijo Helen con gravedad.
—No creo, miss Schlegel; espero que no.
—Tenemos que ser sinceros, incluso respecto a estas cosas. Lo he adivinado. Lo siento muchísimo, pero ello no implica ninguna diferencia. Todo sigue igual con respecto a ustedes dos. No culpo a las mujeres de estas cosas, sino a los hombres.
Leonard dejó las cosas como estaban, con tal de que no adivinase quién era el hombre. Helen se detuvo junto a la ventana y levantó lentamente las cortinas. El hotel daba a una plazoleta oscura. La neblina había comenzado. Cuando se volvió hacia él le brillaban los ojos.
—No se apene —rogó él—. No podría soportarlo. Todo irá bien si encuentro trabajo. Si pudiera encontrar un trabajo… un trabajo permanente, nada volvería a ser tan triste como ha sido hasta ahora. Ya no me interesan los libros como antes. Estoy convencido de que con un trabajo permanente podríamos estabilizarnos de nuevo. Eso hace que uno deje de pensar.
—¿Estabilizarse en qué?
—Simplemente estabilizarse.
—¡Y a esto le llama usted vida! —dijo Helen con un nudo en la garganta—. ¿Cómo puede usted decir… con todas las cosas maravillosas que existen por ver y por hacer… con la música… con los paseos nocturnos…?
—Los paseos están muy bien cuando se tiene trabajo —respondió Leonard—. En cierta ocasión dije un montón de tonterías, pero no hay nada como ver a un oficial de juzgado en casa para olvidarse de ellas. Cuando le vi manosear mis libros de Ruskin y de Stevenson, vi la vida tal y como es, y le aseguro que no es una visión agradable. Ahora mis libros están otra vez en su sitio gracias a usted, pero nunca volverán a ser lo que fueron para mí; y nunca volveré a pensar que la noche en el bosque es maravillosa.
—¿Por qué no? —dijo Helen cerrando violentamente la ventana.
—Porque ahora comprendo que hay que tener dinero.
—Está usted en un error.
—Ojalá estuviera en un error, pero, mire, el sacerdote tiene dinero propio o lo recibe de sus feligreses; el poeta y el músico, tres cuartos de lo mismo; el vagabundo, otro tanto. El vagabundo acude al final de su vida al asilo y se le paga con dinero de los demás. Miss Schlegel, lo único real es el dinero, todo lo demás es un sueño.
—Continúa usted en un error. Ha olvidado la Muerte.
Leonard no entendía.
—Si viviéramos eternamente, lo que usted dice sería cierto. Pero hemos de morir, hemos de dejar esta vida. La injusticia y la ambición serían lo único real si viviéramos eternamente, pero tal como son las cosas, hemos de ocuparnos de algo más, porque la Muerte se aproxima. Me gusta la Muerte, no de un modo morboso, sino por lo que tiene de explicación total. La Muerte explica la vaciedad del dinero. La Muerte y el Dinero son los eternos enemigos. No la Vida y la Muerte. No importa lo que exista después de la Muerte, míster Bast; tenga por seguro que el poeta, el músico y el vagabundo serán más felices que el hombre que nunca ha aprendido a decir: «Yo soy».
—Lo dudo.
—Estamos todos sumergidos en la niebla, lo sé, pero en este sentido algo le puedo decir: los hombres como los Wilcox están más sumergidos en la niebla que ningún otro. ¡Ah, los sanos y sensatos ingleses, que construyen imperios y nivelan el mundo con lo que ellos llaman sentido común! Nómbreles la Muerte y se ofenderán, porque la muerte es auténticamente imperial y se lo grita a la cara constantemente.
—Yo temo tanto a la muerte como cualquiera.
—Sí, pero no a la idea de la Muerte.
—¿Cuál es la diferencia?
—Una diferencia infinita —dijo Helen con mayor gravedad que antes.
Leonard la miró interrogativamente y tuvo conciencia de que surgían grandes cosas de la noche tenebrosa, pero no podía percibirlas porque su corazón seguía lleno de cosas pequeñas. Como la vez que perdió su paraguas en el concierto del Queen’s Hall, la pérdida reciente había obstruido la visión de la divina armonía. La Muerte, la Vida y el Materialismo eran hermosas palabras, pero ¿le admitiría míster Wilcox en su empresa como administrativo? Dijera lo que dijese míster Wilcox era un rey en su mundo, un superhombre, con su propia moral y con la cabeza invisible, más allá de las nubes.
—Debo de ser un idiota —dijo a modo de disculpa.
Para Helen, en cambio, la paradoja se le aparecía con toda claridad: «La Muerte destruye al hombre; la idea de la Muerte, le redime». Más allá de los ataúdes y los esqueletos que anidan en las mentes vulgares se oculta algo tan inmenso que todo lo que hay de grande en nosotros responde a su llamada. Los hombres retroceden ante la imagen del sepulcro en el que entrarán algún día, pero el Amor sabe algo más: la Muerte es su enemigo, pero es también su caballero andante; en el transcurso de su combate secular, los músculos del Amor se han fortalecido y su vista se ha aclarado de tal modo que su presencia se ha vuelto irresistible.
—Nunca abandone —continuó diciendo ella, y repitió una y otra vez la vaga pero convincente tesis de que lo Invisible se aloja en lo Visible. Su excitación fue en aumento cuando intentó cortar las amarras que unían a Leonard a la tierra, pero éstas, trenzadas por la amarga experiencia, se le resistían. En aquel momento entró un criado y le entregó una carta de parte de Margaret. Dentro llevaba otra nota dirigida a Leonard. Las leyeron con los murmullos del río como fondo.