Capítulo 26

A la mañana siguiente una leve neblina cubría la península. El tiempo prometía ser bueno y la silueta del promontorio del castillo se perfilaba con mayor claridad cada vez que Margaret la miraba. Veía la torre almenada y el sol que teñía de oro los cascotes y cargaba de azul el firmamento blanco. Las sombras de la casa se unieron unas a otras y cayeron sobre el jardín. Un gato se puso a mirar a su ventana y maulló. Por último apareció el río que conservaba aún la neblina entre sus bancos y sus alisos colgantes, sólo visible hasta la primera colina que cortaba sus altas riberas. Margaret se sentía fascinada por Oniton. Había dicho que le gustaba el lugar, pero era más bien su tensión romántica lo que le cautivaba. Los montes druídicos fugazmente entrevistos durante el viaje, los ríos que corrían desde aquellas tierras hacia Inglaterra, las masas de las colinas bajas modeladas con descuido le hacían estremecerse de poesía. La casa era insignificante, pero la vista de que gozaba sería una fuente perpetua de alegría. Margaret pensó en los amigos que invitaría y en un nuevo Henry convertido a la vida rural. Las gentes del pueblo, asimismo, se auguraban favorables. El rector de la parroquia había cenado con ellos la noche anterior y Margaret descubrió que había sido en tiempos amigo de su padre, de modo que ya la conocía de antemano. Le gustó. Él le introduciría en el ambiente de la villa. Por otra parte, sir James Bidder alardeó de que, a una palabra de Margaret, haría que acudiesen las familias más notables del condado a veinte millas a la redonda. Margaret dudaba de que sir James fuese capaz de realizar lo que había prometido, pero con tal de que Henry las creyera las mejores familias del condado cuando acudiesen, ya se daba por satisfecha.

Charles y Albert Fussell cruzaron el prado. Iban a darse un baño matutino. Un sirviente les seguía con los equipos. Margaret tenía la intención de ir a dar un paseo antes del desayuno, pero comprendió que aquellas horas estaban consagradas a los hombres y se conformó con entretenerse contemplando los contratiempos de los bañistas. En primer lugar no encontraron la llave de la caseta. Charles se quedó al lado del río con los brazos cruzados mientras el criado gritaba y era malinterpretado por los demás criados. Luego surgieron dificultades con el trampolín y al cabo de poco tres personas corrían por el prado arriba y abajo, con órdenes y contraórdenes, recriminaciones y disculpas. Si Margaret quería saltar de un automóvil, saltaba; si Tibby creía que chapotear era bueno para sus tobillos, lo hacía; si un oficinista deseaba un poco de aventura, se iba a pasear por la oscuridad. Pero aquellos atletas parecían paralizados. No podían bañarse sin sus pertrechos, aunque el sol había aparecido y las últimas volutas de neblina se levantaban del rizado arroyo. ¿Disfrutaban de la vida corporal, después de todo? ¿No sería que los hombres que ellos consideraban despectivamente unos inútiles podían derrotarles incluso en su propio terreno?

Margaret pensó cómo serían los preparativos para el baño en su día: sin molestar a los criados, sin otros pertrechos que los que dictara el sentido común. Sus reflexiones se vieron interrumpidas por la jovencita delicada y tranquila que había salido para juguetear con el gato y se quedó contemplando a Margaret que contemplaba a los hombres. Margaret le dijo: «Buenos días», de un modo un poco cortante. Su voz emanaba consternación. Charles miró en derredor, completamente teñido de azul índigo, se desvaneció en el cobertizo y no se le volvió a ver.

Miss Wilcox ya está… —susurró la muchachita y su voz se hizo ininteligible.

—¿Que está qué?

La respuesta sonó como: «… canesú… bata…».

—No te oigo.

—… en la cama… papel de tisú…

Deduciendo que el traje nupcial estaba a la vista y que procedía una visita, Margaret fue a la habitación de Evie. Allí todo eran risas. Evie, en enaguas, bailaba con una de las damas angloindias mientras la otra adoraba unas yardas de satén blanco. Chillaban, reían, cantaban y el perro ladraba.

Margaret a su vez gritó un poco, sin convicción. No creía que una boda fuera algo tan divertido. A lo mejor le faltaba algo.

Evie farfulló:

—¡Dolly es una burra por no haber venido! ¡Menudo alboroto armaríamos!

Margaret bajó a desayunar.

Henry ya estaba instalado; habló poco, comió despacio y fue, a los ojos de Margaret, el único miembro del grupo que consiguió disimular con éxito sus emociones. No podía suponerle indiferente ni ante la pérdida de una hija ni ante la presencia de su futura esposa. Sin embargo, permanecía intacto, emitiendo órdenes de vez en cuando, órdenes que proporcionaban comodidad a los demás. Henry se interesó por su mano y le dijo que sirviera el café mientras mistress Warrington servía el té. Cuando bajó Evie hubo un momento de desconcierto y las dos damas se levantaron para ceder sus puestos a la novia.

—¡Burton! —dijo Henry—, sirva el té y el café desde el aparador.

No era auténtico tacto, pero era tacto, al fin y al cabo, tan útil como el auténtico y más útil aún que éste para salvar situaciones en un Consejo de Administración. Henry llevaba una boda como un funeral, paso a paso, detalle a detalle, sin levantar nunca los ojos al conjunto. Daban ganas de exclamar al concluir:

«Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Amor, ¿dónde está tu victoria?». Después del desayuno Margaret quiso tener un cambio de impresiones con él. Siempre era mejor abordarlo formalmente, así que le pidió una entrevista, porque al día siguiente él se iba a cazar perdices y ella debía regresar a la ciudad, con Helen.

—Por supuesto, querida —dijo él—. Ya lo creo que tengo tiempo. ¿Qué quieres?

—Nada.

—Temí que algo fuera mal.

—No, no tengo nada que decirte. Pero habla tú.

Mirando de reojo su reloj, Henry habló de la maldita curva junto al atrio de la iglesia. Margaret le escuchó con interés. Podía responder a Henry sin aparente desprecio, aunque todo su interior estuviera aullando por ayudarle. Había abandonado todo plan de acción. El amor es el mejor plan y cuanto más le amase, más posibilidades había de que consiguiera poner en orden su alma. Un momento como aquél, sentados bajo el día espléndido en el camino del futuro hogar, era tan dulce para ella que con seguridad su dulzura le alcanzaría a él también. Cada movimiento de sus ojos, cada apertura de sus labios hirsutos, de su mandíbula rasurada, podían ser el preludio de la ternura que acaba de un solo golpe con el mono y la bestia. Decepcionada cien veces, Margaret aún abrigaba esperanzas. Le quería con una lucidez demasiado clara para temer las nubes. Tanto si profería trivialidades, como hoy, como si le soltaba besos al atardecer, Margaret podía perdonarle, podía responder.

—Si hay una curva tan mala —sugirió—, ¿no podríamos llegar a la iglesia a pie? No Evie, ni tú, por supuesto, pero el resto de los invitados podría ir primero. Eso supondría menos coches.

—No podemos permitir que las damas vayan a pie por la Plaza del Mercado. A los Fussell no les gustaría; en la boda de Charles se mostraron muy peculiares. Mi… una de nuestro grupo quería caminar. A decir verdad, la iglesia estaba a la vuelta de la esquina y a mí no me habría importado, pero el coronel se mantuvo muy firme en este sentido.

—Los hombres no deberíais ser tan caballerosos —dijo Margaret pensativamente.

—¿Por qué no?

Ella sabía por qué, pero dijo que lo ignoraba. Entonces él anunció que, a menos que ella tuviera algo especial que decir, tenía que revisar las bodegas, y ambos se fueron en busca de Burton. Oniton era una verdadera casa de campo, a pesar de ser sosa y poco conveniente. Recorrieron pasadizos ruinosos buscando de habitación en habitación y asustando a sirvientas desconocidas entregadas a la realización de oscuras tareas. El banquete de bodas debía estar a punto para cuando volvieran de la iglesia, y el té se serviría en el jardín. La visión de gente tan seria y agitada hizo sonreír a Margaret, pero consideró que se les pagaba para ser serios y que les gustaba estar agitados. Eran los pequeños engranajes de la máquina que izaba a Evie a la gloria nupcial. Un muchachito les cerró el paso cargado con cubos de desperdicios. Sin percatarse de la categoría de sus interlocutores, les dijo: «Con su permiso, dejen paso, por favor». Henry le preguntó por Burton, pero todos los criados eran nuevos y no se conocían por los nombres los unos a los otros. En la despensa se hallaban sentados los músicos que ya estaban bebiendo cerveza a pesar de haber estipulado una ración de champán como parte integrante de su salario. De la cocina llegaban aromas de Arabia mezclados con gritos. Margaret comprendió lo que había sucedido, porque también sucedía en Wickham Place: uno de los platos se había quemado, y el cocinero arrojaba briznas de sándalo para ocultar el olor. Al final encontraron al mayordomo. Henry le entregó las llaves y condujo a Margaret a la despensa. Franquearon dos puertas. Margaret, que guardaba todo el vino que tenían al fondo del armario ropero, se quedó atónita ante el espectáculo. «¡Nunca nos beberemos todo esto!», gritó, y los dos hombres se sintieron súbitamente hermanados e intercambiaron sonrisas de complicidad. Margaret se sintió como si hubiese saltado otra vez de un coche en marcha.

Ciertamente, Oniton requería cierta adaptación. No sería pequeña labor seguir siendo la misma y asimilar aquel sistema. Tenía que seguir siendo la misma tanto por Henry como por ella, porque una mujer-sombra degrada al marido que la acompaña; y tenía que asimilar todo aquello por razones de honestidad civil, porque no tenía derecho a casarse con un hombre y hacerle sentirse incómodo. Su único aliado era el poder del hogar. La pérdida de Wickham Place le había enseñado más que su posesión. Howards End había repetido la lección. Ahora estaba decidida a crear un nuevo santuario entre las colinas.

Después de visitar la bodega, se vistió y la boda tuvo lugar. Le pareció un acontecimiento mínimo en comparación con los preparativos que había ocasionado. Todo funcionó con la precisión de un reloj. Míster Cahill se materializó en el espacio y esperaba a la novia a la puerta de la iglesia. Nadie dejó caer el anillo ni equivocó las respuestas ni pisó la cola del vestido de Evie ni lloró. En pocos minutos el sacerdote desempeñó sus deberes, firmaron en el registro y volvieron a los coches, a luchar contra la peligrosa curva próxima al atrio de la iglesia. Margaret estaba convencida de que no se habían casado y de que la iglesia normanda estaba dedicada a otros asuntos.

En la casa esperaban nuevos documentos que firmar y un banquete que engullir. Acudieron a la fiesta unas cuantas personas más. Menudearon las excusas y, después de todo, no hubo mucha gente; menos de la que habría en la boda de Margaret. Se fijó en los platos y en las alfombras rojas, para poder dar a Henry todo lo exteriormente adecuado. Pero internamente esperaba darle algo mejor que aquella mezcla de misa dominical y cacería de zorros. ¡Si al menos alguien se hubiera sentido consternado! Pero aquella boda había transcurrido perfectamente bien, «casi como un baile de palacio», en opinión de lady Edser, con la que Margaret estuvo completamente de acuerdo.

Y así transcurrió lentamente aquel día. La novia y el novio desaparecieron, entre carcajadas, y, por segunda vez, el sol se retiró hacia las colinas de Gales. Henry, que estaba más cansado de lo que debía, condujo a Margaret al prado del castillo y en tono de desacostumbrada suavidad le dijo que estaba satisfecho. Todo había salido muy bien. Margaret sintió que aquella alabanza también la concernía y enrojeció. A decir verdad, había hecho lo posible para complacer a los intratables amigos de Henry, esforzándose en reverenciar a los hombres. Todos los invitados partían aquella misma noche. Sólo los Warrington y la jovencita delicada y tranquila se quedaban hasta el día siguiente. Los demás se retiraban ya hacia la casa, a terminar de hacer sus equipajes.

—Sí, creo que todo salió muy bien —corroboró ella—. Y ya que tuve que saltar del coche, me alegro de haber aterrizado en la mano izquierda. Estoy muy contenta de todo, Henry, querido; sólo deseo que los huéspedes que vengan a nuestra boda se sientan la mitad de bien de lo que se han sentido en ésta. Tendrás que recordar que los Schlegel no tenemos a ninguna persona práctica en la familia, exceptuando a mi tía, y ésta no está acostumbrada a los acontecimientos a gran escala.

—Ya lo sé —dijo él seriamente—. En tales circunstancias, será mejor ponerlo todo en manos de Harrod’s o de Whiteley’s, o incluso ir a un hotel.

—¿Tú quieres ir a un hotel?

—Sí, porque… bueno, no quiero meterme en tus asuntos. Sin duda querrás celebrar tu boda en tu vieja casa.

—Mi vieja casa se cae a pedazos, Henry. Sólo quiero mi nueva casa. ¿No es una noche maravillosa?…

—El Alexandrina no está mal.

—¿El Alexandrina? —repitió ella, más ocupada en las volutas de humo que salían de las chimeneas y gobernaban los rayos del sol poniente con sus paralelas grises.

—Está cerca de Curzon Street.

—¿Ah, sí? Pues casémonos cerca de Curzon Street.

Y se volvió hacia Levante, para contemplar el remolino de oro. Donde el río rodeaba la colina, el sol daba de lleno. El País de la Ilusión debía de hallarse bajo aquella curva, y su precioso líquido fluía hacia ellos, pasando junto a la caseta de baño de Charles. Lo contempló con tanta fijeza que se le enturbiaron los ojos y cuando los volvió hacia la casa no pudo reconocer las caras de las personas que salían. Una sirvienta las precedía.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Visitantes —exclamó Henry—, y ya es tarde para las visitas.

—Quizá es gente del pueblo que quiere ver los regalos de boda.

—No estoy en casa para los pueblerinos.

—Bueno, escóndete entre las ruinas y si puedo detenerlos, los detendré.

Henry le dio las gracias.

Margaret se acercó a los visitantes sonriendo socialmente. Suponía que serían invitados rezagados, que tendrían que conformarse con un sucedáneo de cortesía, porque Evie y Charles se habían ido, Henry estaba cansado y los demás en sus habitaciones. Margaret asumió los aires de anfitriona, pero no por mucho tiempo. Porque uno de los miembros del grupo era Helen, Helen vestida con sus ropas más viejas y dominada por aquella excitación tensa y retorcida que le había hecho ser, en su infancia, el terror del colegio.

—¿Qué pasa? —exclamó Margaret—, ¿qué ha sucedido? ¿Le ha pasado algo a Tibby?

Helen habló a sus dos acompañantes que retrocedieron. Luego se adelantó furiosa.

—¡Se están muriendo de hambre! —gritó—. Los encontré muertos de hambre.

—¿Quién? ¿Por qué has venido?

—¡Los Bast!

—¡Oh, Helen! —se lamentó Margaret—, ¿qué has hecho esta vez?

—Ha perdido su colocación. Le han echado del banco. Está en la ruina. Nosotros, las clases superiores, le hemos arruinado y ahora supongo que me dirás que es «la lucha por la vida». ¡Muertos de hambre! Su mujer está enferma, muerta de hambre. Se ha desmayado en el tren.

—Helen, ¿estás loca?

—Quizá. Sí, si quieres, estoy loca. Pero los he traído. No soporto más la injusticia. Quiero poner al descubierto toda la ruindad que existe bajo tanto lujo, tanto hablar de las fuerzas impersonales y tanta palabrería sobre un Dios que, en definitiva, hace lo que somos demasiado débiles para hacer por nosotros mismos.

—¿De veras has traído a dos personas hambrientas desde Londres hasta Shropshire, Helen?

Helen se controló. No había pensado en ello y su histeria se desvaneció.

—Había un vagón restaurante en el tren —dijo.

—No seas absurda. No se están muriendo de hambre, y tú lo sabes. Ahora empieza por el principio. No soporto la teatralidad. ¡Cómo te atreves! Sí, ¿cómo te atreves? —repitió mientras le iba dominando la ira—. Irrumpir en la boda de Evie de esta forma brutal… ¡Dios mío! Has pervertido el concepto de filantropía. Mira —señaló hacia la casa—, los criados, la gente asomada a las ventanas. Van a creer que se trata de un vulgar escándalo y tendré que darles una explicación: Oh, no, se trata de mi hermana, que está chillando, y de dos menesterosos que se ha traído consigo por una incomprensible razón.

—Ten la bondad de retirar la palabra «menesterosos» —dijo Helen con amenazadora calma.

—Muy bien —concedió Margaret, que estaba decidida, a pesar de su ira, a evitar una pelea—. Yo también estoy desolada por su situación, pero no entiendo por qué los has traído o por qué has venido tú misma.

—Es nuestra última oportunidad de ver a míster Wilcox.

Margaret, al oír esto, caminó hacia la casa. No estaba dispuesta a molestar a Henry.

—Se va a Escocia y sé que ahora está aquí. Insisto en verle.

—De acuerdo, mañana.

—Sé que es nuestra última oportunidad.

—¿Cómo está usted, míster Bast? —dijo Margaret intentando controlar su tono de voz—. Un asunto extraño, ¿verdad? ¿Cuál es su opinión al respecto?

—También ha venido mistress Bast —apuntó Helen.

Margaret y Jacky se dieron la mano. Jacky, como su marido, era tímida y estaba enferma, pero además era tan rematadamente idiota que no alcanzaba a comprender lo que estaba sucediendo. Sólo sabía que una dama había caído sobre ellos como un ciclón la noche anterior, había pagado el alquiler, desempeñado los libros, invitado a una cena y a un desayuno y ordenado reunirse con ella en la estación de Paddington a la mañana siguiente. Leonard había protestado débilmente y, llegada la mañana, sugirió que no se presentasen. Pero Jacky, medio hipnotizada, obedeció. La dama les había dicho que fueran y tenían que ir. Y así su apartamento se había convertido en la estación de Paddington y la estación de Paddington, en un vagón de tren que se balanceaba y se volvía cada vez más caluroso y se desvanecía por completo para reaparecer entre torrentes de perfume caro. «Se ha desmayado usted —decía la voz de la dama agitada por el temor—, tal vez un poco de aire le siente bien». Y tal vez sí que le sentó bien, porque ahí estaba, sintiéndose bastante mejor entre las flores del jardín.

—Le aseguro que no quiero inmiscuirme en sus asuntos —empezó diciendo Leonard en contestación a la pregunta de Margaret—, pero ustedes fueron tan amables tiempo atrás, cuando me advirtieron lo de la Porphyrion, que yo pensé… vaya, pensé que…

—Que podrías hacerle volver a la Porphyrion —ayudó Helen—. Meg, este asunto ha sido glorioso. Un brillante trabajo nocturno que empezó en el Chelsea Embankment.

Margaret agitó la cabeza y se volvió a míster Bast.

—No entiendo nada. Usted abandonó la Porphyrion porque le dijimos que era una mala empresa, ¿no es así?

—Exacto.

—Y entonces se fue usted a un Banco, ¿no?

—Ya te lo he contado —dijo Helen—; y luego redujeron el personal después de llevar un mes en el banco y ahora está sin un penique, por lo cual yo considero que nosotras y nuestro informante tenemos la culpa.

—La verdad es que esta situación me desagrada profundamente —murmuró Leonard.

—Eso espero, míster Bast. Pero no sirve de nada paliar las cosas. No se ha hecho usted un favor a sí mismo al venir aquí. Si tiene la intención de enfrentarse a míster Wilcox y pedirle cuentas por un comentario fortuito, cometerá usted una grave equivocación.

—Yo los traje. Toda la responsabilidad es mía —gritó Helen.

—Sólo puedo aconsejarles que se vayan de inmediato. Mi hermana les ha colocado en una posición incómoda y es mejor que se lo diga del modo más llano. Es demasiado tarde para volver a la ciudad, pero encontrarán ustedes un hotel muy cómodo en Oniton donde puede descansar mistress Bast y donde espero que serán ustedes mis invitados.

—No es esto lo que quiero, miss Schlegel —dijo Leonard—. Es usted sumamente amable, y sin duda mi posición es muy incómoda, pero ustedes me perjudicaron. Yo ya no valgo para nada.

—Lo que quiere es trabajo —interpretó Helen—, ¿no lo entiendes?

Entonces el joven dijo:

—Vámonos, Jacky. Damos más molestias de lo que valemos. Estamos costando libras y más libras a estas damas para que encuentren trabajo para nosotros y nunca lo encontrarán. No servimos para nada.

—Nos gustaría mucho encontrarle trabajo —dijo Margaret de un modo un poco convencional—. Nosotras bien quisiéramos… tanto mi hermana como yo. Lo que ocurre es que está usted pasando un bache. Váyase al hotel, descanse bien y algún día me pagará la factura, si lo prefiere.

Pero Leonard estaba próximo al abismo y en esos momentos los hombres ven las cosas con claridad.

—No sabe usted lo que dice —dijo—. Nunca encontraré trabajo. Si a los ricos no les va bien en una colocación, pueden probar en otra. Yo no. Yo tenía mi raíl y me he salido de él. Puedo trabajar en un determinado ramo de seguros en una oficina concreta lo suficientemente bien como para exigir un sueldo por mi trabajo, pero no más. La poesía no es nada, miss Schlegel. Lo que uno piensa sobre esto y sobre aquello no es nada. Quiero decir que si un hombre de más de veinte años abandona una vez su trabajo, ha terminado. He visto casos parecidos. Sus amigos les dieron dinero durante un tiempo, pero acabaron por quedarse en cuadro. No sirve. El mundo es así. Siempre ha habido ricos y pobres.

Se calló.

—¿Quieren comer algo? —dijo Margaret—. No sé qué hacer; ésta no es mi casa y, aunque a míster Wilcox le habría gustado saludarles en otro momento… como les digo, no sé qué hacer, pero haré lo que pueda por usted. Helen, ofréceles algo. Pruebe unos bocadillos, mistress Bast.

Se trasladaron a una larga mesa junto a la cual había aún un criado. Sobraban tartas heladas, innumerables bocadillos, café, copas de vino rosado, champán: los huéspedes, ahítos, no podían más. Leonard rehusó. Jacky dijo que se veía con ánimos de tomar algo. Margaret los dejó cuchicheando el uno con el otro y cambió unas palabras con Helen.

—Helen —dijo—, me gusta míster Bast. Estoy de acuerdo en que vale la pena ayudarle. Estoy de acuerdo en que somos directamente responsables de…

—No. Indirectamente responsables: vía míster Wilcox.

—Déjame que te diga de una vez por todas que si persistes en esta actitud, no haré nada. En pura lógica, están en lo cierto y tienes perfecto derecho a formular reproches contra Henry. Pero yo no los voy a aguantar, así que elije.

Helen contempló la puesta de sol.

—Si me prometes llevártelos tranquilamente al George, hablaré con Henry del asunto… A mi manera, tenlo bien presente. No habrá ningún altercado sobre la justicia. La justicia no tiene la menor utilidad. Si fuera sólo una cuestión de dinero podríamos apañarnos solas. Pero él quiere trabajo, nosotras no se lo podemos dar y es posible que Henry sí pueda.

—Tiene el deber de hacerlo —gruñó Helen.

—El deber me trae sin cuidado. Lo único que me interesa en este mundo es una serie de gente a la que conocemos y que las cosas que son como son sean un poco mejores. A míster Wilcox le repugna que le pidan favores, como a todos los hombres de negocios. Pero se lo voy a pedir, a riesgo de recibir un chasco, porque quiero que las cosas sean un poco mejor de lo que son.

—Muy bien, te doy mi palabra: tomaré las cosas con calma.

—Llévatelos al George y yo haré lo que pueda. ¡Pobre gente! Parecen cansados —cuando se separaban, añadió—: Sin embargo, Helen, aún no he terminado contigo. Has sido excesivamente impetuosa. No lo soporto, francamente. A medida que te haces mayor, en vez de tener más juicio, tienes menos. Piénsalo bien y cambia de manera de ser o no podremos vivir felices.

Volvió junto a Henry. Por suerte se había quedado sentado. El aspecto físico de la cuestión era importante.

—¿Eran lugareños? —preguntó saludándola con su agradable sonrisa.

—No lo vas a creer —dijo Margaret sentándose a su lado—. Ya está todo resuelto, pero era mi hermana.

—¿Está aquí Helen? —exclamó él disponiéndose a levantarse—. ¡Pero si había declinado la invitación! Yo creí que no le gustaban las bodas.

—No te levantes. No ha venido a la boda. La he empaquetado para el George.

Con su innato sentido de la hospitalidad, Henry protestó.

—No. Ha traído a dos de sus protegidos consigo y tiene que quedarse con ellos.

—Que vengan ellos también.

—Querido Henry, ¿tú los has visto?

—Vi una masa marrón que debía de ser una mujer, es cierto.

—Esa masa marrón era Helen, pero ¿viste la masa verde y salmón?

—¡Vaya!, ¿están de romería?

—No. Cuestión de negocios. Querían verme; más tarde hablaremos de ellos.

Margaret estaba avergonzada de su propia diplomacia. ¡Qué fácil resultaba al tratar con un Wilcox dejar de lado la camaradería y darles la imagen de la mujer que deseaban ver! Henry pescó la insinuación al vuelo y dijo:

—¿Por qué más tarde? Hablemos ahora mismo. El tiempo es oro.

—¿Quieres?

—Si no es muy largo…

—Oh, no, cinco minutos; pero al final de la historia hay un pincho, porque quiero que encuentres trabajo para un hombre en tu oficina.

—¿Qué categoría profesional tiene?

—No lo sé. Es administrativo.

—¿Qué edad?

—Veinticinco años, tal vez.

—¿Cómo se llama?

—Bast —dijo Margaret, y estuvo a punto de recordarle que se habían conocido en Wickham Place, pero se contuvo: no había sido un encuentro agradable.

—¿Dónde trabajaba antes?

—En el Dempster’s Bank.

—¿Por qué lo dejó? —preguntó él sin recordar nada.

—Redujeron la plantilla.

—Muy bien, hablaré con él.

Era la recompensa al tacto y a la devoción dispensada por Margaret a lo largo de aquel día. En aquel momento Margaret comprendió por qué algunas mujeres prefieren la influencia a los derechos. Mistress Plynlimon, condenando a las suffragettes, había dicho: «La mujer que no puede influir en su marido para que vote como ella quiere debería sentirse avergonzada». Margaret se había rebelado contra esta actitud, pero ahora estaba influyendo en Henry y, aunque se alegraba de su pequeña victoria, sabía que la había conseguido por los clásicos métodos de harem.

—Me alegraría mucho que lo admitieses —dijo—, aunque no sé si tendrá las aptitudes necesarias.

—Haré lo que pueda, pero no lo tomes como un precedente, Margaret.

—Desde luego que no, desde luego que no…

—No puedo recoger cada día a uno de tus protegidos. El negocio se resentiría.

—Te prometo que es el último. Se trata de… un caso especial.

—Los protegidos siempre lo son.

Margaret dejó las cosas como estaban. Henry se levantó con un ligero deje de complacencia y tendió la mano para ayudarla. ¡Qué profundo era el abismo que separaba al Henry verdadero del Henry que Helen imaginaba! Y ella, Margaret, estaba en medio, balanceándose como de costumbre, ora aceptando a los hombres tal y como eran, ora clamando con su hermana por la Verdad. Amor y Verdad: su lucha es eterna. Tal vez el mundo visible descansa sobre esta contradicción; tal vez si ambas fuerzas se reconciliasen la propia vida se desvanecería en el aire, como se desvanecieron los espíritus cuando Próspero se reconcilió con su hermano.

—Tu protegido ha hecho que nos retrasemos —dijo míster Wilcox—. Los Fussell deben de estar a punto de partir.

En conjunto, Margaret prefería a los hombres, tal y como eran. Henry salvaría a los Bast como había salvado Howards End, mientras Helen y sus amigas discutían sobre la ética de la salvación. El suyo era un método hecho de impulsos, pero el mundo había sido creado a golpes de impulso, y la belleza de la montaña, del río y de la puesta de sol quizá no fueran más que remiendos con los que el torpe artífice disimulara las junturas de su obra. Oniton, como la misma Margaret, era imperfecto: sus manzanos eran raquíticos, su castillo, ruinoso. Había sufrido también la lucha entre los anglosajones y los celtas: entre las cosas tal y como son y las cosas como deberían ser. Una vez más el poniente retrocedía y las ordenadas estrellas moteaban un cielo levantino. Ciertamente, no hay descanso para los seres humanos sobre la tierra. Pero sí hay felicidad, y Margaret sintió, mientras descendía del montículo del brazo de su amado, que estaba recibiendo su porción de felicidad.

Para su disgusto, mistress Bast todavía estaba en el jardín. Helen y su marido la habían dejado allí para que terminase de comer mientras iban a reservar habitaciones. Margaret encontró a la mujer repelente. Cuando estrechaba su mano había sentido una agobiante vergüenza. Recordó el motivo de su visita a Wickham Place y volvió a percibir el tufo del abismo: tufo tanto más turbador cuanto que era involuntario. Porque no había malicia en Jacky. Ahí estaba, sentada con un trozo de pastel en una mano y una copa de champán vacía en la otra, sin hacer mal a nadie.

—Está fatigada —susurró Margaret.

—Algo más —dijo Henry—. Esto no puede ser. No puedo consentir que siga en mi jardín en este estado.

—¿Está…? —Margaret vaciló antes de añadir «borracha». Ahora que estaba a punto de casarse con él, Henry se había vuelto muy quisquilloso. Desaprobaba las conversaciones osadas.

Henry se acercó a la mujer. Ella levantó la cara, que brillaba como un hongo a la luz del ocaso.

—Señora, se sentirá usted mejor en el hotel —dijo secamente.

—¡Pero si es Hen! —replicó Jacky.

Ne crois pas que le mari lui ressemble —se disculpó Margaret—. Il est tout à fait différent.

—¡Henry! —repitió Jacky explícitamente.

Míster Wilcox estaba molesto.

—No puedo felicitarte por tus protegidos —recalcó.

—Hen, no te vayas. Tú me quieres, ¿verdad, cariño?

—¡Cielo santo, qué persona! —suspiró Margaret recogiéndose el borde de la falda.

Jacky apuntó hacia míster Wilcox con el pastel.

—Eres un buen chico, ya lo creo —bostezó—. ¿Sabes una cosa? Te quiero.

—Henry, lo lamento.

—¿Se puede saber qué lamentas? —preguntó él mirándola tan fijamente que Margaret temió que estuviese enfermo. Parecía más escandalizado de lo que los hechos requerían.

—Haberte traído esto.

—Te ruego que no te disculpes.

La voz continuaba: «Hen».

—¿Por qué te llama Hen? —dijo Margaret con toda su inocencia—. ¿Os conocíais ya?

—¿Que si conozco a Hen? —dijo Jacky—. ¿Y quién no conoce a Hen? Ahora está contigo como antes conmigo, querida. ¡Estos chicos! Ya verás, ya… y, sin embargo, los queremos, ¿verdad que sí?

—¿Estás satisfecha? —preguntó Henry.

Margaret empezó a sentirse horrorizada.

—No sé de qué se trata —dijo—. Entremos en la casa.

Pero él creyó que estaba fingiendo, pensó que estaba atrapado, sintió que su vida se derrumbaba.

—¿De veras que no lo sabes? —dijo en tono incisivo—. Pues yo sí que lo sé. Permíteme que te felicite por el éxito de tu plan.

—Es el plan de Helen, no el mío.

—Ahora comprendo tu interés en los Bast. Muy bien pensado.

Me divierte tu cautela, Margaret. Tenías razón… era necesario. Soy un hombre y tengo un pasado de hombre. Es para mí un honor considerarte libre de tu compromiso.

Margaret seguía sin entender. Conocía el lado oculto de la vida en teoría, pero no podía comprenderlo cuando se le presentaba como un hecho. Hicieron falta más palabras de Jacky, palabras inequívocas e irrefutadas.

—Así que… —se separó de ella y corrió adentro. Se contuvo.

—¿Así que qué? —preguntó el coronel Fussell que se disponía a salir.

—Estábamos discutiendo… Henry y yo acabamos de sostener una discusión. Yo opinaba que… —tomó el abrigo de piel del coronel de manos de un criado y se ofreció a ayudarle. El coronel protestó y ambos representaron una pequeña comedia.

—Permítame que lo haga yo —dijo Henry, que la seguía.

—¡Muchas gracias! ¿Lo ve usted, coronel? Ya me ha perdonado.

—Supongo que no había mucho que perdonar —dijo el coronel con galantería.

Subió al coche. Las damas le siguieron al cabo de un rato. Las criadas, el guía y el equipaje pesado habían sido enviados antes por una línea secundaria. Todavía charlando, todavía dando las gracias a su anfitrión y manifestando sus buenos deseos a su futura anfitriona, los huéspedes se alejaron.

Margaret continuó:

—¿Así que esa mujer ha sido tu querida?

—Lo acabas de decir con tu habitual delicadeza —replicó él.

—¿Cuándo?

—¿Por qué?

—Dime, por favor, ¿cuándo?

—Hace diez años.

Margaret se marchó sin decir palabra. Porque no era su tragedia, sino la de mistress Wilcox.