Evie se enteró del compromiso matrimonial de su padre cuando iba a participar en un campeonato de tenis e hizo un partido desastroso. Casarse y abandonarle le había parecido natural, pero que él, una vez solo, hiciera lo mismo le parecía indigno. Además, Charles y Dolly decían que era por su culpa.
—Yo nunca pude imaginarme una cosa así —refunfuñó Evie—. Papá me llevó a visitarla una y otra vez y me hizo invitarla a Simpson. Bien, he terminado del todo con papá.
Más aún, era un insulto a la memoria de su madre, en eso estaban todos de acuerdo, y a Evie se le ocurrió la idea de devolver los encajes y las joyas de mistress Wilcox. No estaba muy segura del objeto de su protesta, pero a sus dieciocho años la idea de la renuncia le parecía importante, tanto más cuanto que le traían sin cuidado los encajes y las joyas. Dolly sugirió que Percy Cahill y ella fingieran romper su compromiso y quizá entonces míster Wilcox se pelearía con miss Schlegel y rompería el suyo; o que hicieran venir a Paul. Al llegar a este punto Charles le dijo que no siguiera diciendo tonterías. Evie decidió casarse lo antes posible; no era conveniente zascandilear con las Schlegel echándole el ojo. La fecha de la boda, en consecuencia, se adelantó de septiembre a agosto y con la borrachera de los regalos, Evie recobró gran parte de su buen humor.
Margaret se enteró de que le reservaban un papel en la función, y un papel importante. Sería una magnífica oportunidad —dijo Henry— para conocer a su círculo de amistades. Acudiría sir James Bidder y todos los Cahill, los Fussell y su cuñada, mistress Warrington Wilcox, que afortunadamente acababa de regresar de su periplo alrededor del mundo. Margaret amaba a Henry, pero su círculo de amistades era otro cantar. Míster Wilcox no tenía la virtud de rodearse de gente agradable; a decir verdad, para un hombre de su habilidad y sus cualidades, sus elecciones habían sido particularmente desafortunadas. No tenía ningún criterio selectivo, aparte de una cierta preferencia por la mediocridad. Se contentaba con organizar una de las cosas más importantes de la vida de un modo accidental, y así, mientras sus inversiones eran acertadas, sus amistades eran desacertadas. Solía decir a Margaret: «Fulano de Tal es un gran muchacho, un tipo excelente» y, al conocerle, resultaba ser un bruto o un pelmazo. Si Henry hubiera mostrado verdadero afecto por el tipo en cuestión, ella lo habría comprendido, porque el afecto lo justifica todo. Pero Henry parecía carecer de sentimientos al respecto. El «tipo excelente» podía convertirse en cualquier momento en «un tipo al que nunca consideré valioso, y menos ahora», un objeto que arrojaba alegremente al olvido. Margaret había hecho lo mismo cuando era una colegiala. En la actualidad nunca olvidaba a nadie por quien una vez se hubiese interesado. «Conectaba», aunque la conexión pudiera ser amarga, y esperaba que Henry, andando el tiempo, haría lo mismo.
Evie no iba a casarse en Ducie Street. Tenía el capricho de algo «rural» y, por otra parte, no habría nadie en Londres por aquellas fechas, de modo que asentó sus reales en Oniton Grange por unas semanas, las proclamas matrimoniales se publicaron debidamente en la iglesia parroquial y, durante un par de días la pequeña villa, aletargada entre colinas rojizas, se desveló por el ruido de nuestra civilización y se apartó de la carretera para dejar paso a los automóviles. Oniton era un descubrimiento de míster Wilcox, un descubrimiento del que no se sentía muy orgulloso. Estaba próximo a la línea divisoria con el País de Gales y era tan difícil de accesos que míster Wilcox consideró que debía de ser algo muy especial. En su suelo se alzaba un castillo derruido. Pero, una vez allí ¿qué se podía hacer? La caza era mala; la pesca, indiferente y las mujeres de la familia definían el paisaje como «nada del otro mundo». Resultó ser que el lugar se hallaba en el sitio malo de Shropshire —¡maldito sea!— y aunque míster Wilcox jamás criticaba sus propiedades en voz alta, esperaba la oportunidad de quitárselo de encima y salir huyendo. La boda de Evie iba a ser la última aparición en público de aquel lugar. No bien encontraron un inquilino, el lugar se convirtió en «una cosa que nunca encontró valiosa, y menos ahora» y al igual que Howards End, se desvaneció en el Limbo.
No obstante, Oniton estaba destinado a causar una impresión duradera en Margaret. Creía que iba a ser su futuro hogar y anhelaba entablar relación con el cura, etc., y, a ser posible, tomar contacto con la vida local. Era una típica villa de mercado, de las más pequeñas de Inglaterra, que había servido al valle solitario durante siglos y defendido nuestros límites contra los celtas. A pesar de las circunstancias, a pesar de la torpe hilaridad que acogió su entrada en el compartimento reservado en la estación de Paddington, los sentidos de Margaret estaban despiertos y alerta, y aunque Oniton acabaría por ser uno de sus innumerables «malos comienzos», nunca lo olvidó, ni olvidó las cosas que allí sucedieron.
El grupo londinense sólo constaba de ocho personas: los Fussell, padre e hijo, dos damas angloindias llamadas mistress Plynlimon y lady Edser, mistress Warrington Wilcox y su hija y, por último, esa jovencita delicada y tranquila que no falta en ninguna boda y que contemplaba con interés a Margaret, la elegida. Dolly estaba ausente, un acontecimiento doméstico la retenía en Hilton; Paul había enviado un telegrama humorístico; Charles esperaba al grupo con tres coches en Shrewsbury; Helen había declinado la invitación; Tibby ni siquiera había respondido. La organización era excelente, como cabía esperar de todo lo que emprendía Henry. Por doquier quedaba patente su inteligencia sensata y generosa en el fondo. Apenas llegaron al tren los invitados cayeron bajo su hospitalidad; una etiqueta especial para su equipaje, un guía, una comida especial. Los invitados no tenían otra cosa que hacer más que mostrarse contentos y, a ser posible, guapos. Margaret pensó con desmayo en sus propias nupcias, presumiblemente bajo la organización de Tibby. «Míster Theobald Schlegel y miss Helen Schlegel tienen el honor de invitar a mistress Plynlimon con ocasión de la boda de su hermana Margaret». La fórmula resulta increíble, pero pronto habría que imprimirla y enviarla y, aunque Wickham Place no tenía por qué competir con Oniton, debía alimentar con propiedad a sus huéspedes y proveerlos de sillas suficientes. Su boda sería desastrosa o burguesa y Margaret albergaba la esperanza de que fuese esto último. Una función como la presente, escenificada con una pulcritud rayana en la belleza, quedaba más allá de su capacidad y de la de sus amigos.
El suntuoso ronroneo de un Great Western Express no es mal fondo para una conversación y el viaje transcurrió de un modo placentero. Imposible sobrepasar la amabilidad de los dos caballeros. Levantaron las ventanillas para algunas damas, las bajaron para otras, llamaron al servicio, identificaron los colegios cuando el tren atravesó Oxford, agarraron libros o bolsos en el acto de caer al suelo. Y, sin embargo, no había nada remilgado en su cortesía: tenía un toque de Public School y, aunque asidua, no dejaba de ser viril. En nuestros campos de juego se han ganado más batallas que en Waterloo, y Margaret se sometió a ese encanto con el que no estaba del todo de acuerdo y no dijo nada cuando los colegios de Oxford fueron identificados erróneamente. «Y Dios los creó hombre y mujer». El viaje a Shrewsbury confirmó esta dudosa afirmación y el largo salón de cristal, que se movía con tanta facilidad y era tan cómodo, se convirtió en el invernáculo de la idea del sexo.
En Shrewsbury el aire era fresco. Margaret ansiaba paisajes y mientras los demás acababan su té en el Cuervo, se agenció un coche y dio vueltas por la asombrosa ciudad. Su chófer no era el fiel Crane, sino un italiano empeñado en hacerle llegar con retraso. Charles, reloj en mano aunque sin torcer el gesto, hacía guardia en la puerta del hotel. Le dijo a Margaret que no se preocupase, que no era la última ni muchísimo menos. Luego se zambulló en el bar y se le oyó decir: «Por el amor de Dios, metan prisa a las mujeres; no saldremos nunca», y a Albert Fussell replicar: «Que lo haga otro, yo ya he cumplido mi parte», y al coronel Fussell opinar que las mujeres se estaban acicalando para impresionar. En aquel momento apareció Myra —la hija de mistress Warrington— a la que Charles, como primo suyo que era, reprendió un poco: había cambiado su elegante sombrero de viaje por un sombrero de automovilista. Luego llegó la propia mistress Warrington, precediendo a la chica delicada y tranquila. Las dos damas angloindias eran siempre las últimas; las doncellas, el guía y el equipaje pesado habían sido enviados ya por una línea secundaria a una estación próxima a Oniton, pero aún quedaban cinco sombrereras por embalar, y cuatro bolsas con trajes, y cinco guardapolvos que ponerse y quitarse en el último momento, ya que Charles los declaró innecesarios. Los hombres lo presidían todo con un inagotable buen humor. A eso de las cinco y media la expedición estaba preparada y partió de Shrewsbury por el Puente de Gales.
Shropshire no era taciturno como Hertfordshire. Aunque el rápido movimiento les privaba de la mitad de su magia, aún transmitía el sentido de las colinas. Se aproximaban a los contrafuertes que empujan al Severn hacia el Este y lo convierten en un río inglés y el sol, que brillaba sobre los centinelas de Gales, les daba directamente en los ojos. Una vez recogido un nuevo invitado, volvieron al Sur evitando las montañas más altas, pero conscientes de alguna cima ocasional, redonda y mansa, cuyo colorido difería en calidad del de la tierra del llano y cuyos contornos se alteraban más lentamente. El misterio tranquilo iba en aumento bajo los horizontes oscilantes: el Poniente, como siempre, se retiraba con un secreto que tal vez no vale la pena desentrañar, pero que nunca descubrirá el hombre práctico.
Los viajeros hablaban de la Reforma Tributaria.
Mistress Warrington acababa de regresar de las colonias. Como muchos otros críticos del Imperio, su boca había sido amordazada con comida y sólo tenía palabras para ensalzar la hospitalidad de que había sido objeto y prevenía a la Madre Patria de los peligros que encerraba la tendencia a dar un trato ligero a los jóvenes titanes. «Amenazan con proclamarse independientes —exclamaba—, ¿y a dónde iríamos a parar, en tal caso? Miss Schlegel, tiene usted que disuadir a Henry para que se mantenga firme en lo de la Reforma Tributaria, ¿lo hará? Es nuestra última esperanza». Margaret se confesó alegremente partidario del otro lado y ambas intercambiaron citas de sus respectivos manuales mientras el coche las transportaba a lo profundo de las colinas. Eran éstas más curiosas que impresionantes, ya que sus contornos carecían de belleza y los rosados prados de sus cimas semejaban pañuelos de un gigante puestos a secar. Algún esporádico afloramiento rocoso, algún bosque ocasional, una «tundra» fortuita, marrón y sin árboles, todo sugería que estaban a las puertas de una tierra salvaje, pero el color dominante era un verde agrícola. El aire se hizo más frío; acababan de superar el último desnivel y Oniton se extendía a sus pies, con su iglesia, sus casas radiantes, su castillo y su península, formada por un meandro del río. Junto al castillo se alzaba una mansión gris, desprovista de carácter, pero agradable, cuyos aledaños se alargaban por el istmo de la península: ese tipo de casa que se construía en Inglaterra a principios del siglo pasado, cuando la arquitectura era aún una expresión del carácter nacional. Era la Granja, señalo Albert por encima del hombro. Pisó el freno, el coche redujo velocidad y se detuvo.
—Lo siento —dijo volviéndose—. Tenga la bondad de apearse… por la puerta de la derecha. Salgan.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mistress Warrington.
El coche que venía tras ellos se detuvo y se oyó la voz de Charles que decía: «Saquen inmediatamente a las mujeres». Hubo un concurso de varones y Margaret y sus compañeras fueron extraídas y colocadas en el segundo automóvil. ¿Qué había ocurrido? Cuando arrancaban de nuevo, la puerta de una alquería se abrió y una muchacha prorrumpió en un alarido salvaje dirigido a ellos.
—¿Qué sucede? —gritaron las damas.
Charles condujo unas cien yardas sin hablar y luego dijo:
—No pasa nada. Su coche acaba de atropellar a un perro.
—¡Para! —gritó Margaret horrorizada.
—No se ha hecho nada.
—¿Seguro que no se ha hecho nada? —preguntó Myra.
—No.
—¡Por favor, para! —dijo Margaret inclinándose hacia él. Iba de pie en el coche y sus acompañantes la sujetaban por las rodillas—. Quiero volver. Para, por favor.
Charles no le hizo el menor caso.
—Hemos dejado a míster Fussell —dijo otro—, a Angelo y a Crane.
—Sí, pero a ninguna mujer.
—Supongo que un poco de… —mistress Warrington se rascó la palma de la mano—, será más adecuado que cualquiera de nosotras.
—La compañía de seguros se hará cargo de todo —señaló Charles— y Albert llevará a cabo las negociaciones.
—A pesar de todo, insisto en que quiero volver —repitió Margaret irritada por momentos.
Charles no le hizo caso. El coche, sobrecargado con las refugiadas, continuaba su marcha muy lentamente colina abajo.
—Ya están los hombres —corearon las otras—. Los hombres lo arreglarán.
—Los hombres no pueden arreglarlo. ¡Oh! Esto es ridículo Charles, te digo que pares.
—No vale la pena parar —dijo Charles recalcando sus palabras.
—¿Ah, no? —dijo Margaret, y saltó del automóvil.
Cayó sobre sus rodillas, se rompió los guantes y se le quedó el sombrero colgando sobre la oreja. Unos gritos de alarma la siguieron.
—¿Se ha hecho usted daño? —exclamó Charles saltando a su lado.
—¡Por supuesto que me he hecho daño! —dijo Margaret.
—Le sangra la mano.
—Ya lo sé.
—Esto me va a costar una buena bronca de mi padre.
—Tenías que haberlo pensado antes, Charles.
Charles nunca se había encontrado antes en una situación semejante. Una mujer rebelde se alejaba cojeando y esta visión le resultaba demasiado extraña para provocarle ira. Se recobró cuando los demás se reunieron con ellos: a ésos sí los entendía. Les ordenó volver.
Vieron a Albert Fussell que se dirigía hacia ellos.
—¡Asunto arreglado! —dijo—. No era un perro, era un gato.
—¡Vaya! —exclamó Charles con aire de triunfo—, sólo era un asqueroso gato.
—¿Cabe uno más en el coche? Dejé correr el asunto en cuanto vi que no era un perro; los chóferes están arreglándose con la chica.
Margaret siguió andando con decisión. ¿Por qué tenían que arreglarse los chóferes con la muchacha? Las mujeres que se refugiaban detrás de los hombres, los hombres que se refugiaban detrás de los criados… todo el sistema estaba mal; y ella iba a desafiarlo.
—¡Miss Schlegel, se ha herido usted en la mano!
—Voy a ver —dijo Margaret—. No me espere, míster Fussell.
El segundo coche dobló la curva.
—Ya está arreglado, señora —dijo Crane. Había adquirido la costumbre de llamarla «señora».
—¿Qué está arreglado?, ¿el gato?
—Sí, señora. La chica recibirá una compensación.
—Era una chica mucho ruda —dijo Angelo desde el tercer coche, pensativamente.
—¿No lo habría sido usted?
El italiano extendió las manos, dando a entender que no había pensado en ser rudo, pero que estaba dispuesto a serlo si a ella le complacía. La situación se había vuelto absurda. Los caballeros mosconeaban en torno a miss Schlegel con ofertas de asistencia y lady Edser empezó a vendarle la mano. Margaret se rindió, disculpándose ligeramente. La condujeron de nuevo a su coche y pronto el paisaje volvió a recobrar su movimiento, desapareció la solitaria alquería, el castillo se apoltronó en su cojín de césped. Habían llegado. Sin duda Margaret había hecho el ridículo, pero sintió que todo el viaje desde Londres había sido irreal. Los invitados no tenían relación con la tierra y sus emociones. Eran polvo, un olor malo y una charla cosmopolita. La muchacha cuyo gato acababan de matar había vivido más intensamente que ellos.
—Oh, Henry —exclamó—, he sido muy traviesa —había decidido adoptar aquella actitud—. Atropellamos a un gato. Charles me dijo que no saltase, pero yo quería ¡y mira! —le enseñó la mano vendada—. La pobre Meg se dio un buen trompazo.
Míster Wilcox se quedó perplejo. En traje de etiqueta esperaba a sus huéspedes en el vestíbulo para darles la bienvenida.
—Creyendo que era un perro —añadió mistress Warrington.
—Ah, un perro es el mejor amigo del hombre —dijo el coronel Fussell—. Cada vez que vea un perro me acordaré de usted.
—¿Te has hecho daño, Margaret?
—Nada importante; además, es la mano izquierda.
—Bien, date prisa y cámbiate.
Obedeció y lo mismo hicieron los demás. Míster Wilcox se volvió a su hijo.
—Dime, Charles, ¿qué ha ocurrido?
Charles fue absolutamente honesto. Describió lo que creía que había sucedido. Albert había aplastado un gato, miss Schlegel había perdido el control de sus nervios, como podría haberle ocurrido a cualquier mujer. La habían conducido al otro coche, pero cuando éste estaba en marcha, saltó a pesar de lo que le habían dicho. Después de caminar un trecho por la carretera, se calmó y dijo que lo sentía. Míster Wilcox aceptó la explicación de su hijo, ignorando que Margaret la había preparado hábilmente. Encajaba demasiado bien con su concepto de la naturaleza femenina. En el salón, después de cenar, el coronel apuntó la opinión de que miss Schlegel había saltado por malicia. Recordaba él que una vez, hacía ya muchos años, en el puerto de Gibraltar, una joven, una joven de gran belleza, había saltado por la borda de un barco por una apuesta. Aún le parecía estarla viendo, y a todos los chicos arrojándose al mar detrás de ella. Pero tanto Charles como míster Wilcox convinieron en que probablemente se trataba de los nervios en el caso de miss Schlegel. Charles estaba deprimido. Aquella mujer tenía agallas. Todo terminaría mal, pero antes haría sufrir mucho a su padre. Salió a dar un paseo por la explanada del castillo para reflexionar sobre el asunto. La noche era deliciosa. El río murmuraba a su alrededor por tres lados lleno de mensajes de Poniente; sobre su cabeza, las ruinas recortaban figuras contra el cielo. Reposó cuidadosamente sus relaciones con aquella familia, hasta que encajó a Helen, a Margaret y a la tía Juley en una conspiración organizada. La paternidad le había vuelto receloso. Tenía dos niños a su cargo y uno más en camino, tres hijos que veían disminuir de día en día sus expectativas económicas. «Ya sé, ya sé que papá quiere ser justo con todos —se decía—, pero no se puede ser justo indefinidamente. El dinero no es elástico. ¿Qué pasará cuando Evie tenga hijos? Y, ya que sale el tema, lo mismo puede ocurrirle a papá. No habrá bastante para todos, porque no hay otras entradas, ni por parte de Dolly ni por parte de Percy. ¡Maldita sea!». Miró con envidia la granja, cuyas ventanas chorreaban luz y risas. Entre unas cosas y otras, esta boda costaría un pico. Dos damas paseaban arriba y abajo por la terraza y el viento trajo a sus oídos las sílabas «Im-pe-ria-lis-mo». Adivinó que una de las damas era su tía. Ella podría haberle ayudado de no haber tenido también una familia a su cargo. «Cada uno para sí», se repitió —una máxima que le había estimulado en el pasado, pero que ahora sonaba sombría entre las ruinas de Oniton—. Charles carecía de la habilidad de su padre para los negocios y sentía por ello una mayor estima por el dinero; a menos que pudiera heredar mucho, temía dejar a sus hijos en la indigencia.
Mientras estaba sentado pensando, una de las damas abandonó la terraza y caminó hacia la explanada. Charles reconoció a Margaret por la blancura de la venda que destacaba en su brazo y ocultó su cigarro para que la brasa no le traicionase. Margaret escaló el promontorio en zigzag, agachándose de vez en cuando, como si estuviera arrancando el césped. Aunque parezca absolutamente increíble, Charles pensó por un momento que Margaret estaba enamorada de él y que venía a seducirle. Charles creía en las mujeres seductoras —complemento imprescindible del hombre fuerte— y, careciendo como carecía de sentido del humor, no pudo rechazar aquel pensamiento con una sonrisa. Margaret, prometida de su padre e invitada en la boda de su hermana, pasó de largo sin advertir su presencia y Charles tuvo que admitir que se había equivocado en aquel punto. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba dando traspiés entre los cascotes, enganchándose el vestido en las zarzas y los cardos? Cuando Margaret dio la vuelta a la torre debió de colocarse en tal posición que el viento le llevó el olor del cigarro, porque exclamó:
—¡Hola! ¿Quién hay ahí?
Charles no respondió.
—¿Sajón o celta? —continuó ella riendo en la oscuridad—. No importa. Quienquiera que sea tendrá que escucharme. Me gusta este lugar. Me gusta Shropshire. Odio Londres. Estoy encantada de que éste sea mi futuro hogar. Ah, Dios mío —dijo mientras retrocedía hacia la casa—, ¡qué alivio haber llegado!
«Esta mujer lleva malas intenciones», pensó Charles apretando los labios. A los pocos minutos la siguió al interior, porque la humedad empapaba el suelo. La neblina se levantaba del río, que se hacía invisible por momentos sin dejar de murmurar cada vez con más fuerza. Había llovido en las colinas de Gales.