—¡Menudo susto le dio! —dijo míster Wilcox al relatar el incidente a Dolly a la hora del té—. Las mujeres no tenéis entereza. Claro, llegué yo y con una palabra lo arreglé todo, pero esa tonta de miss Avery… Te dio un buen susto, ¿verdad, Margaret? Cuando te encontré estabas inmóvil y apretando un puñado de hierba. ¡Esa mujer! Podría haber dicho algo, en lugar de bajar las escaleras con aquella caperuza inverosímil en la cabeza. Me la crucé por el camino cuando regresaba. Era capaz de asustar al mismísimo automóvil. Supongo que a miss Avery le encanta ser un personaje, como a la mayoría de las viejas solteronas —encendió un cigarrillo—. Es su último recurso. Dios sabe lo que estaría haciendo en la casa, aunque esto es asunto de Bryce, no mío.
—No fui tan pusilánime como tú sugieres —dijo Margaret—. Me asusté porque la casa había estado silenciosa todo el rato.
—¿La tomaste por un fantasma? —preguntó Dolly para quien «los fantasmas» e «ir a la iglesia» eran el compendio de todo lo invisible.
—No exactamente.
—La verdad es que te asustó —dijo Henry, que estaba lejos de disuadir a las mujeres de su cobardía—. ¡Pobre Margaret! Y con toda la razón. La clase baja es de lo más idiota.
—¿Miss Avery pertenece a la clase baja? —preguntó Margaret, y se descubrió a sí misma estudiando el estilo de decoración del salón de Dolly.
—Forma parte de la granja. Esta gente es incapaz de hacerse una composición de lugar. Dio por sentado que tú sabías quién era. Dejó las llaves de Howards End en la entrada y supuso que las habías visto al entrar y las habías cogido, que cerrarías la casa y una vez hecho esto las devolverías. Mientras tanto su sobrina iba arriba y abajo buscándolas por la granja. La falta de educación hace a la gente descuidada. Hilton estaba lleno de mujeres como miss Avery tiempo atrás.
—Quizá no me habría disgustado.
—Sí, o como el regalo de boda que me hizo miss Avery —dijo Dolly, lo cual era ilógico, pero interesante. Por medio de Dolly, Margaret iba a aprender muchas cosas.
—Pero Charles dijo que no tenía que tomármelo a mal, porque miss Avery había conocido a su abuela.
—Como siempre, has contado la historia mal, mi querida Dorothea.
—Bueno, quiero decir a su bisabuela, la que dejó la casa a mistress Wilcox. ¿No es cierto que eran amigas ellas dos y miss Avery cuando Howards End todavía era una granja?
Su suegro echó un chorro de humo. Su actitud con respecto a su difunta esposa era curiosa. Solía aludir a ella u oír que hablaban de ella, pero jamás la mencionaba por su nombre. No estaba interesado en el oscuro y bucólico pasado. Dolly, en cambio, sí que lo estaba por las razones siguientes:
—¿No tenía mistress Wilcox un hermano… o quizá un tío? Bueno, fuera lo que fuese, le hizo proposiciones matrimoniales a miss Avery y ésta le dijo que no. Imagínate, si llega a decir «sí», habría sido la tía de Charles. Huy, qué bueno. «La tía de Charles». Esta noche le haré rabiar con esto. El hombre en cuestión se fue y lo mataron. Esta vez estoy segura de haberlo contado bien. Tom Howard, ése fue el último de los Howard.
—Eso creo —dijo míster Wilcox con indiferencia.
—Es curioso. Howards End: el Fin de los Howard[12] —exclamó Dolly—. Esta tarde estoy ocurrente, ¿eh?
—¿Por qué no preguntas a Crane si también él ha llegado a su fin?
—Míster Wilcox, ¿qué quiere decir?
—Que si se ha terminado el té, tendríamos que irnos. Dolly es una mujer excelente —continuó—, pero tiene la cabeza a pájaros. Yo no podría vivir a su lado aunque me pagasen.
Margaret sonrió. Los Wilcox, que presentaban un frente unido a los de afuera, no podían vivir los unos al lado de los otros, ni siquiera al lado de las posesiones de los otros. Tenían el espíritu colonial que les impulsaba a buscar un lugar donde el hombre blanco pudiera depositar sus bártulos sin ser observado. Naturalmente, vivir en Howards End era imposible en tanto la joven pareja siguiera establecida en Hilton. Las objeciones que míster Wilcox ponía a la casa estaban ahora claras como el agua.
Crane había terminado su té y fue enviado al garaje, donde el coche había estado salpicando de agua enfangada al de Charles. El aguacero había calado seguramente los Seis Túmulos, llevando noticias de nuestra inquieta civilización.
—Curiosos promontorios —dijo Henry—, pero ahora entra; en otra ocasión… —Tenía que estar en Londres a las siete o, a ser posible, a las seis y media. Una vez más Margaret perdió la noción del espacio; una vez más los árboles, las casas, la gente, los animales y las colinas emergieron y se sumieron en la suciedad. Ya estaba en Wickham Place.
Pasó una noche agradable. El sentimiento de flujo que la había obsesionado durante todo el año desapareció durante un rato. Olvidó el bagaje, el automóvil, los hombres apresurados que saben mucho y conectan poco. Recobró el sentido del espacio, base de la belleza terrena y, partiendo de Howards End, intentó entender Inglaterra. No lo logró: las visiones no vienen cuando se las busca, aunque pueden venir por medio de la búsqueda. No obstante, un inmenso amor por la isla se despertó en ella, un amor relacionado por un lado con los placeres de la carne; por otro, con lo inefable. Helen y su padre habían conocido esa clase de amor, el pobre Leonard Bast luchaba por conocerlo, pero para Margaret había estado oculto hasta aquella tarde. Le había sobrevenido a través de la casa y de miss Avery. A través de ambas. La noción de «a través de» persistía; su espíritu trémulo se encaminaba a una conclusión que sólo un necio habría expresado en palabras. Luego, virando hacia la calidez, se fundió con los ladrillos rojos, los ciruelos en flor y todas las alegrías tangibles de la primavera.
Henry, una vez calmada su agitación, la había llevado a dar una vuelta por su propiedad y le había explicado el destino y las dimensiones de las distintas habitaciones. Había esbozado la historia de aquel pequeño patrimonio.
—Es muy triste —empezó el monólogo— que no se invirtiese dinero aquí hace cincuenta años. Entonces el terreno era cuatro o cinco veces mayor de lo que es ahora: treinta acres, por lo menos. Se podría haber hecho algo: un pequeño parque o, al menos, un pequeño arbolado, y reedificar la casa más lejos de la carretera. ¿De qué sirve ahora? No queda más que el prado, y hasta eso estaba hipotecado cuando me hice cargo de él; sí, y la casa también. No, no fue divertido —Margaret vio a las dos mujeres mientras él hablaba, una vieja, la otra joven, viendo esfumarse su heredad. Las vio saludar a Henry como a un libertador—. La mala administración tuvo la culpa de todo; además, los días de las granjas pequeñas ya han pasado. No rinden, excepto en cultivos intensivos. La pequeña propiedad, la vuelta a la tierra… ¡habladurías filantrópicas! Ten por norma que nada rinde a pequeña escala. La mayoría del terreno que ves —estaban en una ventana superior, la única que miraba al Oeste— pertenece a los dueños del Parque: hicieron fortuna con el cobre; buena gente. La granja de miss Avery, la de Sishe, esa que llaman el Common, allí donde se ve aquella encina partida, todas cayeron, una tras otra, y ésta también —pero Henry la había salvado; sin hermosos ni profundos sentimientos, pero la había salvado y Margaret le quiso por aquella hazaña—. Cuando tuve un poco más de control hice lo que pude: vendí los dos animales y medio que había y el caballo sarnoso, me deshice de los aperos jubilados; derribé las dependencias exteriores; desequé los campos; arranqué no sé cuántos arbustos y árboles viejos, y, dentro de la casa convertí la cocina en vestíbulo, construí una cocina detrás, donde antes estaba la vaquería. Luego vino el garaje y todo lo demás. Pero aún se ve que ha sido una granja. Sin embargo, este lugar no gustará a ninguna de tus amistades artísticas.
En efecto, no gustaría; si él no había podido entender aquel lugar, las «amistades artísticas» menos aún lo entenderían: era Inglaterra, y el olmo que vio desde la ventana era un olmo inglés. Nada la había preparado para enfrentarse a su peculiar hermosura. No era un guerrero ni un amante ni un dios; Inglaterra no destaca en ninguno de estos cometidos. Era un camarada, inclinado sobre la casa; fuerza y aventura en sus raíces, pero en sus dedos, ternura; y la circunferencia que doce hombres no habrían podido rodear se volvía evanescente al final, hasta que un puñado de capullos pálidos parecían flotar en el aire. Era un camarada. La casa y el árbol trascendían cualquier símil sexual. Margaret, a solas en su casa, pensaba en ellos como iba a hacerlo muchas noches ventosas y muchos días londinenses, pero compararlos a un hombre y una mujer minimizaba la visión. Con todo, ambos se mantenían dentro de los límites de lo humano. Su mensaje no era un mensaje de eternidad, sino de esperanza a este lado de la tumba. Mientras contemplaba al uno desde el otro, había brillado una relación más auténtica.
Una cosa más y el relato del día termina. Entraron un momento en el jardín y, con gran sorpresa de míster Wilcox, Margaret demostró haber estado en lo cierto. Dientes, dientes de cerdo aparecían en la corteza del olmo; sólo sobresalía la blanca punta de los dientes.
—¡Extraordinario! —exclamó él—. ¿Quién te lo dijo?
—Oí hablar de ellos un invierno, en Londres —fue la respuesta, porque también Margaret evitaba mencionar el nombre de mistress Wilcox.