Margaret no tenía la menor intención de dejar las cosas como estaban y la noche anterior a su marcha de Swanage reprendió a su hermana. No le censuró el que desaprobase su boda, sino el haber arrojado sobre su desaprobación un velo de misterio. Helen se mostró igualmente sincera.
—Sí —dijo con el aire del que mira hacia su propio interior—, hay un misterio. No lo puedo evitar. No es culpa mía. La vida es así.
Helen, por aquel entonces, estaba muy interesada en el subconsciente. Exageraba comparando la vida con Punch y Juddy[10] y considerando a los individuos marionetas que un titiritero invisible empuja al amor y a la guerra. Margaret le indicó que de seguir obcecada en aquella postura, eliminaría también el elemento personal. Helen guardó silencio un instante y luego prorrumpió en una extraña perorata que clarificó la atmósfera.
—Ve y cásate con él. Eres una persona espléndida; si alguien puede tener éxito en esta empresa, eres tú —Margaret negaba que hubiera alguna empresa en la que «tener éxito», pero Helen continuó—: Sí, sí la hay. Yo no lo pude conseguir con Paul. Yo sólo puedo hacer las cosas que resultan fáciles. Sólo puedo inducir y ser inducida. No puedo ni quiero emprender relaciones difíciles. Si me caso, será con un hombre lo bastante fuerte como para dominarme y lo bastante débil como para que yo le domine. Y como estos hombres no existen, no me casaré nunca. Y que Dios ampare al que se case conmigo, porque estoy segura de que huiré de su lado en menos que canta un gallo. Porque sí. Porque soy un ser ineducado. Pero tú eres diferente; tú eres una heroína.
—¿De veras, Helen? ¿Tan terrible será para el pobre Henry?
—Tú quieres guardar las proporciones y esto es heroico, es griego, y no veo por qué no puedes tener éxito. Ve, lucha con él y ayúdale. No me pidas ayuda, ni siquiera compasión. De ahora en adelante pienso seguir mi propio camino. Pienso ser lo que soy, porque es fácil ser lo que uno es. Tu marido me disgusta, no haré nada para remediarlo y pienso decírselo a la cara. No pienso hacer concesiones a Tibby. Si Tibby quiere vivir conmigo, tendrá que soportarme tal como soy. Pienso quererte más que nunca. Sí. Tú y yo hemos edificado algo real, real porque es puramente espiritual. Con nosotras no hay velo de misterio. La irrealidad y el misterio empiezan donde empieza lo corporal. El sentir popular, como de costumbre, es el opuesto. Nuestras preocupaciones versan sobre cosas tangibles: dinero, maridos, casas. El Cielo hará su labor sin nosotras.
Margaret le agradeció aquella manifestación de afecto y contestó: «Quizá». Todas las perspectivas se cierran en lo invisible, nadie lo duda, pero para Helen se cerraban, a su entender, demasiado pronto. En cada frase salía la realidad y lo absoluto. Quizá Margaret se había vuelto vieja para la metafísica o quizá Henry le había hecho perder parte de su primitivo interés, pero creyó que había algo desequilibrado en una mente que con tanta facilidad hacía añicos lo visible. El hombre de negocios presupone que la vida lo es todo: el místico afirma que no es nada; ni uno ni otro dan en la verdad. «Sí, querida, ya veo: la verdad está en el medio», habría aventurado la tía Juley unos años antes. No; la verdad, como todo lo que está vivo, no está a mitad de camino de nada. Hay que encontrarla mediante continuas excursiones a uno y otro reino, porque, si bien la proporción es la clave final, partir de ella es garantís de fracaso.
Helen, unas veces corroborando, otras discrepando, habría seguido discutiendo hasta la medianoche, pero Margaret, que tenía que hacer el equipaje, centró la conversación en Henry. Helen podía meterse con él a sus espaldas, pero ¿tendría la bondad de comportarse educadamente cuando estuviera presente?
—Me disgusta sin remisión, pero haré lo que pueda —prometió Helen—. A cambio, haz lo que quieras con mis amigos.
La conversación hizo que Margaret se sintiera mejor. Su vida interior estaba tan segura que podía negociar con las cosas externas de un modo que habría parecido increíble a la tía Juley e imposible a Tibby o a Charles. Hay momentos en que la vida interior «compensa», en que los años de introspección practicada sin ulterior motivo adquieren utilidad práctica. Estos momentos, hoy por hoy, son escasos en Occidente. El hecho de que se produzcan alguna vez permite aventurar un futuro mejor. Margaret, aunque incapaz de entender a su hermana, quedaba a salvo del extrañamiento y regresó a Londres con la mente serena.
A la mañana siguiente, a las siete en punto, se presentó en las oficinas de la Imperial and West African Rubber Company[11]. Se alegró de ir allí. Henry siempre había eludido el tema de su trabajo por considerarlo demasiado obvio para describirlo detalladamente y la idea informe y vaga que todos tenemos del continente africano no había hecho más que oscurecer las ideas de Margaret sobre la principal fuente de riqueza de aquellas tierras. La visita a las oficinas no le aclaró mucho las cosas. Encontró la típica ebullición superficial de libros de contabilidad y mostradores bruñidos, barras de metal que empezaban y acababan sin razón aparente, globos eléctricos que brillaban agrupados de tres en tres, pequeñas conejeras cubiertas de cristal o tela metálica, pequeños conejos. Ni siquiera cuando penetró en las profundidades encontró más que la ordinaria mesa y la alfombra persa, y si bien el mapa desplegado sobre la chimenea mostraba una porción de África, era un mapa ordinario. Otro mapa colgaba enfrente y representaba todo el continente, como una ballena señalada para obtener grasa. A su lado había una puerta cerrada a través de la cual le llegó la voz de Henry dictando una carta «dura». Margaret tanto podía estar en la Porphyrion como en el Dempster’s Bank o en su bodega habitual. Hoy en día todo se parece. Pero quizá estaba viendo sólo el lado imperial de la empresa en lugar de la faceta africana y el Imperialismo siempre había constituido una de sus dificultades.
—¡Un instante! —gritó míster Wilcox al recibir anuncio de su presencia. Tocó un timbre a cuyo conjuro apareció Charles.
Charles había escrito a su padre una carta muy correcta. Más correcta que la de Evie, en la que palpitaba una indignación infantil. Saludó con cortesía a su futura madrastra.
—Espero que mi mujer… ¿Cómo está usted?… espero que mi mujer nos dará una comida decente —empezó diciendo—. Le di instrucciones, pero vivimos un poco al estilo salvaje. Mi mujer nos espera a tomar el té una vez haya visto Howards End. No sé qué pensará de aquel lugar. Yo no lo tocaría ni con pinzas. ¡Pero siéntese! Es un lugar cochambroso.
—Me gustará verlo —dijo Margaret sintiéndose tímida por primera vez.
—Lo verá usted en el peor momento, porque Bryce se largó el lunes pasado sin hacer siquiera que una mujer de faenas lo adecentase un poco. Nunca vi un revoltillo más espantoso. Es increíble. Hace un mes que nadie pone los pies en la casa.
—Me gustaría tener unas palabras con Bryce —dijo Henry desde el interior de su despacho.
—¿Por qué se fue tan repentinamente?
—Es un enfermo; no podía dormir.
—¡Pobre hombre!
—¿Qué pobre ni qué narices? —dijo míster Wilcox reuniéndose con ellos—. Tuvo el impudor de poner un tablón de anuncio sin pedirme permiso. Charles lo derribó.
—Sí, lo derribé —dijo Charles con modestia.
—Le he enviado un telegrama bien duro. Él y sólo él es responsable del mantenimiento de la casa durante los próximos tres años.
—Las llaves están en la granja; no quisimos cogerlas.
—Exacto.
—Dolly las quería coger, pero afortunadamente allí estaba yo.
—¿Cómo es míster Bryce? —preguntó Margaret.
A nadie le importaba. Míster Bryce era el arrendatario que no tenía derecho a subarrendar. Definirlo más habría supuesto una pérdida de tiempo. Hablaron largo rato de sus perrerías hasta que una chica trajo la carta insultante que había estado mecanografiando. Míster Wilcox añadió la firma.
—Ya nos podemos ir —dijo.
Les esperaba un viaje en coche, una forma de felicidad que Margaret no compartía. Charles les hizo entrar, cortés hasta el final, y en un momento las oficinas de la Imperial and West African Rubber Company se perdieron en la distancia. Pero no fue un viaje impresionante. Quizá tuvo la culpa el tiempo, gris y preñado de nubes pesadas. Quizá Hertfordshire no está pensado para los viajeros motorizados. ¿Sabían ustedes que un conductor, en cierta ocasión, cruzó Westmoreland a tal velocidad que pasó sin verlo? Y si Westmoreland puede cruzarse en estas condiciones, mal irá una región cuya estructura delicada requiere un ojo atento. Hertfordshire es lo más tranquilo de Inglaterra; poco énfasis de ríos y colinas; es una Inglaterra meditativa. Si Drayton volviera a escribir una nueva versión de su incomparable poema, cantaría a las ninfas de Hertfordshire como seres de rasgos indeterminados, con el cabello oscurecido por el humo de Londres. Sus ojos serían tristes, desviados de su destino hacia las llanuras del Norte, su jefe no sería Isis o Sabrina, sino la opaca Lea. No llevarían ricos ropajes ni las animaría la danza; pero serían verdaderas ninfas.
El coche no viajaba tan rápido como habían supuesto, pues el tráfico de los días de Pascua atestaba la carretera del Norte. Pero fue lo bastante rápido para Margaret, persona de poco temple, que tenía la cabeza llena de gallinas y niños.
—No les pasa nada —dijo míster Wilcox—. Ya aprenderán, como las golondrinas y los cables telefónicos.
—Sí, pero mientras aprenden…
—Los coches son una realidad incontrovertible —respondió él—. Hay que hacerse a la idea. Ahí hay una iglesia muy bonita… vaya, no la has visto. Mira hacia otro lado, si te preocupa la carretera… Mira el paisaje.
Margaret miró el paisaje que subía y bajaba y se agitaba como un flan. En un momento dado se solidificó: habían llegado.
La casa de Charles quedaba a la izquierda; a la derecha, las formas abultadas de los Seis Túmulos. A Margaret le sorprendió que aparecieran en semejante vecindad. Su presencia interrumpía la hilera de residencias que se agolpaban hacia Hilton. Más allá de los túmulos vio los prados y un bosque bajo el cual decidió que yacían enterrados los mejores soldados. Odiaba la guerra, pero le gustaban los soldados: era una de sus deliciosas incongruencias.
Ahí estaba Dolly, vestida de punta en blanco, de pie en la puerta para recibirles, y allí estaban las primeras gotas de lluvia. Entraron alegremente a la carrera en la casa y tras una larga espera en el salón se sentaron a comer «al estilo salvaje» en la que cada plato ocultaba o exudaba crema. Míster Bryce fue el tema principal de la conversación. Dolly relató la visita de éste y el incidente de la llave y su suegro divirtió a los presentes tomándole el pelo y contradiciendo cuanto decía. Al parecer, era costumbre reírse de Dolly. También tomó el pelo a Margaret y ésta, arrancada de su meditación, le tomó el pelo a él. Dolly parecía sorprendida y la miraba con curiosidad. Después de comer bajaron los niños al comedor. A Margaret no le gustaban los niños, pero logró algún éxito con el de dos años e hizo reír mucho a Dolly hablándole con seriedad.
—Dales un beso y vámonos —dijo míster Wilcox.
Margaret se dispuso a salir, pero se negó a besar a los niños alegando que tenía muy mala suerte con los pequeños y aunque Dolly profirió cuchi-cuchis y mequi-mequis, se mantuvo en sus trece.
Por entonces llovía a cántaros. Llegó el coche con la capota puesta y volvió a perder el sentido del espacio. A los pocos minutos se pararon y Crane abrió la puerta del vehículo.
—¿Qué sucede? —preguntó Margaret.
—¿Tú qué crees? —dijo Henry.
Había un porche ante sus narices.
—¿Ya hemos llegado?
—Sí.
—¡Nunca lo hubiera creído! Hace años me parecía lejísimos.
Sonriente, pero un poco desilusionada, saltó del coche y su impulso la llevó hasta la puerta de entrada. Iba a abrirla cuando Henry dijo:
—No vale la pena que lo intentes, está cerrada. ¿Quién tiene la llave?
Como él mismo se había olvidado de recoger la llave de la granja, nadie contestó. Míster Wilcox quiso saber quién había dejado abierta la cancela, a resultas de lo cual una vaca había entrado en el jardín y estaba echando a perder el césped del campo de crocket. Luego dijo un tanto molesto:
—Margaret, espérame a cubierto. Iré a buscar la llave. Está a menos de cien yardas de aquí.
—¿Puedo ir contigo?
—No; estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.
El coche dio media vuelta, se alejó y fue como si se hubiese alzado una cortina.
Por segunda vez en aquel día Margaret asistió a la aparición de la tierra.
Allí estaban los ciruelos que Helen había descrito tiempo atrás, la pista de tenis, el seto que se auguraba deslumbrante con las rosas de junio, pero cuya visión en aquellos momentos era de un verde negruzco y pálido. Junto a la cañada, otros colores más vivos se despertaban y en sus márgenes los lirios montaban guardia o avanzaban en batallones sobre el césped. Los tulipanes semejaban una bandeja de joyas. No pudo ver el olmo, pero una rama de la célebre parra, salpicada de nudos aterciopelados, había cubierto el porche. Margaret se quedó asombrada de la fertilidad de la tierra. Nunca había estado en un jardín donde las flores fueran tan hermosas; incluso las hierbas silvestres que distraídamente arrancaba del porche eran de un verde intenso. ¿Por qué habría huido el pobre míster Bryce de aquella belleza? Porque Margaret ya había decidido que aquel paraje era bello.
—¡Vaca traviesa! ¡Fuera de aquí! —gritó Margaret a la vaca sin la menor indignación.
La lluvia arreció vertida por un cielo sin viento, salpicando el letrero de anuncio que reposaba en el césped, donde Charles lo había arrojado. Le habría gustado hablar con Charles en otro mundo, en el mundo donde se tienen las conversaciones. ¡Caramba! ¡A Helen le gustaría esta idea! Charles muerto, todo el mundo muerto, nada vivo salvo las casas y los jardines. Lo evidente, muerto; lo intangible, vivo, sin conexión alguna entre ambos. Margaret sonrió. ¡Ojalá sus caprichos fueran tan claros! Sonriendo y suspirando apoyó la mano en la puerta. La puerta se abrió. La casa no estaba cerrada.
Dudó. ¿No sería más correcto esperar a Henry? Margaret tenía un sentido muy acusado de la propiedad y prefería que él le enseñase la casa. Por otra parte, él le había dicho que se mantuviese a cubierto de la lluvia y el porche tenía filtraciones. Entró y la corriente de aire cerró la puerta a sus espaldas.
La recibió la desolación más absoluta. En las ventanas del vestíbulo había huellas de dedos sucios; tuberías y escombros se apilaban contra la madera. La civilización del bagaje había estado allí durante un mes y luego había levantado el campo. El comedor y el salón, a derecha e izquierda, se intuían por el papel de las paredes. Sólo eran habitaciones en las que guarecerse de la lluvia. Una gran viga cruzaba el techo. El comedor y el vestíbulo dejaba ver las suyas abiertamente, pero el salón estaba cubierto por un cielo raso. ¿Tal vez porque los hechos de la vida debían ocultarse a las mujeres? Salón, comedor, vestíbulo, ¡qué delicados nombres! Simples habitaciones donde los niños podían jugar y los amigos guarecerse de la lluvia. Sí, eran hermosas.
Abrió una de las puertas de enfrente —había dos— y las paredes empapeladas se convirtieron en paredes encaladas. Era el ala del servicio, aunque Margaret apenas se dio cuenta: sólo más habitaciones donde los amigos podían encontrar cobijo. El jardín en la parte trasera estaba lleno de cerezos y ciruelos. Más allá se insinuaba el prado y un núcleo negro de pinos. Sí, el prado era hermoso.
Enclaustrada por el tiempo inclemente, Margaret recuperó el sentido del espacio que el coche había intentado robarle. Recordó que diez millas cuadradas no son diez veces más hermosas que una milla cuadrada y que mil millas cuadradas no son el paraíso. El fantasma de la grandeza, que Londres fomenta, se desvaneció para siempre cuando Margaret cruzó el vestíbulo de Howards End y entró en la cocina y oyó la lluvia que corría a uno y otro lado del tejado, dividida por el canalón.
Recordó a Helen escudriñando medio Wessex desde el borde de los Downs de Purbeck y diciendo: «Algo tendrás que perder». Margaret no estaba segura. Por ejemplo, podía duplicar su reino abriendo la puerta que ocultaba la escalera.
Pensó en el mapa de África, en los Imperios, en su padre, en las dos naciones dominantes cuya sangre caliente corría en partes iguales por sus venas, pero cuya mezcla había enfriado su cerebro. Volvió al vestíbulo y al hacerlo, oyó resonar la casa.
—¿Eres tú, Henry? —preguntó.
No hubo respuesta. La casa resonó de nuevo.
—Henry, ¿eres tú?
Era el corazón de la casa que palpitaba débilmente al principio, luego más fuerte, marcialmente. El sonido dominaba la lluvia.
La imaginación hambrienta tiene miedo; la bien alimentada, no. Margaret abrió de golpe la puerta que daba a las escaleras. Un ruido como de tambores la ensordeció. Una mujer, una anciana, bajaba, con el cuerpo erguido, el rostro impasible, los labios abiertos que decían secamente:
—¡Ah! Vaya, la tomé por Ruth Wilcox.
—¿Yo? ¿Mistress Wilcox…? —balbuceó Margaret.
—Una ilusión, naturalmente… una ilusión. Tiene usted su misma manera de andar. Buenos días.
Y la mujer salió y se perdió en la lluvia.