Margaret saludó a su prometido con peculiar ternura aquella mañana. Aunque ya era un hombre maduro, ella le ayudaría a construir el arco iris, el puente que une en nuestro interior la prosa con la pasión. Sin ese puente somos fragmentos sin sentido, mitad monos, mitad bestias, piezas inconexas que no logran formar un hombre. Con el puente, nace el amor, brilla en su cénit, luminoso frente al gris, austero frente al fuego. Feliz el hombre que ve bajo los dos aspectos la belleza de estas alas desplegadas. Los caminos de su alma están libres y él y sus amigos encontrarán la ruta fácil.
La ruta era difícil por los caminos del alma de míster Wilcox. Desde la infancia los había despreciado. «No soy hombre que se preocupe de su interior». Por fuera había sido alegre, honrado y valiente, pero en su interior todo era caos, un caos gobernado, si es que existía gobierno alguno, por su ascetismo incompleto. Tanto cuando era muchacho como cuando era marido o viudo, había alimentado la tortuosa creencia de que la pasión corporal es mala, una creencia que sólo es útil cuando se mantiene apasionadamente. La religión le había confirmado en su certidumbre. Las palabras que el domingo le leían en voz alta a él y a otros hombres respetables eran las palabras que en su día habían encendido las almas de Santa Catalina y de San Francisco en el odio a todo lo carnal. Míster Wilcox no era un santo, no era capaz de amar lo infinito con amor seráfico, pero sí lo era de avergonzarse de amar a su mujer. «Amabat, amare timebat». Y ahí era donde Margaret confiaba en ayudarle.
No parecía difícil. No era necesario agobiarle con la entrega de sí misma. Se limitaría a señalarle la salvación, cuya raíz se hallaba latente en su propia alma, en el alma de todos los hombres. ¡Sólo construir el puente! Ése era todo el sermón. Sólo construir un puente entre la prosa y la pasión y ambas resurgirían y el amor humano brillaría en su cima. No más vida fragmentaria. Sólo construir el puente y la bestia y el mono, alejados del aislamiento que les da vida, morirían.
El mensaje no era difícil de dar. No era preciso que revistiera la forma de una buena «charla». Por medio de leves indicaciones se construiría el puente y sus vidas se cubrirían de belleza.
Pero fracasó. Porque había una cualidad en Henry que siempre la pillaba desprevenida por mucho que intentara tenerla presente: la necedad. No entendía las cosas, y contra eso no había nada que hacer. Nunca se enteró de que Helen y Frieda le eran hostiles, ni de que a Tibby no le interesaban las plantaciones de uvas pasas; nunca vislumbró las luces y sombras que existen en la más neutra de las conversaciones, los postes indicadores, los mojones, las colisiones, los espacios ilimitados. Una vez, en otra ocasión, Margaret le reprendió por ello. Él se quedó desconcertado, pero replicó con una carcajada: «Mi lema es: concentración. No tengo la menor intención de despreciar mis energías en estas cosas». «No se trata de desperdiciar energías —protestó Margaret—, sino de ampliar el campo en el que puedas emplearlas». Y él contestó: «Eres una mujercita muy lista, pero mi lema es: concentración». Y aquella mañana se concentró más de lo normal en venganza.
Se encontraron en los rododendros de la noche anterior. A la luz del día los arbustos eran insignificantes y el sendero brillaba al sol matutino. Margaret estaba con Helen, que permanecía agoreramente tranquila desde que el asunto quedó decidido.
—¡Ya estamos todos! —gritó Margaret y le tomó de la mano, reteniendo la de su hermana en la otra.
—Sí, aquí estamos. Buenos días, Helen.
—Buenos días, míster Wilcox —respondió Helen.
—Henry, Helen ha recibido una carta encantadora de aquel muchacho tan raro y tan furibundo, ¿recuerdas? Aquel que tenía un bigote triste y un cerebro joven.
—Yo también he recibido una carta. No una carta encantadora, precisamente… Quiero comentarla contigo. —Leonard Bast no existía para él después de su compromiso con Margaret; el triángulo amoroso quedaba roto para siempre.
—Gracias a tus consejos se ha ido de la Porphyrion.
—Buena compañía, la Porphyrion —dijo él con aire distraído mientras sacaba su carta del bolsillo.
—¿Buena? —exclamó Margaret soltando su mano—. Pero en el Chelsea Embankment…
—Aquí está nuestra anfitriona. Buenos días, mistress Munt.
Hermosos rododendros. Buenos días, frau Liesecke. Tenemos buenas flores en Inglaterra, ¿verdad?
—¿Una buena compañía?
—Sí. Mi carta se refiere a Howards End. Bryce tiene que irse al extranjero y quiere subarrendarlo. Dudo mucho que le dé autorización. No había cláusula ce subarriendo en el contrato. En mi opinión, subarrendar es una equivocación. Si puede encontrar otro arrendatario que sea de mi agrado, estoy conforme en rescindir el contrato. Despiértese, Schlegel, ¿no cree que esto sería mejor que subarrendarlo?
Helen, a su vez, había soltado su mano y él condujo a Margaret más allá del grupo, hacia el lado de la casa que daba al mar. A sus pies se extendía la burguesa bahía que había esperado durante siglos un balneario como Swanage en su ribera. Las olas eran incoloras y el río Bournemouth daba un toque de insipidez al conjunto, chocando contra el espigón y ululando salvajemente para atraer a los excursionistas.
—Cuando se subarrienda, el perjuicio…
—Perdona, pero, volviendo a la Porphyrion, no estoy tranquila. ¿Puedo importunarte, Henry?
Su tono de voz era tan serio que él se calló y le preguntó, un poco secamente, qué quería.
—Tú dijiste en el Chelsea Embankment, me acuerdo perfectamente, que la Porphyrion era un mal negocio, así que advertimos a aquel empleado para que la dejase. Esta mañana me escribe diciendo que ha seguido tu consejo y ahora dices que no es un mal asunto.
—Un empleado que deja cualquier trabajo, bueno o malo, sin asegurarse antes otro en otro sitio, es un tonto y no siento ninguna lástima por él.
—Pero si ya lo ha hecho. Va a entrar en un Banco de Camden Town, según dice. El sueldo es mucho menor, pero espera apañarse. Es una agencia del Dempster’s Bank. ¿Es bueno?
—¡El Dempster! Madre mía, ya lo creo.
—¿Mejor que la Porphyrion?
—Sí, sí, sí; tan sólido como una roca. Más aún.
—Muchísimas gracias. Y perdona. ¿Qué decías del subarriendo?
—Si subarrienda, perderé el control. En teoría, eso no perjudicaría a Howards End, pero en la práctica, sí. Hay cosas que no pueden compensarse con dinero. Por ejemplo, no quiero que estropeen aquel precioso olmo… Está… Margaret, hemos de ir a verlo un día de éstos. Es muy bonito, a su manera. Iremos en coche y comeremos en casa de Charles.
—Me encantará —dijo Margaret haciendo acopio de valor.
—¿Te parece bien el próximo miércoles?
—¿El miércoles? No, no puedo. La tía Juley espera que nos quedemos una semana más, por lo menos.
—Puedes arreglarlo ahora mismo.
—N… no —dijo Margaret después de un rato de reflexión.
—Sí, mujer. Yo hablaré con ella.
—Esta visita es una gran solemnidad. Mi tía cuenta con ella cada año. Pone la casa patas arriba por nosotros, invita a nuestros amigos; fíjate, apenas conoce a Frieda y no podemos dejarla sola con ella. Ya perdí un día y le dolería mucho que no estuviera los diez días completos.
—Ya hablaré yo con ella, no te preocupes.
—Henry, no iré, no me atosigues.
—¿Quieres o no quieres ver la casa?
—Sí, claro… He oído hablar tanto de ella en uno y otro sentido… ¿Todavía están aquellos dientes de cerdo clavados en el olmo?
—¿Dientes de cerdo?
—Sí. Y tú chupabas la corteza para curarte el dolor de muelas.
—¡Qué idea más peregrina! ¡Por supuesto que no!
—Quizá lo confundo con otro árbol. Todavía quedan muchos árboles sagrados en Inglaterra, al parecer.
Pero él ya la había abandonado para interceptar a mistress Munt cuya voz se oía a distancia, siendo a su vez interceptado por Helen.
—Oiga, míster Wilcox, hablando de la Porphyrion… —empezó y se puso roja hasta la raíz del cabello.
—Déjalo —dijo Margaret alcanzándolos—. El Dempster’s Bank es mejor.
—Pero creo que usted nos dijo que la Porphyrion iba mal y que se hundiría antes de Navidad.
—¿Eso dije? Por entonces estaba fuera del grupo y tenía que tomar serias medidas. Luego salió a flote… Tan sólida como una roca ahora.
—En otras palabras: míster Bast no tenía por qué dejarla.
—No, no tenía por qué.
—… y no tenía por qué haber empezado una nueva vida en otro sitio con un sueldo muchísimo menor.
—Él sólo dice «menor» —corrigió Margaret viendo que se avecinaban problemas.
—Cuando un hombre es pobre, cualquier reducción resulta enorme. Considero este asunto una desgracia deplorable.
Míster Wilcox, empeñado en su asunto con mistress Munt, ya se estaba yendo, pero aquella última observación le hizo decir:
—¿Qué? ¿De qué se trata? ¿Quiere usted decir que yo soy el responsable?
—Esto es ridículo, Helen.
—Al parecer cree usted… —consultó su reloj—. Déjeme que le explique a usted este punto. Es así. Usted parece suponer que cuando una entidad comercial lleva a cabo una negociación delicada tiene que tener al público informado paso a paso. La Porphyrion, según usted, tenía que haber dicho: «Hago lo que puedo para entrar en el grupo. No estoy segura de conseguirlo, pero es lo único que puede salvarme de la quiebra y lo intento». Querida Helen…
—¿Es éste su punto de vista? Bien. Un hombre tenía poco dinero, ahora tiene menos, éste es mi punto de vista.
—Lo siento por su oficinista, pero esto ocurre cada día en el mundo del trabajo. Es parte de la lucha por la vida.
—Un hombre tenía poco dinero —repitió Helen— y ahora tiene menos gracias a usted. Bajo estas circunstancias, yo creo que «la lucha por la vida» es una expresión poco afortunada.
—Vamos, vamos —protestó él en tono de broma—. No se sienta culpable. Nadie tiene la culpa.
—¿Nadie tiene nunca la culpa de nada?
—Yo no dije esto, pero se lo toma usted demasiado en serio. ¿Quién es ese chico?
—Ya le hemos hablado de ese chico dos veces —dijo Helen—. Usted incluso ha conocido al chico. Es muy pobre y su mujer es una extravagante idiota. Él es capaz de algo mejor. Nosotros… nosotros… las clases altas… creímos que podríamos ayudarle desde la cúspide de nuestra superior sabiduría… ¡y éste ha sido el resultado!
—Le voy a dar un consejo —dijo él levantando el dedo.
—No he pedido ningún consejo.
—Un consejo. No tome una actitud sentimental con respecto a los pobres. Procura que no lo haga, Margaret. Los pobres son pobres y todos lo lamentamos, pero así es. Cuando una civilización avanza, es probable que los zapatos duelan y es absurdo pretender que alguien se responsabilice personalmente. Ni usted, ni yo, ni la persona que me informó, ni el director de la Porphyrion; nadie es responsable por la pérdida de sueldo de este oficinista. Es sólo el zapato que duele… Nadie puede evitarlo, y podría haber sido peor aún.
Helen estaba trémula de indignación.
—Me parece bien que se dedique usted a obras de caridad… Dedíquese a ellas con todo su empeño, pero no siga con esas absurdas ideas de reforma social. Yo creo lo que ocurre entre bastidores y puede creerme si le digo que no hay tal cuestión social… excepto para unos cuantos periodistas que intentan ganarse la vida exprimiendo una frase. Sólo hay ricos y pobres, como siempre ha habido y siempre habrá. Dígame usted una época en que los hombres hayan sido iguales…
—Yo no dije…
—Dígame una época en que el deseo de igualdad les haya hecho más dichosos. No, no. No puede. Siempre ha habido ricos y pobres. Yo no soy fatalista, ¡Dios me libre!, pero nuestra civilización está moldeada por grandes fuerzas impersonales —su voz se tornó complaciente; siempre ocurría así cuando eliminaba las cuestiones personales— y siempre habrá ricos y pobres. No lo puede negar —ahora era una voz respetable—… y no puede negar que, a pesar de todo, la tendencia de la civilización considerada en su conjunto es avanzar y mejorar.
—Por la gracia de Dios, supongo —replicó Helen.
Él la miró con ira.
—Uno lucha por el dinero. Dios hace el resto.
No valía la pena dar consejos a la chica si estaba dispuesta a hablar de Dios de aquella manera moderna y neurótica. Fraternal hasta el fin, la dejó para ir en busca de la compañía más tranquila de mistress Munt. Iba pensando: «Me recuerda mucho a Dolly».
Helen se puso a mirar al mar.
—No discutas nunca de economía política con Henry —le aconsejó su hermana—. Siempre terminaréis a gritos.
—Debe de ser uno de esos hombres que han reconciliado la ciencia con la religión —dijo Helen lentamente—. No me gustan esa clase de hombres. Son científicos y hablan de la supervivencia del más apto. Reducen los sueldos de sus empleados, coartan la libertad de los que pueden amenazar su confort, pero creen que de todo ello se derivará un bien por alguna extraña razón (siempre esta odiosa vaguedad) y que de un modo místico los Bast del futuro se beneficiarán de que los Bast de hoy día sufran.
—Es así en teoría. Pero sólo en teoría, Helen.
—Sí, Meg, ¡pero qué teoría tan horrorosa!
—¿Por qué dices las cosas con tanta dureza, querida?
—Porque soy una vieja solterona —dijo Helen mordiéndose los labios—. No comprendo cómo puedo seguir siendo así —se sacudió la mano de su hermana y entró en la casa. Margaret, acongojada de buena mañana, siguió el curso del Bournemouth con los ojos. Vio que los nervios de Helen estaban exasperados por el desafortunado asunto de Bast más allá de los límites de la cortesía. En cualquier momento podía producirse una explosión que incluso Henry notaría. Había que sacar a Henry de allí.
—¡Margaret! —la llamó su tía—. ¡Magy! ¿Verdad que no es cierto lo que dice míster Wilcox, que te quieres ir a principios de la semana que viene?
—No quiero —respondió Margaret con prontitud—, pero hemos de resolver muchas cosas y quiero hablar con Charles.
—¿Y te vas a ir sin hacer la excursión a Weymouth, ni la de Lulworth, por lo menos? —dijo mistress Munt acercándose—. ¿Sin ir ni siquiera una vez más a Nine Barrows Down?
—Me temo que sí.
Míster Wilcox terció con un:
—¡Bueno! Ya rompí el hielo.
Una oleada de ternura invadió a Margaret. Puso las manos en los hombros de Henry y le miró al fondo de los ojos negros y brillantes. ¿Qué había tras aquella mirada competente? Margaret lo sabía, pero no se sentía inquieta.