Capítulo 20

Margaret siempre se había maravillado de los disturbios que se producen en las aguas del mundo cuando el Amor, que parece un guijarro, se hunde en ellas. ¿A quién le importa el Amor, salvo al amado y al amante? Y, sin embargo, su impacto inunda cientos de orillas. Este disturbio procede sin duda del espíritu de las generaciones, que saluda a la nueva generación y eleva su protesta contra el Destino, que sostiene todos los mares en la palma de la mano. Pero el Amor no lo entiende, incapaz de captar el infinito ajeno y consciente sólo del suyo: rayo de sol que surca el aire, losa que cae, guijarro que busca un dulce asiento tras el juego coordenado y convulso del espacio y el tiempo. Sabe que sobrevivirá al fin de los tiempos, que será recogido por el Destino como una joya del fango y mostrado con admiración a la asamblea de los dioses. «Los hombres produjeron esto», dirán y al decirlo concederán al hombre la inmortalidad. Pero, entre tanto, ¡cuánta agitación! Los fundamentos de la Propiedad y el Decoro quedan al desnudo, rocas gemelas; el Orgullo Familiar pugna por salir a la superficie resoplando y rehusando el consuelo; la Teología, vagamente ascética, se agita en oscuro mar de fondo. Entonces se requiere la presencia de los abogados —fría raza— que salen arrastrándose de sus agujeros. Hacen lo que pueden: asean la Propiedad y el Decoro, tranquilizan a la Teología y al Orgullo Familiar. Se arrojan montones de medias guineas a las aguas turbulentas, los abogados se retiran a rastras y, si todo ha ido bien, el Amor une a un hombre y una mujer en Matrimonio.

Margaret esperaba este trastorno y no se incomodó. Para ser una mujer sensible, tenía los nervios firmes y podía soportar lo incongruente y lo grotesco. Además, no había nada excesivo en su episodio sentimental. El buen humor era la nota dominante en sus relaciones con míster Wilcox o, como ya podemos llamarle, con Henry. Henry no era hombre dado al romanticismo y Margaret no era tan niña como para reclamar un capricho semejante. Un amigo se había convertido en novio y podía convertirse en marido, pero sin perder lo que había en el amigo. El Amor debía confirmar una vieja relación en lugar de crear una nueva.

En este estado de ánimo, Margaret prometió casarse con él.

Henry había ido a Swanage aquella mañana llevando consigo el anillo de pedida. Se saludaron con una cordialidad tan sincera que impresionó a la tía Juley. Henry cenó en «Los Laureles», pero había tomado una habitación en el mejor hotel de la localidad con ese instinto que poseen algunas personas para detectar a primera vista el mejor hotel. Acabada la cena, preguntó a Margaret si tenía inconveniente en dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Margaret aceptó y no pudo reprimir un leve temor: aquélla sería su primera escena de amor. Pero cuando se estaba poniendo el sombrero, soltó la carcajada. El amor no se parecía en nada a ese artículo que se vende en los libros; la alegría, si bien auténtica, era distinta; el misterio, un misterio inesperado. Por algún motivo, míster Wilcox aún le parecía un extraño.

Durante un rato hablaron del anillo. Luego dijo Margaret:

—¿Recuerdas el Chelsea Embankment? No hace ni diez días de aquello.

—Sí —dijo él riendo—. Tu hermana y tú estabais enzarzadas en un proyecto quijotesco.

—¡Qué poco pensaba entonces en esto! ¿Y tú?

—No sé; no sé qué decirte.

—¿Fue antes? —exclamó Margaret—. ¿Pensabas en mí antes de este modo? ¡Qué interesante, Henry! Cuéntame.

Pero Henry no tenía la menor intención de contar nada. Quizá no habría podido contar nada, porque sus estados mentales se volvían oscuros tan pronto habían pasado. Le disgustaba la palabra «interesante», porque le sugería pérdida de energías no exenta de morbosidad. Los hechos pelados le bastaban.

—Yo no pensaba en esto —prosiguió ella—. No, cuando me hablaste en el salón fue prácticamente la primera vez. ¡Y todo resultó tan distinto de lo que normalmente se supone! En el teatro y en los libros una proposición matrimonial es, ¿cómo te diría?, es una cuestión de suspiros, una especie de ramillete; pierde todo su sentido literal. Pero en la vida, una proposición matrimonial es realmente una proposición…

—Por cierto…

—… una sugerencia, una semilla —concluyó Margaret y la idea se desvaneció en la oscuridad.

—Estaba pensando que, si no hay inconveniente por tu parte, deberíamos tener una conversación de negocios. Hay que dejar bien sentadas muchas cosas.

—Eso creo yo también. Antes de nada, dime, ¿qué tal te fue con Tibby?

—¿Con tu hermano?

—Sí, mientras fumabais después de cenar.

—Ah, muy bien.

—Me alegro —contestó ella un poco sorprendida—. ¿De qué hablasteis? De mí, supongo.

—Y también de Grecia.

—Grecia fue una buena baza, Henry. Tibby es sólo un muchacho, hay que saber escoger los temas de conversación. Hiciste bien.

—Le conté que tengo acciones en una fábrica de pasas cerca de Calamata.

—¡Oh, qué sitio tan estupendo para tener acciones! ¿No podríamos ir a pasar allí nuestra luna de miel?

—¿Para qué?

—Para comernos las pasas. ¿No es un lugar maravilloso?

—Moderadamente maravilloso, pero no es un lugar a donde pueda ir con una dama.

—¿Por qué?

—No hay hoteles.

—Algunas damas pueden pasarse sin hoteles. ¿Sabías que Helen y yo hemos ido solas y a pie por los Apeninos con el equipaje a la espalda?

—No, no lo sabía y, si puedo evitarlo, no volverás a hacer una cosa semejante.

Margaret dijo con más seriedad:

—Supongo que no habrás encontrado ocasión de hablar con Helen.

—No.

—Hazlo antes de irte. ¡Me gustaría tanto que fuerais amigos!

—Tu hermana y yo siempre nos hemos llevado bien —dijo él con negligencia—. Pero nos estamos apartando de nuestros negocios. Déjame empezar por el principio. Ya sabes que Evie se va a casar con Percy Cahill.

—El tío de Dolly.

—Exacto. La chica está locamente enamorada de él. Es un muchacho estupendo, pero quiere, y hace bien, una dote razonable. En segundo lugar, tú lo comprenderás, está Charles. Antes de venir le escribí una carta muy cuidadosa. Tiene una familia que va en aumento y unos gastos que aumentan en la misma proporción. La I.W.A. no es nada del otro mundo, hoy por hoy, aunque tiene grandes posibilidades de ir para arriba.

—¡Pobre chico! —murmuró Margaret contemplando el mar sin entender.

—Charles, como primogénito que es, heredará algún día Howards End. Sin embargo, yo deseo por mi propia felicidad no ser injusto con los otros.

—Por supuesto que no… —empezó a decir Margaret y, de pronto, profirió un gritito—. ¡Te refieres al dinero! ¡Qué tonta soy! ¡Por supuesto que no!

Por extraño que parezca, Henry pareció molesto al oír esta palabra.

—Sí, dinero, ya que lo dices con tanta claridad. Verás, tengo la intención de ser justo con todos: justo contigo y justo con ellos. Estoy decidido a que mis hijos no puedan quejarse de mí.

—Sé generoso con ellos —dijo ella vivamente— ¡y al cuerno la justicia!

—Ya he tomado una determinación y he escrito a Charles en este sentido…

—Pero, vamos a ver, ¿cuánto tienes?

—¿Qué?

—Sí, ¿cuánto ingresas al año? Yo, seiscientas libras.

—¿Mis ingresos?

—Claro. Hemos de empezar por tus ingresos antes de decidir cuánto vamos a darle a Charles. La justicia e incluso la generosidad dependen de eso.

—La verdad es que eres una mujer bien franca —observó él dándole unos golpecitos en el brazo y prorrumpiendo en una suave risa—. ¡Vaya pregunta!

—¿No sabes cuáles son tus ingresos? ¿O no me lo quieres decir?

—Yo…

—Está bien —dijo Margaret dándole a su vez unos golpecitos—, no me lo digas. No quiero saberlo. Puedo hacer la suma por simple proporción. Divide tus ingresos en diez partes. ¿Cuántas partes le darías a Evie, cuántas a Charles y cuántas a Paul?

—La verdad, querida, es que no tenía intención de aburrirte entrando en detalles. Yo sólo quería que supieras… en fin, que hay que hacer algo por los demás. Me has entendido perfectamente, así que pasemos al punto siguiente.

—Sí, ya hemos decidido este punto —dijo Margaret imperturbable ante las torpes estrategias de Henry—. Adelante, da todo lo que puedas y ten presente que yo recibo seiscientas libras limpias. ¿Para qué quiero yo todo este dinero?

—No creas que yo tengo mucho; te vas a casar con un hombre pobre.

—Helen no estaría de acuerdo conmigo a este respecto —continuó ella—. Helen no se atreve a insultar a los ricos, puesto que ella lo es, pero le gustaría hacerlo. Tiene una extraña idea, que yo todavía no he podido alcanzar y que le da vueltas en la cabeza, según la cual la pobreza es en cierto modo algo «auténtico». Le molesta la organización y probablemente confunde la riqueza con la técnica de la riqueza. No le importan las monedas guardadas en un calcetín, pero le molestan los cheques. Helen es excesivamente rígida. No se puede ir por el mundo con estas ideas fijas.

—Un punto más y me vuelvo al hotel a escribir unas cartas. ¿Qué hacemos con la casa de Ducie Street?

—Consérvala… es decir, depende. ¿Cuándo quieres casarte conmigo?

Había levantado la voz, como de costumbre, y unos jóvenes que habían salido a tomar el fresco la oyeron.

—Esto se pone bueno, ¿eh, tú? —dijo uno.

Míster Wilcox se volvió y dijo vivamente:

—¡Oiga usted! —hubo un silencio—. Tenga cuidado que no avise a la policía.

Los jóvenes se separaron tranquilamente, pero sólo lo hicieron en espera de otra oportunidad y el resto de la conversación estuvo punteado de ráfagas de risa incontrolada.

Bajando la voz e introduciendo en ella un punto de reproche, Henry dijo:

—Evie se casará probablemente en septiembre. Antes de esa fecha no podemos pensar en nada.

—Cuanto antes mejor, Henry. Las mujeres no debemos decir esto, pero cuanto antes mejor.

—¿Qué tal el mismo septiembre? —preguntó él con cierta sequedad.

—Bien. ¿Iremos a Ducie Street en septiembre? ¿O metemos allí a Helen y a Tibby? Esto último me parece una buena idea. Son dos inútiles en este aspecto, podríamos hacer algo por ellos actuando juiciosamente. Mira, ya está. Eso haremos. Y nosotros podemos vivir en Howards End o en Shropshire.

Míster Wilcox dio un resoplido.

—¡Cielo santo! ¡Qué aprisa vais las mujeres! Me da vueltas la cabeza. Paso a paso, Margaret, paso a paso. Howards End, imposible. Se lo arrendé a Hamar Bryce por tres años, ¿recuerdas? Sigamos. Oniton. No, está demasiado lejos para instalarnos definitivamente. Resistirías un cierto tiempo, pero hemos de tener una casa al alcance de la ciudad. El problema es que Ducie Street tiene grandes desventajas. Hay una cuadra en la parte trasera.

Margaret soltó una carcajada irreprimible. Era la primera vez que oía hablar de la cuadra en la parte trasera de Ducie Street. Cuando ella era una posible inquilina, este hecho había desaparecido inconsciente pero automáticamente. El modo de actuar de veleta de míster Wilcox, si bien sincero, carecía de la claridad de visión imperativa para la verdad. Como habitante de Ducie Street, Henry recordaba la cuadra; como arrendador, la olvidaba y si alguien le hubiera dicho que la cuadra estaba siempre o no estaba nunca, se habría molestado y habría encontrado alguna manera de anatematizar a su interlocutor tachándole de academicista. Del mismo modo mi tendero me anatematiza cuando me quejo de la calidad de sus pasas de Corinto y me contesta en una sola frase que sus pasas de Corinto son las mejores y que cómo quiero yo buenas pasas de Corinto a ese precio. Es un defecto inherente a la mentalidad mercantil y Margaret debería sentir ternura por ella, teniendo en cuenta lo mucho que esta mentalidad ha hecho por Inglaterra.

—Sí, sobre todo en verano la cuadra es una porquería. El salón de fumar es un cuchitril abominable. La casa de enfrente la tienen alquilada unos cantantes de ópera. Ducie Street ya es un desastre, en mi opinión.

—¡Qué lástima, con el poco tiempo que llevan construidas esas casas tan bonitas!

—Esto demuestra que las cosas cambian. Bueno para el comercio.

—Odio este continuo flujo de Londres. Es una síntesis de nosotros mismos en lo peor que tenemos: la eterna carencia de forma. Todas las cualidades buenas, malas e indiferentes pasan, pasan para siempre. Por eso me horroriza. Desconfío de los ríos, incluso en el paisaje. En cambio el mar…

—Sí, hay marea alta.

—Sí, hay marea alta.

—Ma-ea a-ta —les llegó de los jóvenes paseantes.

—Y a estos tipos les estamos dando el derecho de voto —observó míster Wilcox omitiendo que aquéllos eran los tipos a los que él empleaba en sus oficinas, en un trabajo que no contribuía precisamente a desarrollar sus cualidades—. En fin, tienen sus propias vidas y sus propios intereses. Dejémoslos.

Dio media vuelta mientras hablaba y se dispuso a acompañar a Margaret de vuelta a «Los Laureles». El negocio había terminado. El hotel se encontraba en dirección opuesta y, si la acompañaba, las cartas llegarían tarde al correo. Margaret le rogó que no fuera, pero él se puso terco.

—¡Bonito principio, si tu tía te ve llegar sola!

—Siempre voy sola a todas partes. No tiene nada de particular, teniendo en cuenta que he recorrido los Apeninos a pie. Me enfadaré contigo si me acompañas. No lo tomes como un cumplido.

Henry se rió y encendió un cigarro.

—No pretendía hacer cumplidos, querida. Es que no te dejo ir sola en esta oscuridad. ¡Y con esta gente por aquí! Muy peligroso.

—No sé cuidar de mí misma, ¿eh? Quiero…

—Vamos, Margaret, nada de caprichitos.

Una chica más joven se habría molestado por sus modales autoritarios, pero Margaret tenía las ideas lo suficientemente claras como para no hacer tonterías. A su manera, ella era tan autoritaria como él. Si él era una fortaleza, ella era la cima de una montaña: todos podían hollarla, pero la nieve le hacía recuperar cada noche su virginidad. Desdeñosa de las apariencias heroicas, excitable en sus métodos, charlatana, episódica y chillona, había engañado a su prometido como había engañado a su tía. Henry había tomado su fecundidad de espíritu por debilidad; la suponía «tan inteligente como todos la creen, pero no más», sin comprender que ella penetraba en las profundidades de su alma y aprobaba lo que encontraba allí.

Si la vida interior fuera suficiente, si lo fuera todo, la felicidad de ambos estaría asegurada.

Caminaron aprisa. El Paseo Marítimo y el camino que lo continuaba estaban bien iluminados, pero en el jardín de la tía Juley reinaba la oscuridad. Cuando lo estaba cruzando por un sendero, a través de los rododendros, míster Wilcox, que iba delante, dijo: «Margaret» con voz ronca, se volvió, dejó caer el cigarro y la tomó en sus brazos.

Margaret se asustó y estuvo a punto de gritar, pero se recobró al instante y besó con auténtico amor los labios que se apretaban contra los suyos. Era su primer beso. Cuando hubo concluido, él la llevó hasta la puerta, tocó el timbre y desapareció en la noche antes de que la doncella respondiera. Recordando el incidente, Margaret se sintió a disgusto. Era demasiado aislado. Nada en la conversación previa lo había anunciado y, peor aún, ninguna ternura lo había seguido. Si un hombre no sabe elevarse hasta la pasión, siempre le queda la posibilidad de acabarla y ella esperaba, después de su entrega, un intercambio de palabras tiernas. Pero él se había retirado aprisa, como si estuviese avergonzado y por un instante pasó por la mente de Margaret la imagen de Helen y Paul.