Capítulo 19

Si se quiere mostrar Inglaterra a un extranjero, quizá lo mejor sea llevarle a las estribaciones de Purbeck Hills y hacerle subir a la cima, una milla al este de Corfe. De este modo se desplegarán a sus pies todos los aspectos de nuestra isla. Bajo las colinas está el valle del Frome y las tierras agrestes que bajan de Dorchester, negras y doradas, y van a reflejar sus aliagas en la amplia zona del Poole. Más allá se encuentra el valle del Stour, río inefable, sucio en Blandford, puro en Wimborne: el Stour, que emerge de los ricos campos para unirse al Avon bajo la torre de Chirstchurch. El valle del Avon, invisible, aunque el ojo avezado puede ver, en el lejano Norte, Cleabury Ring, que lo guarda, y la imaginación puede saltar más allá, a Salisbury Plain y aún más allá de la llanura, a los gloriosos Downs de la Inglaterra central. Ni siquiera la parte urbana está ausente de esta vista. La innoble costa de Bournemouth cubre a la derecha los pinos altivos que sugieren, con su belleza, las casas rojas y la Bolsa y que se extienden hasta las mismas puertas de Londres. Así es la expansión de la ciudad. Pero nunca tocará los riscos de Freshwaters y la isla conservará siempre su pureza de isla, hasta el fin de los tiempos. Vista desde el Oeste, la isla de Wight es hermosa más allá de las leyes de la hermosura. Es como si un fragmento de Inglaterra flotara en avanzadilla para saludar al extranjero: tierra de nuestra tierra, césped de nuestro césped, epítome de lo que vendrá después. Y tras este fragmento se encuentra Southampton, anfitrión de las naciones, y Portsmouth, un fuego latente, y a su alrededor, con doble y triple colisión de olas, bulle el mar. ¡Cuántas villas aparecen en esta panorámica! ¡Cuántos castillos! ¡Cuántas iglesias, pasadas o triunfantes! ¡Cuántos barcos, vías férreas y carreteras! ¡Qué increíble variedad de hombres trabajando bajo el cielo esplendoroso —¿con qué objeto?—! La razón flaquea y se repliega como una ola en la playa de Swanage; la imaginación se dilata, se expande y se ahonda hasta volverse geográfica y abrazar toda Inglaterra.

Y por ello, Frieda Mosebach, ahora fräu Architect Liesecke y madre de una criatura, fue llevada a esas alturas para que se impresionase y, tras una mirada prolongada, dijo que las colinas eran más elevadas allí que en Pomerania, lo cual era cierto, pero a mistress Munt le pareció una salida de tono. Poole Harbour estaba seco, cosa que incitó a Frieda a ensalzar la ausencia de lodo en la costa de Friedrich Wilhelms Bad, Rügen, donde las hayas se inclinan sobre el tranquilo Báltico sin mareas y donde las vacas pueden contemplar el mar. Muy a disgusto, mistress Munt pensó que tal vez fuera así, pero juzgó más sano que el mar se moviera.

—Y sus lagos ingleses, el Vindermere, el Grasmere, ¿son insanos?

—No, fräu Liesecke, pero es porque son de agua dulce y diferente. El agua salada tiene que tener mareas y subir y bajar, de lo contrario huele mal. Fíjese, por ejemplo, en los acuarios.

—¡Un acuario! Oh, mistress Munt, ¿quiere usted hacerme creer que un acuario de agua dulce apesta menos que uno de agua salada? Vaya, cuando mi cuñado Víctor coleccionaba renacuajos…

—No se dice «apesta» —interrumpió Helen—. Puedes decirlo, pero no pretendas hacerte la graciosa cuando lo digas.

—Bueno, pues «huele». Y el lodo de ahí abajo en Pool, ¿no huele? ¿O debo decir «no apesta»? Ja, ja, ja.

—Siempre ha habido lodo en Poole Harbour —dijo mistress Munt con un ligero fruncimiento del ceño—. Los ríos lo traen y se forman unos criaderos de ostras valiosísimos.

—Sí, eso es verdad —concedió Frieda, y finalizó otro incidente internacional.

—Bournemouth es —resumió su anfitriona citando una rima local que le gustaba mucho— «Bournemouth es, Poole era y Swanage será la ciudad más importante de todas y la mayor de las tres». Y ahora, fräu Liesecke, ya le he enseñado Bournemouth y Poole, así que retrocedamos un poco y volvamos a ver Swanage.

—Tía Juley, ¿no será ése el tren de Margaret?

Una débil columna de humo había estado rodeando el puerto y se dirigía hacia el sur, hacia ellas, sobre el negro y oro.

—Oh, la querida Margaret, espero que no se haya cansado demasiado.

—Me pregunto… me pregunto si se habrá quedado con la casa.

—Ojalá no se haya precipitado.

—Eso espero yo también.

—¿Será tan bonita como la de Wickham Place? —preguntó Frieda.

—Supongo que sí. Confía en míster Wilcox cuando se trata de sacar partido de las cosas. Todas las casas de Ducie Street son bonitas, en su estilo moderno, y no entiendo por qué no la conserva. Aunque, bien pensado, se instaló allí por Evie, y ahora que Evie se va a casar…

—¡Ay!

—Nunca has visto a miss Wilcox, Frieda. ¡Eres absurdamente casamentera!

—¿No es hermana de Paul?

—Y de aquel Charles —dijo mistress Munt con mucho sentimiento—. Oh, Helen, Helen, ¡qué tiempos!

Helen se rió.

—Meg y yo no tenemos el corazón tan blando. Si se presenta la oportunidad de conseguir una casa a buen precio, la tomamos.

—Mire, fräu Liesecke, el tren de mi sobrina. ¿Ve usted? Ya se acerca, ya se acerca. Cuando llegue a Corfe cruzará estas colinas; así que, si vamos al otro lado a ver Swanage, como yo proponía, lo veremos venir. ¿En marcha?

Frieda dijo que sí y en pocos minutos habían cruzado la cresta de la colina y cambiado la amplia panorámica por otra más reducida. Un valle bastante sombrío se extendía a sus pies, oscurecido por la ladera de los Downs costeros. A través de la isla de Purbeck veían Swanage, que pronto sería la ciudad más importante y más fea de las tres. El tren de Margaret reapareció, como mistress Munt había pronosticado, y fue saludado con aprobación por la tía Juley. Se detuvo a corta distancia y allí, según estaba planeado, Tibby debía recoger a su hermana y llevarla, junto con la cesta de la merienda, a reunirse con las tres mujeres.

—¿Ves? —dijo Helen a su prima—, los Wilcox coleccionan casas como tu cuñado Víctor coleccionaba renacuajos. Fíjate en las que tienen: una, Ducie Street; dos, Howards End, donde organicé aquel desaguisado; tres, una casa de campo de Shropshire; cuatro, la casa de Charles en Hilton, y cinco, otra cerca de Epsom; seis, Evie tendrá una casa cuando se case y probablemente un refugio en el campo, lo cual suma… siete. Ah, y una choza para Paul en África, ocho. Me gustaría que nos quedáramos con Howards End. ¡Era una casita preciosa, una ricura! ¿No te parece, tía Juley?

—¡Ay, hija, ya tuve bastantes cosas que hacer para fijarme en la casa! —dijo mistress Munt con graciosa dignidad—. Tuve que arreglarlo todo y dar explicaciones, y parar los pies a Charles Wilcox, por añadidura. Me parece que no recuerdo casi nada. Sólo me acuerdo de haber comido en tu habitación.

—Sí, yo también. Y, sin embargo, ¡válgame Dios, qué muerto parece ahora todo aquello! Aquel otoño empezó el movimiento anti-Paulino: tú, Frieda, Meg y mistress Wilcox, todas obsesionadas con la idea de que podía casarme con Paul a pesar de todo.

—Aún podrías hacerlo —dijo Frieda con desaliento.

—El Gran Peligro de los Wilcox no volverá jamás. Si de algo estoy segura, es de esto.

—Uno nunca está seguro de nada si no es de la certeza de sus propias emociones.

La observación cayó tristemente en la conversación. Pero Helen rodeó con el brazo a su prima, como si la quisiera más por haberla dicho. No era una observación original, ni Frieda la había pronunciado con el apasionamiento adecuado, porque tenía una mentalidad más patriótica que filosófica. Con todo, revelaba ese interés por lo universal que tienen la mayoría de los teutones y del que generalmente carecen los ingleses. Era, ilógicamente, lo bueno, lo bello y lo verdadero, en contraposición a lo respetable, lo bonito y lo adecuado. Era como un paisaje de Böcklin al lado de un paisaje de Leader, estridente y tosco, pero trémulo de vida sobrenatural. La frase de Frieda aguzaba el idealismo, conmovía el alma. Fue una mala preparación para lo que vino acto seguido.

—¡Miren! —gritó la tía Juley huyendo de las generalizaciones por la estrecha cresta del Down—. Vengan donde yo estoy y verán el carrito. ¡Ya veo el carrito!

Fueron a su lado y vieron venir el carrito. Margaret y Tibby estaban a la vista. Dejando atrás las laderas de Swanage, el carrito recorrió los prados verdeantes e inició el ascenso.

—¿Conseguiste la casa? —gritaron antes de que fuera posible oírlas.

Helen corrió al encuentro de su hermana. El camino pasaba sobre un promontorio y una vereda conducía a él en ángulos rectos sobre el borde del Down.

—¿Conseguiste la casa?

Margaret agitó la cabeza.

—¡Menuda lata! ¿Así que estamos como estábamos?

—No exactamente.

Margaret descendió. Estaba cansada.

—Un misterio —dijo Tibby—. Pronto se hará la luz.

Margaret se acercó a su hermana y le susurró que había recibido una proposición matrimonial de míster Wilcox.

Helen pareció divertida. Abrió la verja que daba a los Downs para que su hermano pudiera meter el carrito.

—Es típico de los viudos —hizo notar—. Tienen cara dura para cualquier cosa e invariablemente escogen a una amiga de la primera mujer.

La cara de Margaret reveló desesperación.

—Este tipo de… —se quedó cortada con un gritito—. Meg, ¿te ocurre algo?

—Espera un momento —dijo Margaret casi susurrando.

—Pero no habrás pensado… no habrás… —se contuvo—. ¡Tibby, date prisa! No puedo sujetar esta verja eternamente. ¡Tía Juley! Oye, tía Juley, prepara el té, por favor, y tú también, Frieda. Margaret y yo tenemos que hablar de casas. Iré en seguida —y volviendo el rostro hacia su hermana rompió a llorar.

Margaret se quedó estupefacta. Se oyó decir a sí misma:

—Bueno, bueno… —sintió que le tocaba una mano temblorosa.

—No lo hagas —sollozó Helen—, no lo hagas, Meg, no lo hagas —parecía incapaz de decir otra cosa. Margaret, temblando a su vez, la condujo camino arriba, hasta que entraron por otra verja en el Down.

—No lo hagas, no hagas una cosa semejante. Te digo que no lo hagas. No lo hagas. Lo sé, ¡no lo hagas!

—¿Qué sabes?

—El pánico y el vacío —sollozó Helen—. ¡No lo hagas!

Margaret pensó: «Helen es un poco egoísta. Yo nunca me he comportado así cuando ella ha tenido una oportunidad de casarse». Y dijo:

—Pero nos seguiremos viendo con frecuencia, y tú…

—No es eso —dijo Helen. Y se separó bruscamente y caminó distraída por el Down con los brazos extendidos y llorando.

—¿Qué te pasa? —le gritó Margaret siguiéndola a través del viento que se forma al atardecer en la ladera norte de las colinas—. ¡Esto es estúpido! —Y, de pronto, la estupidez se hizo patente en ella y el inmenso paisaje se enturbió. Helen volvía.

—Meg…

—No sé lo que nos ha pasado —dijo Margaret enjugándose los ojos—. Hemos debido de volvernos locas.

Helen se enjugó sus lágrimas y las dos sonrieron.

—Ven, siéntate.

—Muy bien. Me sentaré si tú te sientas.

—Eso es —un beso—. Y ahora dime, ¿qué sucede?

—Ya dije lo que quería decir. No lo hagas. Yo no lo haría.

—Helen, por el amor de Dios, para ya de decir «no lo hagas». Es una muestra de ignorancia. Es como si tuvieras la cabeza metida en el lodo. «No lo hagas» es probablemente lo que mistress Bast le está diciendo todo el día a míster Bast.

Helen seguía callada.

—¿Y bien?

—Cuéntamelo todo primero y quizá mientras tanto saque la cabeza del lodo.

—Así está mejor. Bueno, ¿por dónde empiezo? Cuando llegué a Waterloo… no, empezaré antes, porque quiero que lo sepas todo desde el principio. El «principio» fue hace diez días, cuando míster Bast vino a tomar el té y perdió el control. Yo le defendí y míster Wilcox se puso celoso por mi culpa; no mucho, un poquito nada más. Yo pensé que era algo involuntario que los hombres no pueden evitar, como no podemos nosotras. Ya sabes… al menos, en mi caso. Cuando un hombre me dice: «Fulanita de Tal es una chica muy guapa» me entra una momentánea rabia contra Fulanita de Tal y me gustaría retorcerle la oreja. Es un sentimiento molesto, pero no importante, que una puede dominar con facilidad. Pero no era sólo eso en el caso de míster Wilcox. Ahora lo comprendo.

—¿Así que tú le quieres?

Margaret reflexionó.

—Es hermoso saber que le importas realmente a alguien —dijo—. El hecho en sí ya es algo tremendo. ¿Te das cuenta? Le he conocido y me ha gustado durante casi tres años.

—Pero ¿le has querido?

Margaret escudriñó el pasado. Es agradable analizar los sentimientos mientras son sólo sentimientos, antes de entrar en la mecánica social. Con el brazo en torno a Helen, con los ojos perdidos en el paisaje, como si aquel campo u otro pudieran revelar el secreto de su corazón, meditó honradamente y dijo:

—No.

—Pero ¿lo querrás?

—Sí —dijo Margaret—, estoy segura. A decir verdad, empecé a quererle en cuanto empezó a hablar.

—¿Y has decidido casarte con él?

—Lo había decidido, pero ahora quiero discutirlo largamente contigo. ¿Qué tienes contra él, Helen? Haz un esfuerzo y dímelo.

Helen, a su vez, miró hacia delante.

—Es algo que me ocurre desde lo de Paul —dijo finalmente.

—Pero ¿qué tiene que ver míster Wilcox con Paul?

—Estaba allí; todos estaban allí aquella mañana, cuando bajé a desayunar y vi que Paul estaba aterrorizado… el hombre que me quería estaba aterrorizado y todo su ropaje había caído. Comprendí que el asunto era inviable, porque las relaciones personales son lo que importa para siempre y no la vida exterior de telegramas y furia.

Dijo toda la frase de un tirón, sin respirar, pero su hermana la entendió porque hacía referencia a ideas comunes.

—Esto es una tontería. En primer lugar, no estoy de acuerdo en lo tocante a la vida exterior. Bueno, ya lo hemos discutido un montón de veces. El quid de la cuestión es que existe una gran diferencia entre mi amor y el tuyo. Lo tuyo fue un romance; lo mío será mera prosa. No lo estoy minimizando: será buena prosa, pero reflexiva, bien pensada. Por ejemplo, yo conozco todos los defectos de míster Wilcox. Tiene miedo de las emociones. Da mucha importancia al éxito, poca al pasado. Sus sentimientos carecen de poesía; no son realmente sentimientos. Incluso me atrevería a decir —miró hacia las lagunas que centelleaban— que, espiritualmente, no es tan honesto como yo. ¿Te satisface esto?

—No —dijo Helen—. Esto me hace sentir peor aún. Debes de estar loca.

Margaret hizo un gesto de irritación.

—No pretendo que él, ni ningún hombre ni ninguna mujer colmen mi vida, ¡cielo santo, no! Hay montones de cosas en mí que él no entiende ni entenderá nunca.

Así hablaba Margaret antes de la ceremonia nupcial y de la unión física, antes de que la sorprendente campana de cristal que se interpone entre las parejas casadas y el mundo hubiera descendido. Iba a mantener su independencia más de lo que suelen mantenerla la mayoría de mujeres casadas de hoy en día. El matrimonio iba a alterar su suerte, no su carácter, y no se equivocaba al envanecerse de conocer a su futuro esposo. Sin embargo, el matrimonio alteró su carácter un poco. Había una sorpresa imprevista, una cesación de los vientos y los olores de la vida, una presión social que le haría pensar en términos conyugales.

—Y lo mismo puedo decir con respecto a él —continuó—. Hay montones de cosas en él, especialmente cosas que él hace, que siempre quedarán ocultas para mí. Tiene todas esas cualidades públicas que tú tanto desprecias y que permiten que todo este… —señaló el paisaje, que lo corroboraba todo—. Si los Wilcox no hubiesen trabajado y muerto en Inglaterra durante miles de años, ni tú ni yo podríamos sentarnos aquí sin que alguien nos cortara la cabeza. No habría trenes, ni barcos para transportarnos a nosotros, las personas literarias. Ni campos siquiera. Sólo salvajismo. No, ni siquiera eso, quizá. Sin su coraje, tal vez la vida no habría pasado del protoplasma. Cada vez más me niego a retirar mi renta y a despreciar a los que la garantizan. Hay veces en que creo que…

—Sí, a mí también me ocurre. Y a todas las mujeres. Por eso besé a Paul.

—¡Esto es una grosería! —dijo Margaret—. Mi caso es completamente distinto. Yo he meditado bien.

—Meditar no supone ninguna diferencia. Todo acaba igual.

—¡Memeces!

Hubo un largo silencio durante el cual la marea cubrió de nuevo Poole Harbour.

—Algo se perdería —murmuró Helen, al parecer para sí misma. El agua culebreó sobre los bancos de lodo hacia las aliagas y los brezos ennegrecidos. El Frome fue empujado tierra adentro, hacia Dorchester; el Stour, contra Wimbourne; el Avon, hacia Salisbury, y sobre este inmenso desplazamiento el sol presidía, guiándolo todo hacia el triunfo antes de hundirse en el descanso. Inglaterra estaba viva, palpitaba en sus estuarios, gritaba de alegría por boca de sus gaviotas y el viento del norte, con movimiento contrario, sopló con más fuerza contra el mar ascendente. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué objeto tienen sus formas hermosas, su variedad de suelos, su costa sinuosa? ¿Pertenece a los que la han moldeado y la han hecho temida por los demás países, o a los que no han añadido nada a su poder, pero la han visto, en cierto modo; a los que han visto toda la isla en su conjunto, yacente como una joya en el mar plateado, surcándolo como un barco cargado de almas, con toda la brava flota del mundo acompañándola en su viaje a la eternidad?