Capítulo 18

Cuando estaban sentados en la mesa del desayuno de la tía Juley, en «Los Laureles», intentando contener la hospitalidad excesiva de aquélla y gozando de la vista de la bahía, llegó una carta para Margaret que la llenó de turbación. Era de míster Wilcox. Le anunciaba «un cambio importante» en los planes. Debido a la boda de Evie, había decidido abandonar su casa de Ducie Street y deseaba arrendarla por anualidades. Era una carta comercial y decía francamente lo que le convenía y lo que no le convenía. Fijaba también una renta. Si estaban conformes con las condiciones, Margaret debía acudir de inmediato (estas palabras estaban subrayadas, cosa necesaria cuando se tienen tratos comerciales con mujeres) e inspeccionar la casa con él. Si no estaban conformes, le agradecería un telegrama a fin de ponerse en manos de un agente.

La carta perturbó a Margaret porque no estaba segura de lo que quería decirse en ella. Si a míster Wilcox le gustaba Margaret, si había maniobrado para hacerle ir a Simpson, ¿no podía ser aquella carta una maniobra para hacerle ir a Londres y acabar pidiéndola en matrimonio? Margaret se lo planteó a sí misma del modo más indelicado posible, con la esperanza de que su mente gritaría: «¡Qué barbaridad! ¡Eres una tonta presuntuosa!». Pero su mente sólo cosquilleó un poco y guardó silencio. Durante un rato Margaret se sentó a contemplar cómo rompían las olas y a preguntarse si la noticia sorprendería a los demás.

Apenas empezó a hablar, el sonido de su voz la tranquilizó: no dejaba traslucir nada. También las réplicas eran normales y en el ronroneo de la conversación sus temores se desvanecieron.

—No tienes por qué ir… —empezó a decir su anfitriona.

—No tengo por qué, pero ¿no sería mejor que fuera?, la cosa se está poniendo seria. Hemos dejado escapar una oportunidad tras otra y vamos a terminar en mitad de la calle, empaquetados con todos los enseres. No sabemos lo que queremos, éste es nuestro problema…

—No, no tenemos ninguna querencia —dijo Helen sirviéndose una tostada.

—Me pregunto si no debería ir hoy a la ciudad, quedarme con la casa si hay la más mínima posibilidad, volver en el tren de mañana por la tarde y empezar a disfrutar de una vez. No habrá distracción para mí ni para los demás hasta que no me quite de la cabeza este dichoso asunto.

—¿No tomarás una decisión precipitada, Margaret?

—No hay razón alguna para precipitarse.

—¿Y quiénes son los Wilcox? —dijo Tibby; una pregunta que puede parecer tonta, pero que resultaba sumamente conveniente, como pensó su tía cuando intentó contestarla—. No consigo situar a los Wilcox; no veo adonde van a parar.

—Yo tampoco —admitió Helen—. Es extraño que no les hayamos perdido de vista. De todas las personas que hemos conocido en hoteles, míster Wilcox es el único que permanece. Hace ya tres años de eso y nos hemos alejado de personas mucho más interesantes en ese tiempo.

—La gente interesante no proporciona casas.

—Margaret, si empiezas con tu faceta de inglesa honrada, te tiro el tarro de confitura por la cabeza.

—Es mejor que la faceta cosmopolita —dijo Margaret levantándose—. Y ahora, niños, ¿qué va a pasar? Ya conocéis la casa de Ducie Street. ¿Digo que sí o digo que no? Tibby, cariño, ¿qué dices? Estoy impaciente por oír vuestra opinión.

—Todo depende del sentido que des a las palabras «la más mínima posi…».

—No depende de nada, Tibby. Di «sí».

—Digo «no».

Entonces Margaret habló con seriedad:

—Creo —dijo— que nuestra raza está degenerando. No podemos resolver ni siquiera una cosa tan nimia como ésta, ¿qué sucederá cuando tengamos que resolver una cosa realmente importante?

—Será tan fácil como comer —respondió Helen.

—Estaba pensando en nuestro padre. ¿Cómo pudo decidirse a dejar Alemania, después de haber luchado por ella en su juventud, cuando sus sentimientos y sus amigos estaban allí? ¿Cómo pudo romper con su patriotismo y enderezar sus pasos en otra dirección? Es algo que a mí me mataría. Cuando tenía casi cuarenta años fue capaz de cambiar de país y de ideales. Y nosotros, a nuestra edad, no somos capaces de cambiar de casa. Es humillante.

—Quizá tu padre fue capaz de cambiar de país —dijo mistress Munt con aspereza—, y eso puede que sea bueno o puede que no. Pero no era más capaz de lo que sois vosotros de cambiar de casa. A decir verdad, lo hacía mucho peor. Nunca olvidaré lo que llegó a sufrir la pobre Emily cuando se trasladaron de Manchester a Londres.

—¡Lo sabía! —exclamó Helen—. Ya te lo dije. Son las cosas pequeñas las que lo enredan todo. Las importantes, las auténticas, no son nada cuando llegan.

—¡Enredar, querida! Eres muy joven para acordarte… es decir, ni siquiera estabas en el mundo cuando sucedió. Pero el mobiliario ya estaba en los camiones antes de que el contrato de arrendamiento de Wickham Place estuviera firmado. Emily tomó el tren con la nena, que era Margaret, y el equipaje de mano y se fue a Londres sin saber siquiera dónde estaba la nueva casa. Abandonar esa casa puede resultar duro, pero no será nada comparado con las penurias que tuvimos que pasar para meternos en ella.

Helen, con la boca llena, exclamó:

—Y éste es el hombre que venció a los austríacos, a los daneses, a los franceses, y a los alemanes que llevaba dentro. Y nosotros somos como él.

—Habla por ti —dijo Tibby—. Y, por favor, recuerda que yo soy un cosmopolita.

—Tal vez Helen tenga razón.

—Desde luego que tiene razón —dijo Helen.

Quizá Helen tenía razón, pero no fue a Londres y en cambio Margaret, sí fue. Unas vacaciones interrumpidas son el peor de los males menores y hay que perdonar a quien se sienta deprimido cuando una carta comercial le separa bruscamente del mar y los amigos. Margaret no podía creer que su padre hubiera experimentado nunca la misma sensación. Había sufrido molestias en los ojos últimamente y no pudo leer en el tren, así que se aburrió mirando el paisaje que había visto el día anterior. En Southampton dijo adiós a Frieda. Frieda iba a reunirse con ellos en Swanage y mistress Munt había calculado que sus trenes se cruzarían. Pero Frieda estaba mirando hacia otro lado y Margaret prosiguió el viaje hasta la ciudad sintiéndose una solitaria solterona. ¡Oh, qué reacción más típica de una solterona: imaginar que míster Wilcox la cortejaba! Margaret había visitado una vez a una solterona pobre, tonta y poco agraciada, poseída por la manía de que cada hombre que se le acercaba se enamoraba de ella. ¡Cómo había sangrado el corazón de Margaret al ver aquellas alucinaciones! ¡Cómo había disertado, razonado y, finalmente desesperada, asentido! «Quizá el vicario me ha engañado, querida, pero ese jovenzuelo que trae el correo al mediodía está entusiasmado conmigo, de veras; para serte sincera, ya me ha…». Siempre le había parecido el más detestable rincón de la senilidad; y, no obstante, tal vez ella estaba cayendo en lo mismo, arrinconada por la mera presión de la virginidad.

Míster Wilcox la esperaba en Waterloo. Margaret advirtió que no era el de siempre. Por alguna razón, se ofendía por todo cuanto ella decía.

—Ha sido usted extraordinariamente amable —empezó Margaret—, pero me temo que no va a resultar. Aún no se ha edificado la casa que necesita la familia Schlegel.

—¡Qué dice! ¿Ha venido decidida a no cerrar el trato?

—No exactamente.

—¿No exactamente? Pues empecemos.

Margaret se demoró admirando el automóvil, un vehículo nuevo y más hermoso que el gigante bermellón que había transportado a la tía Juley a su perdición tres años atrás.

—Presumo que es muy hermoso —dijo—. ¿Qué le parece a usted, Crane?

—Vamos, empecemos —repitió su acompañante—. ¿Y cómo diablos sabe usted que mi chófer se llama Crane?

—Porque conozco a Crane: una vez fui a pasear con Evie. Sé también que tiene usted un ama de llaves llamada Milton. Lo sé todo.

—¡Evie! —repitió él en un tono dolido—. No la verá, se fue con Cahill. No es divertido, sabe usted, que le dejen a uno solo. Trabajo todo el día, demasiado, a decir verdad, pero cuando vuelvo por la noche, créame, se me cae la casa encima.

—A mi manera absurda, yo también estoy sola —replicó Margaret—. Es muy triste tener que abandonar el viejo hogar. Apenas recuerdo nada anterior a Wickham Place. Helen y Tibby nacieron allí. Helen dice que…

—¿También usted se siente sola?

—Terriblemente sola. ¡Mire, la parte de atrás del Parlamento!

Míster Wilcox miró el Parlamento despectivamente. Las riendas más importantes estaban en otro sitio.

—Sí, están cotorreando, como de costumbre —dijo—. Pero iba usted a decir…

—Alguna tontería sobre el mobiliario. Helen dice que sólo el mobiliario perdura, en tanto que las personas y las casas perecen y que en el fin del mundo habrá un desierto de sillas y sofás… ¡imagínese!, que se extenderá hasta el infinito, sin nadie que se siente encima.

—A su hermana le encanta bromear.

—Helen dice que sí y mi hermano dice que no a la casa de Ducie Street. No es divertido ayudarnos, míster Wilcox, se lo aseguro.

—No es usted tan impráctica como aparenta ser. No lo creeré nunca.

Margaret se rió. Pero lo era: casi tan impráctica como aparentaba ser. No podía concentrarse en los detalles. El Parlamento, el Támesis, el chófer silencioso se cruzaban en el terreno de la caza de la vivienda y reclamaban un comentario o una respuesta. Es imposible ver la vida moderna a fondo y en su totalidad. Margaret había decidido verla en su totalidad. Míster Wilcox la veía a fondo, jamás se preocupaba de lo misterioso o de lo privado. El Támesis podía correr corriente arriba, el chófer podía ocultar todas las pasiones y toda la filosofía de este mundo bajo su piel mortecina. Allá ellos con sus asuntos. El suyo era éste.

Con todo, a Margaret le gustaba estar con él. Míster Wilcox no era un repelente, sino un estímulo y hacía que su depresión se desvaneciera. Veinte años mayor que Margaret, conservaba un don que ella creía haber perdido ya: no el poder creativo de la juventud, sino la confianza es sí mismo y el optimismo a ultranza. Estaba seguro de que éste es un mundo agradable. Su complexión era robusta, su pelo había retrocedido, pero no clareaba, su espeso bigote y los ojos que Helen había comparado con copas de coñac ocultaban una agradable amenaza, tanto si contemplaban las barracas como si escrutaban las estrellas. Algún día, dentro de miles de años, este tipo de individuo no será ya necesario. Por el momento, deben rendirle homenaje aquéllos que se creen superiores y que posiblemente lo son.

—En cualquier caso, contestó usted en seguida a mi telegrama —hizo notar míster Wilcox.

—Bueno, hasta yo soy capaz de ver una cosa interesante cuando la tengo delante.

—Me alegra que no desprecie usted los bienes terrenales.

—¡No, por Dios! Sólo los idiotas y los presuntuosos lo hacen.

—Me alegra mucho; mucho —repitió él, suavizándose súbitamente y volviéndose hacia ella, como si la observación le hubiese agradado—. Hay tanta hipocresía en los círculos pseudointelectuales… Me alegro de que usted no la comparta. El autosacrificio está muy bien como medio de fortalecer el carácter, pero no soporto a esos tipos que desprecian las comodidades. Suelen servir a intereses privados. ¿No opina usted igual?

—Las comodidades son de dos clases —dijo Margaret, que se mantenía en guardia—: las que podemos compartir con los demás, como el fuego, el tiempo o la música, y las otras, las que no podemos compartir, como la comida, por ejemplo. Depende.

—Me refiero al confort razonable, por supuesto. No me gustaría pensar que usted… —se aproximó, la frase quedó inconclusa. La cabeza de Margaret se volvió repentinamente estúpida y lo que tenía dentro pareció dar vueltas como el fanal de un faro. No la besó, porque eran las doce y cuarto y el coche pasaba frente a los establos de Buckingham Palace. Pero la atmósfera estaba tan cargada de emoción que la gente sólo parecía existir en función de ella y Margaret se sorprendió de que Crane no lo notase y se volviera. Por tonta que parezca Margaret, seguramente míster Wilcox estaba más… ¿cómo decirlo?, más «psicólogo» de lo normal. Siempre había sido un buen juez de los caracteres ajenos por motivos comerciales y aquel día parecía haber ampliado el campo de sus actividades, apreciar cualidades otras que la limpieza, la obediencia y la decisión.

—Quiero recorrer la casa de arriba a abajo —dijo ella cuando llegaron—. Tan pronto vuelva a Swanage, o sea mañana por la tarde, se lo explicaré todo una vez más a Helen y a Tibby y le telegrafiaré «sí» o «no».

—Muy bien. El comedor —y empezaron la inspección.

El comedor era grande, sobrecargado. El espíritu de Chelsea habría gruñido. Míster Wilcox había rehuido los esquemas decorativos temerosos, suaves, moderados y bellos a costa del confort y la exuberancia. Acostumbrada al equilibrio y la despersonalización, Margaret contempló con alivio el suntuoso artesonado, el friso, el papel dorado entre cuyo follaje los papagayos cantaban. Eso jamás encajaría con su mobiliario, pero aquellas sillas pesadas, aquel inmenso aparador cargado de bandejas de plata, todo el mobiliario se mantenía erguido contra la presión de los muros, como un conjunto de seres humanos. La estancia tenía un toque masculino y Margaret, aficionada a suponer a los capitalistas modernos descendientes de los guerreros y cazadores del pasado, la vio como un antiguo salón de recepciones, donde se sentaba el señor feudal para el festín, en medio de sus pares. Incluso la Biblia, una Biblia holandesa que Charles había traído de la guerra de los bóers, encajaba. Una estancia semejante admitía el postín.

—Esto es el vestíbulo.

El vestíbulo estaba enlosado.

—Aquí fumamos los caballeros.

Los caballeros fumaban en butacas de cuero beige. Parecía como si procediesen del automóvil.

—¡Oh, magnífico! —exclamó Margaret apoltronándose en una de las butacas.

—¿Le gusta? —dijo él fijando los ojos en su cara alzada, traicionando una nota casi íntima—. Es una tontería no buscar la comodidad, ¿no le parece?

—Sí, una semitontería. ¿Éstos son Cruikshanks?

—Gillrays. ¿Vamos al piso de arriba?

—¿El mobiliario procede de Howards End?

—El mobiliario de Howards End está en Oniton.

—Ah, ya… Sin embargo, a mí me interesa la casa, no el mobiliario. ¿Cuánto mide la sala de fumar?

—Treinta pies por quince. No, espere, quince y medio…

—Ya, ya. Míster Wilcox, ¿no le divierte la solemnidad con que la clase media enfoca el tema de la vivienda?

Pasaron al salón. Allí el gusto de Chelsea se habría encontrado mejor. Era pálido e inefectivo. Margaret podía imaginarse a las damas retirándose al salón mientras los señores discutían las realidades de la vida abajo, con acompañamiento de cigarros. ¿Era parecido el salón de mistress Wilcox en Howards End? En el momento en que este pensamiento entró en el cerebro de Margaret, Mr. Wilcox le pidió que fuera su esposa y la revelación de que su presentimiento había sido certero la dejó tan perpleja que casi se desmayó.

Pero la declaración no fue de las que pasan a formar parte de las grandes escenas de amor de la historia.

Miss Schlegel —la voz del hombre era firme—, la hice venir con un motivo falso. Quiero hablarle de un asunto mucho más serio que una casa.

Margaret casi contestó:

—Ya sé…

—¿Quiere compartir mi…? ¿Es posible que…?

—¡Oh, míster Wilcox! —interrumpió Margaret sosteniéndose en el piano y apartando los ojos—. Ya veo, ya veo. Le escribiré más adelante diciéndole sí o no.

Míster Wilcox empezó a tartamudear.

Miss Schlegel… Margaret… no entiende…

—Oh, sí, ya lo creo que sí —dijo Margaret.

—Le estoy pidiendo que sea mi mujer.

Los sentimientos de Margaret eran tan profundos que cuando él dijo «Le estoy pidiendo que sea mi mujer», experimentó un ligero sobresalto. Debía mostrar sorpresa, si él lo esperaba así. Le invadió una alegría inmensa, indescriptible, que no tenía nada que ver con la alegría humana, sino con esa felicidad plena que da el buen tiempo y que lo impregna todo. El buen tiempo proviene del sol, pero Margaret, en aquella ocasión, no percibía ningún núcleo radiante. Se quedó inmóvil en el salón, feliz y deseosa de dar felicidad. Al separarse de él comprendió que el núcleo radiante era el amor.

—¿Está usted ofendida, miss Schlegel?

—No, no, ¿cómo iba a estarlo?

Hubo una pausa momentánea. Él estaba ansioso de verse libre de ella y ella lo sabía. Margaret era demasiado delicada para observarle cuando se debatía para obtener las posesiones que el dinero no puede comprar. Él deseaba la camaradería y el afecto, pero los temía; y ella, que sólo se había ejercitado en desear y que podía haber arropado aquella lucha con una dosis de belleza, se mantenía distante y vacilaba con él.

—Adiós —dijo Margaret—. Recibirá usted carta mía… Me vuelvo a Swanage mañana.

—Gracias.

—Adiós, y soy yo quien le da las gracias.

—¿Quiere que le acompañe el coche?

—Sería muy amable por su parte.

—Preferiría haber escrito. ¿No cree que habría sido mejor?

—De ningún modo.

—Quisiera hacerle una pregunta más…

Margaret agitó la cabeza. Míster Wilcox parecía un poco desconcertado y se separaron.

Se separaron sin darse siquiera la mano: Margaret había mantenido la entrevista, a causa de míster Wilcox, en un tono de perfecta neutralidad. Sin embargo, temblaba de felicidad antes de llegar a su casa. Otros la habían amado en el pasado, si puede darse un nombre tan serio a sus breves deseos, pero aquellos otros habían sido «tontarrones»: jóvenes que no tenían nada que hacer o viejos que no podían encontrar nada mejor. También ella había «amado» a menudo, pero sin sobrepasar los límites de la simple atracción sexual: meras capitulaciones ante el atractivo masculino, rechazadas como merecían, con una sonrisa. Nunca hasta entonces su personalidad se había visto afectada. No era joven ni muy rica y le sorprendía que un hombre de posición la tomara en serio. Cuando se sentó a reflexionar en su casa vacía, rodeada de bellas pinturas y nobles libros, le envolvió un torbellino de emoción, como si una marea de pasión flotara en el aire de la noche. Agitó la cabeza, intentó centrar sus pensamientos y no lo consiguió. En vano se repetía: «Esto ya me ha pasado antes». Jamás le había pasado. La gran maquinaria, opuesta a la pequeña maquinaria, se había disparado y la idea de que míster Wilcox la amaba le obsesionaba aun antes de corresponder a su amor.

Sin embargo, no tomó ninguna decisión. «Oh, caballero, es algo tan repentino…». Esta púdica frase expresaba exactamente su estado de ánimo cuando llegó el momento. Las premoniciones no implican preparación. Margaret tenía que estudiar con más detenimiento su propia naturaleza y la de él; tenía que hablar judicialmente con Helen. Había sido una extraña escena de amor. Margaret reconocía el núcleo radiante del principio al final. Ella, en su lugar, habría dicho Ich liebe dich, aunque tal vez él no tuviera por costumbre desnudar su corazón. Quizá lo habría hecho si ella le hubiera presionado, como un deber, Inglaterra espera que cada uno de sus hombres abra su corazón una vez en la vida, pero el esfuerzo le habría supuesto una conmoción y Margaret no permitiría, mientras pudiera evitarlo, que míster Wilcox se viera obligado a bajar las defensas que había erigido contra el mundo. Nunca le molestaría con una charla emotiva o con una muestra de sentimentalismo. Ya era un hombre maduro y sería fútil e incorrecto corregirle.

Mistress Wilcox entraba y salía de su pensamiento como un fantasma querido, observando la escena (pensó Margaret) sin sombra de amargura.