La Era de la Propiedad ha traído consigo momentos amargos incluso para los propietarios. Cuando un traslado es inminente, los enseres se vuelven ridículos. Margaret, en aquellos momentos, pasaba las noches en claro preguntándose dónde, ¡dónde diablos!, se meterían ellos y sus pertenencias el próximo mes de septiembre. Sillas, mesas, cuadros, libros, objetos que habían rodado hasta ellos de generación en generación, debían seguir rodando como una bola de nieve de desperdicios que Margaret de buena gana habría enviado rodando al mar. Pero ahí estaban los libros de su padre: nadie los había leído, pero eran de su padre y había que conservarlos. Ahí estaba el costurero con tablero de mármol, al que su madre atribuía una gran utilidad, Dios sabe por qué. Había sentimientos adheridos a cada manecilla, a cada cojín de la casa, sentimientos personales a veces, pero más frecuentemente, sentimientos de piedad por los muertos, una prolongación de los ritos que deberían haber concluido en la tumba.
Era absurdo, si se pensaba. Helen y Tibby lo pensaron, pero Margaret estaba demasiado absorbida por los agentes de la propiedad. La propiedad feudal comportaba una cierta dignidad; la moderna propiedad de bienes muebles, en cambio, nos reduce a la categoría de horda trashumante. Estamos desembocando en la civilización del equipaje. Los historiadores futuros observarán que la clase media de nuestra época acrecentaba sus pertenencias sin echar raíces en la tierra y tal vez encuentre ahí el secreto de su pobreza imaginativa. Los Schlegel se sentían desamparados por la pérdida de Wickham Place. Wickham Place los ayudaba a equilibrar sus vidas, casi les aconsejaba. Pero tampoco el propietario se enriquecía espiritualmente. Construía cada vez más pisos en sus terrenos, sus automóviles eran cada vez más rápidos, su refutación del socialismo era cada vez más tajante, pero había roto la preciosa destilación de los años y ninguna medicina podía devolverla otra vez a la sociedad.
Margaret se fue deprimiendo. Quería zanjar definitivamente la cuestión de la casa antes de dejar Londres para pasar unos días, como cada año, con mistress Munt. Margaret apreciaba mucho aquellas vacaciones y quería tener la cabeza despejada de problemas para poder disfrutarlas. Swanage era un lugar triste pero estable y aquel año Margaret ansiaba más que de costumbre su aire fresco y las magníficas colinas de Downs que se alzan al norte de Swanage, como centinelas. Pero Londres la obnubilaba; en su ambiente no se podía concentrar. Londres estimula, pero no sostiene, y Margaret, al tiempo que correteaba por la superficie de la ciudad en busca de una casa sin saber siquiera qué clase de casa quería, pagaba el precio de las muchas sensaciones excitantes del pasado. No podía, por otra parte, desprenderse del lastre cultural: perdía el tiempo en conciertos a los que habría sido un crimen no asistir y en invitaciones a las que no habría sido capaz de rehusar. Al final se desesperó; decidió que no iría a ninguna parte, que se encerraría hasta encontrar una casa. A la media hora había roto su determinación.
En cierta ocasión, bromeando, se había lamentado de no conocer el restaurante Simpson, en el Strand. La nota que le llegó era una invitación de miss Wilcox para comer en ese restaurante. Les acompañaría míster Cahill, los tres charlarían animadamente y acabarían, tal vez, en el Hipódromo. Margaret no se sentía muy atraída por Evie y menos aún deseaba conocer a su prometido. Le sorprendió que no hubiesen invitado a Helen, que había insistido más en lo de Simpson. La invitación le conmovió por su tono íntimo y decidió que tendría que conocer a Evie más a fondo, de modo que declaró que «sencillamente, debía aceptar» y aceptó.
El ánimo le flaqueó de nuevo en cuanto vio a Evie en la puerta del restaurante, mirando firmemente a ninguna parte como era moda entre las mujeres deportistas. Miss Wilcox había cambiado perceptiblemente desde su compromiso. Su voz era más áspera, sus maneras más abiertas y adoptaba un cierto aire protector para con las vírgenes inexpertas. Margaret era lo bastante tonta como para sentirse afectada por esa actitud. Deprimida por el aislamiento, veía deslizarse ante sus ojos el barco de la vida llevando a bordo no sólo casas y muebles, sino personas como Evie y míster Cahill.
Hay momentos en que la virtud y la sabiduría nos abandonan y uno de esos momentos se produjo en Simpson, en el Strand. Mientras subía las escaleras, estrechas y cubiertas de espesas alfombras; mientras entraban en el comedor donde unos clérigos expectantes cortaban a rodajas una espalda de cabrito, Margaret experimentó una fuerte aunque errónea sensación de futilidad y deseó no haber salido de su pecera, donde nada se agitaba excepto el arte y la literatura, donde nadie se casaba, donde nadie lograba siquiera un noviazgo prolongado. Entonces hubo una pequeña sorpresa. «Papá dijo que quizá vendría. Sí, ahí está». Con una sonrisa de placer, Margaret se dirigió hacia él y la sensación de soledad se desvaneció.
—Me había propuesto venir si el trabajo me lo permitía —dijo él—. Evie me contó sus planes, así que me dejé caer por aquí y reservé mesa. Siempre hay que reservar mesa. Evie, no finjas que quieres sentarte al lado de tu anciano padre, porque no es cierto. Miss Schlegel, siéntese a mi lado, por compasión. ¡Dios mío, tiene usted un aspecto abatido! ¿Ha estado preocupándose de sus jóvenes oficinistas?
—¿Oficinistas? No, casas —dijo Margaret pasando junto a él hacia el reservado—. Y estoy hambrienta, no abatida. Quiero comer toneladas.
—Eso está bien. ¿Qué tomará?
—Pastel de pescado —dijo ella echando una ojeada al menú.
—¡Pastel de pescado! ¡Qué idea, tomar pastel de pescado en Simpson! No es eso lo que hay que pedir aquí.
—Entonces, escoja algo por mí —dijo Margaret quitándose los guantes. Estaba recobrando el humor y la referencia a Leonard Bast le había reanimado de un modo sorprendente.
—Espalda de cabrito —dijo míster Wilcox tras una profunda reflexión— y sidra para beber. Eso es lo que hay que pedir. Me gusta este lugar, para variar… de vez en cuando. Es tan old english, ¿verdad?
—Sí —dijo Margaret sin estar de acuerdo. Se hizo el encargo, las cosas siguieron su curso y el cocinero, bajo la dirección de míster Wilcox, cortó la carne, que era suculenta, y la apiló en los platos. Míster Cahill insistió en tomar solomillo, pero acabó admitiendo que se había equivocado. Evie y él se enzarzaron en una conversación de «Sí, fuiste tú» «no, no fui yo» que, si bien resulta fascinante para quienes la sostienen, ni desea ni merece la atención de los demás.
—Es una regla de oro dar propina al cocinero. Dar propina a todo el mundo es mi lema.
—Sí, supongo que hace la vida más humana.
—Así la gente te reconoce en otra ocasión. Especialmente en el Este; allí, si das una propina, te recuerdan por los siglos de los siglos.
—¿Ha estado usted en Oriente?
—Bueno, en Grecia y Levante. Solía ir por motivos comerciales y deportivos a Chipre. Es una especie de sociedad militar. Unas pocas piastras sabiamente distribuidas ayudan a conservar fresco el recuerdo de uno. Pero, naturalmente, esto a usted le parecerá muy cínico. ¿Cómo va su club de debates? ¿Ha surgido alguna nueva utopía últimamente?
—No, ahora me dedico a la caza de la vivienda, míster Wilcox, como ya le dije. ¿Sabe usted de alguna casa?
—Me temo que no.
—Vaya, ¿de qué sirve ser práctico si no puede proporcionar una casa a dos mujeres angustiadas? Nosotras nos conformamos con una casita pequeña que tenga muchas y amplias habitaciones.
—¡Evie, escucha esto! Miss Schlegel quiere que me convierta en su agente de la propiedad.
—¿Qué pasa, padre?
—Necesito una casa nueva antes de septiembre y alguien tiene que encontrarla, ya que yo no puedo.
—Percy, ¿tú sabes algo de algo?
—Me parece que no —dijo míster Cahill.
—¡Muy propio de ti! No sirves para nada.
—¡Que no sirvo para nada! ¿Han oído? ¡Para nada! Oh, vamos…
—Está bien, está bien, no eres un inútil. ¿Qué opina usted, miss Schlegel?
El torrente del amor, después de haber salpicado con unas gotas a Margaret, se desvió hacia su curso habitual. Margaret los miró con simpatía. Con el aplomo había recobrado la sociabilidad. La conversación y el silencio le complacían por igual, así que, mientras míster Wilcox hacía algunas averiguaciones previas sobre el queso, sus ojos estudiaron el restaurante y admiraron sus bien calculados tributos a la solidez de nuestro pasado. Aunque no era más old english que las obras de Kipling, había seleccionado las reminiscencias con tanta precisión que el sentido crítico de Margaret se sintió atenuado. Los comensales, a quienes se alimentaba con propósitos imperiales, conservaban la apariencia externa de Parson Adams o de Tom Jones. Retazos de conversaciones llegaban caprichosamente a los oídos de Helen. «¡Tiene usted razón! Cablegrafiaré esta noche a Uganda», llegó de la mesa vecina. «¿El emperador quiere guerra? Bueno, la tendrá», opinaba el clérigo. Margaret sonrió ante estas incongruencias.
—La próxima vez —dijo a míster Wilcox—, vendrá usted a comer conmigo al míster Eustace Miles.
—Será un placer.
—No, no le gustará nada —dijo ella alargando el vaso para que le sirviera más sidra—. Allí todo son proteínas y vitaminas; la gente se te acerca y te dice: perdone, pero tiene usted una aura muy hermosa.
—¿Una qué?
—¿Nunca ha oído hablar del aura? ¡Oh, dichoso mortal! Yo dedico horas a la mía. ¿Tampoco le han hablado a usted del plano astral?
Míster Wilcox había oído hablar de planos astrales y los censuraba.
—Así es. Afortunadamente, era el aura del Helen, no la mía. Tuvo que seguir la corriente y hacer los cumplidos de rigor. Yo me limité a permanecer sentada, con el pañuelo en la boca, hasta que se marchó aquel individuo.
—Al parecer viven ustedes unas experiencias muy divertidas.
A mí nadie me ha dicho nunca nada de mí… ¿cómo dice que se llama? A lo mejor es que no tengo.
—Oh, sí, tiene que tener, a la fuerza. Pero quizá es de un color tan horrible que nadie se atreve a mencionarla.
—Dígame, miss Schlegel, ¿cree usted realmente en lo sobrenatural y todo eso?
—Ésa es una pregunta difícil de contestar.
—¿Por qué? ¿Gruyere o Stilton?
—Gruyere, por favor.
—Es mejor que tome Stilton.
—Pues Stilton. Porque, aunque no creo en auras, creo que la teosofía es sólo un inicio de camino…
—… es decir, que puede haber algo, a fin de cuentas —concluyó él frunciendo el entrecejo.
—Ni siquiera eso. Puede ser un inicio de camino en una dirección equivocada. No puedo explicárselo. No creo en todas estas modas y, sin embargo, no me gusta decir que no creo en ellas.
Míster Wilcox pareció poco satisfecho y añadió:
—¿De modo que no me daría usted su palabra de que no tiene relación con los cuerpos astrales y todo lo demás?
—Podría hacerlo, sí —dijo Margaret sorprendida de que aquel punto tuviera alguna importancia para él—. Desde luego que sí. Cuando le dije que perdía horas cultivando mi aura sólo pretendía ser graciosa. Pero ¿por qué quiere saberlo?
—No lo sé.
—Vamos, míster Wilcox, sí que lo sabe.
—Sí, lo sé.
—No, no lo sabe —corearon los enamorados. Margaret guardó silencio un momento y luego cambió de tema.
—¿Qué tal va la casa?
—Igual que cuando usted la honró la semana pasada.
—No me refiero a la de Ducei Street, sino a la de Howards End, por supuesto.
—¿Por qué «por supuesto»?
—¿No podría usted echar al inquilino y meternos a nosotros? Estamos enloquecidos.
—Déjeme pensar. Me gustaría ayudarlos. Pero yo creía que querían quedarse en la ciudad. Le voy a dar un consejo: elija un distrito, luego elija un precio y no se mueva. Así conseguí yo Ducie Street y Oniton. Me dije a mí mismo: «Quiero estar exactamente ahí» y ahí estoy. Y como Oniton hay mil sitios.
—Pero yo me muevo. Los hombres parecen imantar las casas: las miran fijamente y las casas acuden temblando. Las mujeres, no. Las casas nos imantan a nosotras. No controlo este viscoso asunto. Las casas están vivas, ¿no?
—Estoy perdido —dijo él y añadió—: No hablará usted en estos términos con el empleado de la agencia, ¿verdad?
—Claro, supongo que sí, más o menos. Yo hablo de la misma manera con todo el mundo… o, al menos, lo intento.
—Ya, ya sé. ¿Y cree usted que él le entiende?
—Eso es asunto suyo. No creo en eso de adaptar la conversación al interlocutor. Sin duda hay que encontrar un medio de comunicación que vaya bien, pero eso no quiere decir que sea lo verdadero; no más que el dinero y la comida. El dinero no es alimenticio. Se lo damos a las clases inferiores y ellos nos lo devuelven; es lo que se llama «relación social» o «mutuo esfuerzo», cuando no es más que mutua trivialidad, si es algo. Nuestros amigos de Chelsea no lo ven así. Dicen que hay que ser inteligible a toda costa y sacrificar…
—A las clases inferiores —interrumpió míster Wilcox como si metiera la mano en la disertación—. Bien, admite usted que hay ricos y pobres. Ya es algo.
Margaret no supo qué responder. ¿Era increíblemente idiota o la entendía mejor de lo que ella se entendía a sí misma?
—Usted admite que si la riqueza se dividiera en partes iguales, al cabo de pocos años habría otra vez ricos y pobres como ahora. El hombre trabajador estaría arriba y el inútil se iría al fondo.
—Todo el mundo admite eso.
—Sus socialistas, no.
—Mis socialistas, sí. Los suyos, quizá no; pero sospecho que los suyos no son socialistas, sino títeres que usted ha construido para su entretenimiento. No conozco a nadie a quien pueda rebatirse tan fácilmente.
Míster Wilcox se habría molestado si su oponente no hubiera sido una mujer. Pero las mujeres pueden decir cualquier cosa —ésa era una de sus creencias sagradas— y sólo respondió con una alegre sonrisa.
—No me importa. Ha hecho usted dos dañinas concesiones y yo estoy con usted de todo corazón en ambas.
Acabaron la comida y Margaret, que se había excusado de ir al Hipódromo, se marchó. Evie apenas si le había dirigido la palabra y Margaret sospechaba que la salida había sido planeada por el padre. Uno y otro estaban desligándose de sus respectivas familias en beneficio de un conocimiento más íntimo. La cosa venía de mucho tiempo atrás. Margaret había sido amiga de su mujer y, en calidad de tal, él le había dado aquel frasco de sales como recuerdo. Había sido muy amable por su parte el haberle dado aquel frasco de sales; siempre la había preferido a Helen, al contrario de lo que ocurría con la mayoría de los hombres. Pero los progresos en los últimos tiempos habían sido asombrosos. Habían avanzado más en una semana que en dos años y ambos empezaban a conocerse a fondo recíprocamente.
Margaret no olvidó su promesa de darle a conocer el Eustace Miles y le invitó a comer tan pronto pudo asegurarse la compañía de Tibby. Míster Wilcox acudió y compartió los platos vitaminados con humildad.
A la mañana siguiente los Schlegel se fueron a Swanage. No habían conseguido aún encontrar casa.