Leonard aceptó la invitación el sábado siguiente. Pero había estado en lo cierto: la visita resultó un perfecto fracaso.
—¿Azúcar? —dijo Margaret.
—¿Pastel? —dijo Helen—. ¿La tarta grande o los pastelillos? Temo que encontrase usted mi carta un poco rara, pero ya le explicaremos… en realidad, no somos raras, ni afectadas, de veras. Sólo un poco… exageradas, eso es todo.
Como perro faldero, Leonard no era brillante. No era un italiano y mucho menos un francés, por cuya sangre corre el espíritu de la insinuación y la réplica; su ingenio era el ingenio Cockney, no abría puertas a la imaginación, y Helen se quedó cortada por un «Cuanto más hable una mujer, mejor», administrado juguetonamente.
—Ah, sí —dijo ella.
—Las mujeres brillan…
—Sí, ya sé: las mujeres son rayos de sol. Le daré una bandeja.
—¿Le gusta a usted su trabajo? —interrumpió Margaret.
Leonard, a su vez, se quedó cortado. No estaba dispuesto a permitir que aquellas mujeres metieran las narices en su trabajo. Ellas eran el Romance, como la habitación en la que por fin había entrado, con curiosas escenas de personas bañándose en las paredes, como las mismas tazas de té, con sus delicados bordes de frambuesas. Pero no estaba dispuesto a permitir que el Romance se interfiriese en su vida. Cuando esto ocurre, interviene el diablo.
—Oh, bastante, sí —respondió.
—¿Su empresa es la Porphyrion, verdad?
—Sí, en efecto… —bastante ofendido—. Es curioso cómo se saben las cosas.
—¿Por qué curioso? —preguntó Helen que no había entendido el alcance de sus pensamientos—. Lo pone a todo lo largo de su tarjeta, y teniendo en cuenta que le escribimos allí y que usted respondió en un papel con membrete…
—¿Cree usted que la Porphyrion es una gran compañía de seguros? —continuó Margaret.
—Depende de lo que usted considere grande.
—Quiero decir una empresa sólida, estable, que ofrezca un porvenir razonablemente brillante a sus empleados.
—No podría decirle… Unos le dirán una cosa y otros otra —dijo el empleado, incómodo—. Por mi parte —meneó la cabeza—, sólo creo la mitad de lo que oigo. No, ni siquiera eso, es más seguro. He advertido que los más listos son los que más se equivocan. Sí, nunca se es bastante cuidadoso.
Bebió y se secó el bigote, que resultó ser uno de esos bigotes que siempre se meten en las tazas de té, que dan más molestias de lo que valen y que no están ni siquiera de moda.
—Estoy de acuerdo con usted, y por eso tenía curiosidad. ¿Es una empresa sólida y estable?
Leonard no tenía la menor idea. Sabía lo que se refería a su máquina de escribir y nada más. No deseaba confesar ignorancia ni conocimiento y, en estas circunstancias, otro movimiento de cabeza le pareció lo más adecuado. Para él, como para el público inglés, la Prophyrion era la Porphyrion de los anuncios: un gigante al estilo clásico, pero decentemente vestido, que sostenía en una mano una antorcha encendida y señalaba con la otra hacia Saint Paul y Windsor Castle. Debajo figuraba escrita una elevada suma de dinero y cada cual podía sacar sus propias conclusiones. El gigante hacía que Leonard realizase operaciones aritméticas, que escribiese cartas y que explicase las reglas a los nuevos clientes o que las volviese a explicar a los viejos. Los gigantes, ya se sabe, tienen una moralidad impulsiva. Éste en particular, pagaba con ostentosa rapidez una alfombra para la chimenea de mistress Munt y denegaba con lentitud una reclamación importante, por la que luchaba de tribunal en tribunal. Pero sus verdaderas luchas, sus antecedentes, sus amores con otros miembros del Panteón, todo eso quedaba tan lejos del alcance de los simples mortales como las escapadas galantes de Zeus. Mientras los dioses son poderosos, poco sabemos acerca de ellos. Sólo en los días de su decadencia entra la luz en los cielos.
—Nos han dicho que la Porphyrion no tiene empuje —estalló Helen—. Queríamos contárselo. Por eso le escribimos.
—Un amigo nuestro cree que está insuficientemente reasegurada —dijo Margaret.
Ahora Leonard tenía su clave: debía ensalzar a la Porphyrion.
—Pueden decirle a su amigo —dijo— que está equivocado.
—Ah, bueno.
El joven enrojeció ligeramente. En su círculo, equivocarse era fatal. A las Schlegel, en cambio, no les importaba haberse equivocado, estaban realmente contentas de haber sido mal informadas. Para ellas nada era irremediable, excepto el mal.
—Equivocado, por así decirlo —añadió.
—¿Cómo «por así decirlo»?
—Quiero decir que yo no diría que está absolutamente en lo cierto.
Había dado un paso en falso.
—Entonces acierta en parte —dijo la mayor de las dos mujeres con la rapidez con que se enciende una luz.
Leonard replicó que todo el mundo está en lo cierto en parte, si es a lo que iban.
—Míster Bast, yo no entiendo de negocios y me atrevo a decir que mis preguntas son estúpidas, pero ¿puede usted decirme cuál es la diferencia entre una empresa que va bien y una que va mal?
Leonard se recostó en su asiento con un suspiro.
—Nuestro amigo, que también es un hombre de negocios, fue concluyente al respecto. Dijo que antes de Navidad…
—Y le aconsejaba a usted que se despidiese —terminó Helen—. Pero no veo por qué habría de saberlo él mejor que usted.
Leonard se frotó las manos. Estaba tentado de decir que no sabía nada en absoluto de aquel asunto. Pero su educación comercial era demasiado fuerte. No podía decir que era un mal asunto, porque eso habría sido renunciar; no podía decir que era un buen asunto, porque habría sido renunciar igualmente. Intentó decir que era algo equidistante de ambos extremos, con amplias posibilidades en las dos direcciones, pero se hundió ante la mirada de cuatro ojos sinceros. Y, sin embargo, apenas lograba establecer distingos entre las dos hermanas. Una era más hermosa y más vivaz, pero «las Schlegel» seguían siendo un complejo dios hindú, cuyos brazos ondulantes y contradictorios discursos eran producto de una sola cabeza.
—Sólo hay una cosa cierta —recalcó—: Que «las cosas pasan», como dijo Ibsen.
Estaba rabiando por hablar de libros y sacar el máximo partido de su hora romántica. Los minutos transcurrían mientras las dos mujeres, con imperfecta habilidad, discutían el tema del reaseguro o ensalzaban a su anónimo amigo. Leonard empezó a molestarse, quizá con razón. Hizo vagas alusiones a esas personas, entre las que él no se contaba, que se sienten molestas cuando los demás discuten sus asuntos, pero ellas no entendieron la indirecta. Un hombre habría mostrado más tacto. Las mujeres, muy diplomáticas en ciertos aspectos, son muy obtusas en este terreno. No comprenden por qué ocultamos nuestras ganancias y nuestras expectativas bajo un tupido velo. «¿Cuánto tiene usted y cuánto espera usted tener el próximo mes de junio?». Las Schlegel sostenían la teoría de que la reticencia en asuntos monetarios era absurda y de que la vida sería más auténtica si cada uno dijera la medida exacta de la isla de oro sobre la que se asienta, el tamaño exacto del alma sobre la que vive el cuerpo, o sea, lo que no es dinero. De otro modo, ¿cómo puede uno enjuiciar el modelo?
Y los minutos preciosos transcurrían y Jacky y la miseria se aproximaban cada vez más. Al final ya no pudo resistirlo y explotó, recitando febrilmente nombres de libros. Hubo un momento de intensa alegría cuando Margaret dijo: «Así que a usted le gusta Carlyle», y entonces se abrió la puerta y entraron «míster y miss Wilcox» precedidos de dos cachorrillos saltarines.
—¡Oh, qué ricos! ¡Evie, qué cosa más mona! —chilló Helen cayendo a cuatro patas.
—Trajimos a estos amiguitos —dijo míster Wilcox.
—Los crío yo misma.
—¡De veras! Míster Bast, venga y juegue con estos cachorrillos.
—Tengo que irme ya —dijo Leonard amargamente.
—Pero juegue antes un rato con estos cachorrillos.
—Éste es Achab y ésta es Jezabel —dijo Evie, que era de las que ponen a los animales los nombres de los personajes menos afortunados del Antiguo Testamento.
—Me tengo que ir.
Helen estaba demasiado ocupada con los cachorrillos para advertir su presencia.
—Míster Wilcox, míster Ba… ¿se va usted ya, de veras? Bueno, adiós.
—Vuelva a visitarnos —dijo Helen desde el suelo.
Entonces la ira de Leonard se desbordó. ¿Por qué había de volver? ¿De qué serviría? Dijo rotundamente:
—No, no volveré: sería un fracaso.
Cualquier persona le habría dejado marchar. «Fue una equivocación. Intentamos conocer gente de otra clase: imposible». Pero las Schlegel no habían jugado nunca con la realidad de la vida. Habían intentado entablar una amistad y estaban dispuestas a arrostrar las consecuencias. Helen replicó:
—Considero esta observación muy grosera. ¿Por qué razón me ataca usted? —y, de pronto, el saloncito se llenó con los ecos de una vulgar pelea.
—¿Usted me pregunta por qué le ataco?
—Sí.
—¿Para qué me ha hecho usted venir?
—¡Para ayudarle, estúpido! —gritó Helen—. ¡Y no grite!
—Yo no quiero su protección. Yo no quiero su té. Yo era feliz, ¿para qué quieren alterarme? —se volvió a míster Wilcox—. Se lo voy a explicar a este caballero. Yo le pregunto, señor, ¿tengo que dejar que me picoteen el cerebro?
Míster Wilcox se volvió a Margaret con aquel aire de fuerza y humor que podía adoptar sin esfuerzo:
—¿Interrumpimos, miss Schlegel? ¿Podemos serle de alguna utilidad?
Margaret le ignoró.
—Yo estoy relacionado con una de las primeras sociedades aseguradoras, señor, y recibo lo que considero una invitación de estas… damas —arrastró la palabra—. Vengo y resulta que quieren picotearme el cerebro. Y yo le pregunto, ¿es esto justo?
—Enormemente injusto —dijo míster Wilcox provocando un ahogo en Evie, que sabía que su padre se estaba poniendo peligroso.
—Eh, ¿lo oyen ustedes? Enormemente injusto dice este caballero. ¡Ahí lo tienen! No contenta con… —señaló a Margaret—, no puede usted negarlo —levantó la voz; estaba entrando en el ritmo de una escena con Jacky—. Pero en cuanto les soy útil, la cosa cambia: «Oh, sí, enviad a buscarlo. Ponedle acertijos. Picotead su cerebro, oh, sí». Miren cómo soy: un hombre tranquilo, un perfecto cumplidor de las leyes; no quiero situaciones desagradables, pero yo… yo…
—Usted… —dijo Margaret—, usted… usted…
Evie se echó a reír, como si estuviera presenciando una comedia.
—Usted es el hombre que intentó guiarse por la Estrella Polar.
Más carcajadas.
—Usted vio amanecer.
Carcajadas.
—Usted intentó huir de las nieblas que nos están ahogando; usted dejó atrás los libros y las casas en busca de la verdad. Usted estaba buscando un verdadero hogar.
—No veo la relación —dijo Leonard rojo de estúpida indignación.
—Yo tampoco —una pausa—. Usted era eso el domingo pasado y hoy es esto. ¡Míster Bast! Mi hermana y yo hemos hablado mucho de usted. Queríamos ayudarle, suponíamos que usted también nos ayudaría a nosotras. No le trajimos para hacer caridad (cosa que nos molesta) sino porque teníamos la esperanza de que habría alguna relación entre el domingo pasado y los demás días.
¿De qué sirven las estrellas y los árboles y el amanecer si no entran en nuestras vidas cotidianas? Nunca han entrado en la mía, pero en la suya, nosotras pensábamos que… ¿No tenemos que luchar todos contra la mediocridad de nuestra vida diaria, contra la alegría mecánica, contra la suspicacia? Yo lucho recordando a mis amigos; otras personas que conozco lo hacen recordando algún lugar, algún lugar o algún árbol querido. Nosotras creíamos que usted era una de estas personas.
—Desde luego, si ha habido algún malentendido —murmuró Leonard—, lo único que puedo hacer es irme. Pero yo les ruego que aclaren… —hizo una pausa. Achab y Jezabel danzaban entre sus botas y le hacían parecer más ridículo—. Estaban ustedes picoteándome el cerebro para obtener información comercial. Puedo probarlo, puedo… —resopló y se fue.
—¿Puedo ayudarle? —dijo míster Wilcox dirigiéndose a Margaret—. ¿Quiere que hable tranquilamente con él en el vestíbulo?
—Helen, ve tras él… haz algo, algo… para hacer entender a este cabezota.
Helen dudaba.
—¿Cree usted realmente —dijo el visitante— que debe ir?
Helen se fue al instante. Míster Wilcox continuó:
—Yo habría intervenido, pero me di cuenta de que podía usted sacudírselo de encima por sí misma. Preferí no intervenir. Estuvo usted magnífica, miss Schlegel, absolutamente espléndida. Le doy a usted mi palabra: pocas mujeres habrían conseguido dominar la situación.
—Sí —dijo Margaret distraídamente.
—Avasallarlo con aquellas frases tan largas fue lo que me impresionó más —exclamó Evie.
—Sí, es cierto —rió su padre—, todo aquello de la «alegría mecánica», ¡formidable!
—Lo siento mucho —dijo Margaret recobrándose—. Es una persona encantadora, de veras. No comprendo qué le sacó de quicio. Ha sido una situación muy desagradable para ustedes.
—No se preocupe —dijo míster Wilcox y luego, cambiando de expresión, preguntó si podía hablar como un viejo amigo. Concedido el permiso, dijo—: ¿No cree que debería ser usted más cuidadosa?
Margaret se rió, aunque sus pensamientos estaban todavía pendientes de Helen.
—¿Se da usted cuenta de que todo esto es culpa suya? —dijo ella—. Usted es el único responsable.
—¿Yo?
—Sí. Éste es el joven a quien teníamos que prevenir sobre el asunto de la Porphyrion. Le previnimos y ya ve los resultados.
Míster Wilcox estaba desconcertado.
—Creo que esta deducción no es justa —dijo.
—Evidentemente, es injusta —dijo Margaret—. Sólo estaba pensando en lo complicadas que son las cosas. En gran parte, la culpa es nuestra. Ni de usted ni de él.
—¿Ah, no es de él?
—No.
—Miss Schlegel, es usted demasiado generosa.
—Ya lo creo —asintió Evie un tanto despectivamente.
—Se comporta usted demasiado bien con la gente y la gente acaba por imponérsele. Yo conozco el mundo, y conozco a este tipo de hombres. En cuanto entré en la habitación comprendí que no le había tratado usted del modo adecuado. Hay que guardar las distancias con estos tipos. De lo contrario pierden la compostura. Es triste, pero cierto. No son de nuestra clase y hay que afrontar este hecho.
—Sí…
—Admita que no habríamos tenido que soportar tantas impertinencias si ese individuo hubiera sido un caballero.
—Lo admito sin reservas —dijo Margaret que paseaba arriba y abajo de la habitación—. Un caballero habría disimulado sus sospechas.
Míster Wilcox la contempló con una vaga incomodidad.
—¿Qué sospechas?
—Que queríamos sacarle dinero.
—¡Menudo animal! ¡Es intolerable! ¿Pero cómo habrían ustedes de aprovecharse de él?
—Exacto, ¿cómo? ¡Ah, la horrible y corrosiva sospecha! Un ápice de reflexión o de buena voluntad la habrían disipado. El miedo insensato es lo que hace a los hombres comportarse como animales intolerables.
—Vuelvo a mi punto de partida: debería usted ser más cuidadosa, miss Schlegel. Sus criados deberían tener órdenes de no dejar entrar a esta clase de personas.
Ella se volvió hacia su visitante francamente.
—Déjeme explicarle por qué nos gusta este hombre y por qué queremos que vuelva.
—Vamos, esto es lo que usted dice. Yo nunca creeré que le gusta este hombre.
—Pues sí. En primer lugar, porque se siente atraído por la aventura, igual que usted. Sí, usted va en coche, caza… a él le gusta ir al campo. En segundo lugar, porque busca algo especial en la aventura. Es más rápido llamar a este algo especial poesía.
—Ah, ya, es un escritor.
—No, no. Podría serlo, pero escribiría unas insensateces pesadísimas. Tiene la cabeza llena de residuos de libros y cultura: horroroso. Nosotras pretendemos que despeje su cabeza y que vaya directamente a la realidad, queremos enseñarle a encontrar la verdadera vida. Como ya le dije:los amigos, el campo, algo… —vaciló—. Al parecer, se necesita alguna persona querida o algún lugar querido para aliviar la monotonía cotidiana y para comprobar que es realmente gris. A ser posible, uno debería tener ambas cosas.
Algunas palabras resbalaron sobre míster Wilcox. Las dejó resbalar. Captó otras y las criticó con admirable lucidez.
—Su equivocación es ésta, una equivocación muy común. Este jovenzuelo zascandil tiene su propia vida. ¿Con qué derecho saca usted la conclusión de que su vida es un fracaso o, como usted acaba de llamarla, «gris»?
—Porque…
—Un momento, un momento. Usted no sabe nada de él. Probablemente tendrá sus propios placeres, sus centros de interés: la mujer, los niños, una casita confortable… Por eso nosotros, los individuos prácticos —sonrió—, somos más tolerantes que ustedes, los intelectuales. Vivimos y dejamos vivir; suponemos que los demás se apañan buenamente y que el hombre de la calle está plenamente capacitado para cuidar de sí mismo. Le concedo que… Verá, yo miro las caras de mis empleados en la oficina y observo que son sombrías, sí, pero no sé lo que hay detrás. Lo mismo digo, por otra parte, de Londres. En cierta ocasión le oí despotricar de Londres, miss Schlegel, y, aunque parezca extraño, me puse furioso con usted. ¿Qué sabe de Londres? Usted sólo ve la civilización desde fuera. No digo que sea éste su caso, pero muchas veces esta actitud lleva a la morbosidad, al descontento y al socialismo.
Margaret admitió la fuerza de los argumentos del hombre, aunque fueran argumentos contrarios a la imaginación. A medida que él hablaba, algunas avanzadillas de la poesía y quizá de la compasión se derrumbaban. Margaret se retiró a lo que llamaba «su segunda línea»: a los hechos específicos del caso.
—Su mujer es una vieja aburrida —dijo simplemente refiriéndose a Leonard—. Él no regresó a casa el sábado por la noche porque quería estar solo. Entonces ella pensó que estaba con nosotras.
—¿Con ustedes?
Evie rió entre dientes.
—Sí. No tiene la casita confortable que usted le atribuye. Necesita de algún interés externo.
—¡Qué hombre más pícaro!
—¡Pícaro! —dijo Margaret que odiaba la picardía más que al pecado—. Cuando usted se case, miss Wilcox, ¿no necesitará de algún interés externo?
—Al parecer, este tipo lo ha encontrado —apuntó míster Wilcox astutamente.
—Cierto, padre, cierto.
—Estaba vagando por Surrey, si es eso lo que quiere decir —dijo Margaret alejándose despechada.
—¡Oh, sí, sin duda!
—¡Es cierto, miss Wilcox!
—Hummm —dijo míster Wilcox, que consideraba el episodio divertido, pero delicado. Con la mayoría de las damas no lo habría comentado, pero consideraba a Margaret una mujer emancipada.
—Eso dijo, y no mentiría en una cosa así.
Ambos se pusieron a reír.
—Ahí es donde discrepo de usted. Los hombres mienten cuando se trata de su dinero y de sus expectativas, pero no en esta clase de asuntos.
Él agitó la cabeza.
—Discúlpeme, miss Schlegel, pero conozco a este tipo de…
—Ya le dije antes que no es un «tipo». Se siente atraído por la aventura, está convencido de que nuestra pretenciosa existencia no lo es todo. Es vulgar, histérico y retórico, pero hay algo más: hombría. Sí, eso es lo que intento decir. Es un hombre de una pieza.
Mientras hablaba, sus ojos se encontraron y fue como si las defensas de míster Wilcox se derrumbasen. Vio al hombre de una pieza que también había en él. Por indelicadeza, Margaret había tocado sus sentimientos. Una mujer y dos hombres habían formado el mágico triángulo del sexo, y el macho temblaba de celos ante la posibilidad de que la hembra se sintiera atraída por otro macho. El amor, dicen los ascetas, revela nuestro vergonzoso parentesco con los animales. Si es así, puede soportarse. Los celos son lo auténticamente vergonzoso. Son los celos y no el amor los que nos vinculan de un modo insoportable con el corral de la granja, los que sugieren la imagen de dos gallos furiosos y una gallina complaciente. Margaret, como era civilizada, sofocaba su complacencia. Míster Wilcox, que era incivilizado, continuaba furioso aún después de haber reconstruido sus defensas y de presentar un bastión frente al mundo.
—Miss Schlegel, son ustedes un par de criaturas encantadoras, pero han de ser más cuidadosas en este mundo sin piedad. ¿Qué dice a esto su hermano?
—Lo he olvidado.
—Sin duda tendrá alguna opinión al respecto.
—Se ríe, si no recuerdo mal.
—Es muy listo, ¿verdad? —dijo Evie que había conocido a Tibby en Oxford y lo detestaba.
—Sí, bastante… Me pregunto qué estará haciendo Helen.
—Es demasiado joven para hacerse cargo de este tipo de cosas —dijo míster Wilcox.
Margaret salió al descansillo. No oyó nada y vio que el sombrero de míster Bast había desaparecido del recibidor.
—¡Helen! —llamó.
—¿Sí? —contestó una voz desde la biblioteca.
—¿Estás ahí?
—Sí. Hace rato que se ha ido.
Margaret fue a su encuentro.
—¿Qué haces? Estás sola —dijo.
—Sí. Estoy bien, Meg. Pobre criatura, pobre…
—Vuelve con los Wilcox y cuéntamelo todo después. Míster W. está muy preocupado y un tanto excitado.
—No lo soporto. Le odio. ¡Pobre míster Bast! Quería hablar de literatura y nosotras le hablábamos de negocios. Qué hombre más enredado y, sin embargo, cómo me gustaría ayudarle a salir del apuro. Le aprecio extraordinariamente.
—Bien hecho —dijo Margaret besándola—, pero vuelve al salón y no hables de él a los Wilcox. Quítale importancia al asunto.
Helen volvió y se comportó con tal alegría que tranquilizó al visitante: al menos esa gallina parecía libre de caprichos.
—Se fue con mi bendición —exclamó—. Y ahora dediquémonos a los cachorrillos.
Cuando se fueron, míster Wilcox dijo a su hija:
—Me preocupa el modo en que se conducen estas dos chicas. Son todo lo inteligentes que tú quieras, pero no tienen el menor sentido práctico. ¡Bendito sea Dios! Uno de estos días irán demasiado lejos. Muchachas como éstas no deberían vivir en Londres. Tendrían que tener a alguien que las vigilase hasta que se casaran. Tenemos que venir a verlas más a menudo. Mejor nosotros que nadie. ¿Te gustan, verdad, Evie?
—Helen está bien —replicó Evie—, pero no soporto a la dentona. Y yo no les llamaría chicas a ninguna de las dos.
Evie se había vuelto guapa. Ojos oscuros con el brillo de la juventud bañada por el sol, un cuerpo sólido y unos labios firmes era lo máximo que los Wilcox podían producir en el terreno de la belleza femenina. Por el momento, los cachorrillos y su padre eran las únicas cosas que amaba. Pero las redes del matrimonio estaban preparadas y pocos días más tarde se sintió atraída por un tal míster Percy Cahill, tío de la mujer de Charles, y él se sintió atraído por Evie.