Las dos hermanas salieron a cenar henchidas de su aventura y, cuando ambas estaban poseídas de una misma idea, había pocas reuniones que se les resistieran. Aquélla en concreto, por ser exclusivamente femenina, era más resistente que la mayoría de las reuniones, pero acabó por sucumbir tras una breve lucha. Helen en un extremo de la mesa y Margaret en el otro hablaron de míster Bast y sólo de míster Bast hasta que, mediado el primer plato, sus monólogos se derrumbaron, se desmenuzaron y pasaron a ser propiedad común. Y eso no fue todo. La reunión era, en realidad, un club de debates. Después de la cena se representaba una pieza que se leía en el salón, entre tazas de café y risas, pero que trataba con más o menos seriedad algún tema de interés general. Después de la pieza vino el debate y también en este debate figuró míster Bast, unas veces como punto insigne de la civilización y otras como punto oscuro, según el talante del interlocutor. El tema de la pieza era «¿Cómo debo disponer de mi dinero?», y en ella el lector decía ser un millonario en trance de muerte inclinado a legar su fortuna para la fundación de galerías de arte locales, pero abierto a dejarse convencer por otras iniciativas. Los papeles habían sido asignados de antemano y algunas intervenciones fueron divertidas. La anfitriona asumió el ingrato papel de «hijo primogénito del millonario» e imploraba a su agonizante pariente que no hiciese temblar los cimientos de la Sociedad permitiendo que tan vastas sumas de dinero salieran de las arcas familiares. El dinero era el fruto del sacrificio y la segunda generación tenía derecho a aprovecharse del sacrificio de la primera, pero ¿qué derecho tenía «míster Bast»? ¿No le bastaba con la National Gallery? Una vez la propiedad hubo expuesto sus razones —unas razones necesariamente antipáticas— varios filántropos tomaron la palabra. Había que hacer algo por «míster Bast»: había que mejorar su condición sin debilitar su independencia; debía tener acceso a una biblioteca gratuita, a pistas de tenis gratuitas; había que pagar sus rentas de tal modo que el interesado no supiera que se le pagaban; tenía que unirse a los Territoriales; debía ser enérgicamente separado de su deprimente esposa y darle a ella el dinero en compensación; habría que asignársele un ángel de la guarda, un miembro de la clase ociosa que le vigilara sin cesar (gruñidos de Helen); había que darle comida, pero no ropas; ropas, pero no comida; un billete de ida y vuelta, en tercera, a Venecia, y una vez allí, no darle ni comida ni ropas. En resumen, podía dársele cualquier cosa o todas a la vez, menos el dinero.
Y al llegar a este punto intervino Margaret.
—¡Orden, orden, miss Schlegel! —dijo la protagonista—. Usted está aquí, según creo, para aconsejarme en interés de la Sociedad para la Conservación de los Lugares Históricos o la Belleza Natural. No puede usted salirse de su papel. Hace usted que me dé vueltas la cabeza y me parece que olvida mi delicado estado de salud.
—Su cabeza no daría vueltas si escuchase mis argumentos —dijo Margaret—. ¿Por qué no darle el dinero directamente? Es usted propietaria de treinta mil libras anuales.
—¿De veras? Yo creía que era un millón.
—¿Un millón no era el capital? ¡Madre mía! Teníamos que haber dejado claro este extremo al principio. En fin, no importa. Tenga usted lo que tenga, yo le ordeno que entregue tres mil libras al año a tantos pobres como pueda.
—¡Pero esto los convertiría en mendigos! —dijo una chica juiciosa a quien le gustaban las Schlegel, aunque las consideraba un poco materialistas en ciertas ocasiones.
—No si les dan mucho. Un buen golpe de fortuna no convierte a nadie en mendigo. Los pequeños donativos, distribuidos entre muchos son los que hacen daño. El dinero es educativo. Es mucho más educativo que las cosas que pueden adquirirse con él —hubo protestas—. En cierto sentido, claro —pero las protestas no remitían—. Bueno, ¿hay algo más civilizado que un hombre que sepa administrar sabiamente sus ganancias?
—Que es, exactamente, lo que no haría míster Bast.
—Denle una oportunidad. Denle el dinero. No le hagan donativos de libros de poesía y billetes de tren como si fuera un niño. Denle con qué comprar esas cosas. Cuando el socialismo se realice las cosas serán distintas y tal vez se piense en términos de bienes en lugar de pensar en dinero en efectivo. Pero hasta que esto no suceda, den dinero a la gente, porque el dinero es el alma de la civilización, sea cual sea el cuerpo. La imaginación debería trabajar sobre el dinero y comprenderlo bien, porque es… porque es la segunda cosa más importante del mundo. Y está tan oculto, tan guardado, hay tan pocas ideas claras al respecto… oh, sí, claro, está la economía política, por supuesto; pero somos muy pocos los que tenemos conciencia clara de nuestros propios ingresos y muy pocos los que admitimos que las ideas independientes son fruto, en nueve casos de cada diez, de unos medios de vida independientes. ¡Dinero! Den dinero a míster Bast y no se preocupen de sus ideales. Ya los encontrará por sí mismo.
Se dejó caer hacia atrás en su asiento mientras los miembros más circunspectos del club empezaban a formarse una idea incorrecta de ella. La mente femenina, si bien es práctica hasta la crueldad en los asuntos cotidianos, no soporta que se minimicen los ideales en una conversación, así que le preguntaron a miss Schlegel cómo podía decir semejantes cosas y de qué le serviría a míster Bast ganar el mundo si perdía su alma. Margaret respondió que no le serviría de nada, pero que no salvaría su alma hasta que no hubiera ganado un poco de mundo. Entonces las demás dijeron que no, que no lo creían así y ella admitió que un oficinista sobrecargado de trabajo podía salvar su alma en un sentido supraterrenal, donde el esfuerzo equivale al mérito, pero negó que tal persona fuera capaz de explorar las fuentes espirituales de este mundo y aseguró que jamás conocería los raros goces del cuerpo ni lograría una relación clara y apasionada con sus semejantes. Las demás habían atacado las instituciones de una sociedad basada en la Propiedad, el Interés y cosas similares; ella, Margaret, sólo fijaba sus ojos en unos pocos seres humanos para ver cómo, en las condiciones presentes, podía hacérseles más felices. Hacer el bien a la humanidad era inútil: esfuerzos de todos los colores repartidos por vastas áreas habían dado como resultado un gris universal. Hacer el bien a uno o, como en este caso, a unos pocos, era lo máximo que se atrevía a esperar.
Entre las idealistas y las economistas políticas, Margaret pasó un mal rato. Sin estar de acuerdo en nada, todas coincidieron en rechazar las razones de Margaret y en conservar en sus manos la administración del dinero del millonario. La chica juiciosa presentó un esquema de «supervisión personal y mutua ayuda», cuyos efectos consistían en convertir a las personas pobres en personas menos pobres. La anfitriona hizo constar con persistencia que ella, como hijo primogénito, podría sin duda ocupar un lugar entre los legatarios del millonario. Margaret admitió débilmente esta reclamación y al instante se presentó otra reclamación procedente de Helen quien declaró haber servido como ama de llaves del millonario durante cuarenta años, agobiada de trabajo y mal pagada, ¿no se haría nada por ella, tan pobre y tan rechoncha? Por fin, el millonario leyó su testamento por el cual dejaba toda su fortuna al Ministerio de Hacienda y se murió. La parte seria de la discusión había sido más interesante que la parte destinada a la ficción —¿no sucede generalmente lo contrario en un debate entre hombres?—, pero, en todo caso, la reunión se disolvió alegremente y una docena de mujeres felices se dispersó en dirección a sus respectivos hogares.
Helen y Margaret acompañaron a la chica juiciosa hasta la estación de Battersea Bridge discutiendo por el camino. Cuando la chica juiciosa se fue, las dos hermanas sintieron un profundo alivio y adquirieron conciencia de la hermosura de la noche. Los faroles y los plátanos, alineados junto al muelle, tenían un tono de dignidad poco común en las ciudades inglesas. Los bancos estaban casi desiertos. Sólo algunas personas vestidas con trajes de noche habían salido de sus casas próximas al muelle para gozar del aire fresco y del rumor de la marea ascendente. Hay algo continental en el Chelsea Embankment. Es un espacio abierto correctamente utilizado, una bendición más frecuente en Alemania que aquí. Cuando Margaret y Helen se sentaron, la ciudad a sus pies parecía un vasto teatro, un teatro de ópera en el que se representaba una inacabable trilogía; y ellas, un par de orondas abonadas a quienes no importaba perderse un trozo del segundo acto.
—¿Tienes frío?
—No.
—¿Cansada?
—No importa.
El tren de la chica juiciosa pasó retumbando sobre el puente.
—Oye, Helen…
—¿Sí?
—¿Vamos a seguir con míster Bast?
—No sé.
—Creo que no deberíamos.
—Como prefieras.
—No vale la pena, me parece, a menos que de verdad te interese conocer gente nueva. La discusión me hizo pensar en ello. Nos fue muy bien con él en aquel estado de excitación, pero piensa lo que sería una relación racional. No debemos jugar con la amistad. Es mejor que no.
—Además, está el asunto de mistress Lanolina —bostezó Helen—, tan aburrida, la pobre.
—Justo. Y probablemente, peor que aburrida.
—Me gustaría saber cómo consiguió él tu tarjeta.
—Bueno, dijo algo sobre un concierto y un paraguas.
—Entonces la tarjeta vio a la mujer…
—Helen, vámonos a la cama.
—No, espera un poco, es tan bonito… Dime, ah, sí, dime una cosa, ¿tú dijiste que el dinero es el alma del mundo?
—Sí.
—Entonces, ¿qué es el cuerpo?
—Lo que uno elige, en gran parte —dijo Margaret—. Algo que no es el dinero. No puedo decirte más.
—¿Pasear por la noche?
—Es posible.
—¿Oxford, en el caso de Tibby?
—Así parece.
—¿Y para ti?
—Ahora que tenemos que abandonar Wickham Place, empiezo a pensar que es eso. Para mistress Wilcox era Howards End.
El nombre de uno recorre enormes distancias. Míster Wilcox, que estaba sentado con unos amigos muchos bancos más allá, oyó el suyo, se puso en pie y se encaminó hacia las dos hermanas.
—Es triste pensar que los lugares pueden ser más importantes que las personas —continuó Margaret.
—¿Por qué, Meg? Por lo general son mucho más agradables. Yo prefiero pensar en la casita del bosque de Pomerania que en el gordo herr Förstmeister que vivía en ella.
—Creo que llegaremos a preocuparnos cada vez menos de la gente, Helen. Cuanta más gente se conoce, tanto más fácil resulta sustituir a las personas. Es una de las maldiciones de Londres. Espero terminar mi vida preocupándome más por un lugar…
En este punto las alcanzó míster Wilcox. Hacía varias semanas que no le habían visto.
—¿Qué tal están? —dijo él—. Creí reconocer sus voces. ¿Qué están haciendo por estos barrios?
Su tono de voz era protector. Daba a entender que una dama no debe sentarse en el Chelsea Embankment sin escolta masculina. Helen se molestó, pero Margaret lo aceptó como parte integrante de la personalidad del hombre.
—Hace un siglo que no le veíamos, míster Wilcox. Encontré a Evie hace poco en el metro. Espero que tendrán buenas noticias de su hijo.
—¿De Paul? —dijo míster Wilcox apagando su cigarrillo y sentándose entre las dos—. Sí, Paul está muy bien. Recibimos una carta suya desde Madeira. Por estas fechas ya debe de estar trabajando de nuevo.
—¡Uf! —exclamó Helen, tiritando por causas complejas.
—¿Decía usted?
—¿No es demasiado malo el clima de Nigeria?
—Alguien tiene que ir —dijo él con simplicidad—. Inglaterra no conservará su comercio con ultramar si no está dispuesta a hacer sacrificios. A menos que nos hagamos fuertes en África Occidental, Ale… pueden surgir complicaciones. Y ahora, cuéntenme cosas de ustedes.
—Oh, hemos pasado una noche estupenda —dijo Helen, que siempre se despertaba ante la llegada de un visitante—. Pertenecemos a una especie de club que lee piezas teatrales. Margaret y yo y… todo mujeres. Después hay una discusión. Esta noche trataba de cómo debe uno dejar su dinero, si a la familia o a los pobres; y si es a los pobres, cómo… Oh, muy interesante.
El hombre de negocios sonrió. Desde la muerte de su esposa había duplicado su capital. Era, por fin, una figura importante, un nombre que daba seguridad a los prospectos financieros en los que aparecía. La vida le había tratado bien. El mundo parecía estar a su alcance mientras escuchaba el rumor del Támesis, que aún discurría tierra adentro desde el mar. Este fenómeno, tan maravilloso para las dos hermanas, no encerraba secretos para él. Él había contribuido a acortar la marea adquiriendo acciones de la esclusa de Teddington y, si él y otros capitalistas lo juzgaban conveniente, la marea se acortaría más aún el día menos pensado. Después de una buena cena y con una mujer cordial pero académica a cada lado, sentía en sus manos todas las riendas de la vida y creía que lo que él ignoraba no merecía la pena de saberse.
—¡Me parece una diversión la mar de original! —exclamó con su risa característica y agradable—. Me gustaría que Evie asistiese a esa clase de reuniones. Pero no tiene tiempo. Le ha dado por criar terriers de Aberdeen, unos perritos monísimos.
—Me parece que sería mejor que nosotras hiciéramos lo mismo.
—Nosotras creemos que nos sirve de algo, ¿sabe? —dijo Helen un tanto secamente, porque el encanto de míster Wilcox era de los que no causa efecto dos veces y Helen tenía amargos recuerdos de los días en que una opinión como la que acababa de manifestar le impresionaba favorablemente—. Nos parece una buena cosa perder una noche cada quince días en un debate, aunque, como dice mi hermana, quizá sea mejor criar perros.
—De ningún modo. No estoy de acuerdo con su hermana. No hay como un debate para adquirir rapidez. A menudo lamento no haber participado en debates cuando era joven. Eso me habría ayudado una barbaridad.
—¿Rapidez?
—Sí, rapidez en la réplica. Muchas veces he dejado escapar una oportunidad porque otro tenía el don de la palabra y yo no. Sí, sí, tengo mucha fe en esas discusiones.
Margaret pensó que el tono paternal sentaba bien a un hombre que podía ser un padre por la edad. Siempre había sostenido que míster Wilcox poseía un cierto encanto. En los momentos de dolor o de emoción su ineptitud le resultaba dolorosa, pero era agradable oírle en momentos como aquél, contemplar su espeso bigote castaño y su frente ancha, erguida contra las estrellas. Helen, en cambio, se sentía incómoda. Para ella, el objetivo de los debates era la Verdad.
—Por supuesto, el tema no tiene demasiada importancia —dijo él.
Margaret se echó a reír y dijo:
—Esto lleva trazas de ser mejor que el propio debate.
Helen se recobró y también se echó a reír.
—No, no voy a seguir —declaró—. Sólo someteré nuestro caso concreto a míster Wilcox.
—¿Acerca de míster Bast? Sí, hazlo. Será más indulgente con un caso concreto.
—Encienda antes otro cigarrillo, míster Wilcox, por favor. El asunto en cuestión es éste: acabamos de conocer a un joven muy pobre que muestra interés…
—¿Qué profesión tiene?
—Oficinista.
—¿Dónde?
—¿Te acuerdas tú, Margaret?
—En la Porphyrion, una compañía de seguros contra incendio.
—Ah, sí, aquella gente tan simpática que le dio a la tía Juley una alfombra nueva para la chimenea. Bien, el joven parece interesante en algunos aspectos, muy interesante; y desearíamos ayudarle. Está casado con una mujer a la que no parece querer mucho. Le gustan los libros y lo que podríamos llamar, más o menos, la aventura. Si tuviera una oportunidad… pero es muy pobre. Todo el dinero se le va en ropa y otras tonterías. Es de temer que las circunstancias sean demasiado decisivas en su caso y que acabe hundiéndose. Bueno, la cuestión es que el caso se mezcló con nuestro debate. No era el tema, pero éste parecía concernirle. Suponga que un millonario está a punto de morir y desea dejar su dinero para ayudar a este hombre. ¿Cómo habría que ayudarle? ¿Dándole tres mil libras al año directamente, como sugería Margaret? Muchas pensaron que esto le convertiría en un mendigo. ¿Proporcionarle bibliotecas gratuitas a él y a los que son como él? Yo digo, ¡no! No necesita leer más libros, sino leerlos mejor. Mi sugerencia era que habría que pagarle cada año unas vacaciones de verano, pero entonces estaba el problema de su mujer. Las demás decían que su mujer también tendría que ir con él. No encontrábamos una solución que nos pareciera satisfactoria. ¿Qué opina usted? Imagínese que fuera usted millonario y quisiera ayudar a los pobres, ¿qué haría?
Míster Wilcox, cuya fortuna no era muy inferior a la indicada, se rió de un modo exuberante.
—Mi querida miss Schlegel, yo no me aventuraría donde las de su sexo han sido incapaces de entrar. Yo no añadiría otro plan a los numerosos y excelentes planes que ya se han sugerido. Mi única contribución es ésta: hagan que su amigo deje la Porphyrion lo antes posible.
—¿Por qué? —preguntó Margaret.
El hombre bajó la voz.
—Que esto quede entre amigos: la compañía hará suspensión de pagos antes de Navidad. Se irá al agua —añadió pensando que no le habrían entendido.
—¡Dios mío, Helen! ¿Has oído esto? ¡Tendrá que buscar otro trabajo!
—¿Tendrá? Oh, no, háganle abandonar el barco antes de que se hunda. Que consiga un nuevo trabajo ahora.
—¿Mejor eso que esperar hasta estar seguro?
—Decididamente.
—¿Y eso por qué?
De nuevo la carcajada olímpica. Bajó más la voz.
—Por ley natural, el hombre que busca empleo y ya tiene colocación consigue algo mejor, está en una posición más fuerte que el hombre que no la tiene. Da la impresión de que vale algo.
Lo sé por mí mismo, y con esto les confío un secreto de Estado, es algo que impresiona mucho a los empresarios. Me temo que es connatural a la naturaleza humana.
—Nunca lo hubiera pensado —murmuró Margaret mientras Helen decía:
—Nuestra naturaleza parece ser justamente lo contrario. Nosotras empleamos a la gente porque está desempleada. Como el limpiabotas, por ejemplo.
—¿Y cómo limpia las botas?
—Mal —confesó Margaret.
—Ahí lo tiene.
—¿Entonces usted nos aconseja que le digamos a ese joven…?
—Yo no aconsejo nada —interrumpió el hombre mirando arriba y abajo del muelle, no fuera a ser que alguien hubiera oído su indiscreción—. No debí haber hablado… pero ha dado la casualidad de que lo sabía, puesto que estoy entre bastidores. La Porphyrion es un mal asunto. En fin, no digan que yo se lo he dicho. Ha quedado fuera del grupo.
—Por supuesto que no diré nada. A decir verdad, no sé siquiera lo que eso significa.
—Yo creía que una compañía de seguros no se iba nunca al agua —contribuyó Helen—. ¿Las otras no la amparan y la salvan?
—Usted se refiere al reaseguro —dijo míster Wilcox suavemente—. Y ésa es la razón de la debilidad de la Porphyrion. Ha querido jugar sucio, se ha tenido que enfrentar con una serie de pequeños incendios y no ha podido reasegurar. Me temo que las sociedades anónimas no se salvan las unas a las otras por amor.
—«La naturaleza humana», supongo —citó Helen, y él se rió y estuvo de acuerdo en que así era. Cuando Margaret dijo que ella suponía que los oficinistas, como todo el mundo, tenían muchas dificultades en encontrar trabajo estos días, él replicó:
—Sí, muchísimas —y se levantó para reunirse con sus amigos. Lo sabía por su propia oficina: raramente un puesto vacante y cientos de solicitudes para ese puesto. En aquel momento, ni un sólo puesto libre.
—¿Y cómo anda Howards End? —dijo Margaret deseosa de cambiar de tema antes de que se separasen. Míster Wilcox podía pensar que intentaban sacar algo de él.
—Lo hemos dejado.
—¿De veras? ¿Y está usted paseando sin hogar por el melenudo Chelsea?[9] ¡Qué extraños resultan los caminos del destino!
—No, quise decir que lo hemos dejado abandonado. Nos hemos mudado.
—¿Por qué? Yo les hacía anclados allá para siempre. Evie no me dijo nada.
—Me parece que cuando encontró usted a Evie aún no estaba decidida la cosa. Sólo hace una semana que nos trasladamos. A Paul le gusta aquel viejo lugar y lo mantenemos para que pase allí sus vacaciones; pero la verdad es que resulta demasiado pequeño. No recuerdo si usted llegó a estar allí.
—En la casa, nunca.
—Bueno, Howards End es una de esas granjas arregladas que nunca acaban de ir bien, se gaste lo que se gaste en ellas. Nos enredamos con un garaje en mitad de las raíces del olmo, y el año pasado cercamos un trozo de prado e intentamos hacer un porche. Evie se aficionó a las plantas alpinas. Pero no fue bien… no, no fue bien. Usted recordará o mejor dicho, su hermana recordará la granja, con aquellos pavos abominables y aquel seto que la pobre mujer nunca lograba cortar en línea recta y que se estrechaba al final. Y dentro de la casa, las vigas y la escalera, tras una puerta… Es muy pintoresco, sí, pero no es un sitio para vivir —miró por encima del parapeto alegremente—. Marea alta. Por otra parte, la situación de la casa tampoco era buena. El vecindario se iba volviendo suburbial. O en Londres o fuera de Londres, digo yo; así que tomamos una casa en Ducie Street, cerca de Sloane Street, y otra en Shropshire: Oniton Grange. ¿No han oído hablar nunca de Oniton? Vengan a vernos… está lejos de cualquier parte, camino de Gales.
—¡Cuántos cambios! —dijo Margaret. Pero el cambio estaba en su propia voz que se había vuelto extremadamente triste—. No puedo imaginarme Howards End o Hilton sin ustedes.
—Hilton no se ha quedado sin nosotros —respondió él—. Charles está aún ahí.
—¿Aún? —dijo Margaret, que no había mantenido contacto con la familia de Charles—. Yo le hacía en Epsom. Lo estaban amueblando esa Navidad… una Navidad. ¡Cómo cambia todo! Yo solía admirar a la esposa de Charles desde nuestras ventanas, a menudo. ¿No era en Epsom?
—Sí, pero se mudaron hace dieciocho meses. Charles, que es un buen chico —su voz se hizo tenue—, pensó que yo estaría muy solo. Yo no quería que se mudase, pero lo hizo: tomó una casa al otro extremo de Hilton, cerca de los Seis Túmulos. Tenía un coche. Y allí están todos, un buen grupo: él, ella y los dos nietecitos.
—Yo arreglo los asuntos de los demás mejor que ellos mismos —dijo Margaret mientras se daban la mano—. Cuando usted se fue de Howards End yo habría metido allí a Charles Wilcox. Un lugar como aquél no debería salir de la familia.
—Y así es —contestó él—. Ni lo hemos vendido ni pienso venderlo.
—No, pero no lo habita ninguno de ustedes.
—Bueno, tenemos un estupendo guardián: Hamar Bryce, un enfermo. Si alguna vez Charles lo quisiera… pero no lo querrá. Dolly no puede vivir sin las comodidades modernas. No, todos nos hemos pronunciado contra Howards End. Nos gusta, en cierto sentido, pero consideramos que no es ni una cosa ni otra. Y hay que tener una cosa u otra.
—Y algunas personas son lo bastante afortunadas como para tener las dos cosas a la vez. Se apaña usted admirablemente, míster Wilcox. Mi enhorabuena.
—Y la mía —dijo Helen.
—Dígale a Evie que venga a vernos… a las dos, a Wickham Place. Aunque no vamos a estar allí mucho tiempo.
—¿Cómo? ¿También ustedes están de mudanza?
—En septiembre —suspiró Margaret.
—¡Vaya, todo el mundo se muda! Adiós.
La marea había empezado a bajar. Margaret se inclinó sobre la balaustrada y contempló el espectáculo con tristeza. Míster Wilcox había olvidado a su mujer; Helen, su amor; ella misma estaba olvidando probablemente. Todo el mundo de mudanza. ¿Vale la pena esforzarse en el pasado cuando hay un flujo continuo incluso en el corazón de las personas?
Helen la hizo volver en sí diciendo:
—¡Hay que ver qué ricachón y qué vulgar se ha vuelto míster Wilcox! Ya no vale un pimiento, ¿no crees? Pero, mira, nos informó de lo de la Porphyrion. Escribiremos a míster Bast en cuanto lleguemos a casa y le diremos que la deje inmediatamente.
—Sí, vale la pena hacerlo. Vamos.
—Invitémosle a tomar el té.