Capítulo 14

El misterio, como tantos otros misterios, se aclaró. Al día siguiente, cuando se estaban arreglando para salir a cenar, apareció un tal Bast. Era un empleado de la Compañía de Seguros contra Incendios Porphyrion. Así rezaba su tarjeta de visita. Venía «por lo de la señora de ayer». Eso dijo a Annie, que le había hecho pasar al comedor.

—¡Eh, chicos! —gritó Helen—. Es míster Lanolina.

Tibby estaba interesado. Los tres corrieron escaleras abajo y encontraron, no al tipo desenvuelto que esperaban, sino a un joven descolorido, de voz apagada y ojos tristes sobre un bigote caído, uno de esos rostros frecuentes en Londres, que recorren las calles de la ciudad como presencias acusadoras. Se podía adivinar en él la tercera generación, el nieto del pastor o del labriego atraído a Londres por la civilización, a una de los miles de personas que han perdido la vida del cuerpo y no han podido encontrar la vida del espíritu. Sobrevivían en él restos de robustez, atisbos de una primitiva prestancia. Margaret, advirtiendo la columna vertebral que podía haber sido recta y el pecho que podía haberse ensanchado, se preguntó si valía la pena renunciar a la vida animal a cambio de una levita y un par de ideas. La cultura le había resultado útil, pero en las últimas semanas Margaret dudaba de que esa misma cultura pudiera humanizar a la mayoría. Es ancho y largo el golfo que se extiende entre el hombre natural y el hombre filosófico, y son muchos los buenos chicos que se arruinan al intentar cruzarlo.

Conocía bien al tipo: las vagas aspiraciones, las trampas mentales, la familiaridad con las tapas de los libros. Sabía en qué tono se dirigiría a ella. Pero se quedó perpleja al ver su propia tarjeta de visita.

—¿No recuerda habérmela dado, miss Schlegel? —dijo el joven con una violenta familiaridad.

—No, francamente, no lo recuerdo.

—Pues así fue, ¿sabe usted?

—¿Dónde nos conocimos, míster Bast? La verdad es que… en este preciso momento… no logro recordar.

—Fue en un concierto en el Queen’s Hall. Seguro que se acordará —añadió pretenciosamente—, cuando le diga que daban la Quinta sinfonía de Beethoven.

—Vamos a oír la Quinta cada vez que la dan, así que sigo sin recordar. ¿Te acuerdas tú, Helen?

—¿Fue aquella vez que un gato se paseaba por la balaustrada?

Al joven le parecía que no.

—En ese caso, no recuerdo. Es el único concierto de Beethoven que recuerdo en concreto.

—Usted, si me permite decírselo, se llevó mi paraguas. Involuntariamente, por supuesto.

—Es muy probable —se rió Helen—, porque robo paraguas cada vez que oigo algo de Beethoven. ¿Lo recuperó usted?

—Sí, miss Schlegel, gracias…

—La confusión surgió a raíz de mi tarjeta, ¿verdad? —interrumpió Margaret.

—Sí, la confusión surgió… Fue una confusión.

—La señora que vino ayer pensó que usted vendría también y que podría encontrarle aquí, ¿no es eso? —continuó Margaret, tirándole de la lengua, pues, aunque el joven había prometido dar una explicación, parecía incapaz de hacerlo.

—Eso es… que yo también vendría. Una confusión.

—Entonces, ¿por qué…? —empezó a decir Helen; pero Margaret le puso la mano en el brazo.

—Le dije a mi mujer —continuó él rápidamente—… le dije a mistress Bast: «Tengo que visitar a unos amigos», y mistress Bast me dijo: «Bueno, ve». Cuando me hube ido, me necesitó para un asunto importante y pensó que habría venido aquí, a causa de la tarjeta; por eso vino a buscarme. Así que les presento mis excusas y las de ella también, por las molestias que involuntariamente les haya podido causar.

—Ninguna molestia —dijo Helen—, pero sigo sin entender nada.

Un aire de evasión caracterizaba a míster Bast. Volvió a explicarlo todo, pero era evidente que mentía y Helen consideró que no debía irse de rositas. Helen tenía la crueldad propia de la juventud. Ignorando la presión de su hermana, dijo:

—Sigo sin entender. ¿Cuándo dijo usted que se iba de visita?

—¿De visita? ¿Qué visita? —dijo el joven mirando sorprendido, como si la pregunta no tuviera sentido, arma predilecta de los que nadan entre dos aguas.

—La visita que debía hacer usted por la tarde.

—¡Pues por la tarde, naturalmente! —replicó él y miró a Tibby para ver si la respuesta colaba. Pero Tibby se mostró poco amable y dijo:

—¿El sábado por la tarde o el domingo por la tarde?

—El… el sábado.

—¡Vaya! —dijo Helen—. Y estaba usted todavía de visita el domingo, cuando vino su mujer. ¡Qué visita más larga!

—Esto no es justo —protestó míster Bast volviéndose de color púrpura y adquiriendo una cierta belleza. Había un destello de lucha en sus ojos—. Ya veo lo que insinúa usted, pero se equivoca.

—Por Dios, no nos haga caso —dijo Margaret, inquieta otra vez por el olor que provenía del abismo.

—Era otra cosa —afirmó el joven dejando de lado sus modales estudiados—. No estuve donde usted piensa. ¡Ya lo creo que no!

—Ha sido usted muy amable al venir a darnos una explicación —dijo Margaret—. El resto, por supuesto, no nos concierne.

—Ya lo sé, pero yo quisiera… yo quería… ¿Han leído ustedes La prueba de Richard Feverel?[7]

Margaret dijo que sí.

—Es un libro precioso. Bueno, pues yo quería volver a la Naturaleza, ¿saben?, como hace Richard al final del libro. ¿Y han leído El príncipe Otto, de Stevenson?

Helen y Tibby asintieron con un amistoso gruñido.

—Es otro libro muy bonito. Leyéndolo, uno vuelve a la Naturaleza. Yo quería… —hablaba con voz afectada y, de pronto, a través de las brumas de su cultura, apareció un hecho desnudo; un hecho desnudo y redondo como un guijarro—. Estuve caminando todo el sábado por la noche —dijo Leonard—. Estuve caminando.

Un estremecimiento de aprobación recorrió a las dos hermanas. Pero la cultura se desbordó de nuevo y el joven les preguntó si habían leído El gran camino, de E. N. Lucas.

—Sin duda es otro libro muy bonito —dijo Helen—, pero yo preferiría que me hablase usted de su propio camino.

—Bueno, estuve paseando.

—¿Por dónde?

—No sé por dónde ni cuánto tiempo. Se hizo oscuro y no veía el reloj.

—¿Paseaba usted solo, si me permite la pregunta?

—Sí —dijo enderezándose—. Habíamos hablado mucho sobre esto en la oficina. Últimamente hemos hablado mucho de estas cosas en la oficina. Los compañeros decían que uno se guía por la Estrella Polar, y eso hice; me puse a mirar el atlas celeste. Pero apenas se sale uno de los lugares conocidos, todo resulta tan confuso que…

—No me hable de la Estrella Polar —interrumpió Helen, que empezaba a interesarse—. Ya sé de qué va. Da vueltas y vueltas y uno acaba dando vueltas a su alrededor.

—Eso es, la perdí por completo. Primero por culpa de las farolas; luego, de los árboles, y, al amanecer, porque estaba nublado.

Tibby, que prefería las mentiras sin desvelar, salió de la estancia. Sabía que aquel individuo jamás haría poesía y no quería escuchar sus intentos. Margaret y Helen se quedaron. La influencia de su hermano era mayor de lo que pensaban: en su ausencia, las dos hermanas se entusiasmaron con más facilidad.

—¿De dónde salió usted? —exclamó Margaret—. Cuéntenoslo.

—Tomé el metro hasta Wimbledon. Cuando salía de la oficina me dije: «Tengo que caminar y si no lo hago ahora, nunca lo haré». Cené un poco en Wimbledon y luego…

—El campo no es muy bonito en aquella parte, ¿verdad?

—Había luces de gas en el camino, horas y horas. Pero yo tenía toda la noche por delante y el mero hecho de haber salido ya era algo grande. Me metí en el bosque.

—Sí, siga —dijo Helen.

—No se pueden imaginar lo difícil que se pone el terreno desnivelado cuando es oscuro.

—¿De verdad se salió usted de la carretera?

—Oh, sí. Siempre quise salir de las carreteras, pero lo malo es que luego resulta muy difícil encontrar el camino.

—Míster Bast, es usted un aventurero nato —rió Margaret—. Ningún alpinista profesional habría intentado lo que usted hizo. Es sorprendente que no terminase su paseo con la cabeza rota. ¿Qué dijo su mujer?

—Los alpinistas profesionales nunca van sin linternas y brújula —dijo Helen—. Además, no pueden andar: les cansa. Siga.

—Me sentí como R. L. S.[8] ¿Recuerdan Virginibus, cuando él…?

—Sí, pero háblenos del bosque. Estábamos en el bosque. ¿Cómo logró salir de él?

—Atravesé el bosque y encontré una carretera al otro lado, una carretera que ascendía por una colina. Me dio la impresión de que era uno de esos Downs del norte, porque la carretera volvió a descender, encontré césped y me metí en otro bosque. Era espantoso, lleno de matas de aliaga. Deseé no haber emprendido la excursión, pero, de pronto, empezó a clarear… justo cuando estaba a punto de dejarme caer al pie de un árbol. Encontré otra carretera que llevaba a una estación y tomé el primer tren para Londres.

—¿Y el amanecer —preguntó Helen—, era hermoso?

Con inolvidable sinceridad el joven respondió:

—No.

La palabra voló como un nuevo canto rodado lanzado con honda. Todo cuanto pudiera haber de vulgar y literario en sus palabras se vino abajo. Abajo se fueron el sonsonete de R. L. S. y el «amor a la tierra», y su chistera de reflejos. En presencia de aquellas mujeres, Leonard se reafirmaba y hablaba con una fluidez y una exaltación que pocas veces había conocido.

—El amanecer era gris, nada digno de mención…

—Sí, como un gris atardecer al revés, ya entiendo.

—… Y yo estaba demasiado cansado para levantar la cabeza y mirarlo, y helado también. Me alegro de haber hecho lo que hice y, sin embargo, en aquel momento me aburrí más de lo que ahora puedo expresar. Además, pueden creerme o no, como prefieran, estaba hambriento. Pensé que la cena que había hecho en Wimbledon me duraría toda la noche, como las cenas normales. Jamás imaginé que caminar influyera tanto. Vaya, cuando uno está caminando, como yo, tiene que desayunar, comer y merendar durante la noche, igual que si fuera de día, y yo no tenía en aquel momento más que un paquete de Woodbines. ¡Dios mío, qué mal me encontraba! Recordándolo, no fue lo que podríamos llamar un placer. Más bien fue un caso de tozudez. ¡Cielo santo!

—¿De qué sirve, díganme, de qué sirve vivir en una habitación para siempre jamás? Día tras día en el mismo sitio, haciendo lo mismo, yendo y viniendo del trabajo, hasta que uno se olvida de lo que ocurre fuera, aunque tampoco sea nada de particular.

—Creo que tenía usted que hacerlo —dijo Helen sentándose en el borde de la mesa.

El sonido de la voz femenina le sacó de su sinceridad y añadió:

—Lo curioso es que todo esto me vino a la cabeza leyendo una cosa de Richard Jeffries.

—Perdone, míster Bast, pero está usted en un error. Todo esto no le vino de donde usted supone, sino de un lugar más profundo.

Pero no pudo detenerle. Borrow siguió a Jeffries, Borrow, Thoreau y muchos más, R. L. S. cerraba la marcha y la carretera terminó en un piélago de libros. Que nadie vea en este comentario una falta de respeto hacia estas insignes personalidades. La falta es nuestra, no suya. Ellos intentan servirnos de señales indicadoras y no debe culpárseles si nosotros, por debilidad, confundimos las señales con el punto de llegada. Leonard había alcanzado el punto de llegada. Había visitado el campo de Surrey cuando la oscuridad ocultaba sus encantos y sus pueblecitos recoletos habían regresado a la noche primitiva. Este milagro tiene lugar cada doce horas, pero Leonard se había tomado la molestia de ir y comprobarlo por sí mismo. En su aletargada cabeza alentaba algo más grande que los libros de Jeffries: el espíritu que incitó a Jeffries a escribirlos. Aquel amanecer que no revelaba otra cosa que monotonía formaba parte de la eterna sonrisa que nos muestra George Borrow Stonehenge.

—Entonces, ¿no creen ustedes que hice el tonto? —preguntó volviendo a ser el ingenuo y bondadoso muchacho que la Naturaleza había querido que fuese.

—¡Cielo santo, no! —dijo Margaret.

—¡Dios nos libre de pensar semejante cosa! —contestó Helen.

—Me alegra que digan esto. Ya ven, mi mujer no lo entendería aunque se lo explicara mil veces.

—¡No, no, nada de tonterías! —gritó Helen con los ojos encendidos—. Usted ha hecho retroceder las fronteras; a mi modo de ver, es espléndido.

—No se ha contentado usted con soñar, como nosotras…

—Aunque también nosotras hemos paseado…

—Tenemos que enseñarle un cuadro que hay arriba…

Sonó el timbre de la puerta. El coche de punto había llegado para llevarlas a la fiesta.

—Date prisa, por no decir vuela… Había olvidado que hoy cenábamos fuera; pero vuelva, vuelva por aquí y hablaremos.

—Sí, no deje de hacerlo —repitió Margaret.

Leonard dijo con mucho sentimiento:

—No, no volveré. Es mejor así.

—¿Por qué es mejor? —preguntó Margaret.

—Es mejor no arriesgarse a una segunda entrevista. Siempre recordaré esta conversación como una de las cosas más hermosas de mi vida. De verdad. Se lo aseguro. No podemos repetirla. Me ha hecho mucho bien y será mejor que lo dejemos.

—La verdad, me parece un triste concepto de la vida.

—Las cosas se estropean con demasiada frecuencia.

—Ya lo sé —replicó vivamente Helen—, pero las personas no.

El joven no lo entendió. Continuó hablando y confundiendo la verdadera imaginación con la falsa. Lo que dijo no era erróneo, pero tampoco era cierto. Una nota falsa vibraba en sus palabras. Margaret y Helen sentían que con un ligero toque, aquel instrumento podría afinarse. Un débil tirón y quedaría mudo para siempre. El joven dio las gracias a las dos mujeres, pero insistió en que no volvería. Hubo un momento de torpeza y, por último, dijo Helen:

—Váyase; quizá sabe usted mejor que nosotras lo que conviene. Pero no olvide que es usted mejor que Jeffries.

El joven se fue. El coche de punto en que iban las dos hermanas lo alcanzó en la esquina, lo sobrepasó entre un agitar de manos y se desvaneció con su carga.

Londres encendía sus luces contra la noche. Las lámparas eléctricas siseaban tallando la penumbra en las calles principales; las luces de gas, en las calles secundarias, emitían su luz dorada y verdosa. El cielo era un purpúreo campo de batalla de la primavera, pero Londres no lo percibía. El humo mitigaba el esplendor y las nubes, a la altura de Oxford Street, formaban un techo delicadamente pintado que adornaba, pero no distraía. Londres nunca ha conocido los ejércitos triunfales del aire puro. Leonard se apresuraba por entre aquellas maravillas teñidas, formando parte del conjunto. La suya era una vida gris y para iluminarla había destinado unos rincones a la aventura. Las Schlegel —o, hablando con propiedad, su entrevista con ellas— iban a llenar esos rincones. No era la primera vez que hablaba íntimamente con extraños. La costumbre se había desarrollado en él como una suerte de libertinaje, como una válvula de escape, la peor de todas: la válvula de escape de los instintos que no deben reprimirse. Esa costumbre le aterrorizaba, disolvía su recelo y su prudencia hasta el extremo de confiar sus secretos a personas que apenas si había visto. A la larga, le reportó muchos temores y algunos recuerdos agradables. Quizá la felicidad más profunda que nunca experimentara la encontró en un viaje que hizo a Cambridge en tren. Un estudiante de modales suaves había hablado con él. Entablaron conversación y poco a poco Leonard dejó de lado su reticencia, le contó algunos problemas domésticos e insinuó los restantes. El estudiante, creyendo que aquél podría ser el inicio de una amistad, le invitó a tomar café después de la cena, a lo que Leonard accedió, aunque luego, sintiéndose cada vez más tímido, no se movió del hotel comercial donde se alojaba. No quería que la Aventura chocase con la Prophyrion y menos aún con Jacky. Las personas de vida dichosa y colmada entenderán esta actitud con dificultad. Para las Schlegel, como para el estudiante, él era una criatura interesante, de la que deseaban saber más. Pero para él, ellos eran habitantes del país de la Aventura y debían mantenerse en el rincón que les había asignado; eran pinturas que no debían sobrepasar el límite de sus marcos.

El comportamiento seguido con la tarjeta de visita de Margaret era un típico ejemplo de su idiosincrasia. Su matrimonio no podía calificarse de trágico. Donde no hay dinero ni inclinación a la violencia no puede generarse la tragedia. No podía abandonar a su mujer y tampoco quería pegarle. El mal humor y la sordidez ya eran bastante. Entonces apareció «aquella tarjeta». Leonard, si bien furtivo, era desordenado y la dejó tirada por cualquier parte. Jacky la encontró y empezó: «¿Qué es esta tarjeta, Len? Dímelo». «Ah, vaya, ¿te gustaría saber qué es esta tarjeta?». «Len, ¿quién es miss Schlegel?», etcétera. Pasaron los meses y la tarjeta, unas veces como broma, otras como agresión, paso de mano en mano, cada vez más sucia. Les siguió cuando se trasladaron de Camelia Road a Tulse Hill. La mostraron a terceros. Unos pocos centímetros de cartón se convirtieron en el campo de batalla donde combatían los corazones de Leonard y de su mujer. ¿Por qué no le dijo «Una dama se llevó mi paraguas, otra me dio esta tarjeta para que pudiera recuperarlo»? ¿Porque Jacky no le habría creído? En parte, pero sobre todo, porque era un sentimental. Ningún afecto estaba ligado a la tarjeta, pero ésta simbolizaba la vida de la cultura, que Jacky no debía enturbiar. Por la noche, Leonard solía repetirse a sí mismo: «Bueno, en cualquier caso, ella no sabe nada de la tarjeta. ¡Toma, la fastidié!».

¡Pobre Jacky! No tenía mal fondo y sí mucho que soportar. Sacó su propia conclusión —sólo podía sacar una conclusión— y a su debido tiempo actuó en consecuencia. El viernes Leonard se emperró en no dirigirle la palabra y se pasó la noche observando las estrellas. El sábado se fue, como tenía por costumbre, a la ciudad, pero no regresó ni el sábado por la noche, ni el domingo por la mañana, ni el domingo por la tarde. La inquietud se hizo intolerable y, aunque Jacky tenía por entonces costumbres retraídas y era una mujer tímida, se dirigió a Wickham Place. Leonard regresó en su ausencia. La tarjeta, la fatídica tarjeta, había desaparecido de las páginas de Ruskin y adivinó lo que había ocurrido.

—Bien, bien —exclamó recibiendo a su mujer con grandes carcajadas—, yo sé dónde has estado, pero tú no sabes dónde he estado yo.

Jacky suspiró y dijo:

—Len, creo que podrías darme una explicación —y reemprendió las tareas domésticas.

Las explicaciones eran difíciles en la fase por la que atravesaban y Leonard era lo suficientemente tonto —estoy tentado de escribir: lo suficientemente sensato— como para no intentar darlas. Su reticencia no era ese falso artículo tan corriente en la vida de los negocios, esa reticencia que finge que una nonada es algo y se oculta tras él.

Daily Telegraph. El aventurero también es reticente y para un empleado es una aventura caminar unas horas en la oscuridad. Puede usted reírse de él, usted que ha dormido noches enteras en las sabanas africanas, con el rifle a su lado y rodeado de una intensa atmósfera de aventura. Y también puede reírse usted, que opina que las aventuras son una tontería. Pero no se sorprendan si Leonard se muestra tímido cuando se encuentre con ustedes, ni si las Schlegel, antes que Jacky, oyen hablar del amanecer.

Que las Schlegel no le hubiesen considerado un majadero se convirtió en una fuente de permanente alegría. Leonard se sentía dichoso cuando pensaba en ellas. La idea le mantenía a flote cuando caminaba hacia su casa, bajo un cielo que empalidecía. De algún modo las barreras de la riqueza habían caído y se había producido —no podía reducirlo a una frase— un consenso general ante la hermosura del mundo. «Mi convicción —dice el místico—, gana infinitamente en el momento en que otra alma la comparte» y ellas, las Schlegel, habían estado de acuerdo en que hay algo más allá de la vulgaridad cotidiana. Se quitó el sombrero de copa y lo cepilló cuidadosamente. Hasta aquel momento había pensado que lo desconocido eran los libros, la literatura, la conversación inteligente, la cultura. El ser humano podía elevarse sobre sí mismo y unirse al mundo por medio del estudio. Pero de aquel corto intercambio de opiniones surgía una nueva luz. ¿Sería ese «algo más» caminar en la oscuridad por las colinas suburbanas?

Descubrió que iba descubierto por Regent Street. Londres tomó cuerpo de golpe. Había poca gente a aquella hora, pero todos los que pasaban por su lado le miraban con hostilidad, con una hostilidad tanto más impresionante cuanto que era inconsciente. Se puso el sombrero. Era demasiado grande, su cabeza desaparecía en su interior como un pudín en una cacerola; las orejas se inclinaban hacia fuera al contacto con el ala curvada. Lo llevaba un poco echado hacia atrás y el efecto que producía era el de alargar la cara y evidenciar la distancia entre los ojos y el bigote. Así pertrechado escapaba a las críticas. Nadie se sintió incómodo mientras caminaba a saltitos por las aceras, con el corazón de un hombre latiendo rápidamente en su pecho.