Pasaron más de dos años y la casa de los Schlegel continuó viviendo su vida holgada, culta sin vulgaridad, grácilmente a flote sobre las grises mareas de Londres. El dinero se gastó y se repuso envuelto en conciertos y representaciones teatrales, se ganaron y se perdieron prestigios y reputaciones y la ciudad, emblema de sus vidas, se alzó y cayó en un continuo flujo, mientras sus riberas bañaba cada vez más extensamente las colinas de Surrey y los campos de Hertfordshire. Se había construido aquel famoso edificio, aquel otro estaba sentenciado. Un día transformaban Whitehall, al día siguiente le tocaba el turno a Regent Steet. Mes tras mes las calles apestaban cada vez más a gasolina y eran más difíciles de cruzar, los seres humanos se oían entre sí con más dificultad, respiraban menos aire y veían menos cielo. La Naturaleza se batía en retirada: las hojas de los árboles caían a mediados del verano, el sol brillaba a través de la suciedad con opacidad insólita.
Ya no está de moda hablar mal de Londres. La tierra, como objeto de culto artístico, ha llegado a su fin; es posible que la literatura del futuro ignore el campo y busque su inspiración en la ciudad. Esta reacción es comprensible: el público ha oído hablar demasiado de Pan y de las fuerzas elementales. Estos temas resultan Victorianos. Londres, en cambio, es Georgiano. El que sienta la tierra con sinceridad tendrá que esperar muchos años hasta que el péndulo oscile de nuevo. Londres fascina. Su imagen es la imagen de un cuerpo gris y palpitante, de una inteligencia sin objeto, de una excitación sin amor; un espíritu que cambia sin dar tiempo a que se escriba su crónica; un corazón que late sin pulsación humana, más allá de cualquier otra cosa. La Naturaleza, con toda su crueldad, está más próxima a nosotros que las muchedumbres. Un amigo se autojustifica; la tierra tiene una explicación: de la tierra venimos, a ella hemos de volver. Pero ¿quién explicará lo que es Westminster Bridge Road o Liverpool Street por la mañana, cuando la ciudad inhala?, ¿o esas mismas arterias por la tarde, cuando la ciudad exhala su aire viciado? Para justificar este monstruo investigamos concienzudamente, desesperadamente, más allá de la niebla, más allá de las estrellas, los más recónditos vacíos del universo y les damos rostros humanos. Londres podría ser la cuna de una nueva religión; no la religión decorosa de los teólogos, sino una religión antropomórfica y cruda. Sí, podríamos soportar esta marea incesante si un hombre como nosotros, y no un dios llorón y pomposo, se ocupara de nosotros desde el cielo.
El londinense raramente alcanza a comprender lo que es su ciudad hasta que ésta le corta las amarras. Y así, Margaret, que había tenido los ojos cerrados a la realidad, los abrió cuando expiró el arrendamiento de Wickham Place. Era consciente desde siempre de que el plazo tenía que expirar, pero esa conciencia no se materializó hasta nueve meses antes del término. Entonces la casa se llenó de una súbita emoción. Había sido testigo de mucha felicidad, ¿por qué había de perderse? En las calles de la ciudad Margaret percibió por primera vez la arquitectura de la prisa, oyó el lenguaje de la prisa en boca de sus habitantes: palabras cortadas, frases informes, expresiones concentradas de aprobación o disgusto. Mes tras mes las cosas se iban volviendo cada vez más vivas, pero ¿con qué objeto? La población seguía aumentado, pero ¿cuál era la calidad de los que nacían? El millonario que poseía el terreno de Wickham Place y quería erigir en él una Babilonia de pisos, ¿con qué derecho causaba tanta agitación? No era un tonto, Margaret le haría refutar la ideología socialista, pero la verdad empezaba donde acababa su inteligencia, y habrá que pensar que éste es el caso de la mayoría de millonarios. ¿Qué derecho tenía aquel hombre? Margaret reprimió sus cábalas. Así se incuba la locura. Gracias a Dios, no les faltaba el dinero y podían adquirir una nueva casa.
Tibby, a la sazón en su segundo año en Oxford, había regresado a pasar con sus hermanas las vacaciones de Pascua y Margaret aprovechó la ocasión para hablar con él seriamente. ¿Había pensado dónde quería vivir? Tibby no sabía lo que había pensado. ¿Había pensado qué quería hacer? Estaba indeciso. Convenientemente presionado, hizo constar que prefería abstenerse de trabajar. Margaret no se sorprendió. Continuó cosiendo unos minutos antes de replicar:
—Estaba pensando en míster Vyse. Nunca me ha parecido una persona especialmente feliz.
—Sí —dijo Tibby, y se quedó con la boca abierta, en curiosa vibración, como si él también hubiera pensado en míster Vyse, por, para, sobre y contra míster Vyse, como si hubiera sopesado, clasificado y, por último, desechado a míster Vyse por falta de posible relación con el tema debatido. Esta especie de balido de Tibby irritaba sobremanera a Helen. Pero Helen se encontraba en aquel momento abajo, en el comedor, preparando un discurso sobre economía política. De vez en cuando se oía su voz declamatoria a través del suelo.
—Míster Vyse es un tipo vegetativo, triste, ¿no te parece? Y ese Guy… oh, un asunto lastimoso. En mi opinión —añadió volviendo al tema general—, todo el mundo se siente mejor haciendo un trabajo permanente.
Un gruñido.
—Insisto —prosiguió Margaret con una sonrisa—, y no lo digo con intención didáctica. Me limito a expresar lo que pienso. Yo creo que durante los últimos cien años los hombres han desarrollado el deseo de trabajar y no hay que dejar que ese deseo se extinga. Es un deseo nuevo. Muchos lo consideran malo, pero es bueno en sí mismo y espero que pronto el «no trabajar» sea algo tan sorprendente para las mujeres como el «no estar casada» lo era hace un siglo.
—No tengo experiencia respecto a este profundo deseo a que aludes —enunció Tibby.
—En tal caso, dejaremos el tema para cuando la tengas. No voy a darte la lata. Piénsalo con calma. Sólo te pido que pienses en las personas que más te gustan y veas cómo han organizado sus vidas.
—Me gusta mucho Guy y míster Vyse —dijo Tibby lánguidamente y se apoltronó tanto en su asiento que quedó formando una línea horizontal de las rodillas al cuello.
—Y no creas que no hablo en serio porque no utilizo los argumentos tradicionales: el dinero, el triunfo y todo eso; argumentos que me parecen, por diversas razones, pura palabrería —continuó cosiendo—. Sólo soy tu hermana, no tengo ninguna autoridad sobre ti ni quiero tenerla. Intento explicarte lo que considero cierto, nada más. ¿Sabes? —se quitó las gafas de pinza que había empezado a usar recientemente—, dentro de unos años, no muchos, tú y yo tendremos prácticamente la misma edad y seré yo quien te pida consejo a ti. Los hombres sois más amables que las mujeres.
—Si tan decepcionada estás, ¿por qué no te casas?
—A veces creo que lo haría si se me presentase la oportunidad.
—¿Nadie te lo ha pedido?
—Sólo los tontorrones.
—¿Y Helen? ¿Ha tenido proposiciones?
—¡Huy, una barbaridad!
—Cuéntame quiénes eran.
—No.
—Cuéntame entonces cómo eran los tontorrones.
—Eran tipos que no tenían nada mejor que hacer —dijo su hermana sintiéndose autorizada a hablar al respecto—. Así que, adviértelo bien: tienes que trabajar o, al menos, hacer ver que trabajas, como hago yo. ¡Trabaja, trabaja y trabaja si quieres salvar el alma y el cuerpo! Es una necesidad, querido. Mira los Wilcox, mira los Pembroke. Con todos sus defectos de carácter y de mentalidad, los prefiero a otros mejor dotados. Y creo que los prefiero porque han trabajado con honradez y constancia.
—Ahórrame a los Wilcox —gimió Tibby.
—No pienso. Son gente como hay que ser.
—¡Por el amor de Dios, Meg! —protestó Tibby incorporándose súbitamente, alertado y furioso. Tibby, a pesar de sus defectos, tenía auténtica personalidad.
—Pues bien, están tan cerca de lo que se debe ser como tú puedas imaginarte.
—No, no… oh, no.
—Estaba pensando en el hijo menor, al que una vez clasifiqué de tontorrón. Mira, volvió muy enfermo de Nigeria, pero se ha vuelto a ir, según me ha dicho Evie Wilcox…, ha vuelto a su deber.
La palabra «deber» siempre provocaba un gruñido.
—No persigue el dinero, sino el trabajo, aunque sea un trabajo brutal, en un país sombrío, con unos nativos bribones, en una lucha continua por el agua fresca y la comida. Una nación que produce hombres de esta clase puede sentirse orgullosa. No me extraña que Inglaterra haya llegado a ser un Imperio.
—¡Un Imperio!
—No hablo de los resultados —dijo Margaret con cierta tristeza—. Son demasiado complicados para mí. Yo sólo hablaba de los hombres. Me fastidian los Imperios, pero admiro el heroísmo que los ha edificado. Londres me fastidia, pero cuántos millares de personas admirables trabajan para hacer de Londres…
—Lo que es —concluyó Tibby con sarcasmo.
—Lo que es, sí, mala suerte. Quiero actividad sin civilización. ¡Qué paradoja! Y, sin embargo, espero que sea eso lo que encontremos en el paraíso.
—Yo, en cambio —dijo Tibby—, quiero civilización sin actividad, y eso espero encontrar en el otro sitio.
—No es preciso ir tan lejos, Tibby; si eso es lo que deseas, lo puedes encontrar en Oxford.
—Idiota.
—Si soy idiota, déjame volver al asunto de la casa. Si tú quieres, podemos vivir en Oxford… al norte de Oxford. Viviré en cualquier parte, excepto en Bournemouth, Torquay y Cheltenham. Desde luego, ni en Ilfracombe, ni en Swanage, ni en Tunbridge Wells, ni Surbiton, ni Bedford. Eso ni hablar.
—Entonces, en Londres.
—Por mi parte, no hay inconveniente, pero Helen prefiere irse fuera de Londres. De todas formas, no hay razón para que no tengamos una casa en el campo y un apartamento en Londres, con tal de que estemos juntos y contribuyamos todos. Aunque, bien pensado… ¡Dios mío, qué afán de protestar! ¡Y pensar que hay gente que no tiene dinero…! ¿Cómo viven? La inmovilización acabaría conmigo.
Mientras hablaba, la puerta se abrió de golpe y Helen irrumpió en la habitación en un estado de extrema excitación.
—¡Ay, queridos! ¿No sabéis lo que ha pasado? Nunca lo adivinaríais. Ha venido una mujer preguntando por su marido. ¿Su qué? —a Helen le encantaba imitar su propia sorpresa—. Sí, por su marido, tal como suena.
—¿No tendrá nada que ver con Braknell? —preguntó Margaret que había tomado recientemente a un desempleado de este nombre para que limpiara la cubertería y las botas.
—Ya le ofrecí a Braknell, pero no lo quiso. Así que sólo podía ser Tibby. ¡No te asustes, Tibby! No era nadie conocido. Le dije: «Busque, buena mujer, dé una vuelta, rastree bajo las mesas, remueva la chimenea, sacuda los macasares. ¿Un marido?, ¿busca usted un marido?». Iba magníficamente vestida y relucía como un candelabro.
—Vamos, Helen, ¿qué ha pasado? De verdad.
—Lo que os digo. Estaba yo recitando mi discurso. Annie abre la puerta como una loca y aparece una mujer que se viene directamente hacia mí. Yo aún tenía la boca abierta. Entonces empezamos a hablar muy civilizadamente. «Quiero a mi marido, que tengo motivos para pensar que está aquí». No, soy injusta. No dijo «que tengo motivos», sino «de quien tengo motivos». Lo dijo perfectamente. Así que le dije: «¿Su nombre, por favor?», y ella dijo: «Lan, señora», y así nos quedamos.
—¿Lan?
—Lan o Len. No controlábamos muy bien las vocales. Lanolina.
—¡Qué cosa más extraña!
—Le dije: «Mi querida mistress Lanolina, aquí hay una terrible confusión. A pesar de ser muy hermosa, mi recato es aún mayor que mi hermosura y míster Lanolina jamás, jamás ha posado sus ojos en mí».
—Supongo que estarías encantada —dijo Tibby.
—Ya lo creo —chilló Helen—. Una experiencia de lo más delicioso. Mistress Lanolina es un cielo: buscaba a su marido como quien busca un paraguas. Lo perdió el sábado por la tarde y, durante unas horas, no se preocupó. Pero su intranquilidad fue en aumento por la noche y toda esta mañana. El desayuno no le pareció el mismo, ni la comida, así que se encaminó al número 2 de Wickham Place por considerarlo el lugar más idóneo para hallar el objeto perdido.
—Por qué demonios…
—No empieces con el «qué demonios». «Yo sé lo que sé», repetía ella sin grosería, pero con tristeza. En vano le pregunté lo que sabía. Unos saben lo que otros saben, y otros, no; y, si no lo saben, es mejor que tengan cuidado. ¡Pobre mujer, era tan incompetente! Tenía cara de gusano de seda y todo el comedor huele a raíces de lirio. Charlamos un rato sobre maridos y yo acabé preguntándome también dónde estaría el suyo. Le aconsejé que fuera a la policía. Me dio las gracias. Convinimos en que míster Lanolina era un pillín y que no hacía bien en irse de picos pardos. Pero creo que seguía sospechando de mí. Tengo que escribir a la tía Juley y contárselo. Recuerda, Meg, que tengo que escribirle.
—Tienes que escribirle —murmuró Meg dejando su trabajo—. No estoy segura de que sea muy divertido, Helen. Me da la impresión de que hay un trágico volcán latente en alguna parte, ¿no te parece?
—No, no lo creo. Ni creo que a ella le importase demasiado. Esa admirable criatura no tenía capacidad para la tragedia.
—Tal vez la tenga su marido —dijo Margaret dirigiéndose hacia la ventana.
—Qué va. Nadie con capacidad para la tragedia se habría casado con mistress Lanolina.
—¿Era guapa?
—Debió de tener buen tipo hace años.
Los apartamentos de enfrente, su único paisaje, colgaban como una cortina ricamente brocada entre Margaret y el oleaje de Londres. Sus pensamientos se volvieron con tristeza hacia la búsqueda de una nueva casa. Wickham Place había sido un lugar seguro. Tuvo miedo, en su imaginación, al pensar en su pequeño rebaño avanzando hacia la barahúnda y la miseria, en contacto con episodios como el que acababa de ocurrir.
—Tibby y yo hemos estado pensando dónde iremos a vivir en septiembre —dijo por fin.
—Mejor sería que Tibby pensara primero qué quiere hacer —replicó Helen, y se reanudó la discusión, pero esta vez, con amargura. Llegó la hora del té. Finalizado éste, Helen volvió a preparar su discurso y Margaret empezó a preparar el suyo, porque ambas tenían que participar en una reunión de debate al día siguiente. Los pensamientos de Margaret, sin embargo, estaban envenenados. Mistress Lanolina había surgido del abismo, como un aroma sutil, como una pisada de duende, para mostrar una vida donde el amor y el odio están por igual en decadencia.