Capítulo 12

Charles no tenía por qué preocuparse. Miss Schlegel no sabía nada de los extraños designios de mistress Wilcox y no había de enterarse hasta pasados unos años, hasta que su vida hubiese tomado un giro radicalmente distinto, un giro en el que aquellos designios encajaban como una piedra angular. Por entonces, Margaret tenía centrada su atención en otras cosas y, de haber conocido el testamento de la difunta, lo habría considerado, al igual que los Wilcox, como la fantasía de un enfermo.

Por segunda vez, los Wilcox quedaban atrás. Paul y su madre, como una ola pequeña y otra grande, habían inundado su vida y se habían retirado para siempre. La ola pequeña no había dejado huellas a su paso; la grande había depositado a sus pies fragmentos de lo desconocido. Como un explorador curioso, Margaret había observado el mar desde la orilla, un mar que ocultaba mucho, pero algo revelaba. Fue testigo de la retirada del último y tremendo reflujo. Su amiga se había desvanecido en la agonía, que no en la decadencia. Una retirada que encerraba algo más que la enfermedad y el dolor. Unos desaparecen dejando tras de sí lágrimas y pena; otros, dejando una frialdad insana. Mistress Wilcox había partido por un camino intermedio, un camino que sólo alcanzan a seguir algunos extraños individuos. Había sabido mantener la proporción; había desvelado parte de su sombrío secreto a sus amigos, pero no mucho; había cerrado su corazón, pero no del todo. Así deberíamos morir, suponiendo que existiese alguna regla: ni víctimas ni fanáticos; como el navegante que contempla con la misma intensidad las profundidades en que se adentra y la orilla que debe abandonar.

La última palabra, fuese cual fuese, no se había dicho en el cementerio de Hilton. No había muerto allí. El funeral no equivale a la muerte, del mismo modo que el bautismo no equivale al nacimiento, ni el matrimonio a la unión. Las tres ceremonias son los torpes instrumentos por medio de los cuales la sociedad registra, demasiado tarde o demasiado pronto, el tránsito del hombre por la vida. A los ojos de Margaret, mistress Wilcox había escapado al registro, había abandonado la vida vivamente, a su modo, y no había polvo tan polvo como el que contenía el pesado sarcófago, pomposamente descendido hasta reposar en el polvo de la tierra; ni flores tan desperdiciadas como los crisantemos que la escarcha debió de marchitar antes del alba. Margaret había dicho una vez que «le gustaba la superstición». No era cierto. Pocas mujeres habían intentado tan seriamente como ella traspasar la amalgama que recubre el cuerpo y el alma. La muerte de mistress Wilcox le había ayudado en su trabajo; había arrojado una débil claridad en su idea de lo que es un ser humano, de lo que puede aspirar a ser. Las auténticas relaciones habían adquirido un leve resplandor. Tal vez la última palabra fuera esperanza; esperanza incluso a este lado de la tumba.

Mientras tanto, tenía que seguir centrando su interés en los supervivientes. A pesar de las Navidades, a pesar de su hermano, los Wilcox seguían ocupando un lugar preeminente en sus pensamientos. Había tenido mucho contacto con ellos en la última semana. No eran «de su clase». Suspicaces y estúpidos, les faltaba lo que a ella le sobraba. Pero la confrontación le estimulaba; sentía un interés que bordeaba la atracción, incluyendo en este fenómeno al propio Charles. Deseaba protegerlos y sentía a veces que ellos podían protegerla, sobrados como estaban de lo que a ella le faltaba. Una vez pasado el escollo de la emoción, sabían perfectamente qué hacer, a quién acudir; siempre tenían las riendas en la mano. Tenían, además, entereza, y Margaret valoraba en mucho la entereza. Llevaban otra vida, una vida que ella no podía llevar; la vida exterior, de «telegramas y furia», la vida que había hecho explosión cuando Helen y Paul trabaron contacto en junio, y había vuelto a explotar la semana pasada. Para Margaret, esta vida constituía una fuerza real. No podía despreciarla, como aparentaban hacer Helen y Tibby. En esa vida florecen virtudes como la precisión, la decisión y la obediencia, virtudes de segunda categoría, sí, pero virtudes que han forjado nuestra civilización; virtudes que forjan también el carácter, Margaret no lo ponía en duda, impidiendo que el alma se ablande. ¿Cómo se atreverían los Schlegel a menospreciar a los Wilcox, cuando unos y otros son necesarios para construir un mundo?

«No le des muchas vueltas —escribió a Helen— a la superioridad de los invisibles sobre lo visible. Podrá ser cierta, pero dedicarse a ello resulta medieval. Lo que tenemos que hacer no es contrastarlos, sino reconciliar lo uno con lo otro». Helen contestó que no tenía la menor intención de dar vueltas a un asunto tan aburrido. ¿Por quién la tomaba su hermana? El tiempo era magnífico. Los Mosebach y ella recorrían en trineo la única colina de que puede enorgullecerse la Pomerania. Era divertido, pero había mucha gente, porque toda la Pomerania se había concentrado allí. Helen adoraba el campo y su carta exultaba ejercicio físico y poesía. Hablaba del paisaje, tranquilo y majestuoso; de los campos nevados, atravesados por veloces manadas de ciervos; del río y de su pintoresca desembocadura en el mar Báltico; del Oderberge, el macizo formado por montes que no medían más de trescientos pies y desde los cuales se bajaba esquiando a las llanuras de la Pomerania, aunque no por ello dejaban de ser auténticos montes, con bosques de pinos, riachuelos y panoramas. «No cuenta tanto la magnitud como el modo en que las cosas están dispuestas». En otro párrafo se refería a mistress Wilcox con cariño y condolencia, pero la noticia no le había afectado profundamente. No había captado todos los detalles accesorios de la muerte que son, en cierto sentido, más memorables que la misma muerte. La atmósfera de precauciones y recriminaciones en cuyo centro gravita un ser humano, cada vez más vivo porque sufre; el fin de este cuerpo en el cementerio de Hilton; la supervivencia de algo que sugería esperanza, vivo a su vez contra la alegría de la vida cotidiana; todo aquello era ajeno a Helen, que sólo percibía que una agradable dama había dejado de ser agradable de una vez por todas. Regresó a Wickham Place absorta en sus propios asuntos —había recibido una nueva proposición matrimonial— y Margaret, tras una momentánea vacilación, se alegró de que así fuera.

La proposición de marras no había sido nada serio. Fue más bien obra de fräulein Mosebach, que concibió la generosa y patriótica idea de recuperar a sus primas a la tierra natal por medio del matrimonio. Inglaterra había jugado la baza de Paul Wilcox y había perdido; Alemania jugó la de herr no sé qué Förstmeister (Helen no recordaba siquiera su nombre). Herr Förstmeister vivía en el bosque y un día, desde la cima del Oderberge, señaló a Helen su casa o, mejor dicho, la espesura de pinos en la que se hallaba situada. Helen exclamó: «¡Oh, qué maravilla! En un lugar así desearía yo vivir». Aquella noche, Frieda apareció en su dormitorio. «Querida Helen, traigo un mensaje», etcétera. En efecto, lo traía. No obstante, se mostró muy comprensiva cuando Helen soltó la carcajada; se hacía cargo, sí, un bosque muy solitario y umbrío, sí, aunque herr Förstmeister opinara lo contrario, claro. Alemania había perdido, pero había perdido con buen humor; portadora de la hombría del mundo, sabía que a la larga estaba destinada a ganar. «Hasta tienen algo preparado para ti, Tibby —concluyó Helen—, piénsalo bien. Frieda te tiene preparada una chica; una chica con coletas y medias de lana blancas, aunque los bajos de las medias son de color rosa, como si la chica hubiese pisado fresas. ¡Bueno! He hablado demasiado. Me duele la cabeza. Hablad vosotros ahora».

Tibby condescendió en hablar. También él estaba absorto en sus asuntos. Acababa de pasar un examen para ingresar en Oxford. Los estudiantes estaban de vacaciones en sus casas, de modo que los candidatos se alojaron en diversos colegios y cenaron en el refectorio. Tibby era muy sensible a la belleza, la experiencia era nueva para él e hizo una descripción casi encendida de su visita. La Universidad, majestuosa y serena, empapada en la riqueza de los condados occidentales a los que había servido durante mil años, causó un fuerte impacto en el gusto del muchacho; pertenecía al mundo que Tibby entendía, y la entendió tanto más cuanto que estaba vacía. Oxford es… Oxford, no un mero receptáculo de la juventud, como Cambridge. Exige, quizá, que sus miembros amen a Oxford más de lo que se aman entre sí. En cualquier caso, ése era el efecto que había producido en Tibby. Sus hermanas lo enviaron allí para que hiciese amistades, conscientes de que su educación había sido excéntrica, de que le había distanciado de los demás chicos de su edad. Tibby no hizo amistades. Su Oxford siguió siendo un Oxford vacío y conservó aquella imagen toda su vida, no como el recuerdo de una cálida radiación, sino como el recuerdo de una armonía de colores.

Margaret se sintió satisfecha oyendo hablar a sus hermanos. Por lo general no se llevaban bien. Durante unos instantes, Margaret los escuchó sintiéndose madura y benigna. De pronto, algo le sucedió e interrumpió la conversación para decir:

—Helen, ¿te he contado ya lo de la pobre mistress Wilcox, ese asunto tan triste?

—Sí.

—He mantenido correspondencia con su hijo. Están poniendo en claro la situación patrimonial y me escribió para saber si su madre me había prometido dejarme algo. Me pareció un magnífico detalle por su parte, teniendo en cuenta lo poco que la traté. Le dije que una vez me había hablado de hacerme un regalo de Navidad, pero que ambas lo habíamos olvidado poco después.

—Espero que Charles pescara la indirecta.

—Sí. Es decir, el marido de mistress Wilcox me escribió dándome las gracias por haber sido tan amable con su esposa y me regaló un frasquito de sales de plata. Muy generoso, ¿no crees? Este gesto ha hecho que le tome afecto. Dijo que esperaba que esto no fuera el final de nuestra amistad y que le gustaría mucho que tú y yo fuésemos a pasar unos días con Evie en un futuro próximo. Me gusta míster Wilcox, francamente. Ha vuelto a sus negocios de caucho, un negocio de envergadura, ¿sabes? Creo que está rehaciendo su vida. Charles también anda metido en el negocio. Se ha casado con una chica muy mona, aunque no parece demasiado lista. Vivieron un tiempo ahí, en el apartamento de enfrente, pero ahora se han mudado a una casa de propiedad.

Helen, tras una discreta pausa, continuó contando cosas de Stettin. ¡Qué aprisa cambian las cosas! En junio había sufrido una crisis; en noviembre, aún se ruborizaba y actuaba con naturalidad afectada. Ahora, en enero, todo aquel asunto estaba olvidado. Recordando los pasados seis meses, Margaret comprendió la naturaleza caótica de nuestras vidas y su diferencia con la secuencia ordenada que urden los historiadores. La vida real está llena de pistas falsas y de señales que no conducen a ninguna parte. Nos fortalecemos, con infinito esfuerzo, para afrontar una crisis que no se produce jamás. La trayectoria más triunfal encubre un despilfarro de energías que podrían haber movido montañas; la vida más infructuosa no es la del individuo que se ha visto sorprendido sin estar preparado, sino la del que se ha preparado y no ha sido nunca sorprendido. Sobre este tipo de tragedias nuestra moral nacional guarda silencio. Se presupone que la preparación contra el peligro es buena en sí y que las personas, como las naciones, deben ir dando tumbos por la vida armadas hasta los dientes. La tragedia de la preparación apenas ha sido tratada, salvo por los griegos. La vida es ciertamente peligrosa, pero no como la moral nos enseña. Es imposible gobernar la vida, pero su esencia no es una batalla; es imposible de gobernar porque la vida es un romance y su esencia es la belleza romántica.

Margaret confiaba en ser, en el futuro, menos cauta de lo que había sido en el pasado.