Capítulo 11

El funeral había concluido. Los carruajes se alejaban por el fango y sólo los pobres de la localidad se demoraban en el cementerio. Se acercaron a la fosa recién cavada y miraron por última vez el ataúd, casi oculto por las paletadas de tierra. Era su momento. La mayoría de los rezagados eran vecinas de la difunta, revestidas de ornamentos negros por orden de míster Wilcox. Los demás asistían atraídos por la curiosidad. Una muerte, y más una muerte repentina, les conmovía con auténtica excitación. Formaban grupos o deambulaban entre las tumbas, como manchas de tinta. El hijo de una de aquellas mujeres, leñador de profesión, podaba el olmo del cementerio encaramado sobre las cabezas de la concurrencia. Veía desde su observatorio la villa de Hilton, que se extendía a ambos lados de la carretera del Norte, con sus dilatados aledaños; el ocaso, escarlata y oro, que parpadeaba en el confín del firmamento grisáceo; la iglesia; las plantaciones, y, finalmente, a sus espaldas, la vasta campiña, salpicada de prados y granjas. El leñador desgranaba con sus palabras el acontecimiento, en un intento de traducir a su madre, que estaba debajo, las sensaciones que le habían embargado: la llegada del ataúd, la imposibilidad de abandonar su atalaya y sus deseos de interrumpir el trabajo, la sorpresa que casi le había hecho caer del árbol, el graznido de las cornejas, que presentían la causa del ceremonial. La madre, a su vez, se atribuía poderes proféticos: en los últimos tiempos había advertido un aspecto extraño en mistress Wilcox. Londres había acabado con ella, decían otros. Era una dama muy gentil, como lo fuera en tiempos su abuela: persona de más sencilla condición, pero muy gentil. ¡Ay, ya no quedaba gente así, de la vieja escuela! También míster Wilcox era un caballero muy gentil, por supuesto. Y así, exaltados, volvían al tópico una y otra vez. Los funerales de un rico eran para ellos lo que para una persona cultivada son los funerales de Alcestes o de Ofelia: una obra de Arte; y como tal los contemplaban ávidamente, como algo al margen de sus vidas que, sin embargo, aportaba a éstas una nueva dimensión.

Los sepultureros, adoptando una actitud de desaprobación —les desagradaba Charles Wilcox; no es momento de hablar de estas cosas, pero les desagradaba Charles Wilcox—, dieron fin a su trabajo. Apilaron coronas y cruces sobre la tumba. El sol se puso en Hilton: las cejas negras de la noche enrojecieron levemente y un ceño escarlata las partió. Charlando tristemente, el cortejo atravesó la verja y la avenida de castaños que llevaba al pueblo. El joven leñador se quedó un rato más, posado sobre el silencio, balanceándose rítmicamente. Cayó la rama bajo su sierra. Con un gruñido descendió del árbol, alejados ya sus pensamientos de la muerte y puestos en el amor, porque tenía una cita esa misma noche. Un ramillete de crisantemos oscuros le llamó la atención. «No debería haber flores de colores en los entierros», pensó. Anduvo un poco, se detuvo, escudriñó furtivamente la oscuridad, se volvió, arrancó un crisantemo del ramillete y lo ocultó en el bolsillo.

Tras él se hizo un absoluto silencio. El pabellón adosado al muro del cementerio se encontraba vacío y la casa más próxima estaba lejos. Hora tras hora, la escena del sepelio quedó sin ojos que la miraran. Unas nubes procedentes del oeste se acumularon en el cielo; la iglesia parecía un barco de alta proa, navegando con su cargamento hacia el infinito. Al amanecer, el aire se volvió más frío; el firmamento, más claro; la superficie de la tierra, dura y brillante sobre la fosa. El leñador, de regreso a su trabajo tras una noche de placer, se iba diciendo a sí mismo: «Lilas, crisantemos… lástima no haberlos cogido todos».

Era la hora del desayuno de Howards End. Charles, Evie y la esposa de aquél se hallaban en el comedor. Míster Wilcox, que no quería ver a nadie, desayunaba arriba. Su sufrimiento era tan agudo que sentía intermitentes espasmos de dolor físico. Los ojos arrasados en lágrimas, intentaba comer, pero no lograba llevarse un solo bocado a los labios.

Pensaba en la bondad de su mujer, inalterable a lo largo de treinta años. No recordaba nada en concreto —ni el noviazgo, ni los primeros raptos amorosos—, sólo la invariable virtud, la más noble cualidad de una mujer, en su opinión. Muchas mujeres son caprichosas, incurren en faltas peregrinas, por pasión o por frivolidad. Su mujer, no. Año tras año, en verano como en invierno, como esposa y como madre, Ruth había sido la misma; él había confiado en ella. ¡Y su ternura! ¡Y su inocencia! ¡Aquella maravillosa inocencia que era en ella un don de Dios! Ruth ignoraba la malicia y la sabiduría del mundo, como las flores del jardín y como la hierba del prado. Sus ideas sobre los negocios —«Henry, ¿por qué la gente que ya tiene suficiente dinero quiere tener más?»—, sobre la política —«Estoy segura de que si las madres de varias naciones pudieran reunirse, no habría más guerras»—. Sus ideas sobre la religión… bueno, en ese terreno se cruzó una nube, pero una nube pasajera. Ella procedía de una secta cuáquera y él y su familia, antes disentistas, eran miembros por entonces de la Iglesia anglicana. Los sermones del rector la habían repelido al principio. Expresó sus deseos de «una luz más íntima», añadiendo, «no tanto por mí como por el pequeño». (Charles). Seguramente aquella luz íntima le fue otorgada, porque no volvió a quejarse en los últimos años. Educaron a sus tres hijos sin disputas. Nunca, jamás discutieron.

Y ahora reposaba bajo la tierra. Se había ido y, como si hubiera querido hacer su marcha más amarga, se había ido con un toque de misterio impropio de ella. «¿Por qué no me dijiste que lo sabías?», se había lamentado él; y ella, con voz débil, había contestado: «No quise, Henry, podía estar equivocada, y todo el mundo odia las enfermedades». Un médico desconocido le había puesto al corriente del horror, un médico al que había consultado mientras él estaba ausente de la ciudad. ¿Había sido justo? Murió sin dar una explicación completa. Era una falta por su parte, pero —y las lágrimas se agolparon en sus ojos— ¡qué pequeña falta! El único engaño en treinta años.

Se levantó y miró por la ventana, porque acababa de entrar Evie con el correo y no toleraba el encuentro con unos ojos ajenos. Ah, sí, había sido una buena mujer. Había sido una mujer firme. Escogió esta palabra deliberadamente. Para él, la firmeza abarcaba todo elogio.

El mismo, contemplando el jardín invernal, poseía la apariencia de un hombre firme. Su rostro no era tan cuadrado como el de su hijo. A decir verdad, su mentón, aunque de trazo enérgico, se hundía ligeramente y los labios, ambiguos, quedaban ocultos bajo el bigote. Pero no había señal externa de debilidad en sus facciones. Los ojos, si bien capaces de amabilidad y camaradería, aun enrojecidos en aquel momento por las lágrimas, eran los ojos de quien no admite órdenes. La frente, asimismo, era la de Charles: alta y recta, cetrina y tersa, bruscamente achatada en las sienes y el cráneo, producía el efecto de un bastión que protegía su cabeza del mundo y, a veces, de un muro sin aberturas. Tras aquel muro había vivido, intacto y feliz, cincuenta años.

—Ha llegado el correo, papá —dijo Evie con torpeza.

—Gracias, déjalo ahí.

—¿Todo bien?… ¿el desayuno?

—Sí, sí, gracias.

La muchacha miró dubitativa, primero a su padre, luego al desayuno. No sabía qué hacer.

—Pregunta Charles si quieres el Times.

—No. Lo leeré luego.

—Llama si quieres algo, papá.

—Ya tengo todo lo que quiero.

Después de separar las cartas de los impresos, la muchacha bajó al comedor.

—Papá no ha comido nada —anunció sentándose con el ceño fruncido junto al hornillo del té.

Charles no respondió. A poco, se levantó, corrió escaleras arriba, abrió la puerta y dijo:

—Oye, papá, tienes que comer, ¿sabes? —y después de una pausa en espera de una respuesta que no vino, volvió a bajar—. Me parece que primero va a leer la correspondencia —dijo evasivamente—. Creo que desayunará después —cogió el Times y durante un rato no hubo otro sonido que el golpecito de la taza en el plato y el cuchillo en la bandeja.

La pobre esposa de Charles se sentaba entre sus silenciosos compañeros, amilanada por el curso de los acontecimientos y un poco aburrida. Era una criatura timorata y lo sabía. Un telegrama le había hecho venir desde Nápoles al lecho de una moribunda a la que apenas conocía. Una palabra de su esposo la había hundido en un mundo de lamentos. Quería compartir íntimamente el dolor de la familia, pero también deseaba que mistress Wilcox, condenada como estaba a morir, hubiese muerto antes de su boda, porque de ese modo le habrían exigido menos compenetración. Desmigando su tostada, demasiado nerviosa para pedir la mantequilla, se quedó casi inmóvil, dando gracias a Dios de que su suegro hubiera elegido desayunar arriba.

Al final habló Charles.

—No estuvo nada bien que ayer precisamente les diera por podar los árboles —dijo a su hermana.

—Desde luego que no.

—He tomado buena nota —continuó—. Me sorprende que el rector lo permitiera.

—Quizá no fue cosa del rector.

—¿De quién, si no?

—Del dueño del terreno.

—Imposible.

—¿Mantequilla, Dolly?

—Gracias, Evie, querida. Charles…

—¿Sí, querida?

—No sabía que se podían podar los olmos. Yo creí que sólo se podaban los sauces.

—Oh, no. Se pueden podar también los olmos.

—Entonces, ¿por qué no se podían podar los olmos del cementerio?

Charles arrugó el entrecejo y se volvió a su hermana.

—Otra cosa. Tengo que hablar con Chalkeley.

—Sí, es verdad; tienes que quejarte a Chalkeley.

—No tiene ningún derecho a decir que no responde de esos hombres. Ya lo creo que responde.

—Claro que sí.

Los dos hermanos no eran crueles. Hablaban así en parte porque querían poner a Chalkeley en su sitio —un deseo muy honesto— y en parte para eludir las cuestiones personales. Así actuaban siempre los Wilcox: sin conceder importancia a estos asuntos. O tal vez sí que comprendían su importancia, pero la temían, como había supuesto Helen, dejando traslucir en su actitud el pánico y el vacío. Pero no eran crueles ni fríos, y abandonaron la mesa con el corazón compungido. Su madre, en vida, no solía bajar a desayunar, por lo que su ausencia se hacía más sensible en otras habitaciones y, especialmente, en el jardín. Camino del garaje, Charles iba recordando, a cada paso, a la mujer que le había querido y a la que nunca podría remplazar. ¡Cuántas batallas había librado él contra su tierno conservadurismo! ¡Cómo le desagradaban los adelantos y, sin embargo, con qué lealtad los aceptó cuando llegaron! ¡Qué trabajo les había costado, a él y a su padre, conseguir aquel garaje! ¡Con qué dificultad la habían convencido para que les cediese el cercado en que construirlo! ¿Y el emparrado? No habían tenido más remedio que cedérsela. La parra se encaramaba aún por la pared sur, con sus sarmientos improductivos. Lo mismo pensaba Evie, al tiempo que hablaba con la cocinera. Evie podía hacerse cargo del trabajo de la casa, al igual que su hermano podía hacerlo con respecto al jardín, pero ello no les impedía sentir que algo irremplazable había salido de sus vidas. La pena de los hijos, menos punzante que la de su padre, brotaba de más hondas raíces, porque se puede suplir a una esposa, pero jamás a una madre.

Charles quería volver a su oficina. No había nada que hacer en Howards End y conocía de antiguo el contenido del testamento de su madre. No había legados, ni pensiones, ni complicaciones póstumas con las que algunos muertos gustan de prolongar sus actividades. Confiando en su marido, se lo había dejado todo, sin reservas. Era una mujer pobre: la casa había sido su única dote, y la casa, en su momento, iría a parar a manos de Charles. Míster Wilcox reservaba los cuadros para Paul y para Evie las joyas y la lencería. ¡Con qué facilidad salió de la vida! Charles pensó que aquélla era una loable actitud, aunque no tenía intención de adoptarla, en tanto que Margaret, de poder opinar, habría visto en semejante actitud una indiferencia casi culpable ante la fama terrena. El cinismo —no el cinismo superficial de sonrisas y gruñidos, sino el cinismo compatible con la cortesía y la ternura— era la nota dominante del testamento de mistress Wilcox. No quería vejar a nadie. Conseguido esto, la tierra podía enfriarse sobre su cuerpo para siempre.

No, no había motivo para que Charles se quedara. No podía continuar su luna de miel, así que iría a Londres y trabajaría: se sentía incómodo sin hacer nada. Dolly y él se quedarían con el apartamento amueblado y su padre descansaría tranquilamente en el campo con Evie. Podía, de este modo, vigilar su nueva casita, en un suburbio de Surrey, a la sazón a medio pintar y decorar, en la que esperaba instalarse poco después de Navidad. Sí, iría en su coche después de comer. Los sirvientes de Londres, que habían acudido al funeral, regresarían en tren.

Encontró al chófer de su padre en el garaje. Le dijo: «Buenos días» sin mirarle a la cara e, inclinándose sobre el automóvil, continuó:

—¡Vaya, alguien ha usado mi coche nuevo!

—¿Sí, señor?

—Sí —dijo Charles enrojeciendo—, y quienquiera que lo haya usado no lo ha limpiado bien, porque hay barro en los ejes. Quítelo.

El hombre fue a buscar un trapo sin decir palabra. Era un chófer feísimo, lo cual no desagradaba a Charles, que consideraba el encanto masculino como algo enfermizo y que no había cejado hasta deshacerse del minúsculo efebo italiano que habían tenido al principio.

—Charles…

Su mujer le había seguido, sobre la escarcha helada, como una delicada columna negra sobre la cual la carita y el sombrero de luto formaban el capitel.

—Un momento, estoy ocupado. Bueno, Crane, ¿quién cree usted que lo ha usado?

—No lo sé, señor. Nadie lo ha usado desde que yo volví, pero, naturalmente, estuve fuera quince días con el otro automóvil, en Yorkshire.

El barro se desprendió con facilidad.

—Charles, tu padre está abajo. Algo ha sucedido. Quiere que vuelvas inmediatamente. ¡Oh, Charles!

—Espera, querida, espera un minuto. ¿Quién tenía la llave del garaje mientras usted estaba fuera, Crane?

—El jardinero, señor.

—¿Quiere usted decir que el viejo Penny sabe conducir un automóvil?

—No, señor; nadie utilizó el automóvil del señor.

—Entonces, ¿cómo se explica usted que haya barro en los ejes?

—No sé qué puede haber pasado mientras yo estaba en Yorkshire. Vea, señor, ya no hay barro.

Charles se sintió humillado. Aquel hombre le trataba como si fuera un tonto y, si su corazón no hubiera estado tan dolorido, se habría ido a quejar a su padre. Pero no era momento para quejas.

Ordenó que tuviesen el coche listo para después de comer y se reunió con su mujer que había estado hablando sin cesar de una historia incoherente acerca de una carta y de miss Schlegel.

—Bueno, Dolly, ya estoy por ti. ¿Qué pasa con miss Schlegel? ¿Qué quiere?

Cuando alguien escribía una carta, Charles siempre preguntaba qué quería. Querer algo era, para él, el único justificante de un acto. Y la pregunta, en este caso, era correcta, porque su mujer respondió:

—Quiere Howards End.

—¿Howards End? Ah, Crane, no se olvide de colocar la rueda Stepney.

—No, señor.

—Procure no olvidarse, porque… Vamos, mujercita.

Cuando estuvieron fuera del alcance del chófer, rodeó con el brazo la cintura de su mujer y la atrajo hacia sí. Todo su afecto y parte de su atención: esto le entregaba para toda una larga y dichosa vida matrimonial.

—No me has escuchado, Charles.

—¿Qué pasa?

—Te lo estoy diciendo: Howards End. Miss Schlegel lo tiene.

—¿Tiene el qué? —dijo Charles soltándola—. ¿De qué diantre estás hablando?

—Charles, prometiste no decir estas ordinarieces.

—Oye, no estoy de humor para tonterías. No es el día adecuado.

—Ya te lo he dicho. Hace rato que te lo vengo diciendo. Miss Schlegel es la dueña de Howards End. Tu madre se lo dejó y ahora vosotros os tendréis que ir.

—¿Howards End?

—¡Howards End! —gritó ella imitando los gestos de su marido. En aquel instante salió Evie corriendo de detrás de un matorral.

—¡Dolly, vuelve en seguida! Papá está muy enfadado contigo, Charles —se detuvo en seco—. Ve inmediatamente a ver a papá. Acaba de recibir una carta terrible.

Charles empezó a correr, se contuvo y continuó despacio por el sendero de grava. Ahí estaba la casa: las nueve ventanas, la parra estéril. Exclamó: «¡Las Schlegel otra vez!», y Dolly, para completar el caos, añadió: «¡Oh, no, ha sido la enfermera la que ha escrito!».

—¡Venid los tres! —gritó el padre saliendo de su inercia—. Dolly, ¿por qué me has desobedecido?

—Míster Wilcox, yo…

—Te dije que no fueras al garaje. Os he oído gritar en el jardín y eso no lo consiento. Entrad.

Estaba en el porche, transformado, con las cartas en la mano.

—Todos al comedor. No podemos discutir los asuntos privados delante del servicio. Toma, Charles, lee esto y dime qué hacemos.

Charles tomó las dos cartas y las leyó sucesivamente. La primera era una nota de la enfermera. Mistress Wilcox le había encargado que, concluido el funeral, enviara el documento adjunto. El documento adjunto era de su propia madre y decía así: «A mi marido: Deseo que Howards End pase a propiedad de miss Schlegel (Margaret).»

—Supongo que hay mucho que hablar —dijo con calma.

—Por supuesto. Iba a buscarte cuando Dolly…

—Está bien, sentémonos.

—Evie, no pierdas el tiempo, siéntate.

En silencio se reunieron en torno a la mesa del desayuno. Los acontecimientos del día anterior —o, mejor, los de aquella misma mañana— retrocedían súbitamente a un pasado tan remoto que los presentes dudaban haberlo vivido. Se oía la respiración pesada. Todos se iban calmando. Charles, para dar firmeza a los allí reunidos, procedió a leer en alta voz:

—Una nota autógrafa de mi madre, en un sobre sellado, dirigido a mi padre. Dentro: «Deseo que Howards End pase a propiedad de miss Schlegel (Margaret).» Ni fecha ni firma. Enviado por la enfermera de la clínica. Bien, la cuestión es…

Dolly le interrumpió:

—Yo creo que esta nota no es legal. Los abogados tienen que intervenir en los asuntos de casas, Charles. Seguro.

Su marido apretó las mandíbulas con severidad. Una leve protuberancia apareció enfrente de cada oreja. Era un síntoma que Dolly aún no había aprendido a respetar y preguntó si podía ver la nota. Charles consultó con la mirada a su padre y éste dijo: «Dásela». Dolly la tomó y exclamó de inmediato:

—¡Vaya, está escrita a lápiz! Ya lo decía yo. Los documentos escritos a lápiz no tienen valor.

—Ya sabemos que no es jurídicamente vinculante, Dolly —dijo míster Wilcox hablando desde su fortaleza—. Somos plenamente conscientes. Legalmente, tengo pleno derecho a romper esta nota y a echar los pedazos al fuego. Por supuesto, querida, todos te consideramos un miembro más de la familia, pero será mejor que no te entrometas en lo que no entiendes.

Charles, humillado por su padre y por su esposa, repitió:

—La cuestión es… —había despejado un rectángulo de la mesa de platos y cubiertos para poder hacer planes sobre el mantel—. La cuestión es saber si miss Schlegel, durante las dos semanas que estuvimos fuera, ilícitamente… —se detuvo.

—No lo creo —dijo el padre, de natural más noble que su hijo.

—¿No crees qué?

—Que estemos ante un caso de influencia ilícita. No, en mi opinión, la cuestión es la… el estado mental de… en el momento de escribir esta nota.

—Papá, consulta a un experto si quieres, pero yo no admito que ésta sea la letra de mamá.

—¡Pero si acabas de decir que sí! —dijo Dolly.

—¡No importa! —bramó Charles—. ¡Y cierra la boca!

La pobre mujercita se ruborizó y, sacando un pañuelo del bolsillo, se enjugó unas pocas lágrimas. Nadie le hizo caso. Evie estaba ceñuda como un muchacho irritado. Los dos hombres iban asumiendo paulatinamente aires de comisión parlamentaria. No cometieron el error de tratar los asuntos humanos a bulto, sino paso a paso y en profundidad. La caligrafía era el primer paso y hacia ella dirigieron sus adiestrados cerebros. Charles, después de unas objeciones, aceptó la letra como genuina, y pasaron al punto siguiente. Éste es el mejor método —quizá el único— para evitar las emociones. Eran hombres normales y corrientes y, si hubieran considerado la nota en conjunto, se habrían entristecido, tal vez habrían perdido los estribos. Considerada punto por punto, se minimizaba la carga emocional y se avanzaba suavemente. El reloj desgranaba su tic-tac, las brasas ardían pugnando contra la blanca radiación que inundaba la estancia a través de las ventanas. Inadvertido, el sol ocupó el firmamento y la sombra de las ramas del árbol, extraordinariamente sólida, cayó como surcos de purpura sobre los campos helados. Era una espléndida mañana invernal. El foxterrier de Evie, de pelaje blanco, parecía gris, sucio y rebajado, en comparación con la intensa pureza que le rodeaba. Perseguía mirlos que brillaban con la oscuridad de las noches de Arabia, porque todos los colores convencionales de la vida se habían alterado. Dentro, el reloj dio las diez con notas ricas y confiadas. Otros relojes lo confirmaron y la discusión tocó a su fin.

Es innecesario seguir. Aquí es cuando debe intervenir el comentarista. ¿Deberían los Wilcox haber ofrecido su casa a Margaret? Yo creo que no. La obligación era demasiado débil. El documento no era legal, había sido escrito por una enferma bajo el influjo de un súbito sentimiento de amistad, era contrario a los deseos manifestados por la difunta en el pasado, era contrario, por último, a su naturaleza, al menos, en la medida en que los hombres entendían su naturaleza. Para ellos, Howards End era una casa. No podían saber que para ella había sido un espíritu para el que anhelaba un heredero espiritual. Y, avanzando un paso más en esta neblina, ¿no habían decidido mejor, tal vez, de lo que suponían? ¿Es posible legar las posesiones del espíritu? ¿Tiene descendencia el alma? ¿Puede transmitirse la pasión por un olmo, una parra, una gavilla de trigo cubierta de rocío, cuando no existen lazos de sangre? No, no hay que culpar a los Wilcox. El problema es demasiado profundo y ellos, por su parte, ni siquiera percibían el problema. No, es lógico y natural que tras el debido debate rasgaran la nota y la arrojasen al fuego del comedor. El moralista práctico estará sin duda de acuerdo con esta decisión. Quien intente profundizar más, estará de acuerdo parcialmente. Porque seguía existiendo un hecho inalterable: habían desobedecido una llamada personal. La mujer que acababa de morir les había dicho: «Haced esto», y ellos habían respondido: «No queremos». El incidente les produjo una honda impresión. El resquemor penetró en sus cerebros y los minó sin descanso. Ayer se habían lamentado: «era una madre querida, una esposa fiel: en nuestra ausencia descuidó su salud y murió». Hoy pensaban: «no era tan querida ni tan fiel como pensábamos». Por fin el deseo de una luz más íntima había encontrado su expresión, lo invisible había hecho impacto en lo visible y todo lo que ellos podían decir era: «Traición». Mistress Wilcox había traicionado a la familia, al derecho de propiedad, a su propia palabra escrita. ¿Cómo podía esperar que Howards End fuera transferido a miss Schlegel? ¿Iba a entregárselo su marido, a quien pertenecía legalmente, como si fuera un delicado presente? ¿Qué derecho adquiría miss Schlegel: el usufructo o la plena propiedad? ¿No iba a haber compensación por el garaje y las restantes mejoras realizadas con la certeza de que todo aquello sería suyo algún día? ¡Traidora! ¡Traidora y absurda! Cuando consideramos a un difunto traidor y absurdo estamos a punto de reconciliarnos con su desaparición. Aquella nota, garrapateada a lápiz y enviada por medio de la enfermera era tan ilegal como cruel y hacía decrecer de inmediato el valor de la mujer que la había escrito.

—Bueno —dijo míster Wilcox levantándose de la mesa—. Nunca pensé que ocurriría tal cosa.

—Mamá no quiso decir lo que pone ahí —dijo Evie con el ceño fruncido.

—No, hija, desde luego que no.

—Mamá creía tanto en los antecesores como en los sucesores. No es propio de ella dejar algo a un extraño que no sería capaz de apreciarlo.

—Todo esto es impropio de Ruth —afirmó él—. Si miss Schlegel fuese pobre, si necesitase una casa, quizá lo entendería. Pero ya tiene casa propia. ¿Para qué necesita otra? Howards End no le serviría de nada.

—El tiempo lo dirá —murmuró Charles.

—¿Cómo? —preguntó su hermana.

—Me imagino que debe de estar al corriente; mamá se lo habrá dicho. Fue a visitarla dos o tres veces a la clínica. Probablemente espera acontecimientos.

—¡Qué mujer más horrible! —y Dolly, que se había recobrado, gritó—: ¡Eh, a lo mejor está viniendo a echarnos!

—Ojalá venga —dijo Charles atajando el arrebato de su esposa. Y añadió en tono agorero—: Tendría unas palabritas con ella.

—Yo también —repitió su padre, que se sentía frío y calmado. Charles había sido muy amable al hacerse cargo de los trámites del entierro, al decirle que se tomara el desayuno; pero el chico, al hacerse mayor, adoptaba aires dictatoriales y asumía las funciones de presidente con demasiada rapidez—. Tendría unas palabras con ella si viniera, pero no vendrá. Sois un poco duros con miss Schlegel.

—Vamos, vamos, ¿has olvidado el escandaloso asunto de Paul?

—No quiero oír hablar más del asunto de Paul, Charles, ya te lo dije entonces; además, no tiene nada que ver con esto. Margaret Schlegel ha sido oficiosa y pesada esta terrible semana, todos hemos tenido que soportarla, ya lo sé. Pero estoy convencido de que es una persona honrada. No está en connivencia con la enfermera, de esto estoy seguro. Ni lo estaba con el médico; de eso también estoy seguro. No nos ocultó nada, porque hasta esta misma tarde ha estado tan ignorante de los hechos como tú mismo. Tanto ella como nosotros hemos sido unos incautos —hizo una pausa—. Ya ves, Charles, tu pobre madre, en su dolor, nos colocó a todos en una posición falsa. Si lo hubiéramos sabido, Paul no se habría ido de Inglaterra, tú no te habrías ido a Italia, ni Evie y yo a Yorkshire. Bien, la posición de miss Schlegel es igualmente falsa. A fin de cuentas, no se ha comportado tan mal.

—Pero los crisantemos… —dijo Evie.

—¡Y presentarse en el funeral! —añadió Dolly.

—¿Por qué no había de hacerlo? Tenía derecho a venir, y se quedó atrás, con las mujeres de Hilton. En cuanto a las flores, es evidente que nosotros no las habríamos enviado, pero quizá a ella le pareció correcto, Evie, es posible que sea costumbre en Alemania.

—Ah, es verdad, olvidaba que no es inglesa —exclamó Evie—. Eso lo explica todo.

—Es una persona cosmopolita —dijo Charles consultando el reloj—. Admito que ando muy despistado con las personas cosmopolitas. Por mi culpa, sin duda. No las soporto, ésa es la verdad. Y una alemana cosmopolita ya es el colmo. En fin, creo que no hay más que hablar. Tengo que volver a Londres y ver a Chalkeley. Cogeré una bicicleta. Por cierto, me gustaría que hablases con Crane cuando te vaya bien. Estoy seguro de que ha estado usando mi coche nuevo.

—¿Lo ha estropeado?

—No.

—En ese caso, lo dejaré correr. No vale la pena armar una trifulca.

A veces Charles y su padre discrepaban, pero se profesaban un respeto recíproco y no había mejores camaradas cuando se trataba de recorrer el intrincado sendero de las emociones. Así atravesaron los marineros de Ulises el reino de las sirenas, después de sellarse mutuamente los oídos con tapones de lana.