Capítulo 10

Pasaron varios días.

¿Sería mistress Wilcox una de esas personas decepcionantes que tanto abundan y que primero ofrecen su amistad y luego la retiran? Una de esas personas que despiertan nuestro interés y nuestro afecto, que atraen nuestro espíritu y luego se desvanecen. Cuando esta relación implica pasión física recibe un nombre muy concreto: flirteo, y si se lleva hasta las últimas consecuencias, está penado por la ley. Pero no hay ley, ni siquiera opinión pública, que castigue a quienes flirtean con la amistad, aunque el dolor que inflijan y la sensación de esfuerzo baldío y de desaliento puedan ser tanto más insufribles. ¿Era mistress Wilcox una de esas personas?

Margaret lo temió al principio. Con impaciencia londinense, Margaret quería que todo se solucionara inmediata y definitivamente y desconfiaba de los periodos de calma necesarios para el desarrollo de los acontecimientos. Deseosa de agenciarse la amistad de mistress Wilcox, recurrió al ceremonial, lápiz en mano, tanto más insistente cuanto que la ausencia del resto de la familia le proporcionaba una oportunidad favorable. Pero mistress Wilcox no tenía prisa. Rehusó mezclarse con el grupo de Wickham Place o reemprender la discusión sobre Helen y Paul, a la que Margaret había recurrido como vínculo idóneo entre ambas. Lo tomó con calma, dejó que el tiempo hiciera su labor y, cuando llegó el momento, todo estaba preparado.

La crisis se inició con un mensaje: ¿querría miss Schlegel ir de compras con ella? Las Navidades se acercaban y aún no había comprado los regalos. Mistress Wilcox había pasado varios días en la cama y tenía que recuperar el tiempo perdido. Margaret aceptó y a las once de una triste mañana salieron de compras en una berlina.

—Ante todo —dijo Margaret— tenemos que hacer una lista y tachar los nombres que vayamos eliminando. Mi tía siempre lo hace así, y esta niebla puede espesarse en cualquier momento. ¿Tiene usted alguna idea?

—Pensé que podíamos ir a Harrod’s o a los almacenes de Haymarket —dijo mistress Wilcox con desgana—. Allí tienen de todo. No soy buena compradora. El bullicio me aturde y su tía tiene razón: hay que hacer una lista. Coja mi cuaderno de notas y escriba su nombre en primer lugar.

—¡Fantástico! —dijo Margaret escribiéndolo—. ¡Es muy amable al empezar por mí! —pero no quería que le regalasen nada caro. Su amistad era singular más que íntima y adivinaba que el clan de los Wilcox se molestaría por un gasto realizado en un extraño, como suele suceder en las familias muy unidas. No quería que la considerasen una segunda Helen, que les arrebataba regalos ya que no podía arrebatarles a los hombres; y mucho menos quería exponerse, como una segunda tía Juley, a los insultos de Charles. Era mejor una cierta austeridad, y añadió—: De todos modos, no quiero un regalo de Navidad. Prefiero que no me haga ninguno.

—¿Por qué?

—Porque tengo una idea muy especial de las Navidades. Porque tengo todo lo que puede comprarse con dinero. Lo que quiero son más personas, no más cosas.

—Me gustaría regalarle algo en prueba de amistad, miss Schlegel, en recuerdo de su amabilidad durante estas dos semanas de soledad que acabo de pasar. Me han dejado sola y usted ha impedido que me asaltasen los temores que asaltan a las personas solitarias. A mí me ocurre a menudo.

—Si es así —dijo Margaret—, si le he sido de alguna utilidad, cosa que no sabía, no puede pagarme con nada material.

—Supongo que no, pero me gustaría. Quizá se me ocurra algo viendo escaparates.

El nombre de Margaret se quedó encabezando la lista, pero ningún otro nombre se añadió al suyo. Deambularon de tienda en tienda. El aire era blanco y opaco y cada vez que salían al exterior, tenía el sabor de las monedas frías. De vez en cuando, atravesaban una nube gris. La vitalidad de mistress Wilcox era muy baja aquella mañana y era Margaret la que decidía la compra de un caballito para esta niña, de una muñeca para aquélla, de una bandeja de cobre para la esposa del rector. «Siempre damos dinero a los criados». «Ah, sí, sí, es mucho más práctico», contestaba Margaret, pero sentía el grotesco impacto de lo invisible sobre lo visible y veía salir aquel torrente de dinero y juguetes de un olvidado portal de Belén. Las tabernas, además de las habituales exhortaciones contra la templanza, invitaban a los hombres a «unirse a nuestro club de Navidad»: una botella de ginebra o dos, según la suscripción. En un letrero, una mujer en mallas anunciaba la función (pantomímica) de Navidad, y los pequeños demonios rojos que habían salido otra vez aquel año privaban sobre las tarjetas navideñas. Margaret no era una idealista. No pretendía que se reprimiese la avalancha comercial y publicitaria. Simplemente, cada año se renovaba su sorpresa. De todos aquellos compradores vacilantes, de todos aquellos cansados vendedores, ¿cuántos comprendían que los hermanaba un acontecimiento divino? Margaret lo comprendía, aún sintiéndose al margen. No era cristiana en un sentido estricto; no creía que Dios hubiese vivido jamás entre nosotros encarnado en un joven artesano. La gente, o al menos la inmensa mayoría, lo creía así y, presionada en este sentido, lo confesaba en alta voz. Sin embargo, los signos visibles de sus creencias eran Regent Street y Drury Lane, un poco de barro desplazado, un poco de dinero gastado, unas pocas viandas guisadas, comidas y olvidadas. Incongruente. Pero ¿cómo expresar en público lo invisible de un modo congruente? Sólo la vida privada sostiene un espejo que refleja el infinito; sólo las relaciones personales, y no otras, apuntan a una realidad existente más allá de nuestra imagen cotidiana.

—No, en conjunto, me gustan las Navidades —proclamó—. A su torpe manera, hablan de Paz y de Buena Voluntad, pero, ay, más torpemente cada año.

—¿Sí? Yo, la verdad, sólo conozco las Navidades en el campo.

—Nosotros solemos pasarlas en Londres y seguimos el juego con absoluta seriedad: villancicos en la Abadía, comida especial, cena para los criados, árbol de Navidad y baile para los niños pobres con canciones a cargo de Helen. El salón va muy bien para esta ceremonia. Nos metemos los tres en el cuartito trastero y corremos la cortina cuando se encienden las velas. Con el espejo detrás, el efecto es muy bonito. Ojalá encontremos una casa con trastero. Por supuesto, el árbol ha de ser muy pequeño y los regalos no están colgados. No, los regalos están sobre una especie de paisaje rocoso hecho de papel marrón, arrugado.

—¿Habló usted de encontrar una casa, miss Schlegel? ¿Cómo? ¿Se van de Wickham Place?

—Sí, dentro de dos o tres años, cuando expire el arrendamiento[6]. No hay más remedio.

—¿Llevan mucho tiempo en ella?

—Toda nuestra vida.

—Sentirán mucho dejarla, claro.

—Supongo que sí. Aún no nos hemos hecho a la idea. Mi padre… —se calló porque habían llegado a la sección de papelería de los Almacenes de Haymarket y mistress Wilcox quería encargar unas felicitaciones.

—A ser posible, algo distinto —dijo suspirando. En el departamento encontró a una amiga, entregada a la misma búsqueda, y conversó con ella insípidamente, con la consiguiente pérdida de tiempo.

—Mi marido y mi hija están de viaje, en coche. ¿Bertha también? ¡Vaya, qué coincidencia! —Margaret, a pesar de su natural poco práctico, podía brillar en semejante compañía. Mientras las dos señoras hablaban revisó un montón de modelos de felicitaciones y sometió uno a la aprobación de mistress Wilcox. Mistress Wilcox se quedó encantada: qué original, qué frases más cariñosas. Encargó un centenar como aquélla y quedó eternamente agradecida. Luego, cuando el dependiente estaba tomando nota del encargo, dijo:

—¿Sabe qué? Esperaré. Bien pensado, voy a esperar. Sobra tiempo, ¿no?, y me gustaría saber la opinión de Evie.

Volvieron al coche por un tortuoso camino. Una vez instaladas, mistress Wilcox dijo:

—¿Y no podrían renovarlo?

—¿Perdón? —dijo Margaret.

—Me refiero al arrendamiento.

—¡Ah, el arrendamiento! ¿Ha estado usted pensando en esto todo el rato? ¡Qué amable!

—Supongo que se podría hacer algo.

—No. Los terrenos han subido muchísimo de precio. Quieren derribar Wickham Place y edificar pisos como el suyo.

—¡Qué horror!

—Sí, los propietarios son horribles.

Mistress Wilcox dijo con vehemencia:

—Es monstruoso, miss Schlegel. Eso no está bien. Yo no sabía lo que se les venía encima. Les compadezco de todo corazón. Verse alejadas de su casa, de la casa de su padre… no tendrían que permitir una cosa así. Es peor que la muerte. Preferiría morirme antes que… ¡Oh, pobres chicas! ¿Qué clase de civilización es ésta en la que una persona no puede morir en la habitación en que nació? Querida, querida, lo siento muchísimo.

Margaret no sabía qué decir. Mistress Wilcox estaba muy cansada por las compras y mostraba una clara tendencia a la histeria.

—En cierta ocasión estuvieron a punto de derribar Howards End. Me habría muerto.

—El caso de Howards End es distinto. Nos gusta nuestra casa, pero no tiene nada que la distinga de las demás. Ya la vio usted, es una típica casa londinense. Encontraremos otra con facilidad.

—¿Usted cree?

—Ya veo: hablo así por mi típica inexperiencia —dijo Margaret desviando la cuestión—. No sé qué decir cuando usted adopta este aire, mistress Wilcox. Me gustaría verme como usted me ve: como una rata sabia. La perfecta ingenua. Encantadora, muy instruida para mi edad, pero incapaz de…

A mistress Wilcox nadie la desviaba de su camino.

—Véngase conmigo a Howards End ahora mismo —dijo con más vehemencia que nunca—. Quiero que lo vea. Usted no lo conoce y me gustaría oír su opinión, porque se explica usted muy requetebién.

Margaret miró el aire inclemente y la cara cansada de su compañera.

—Lo haré con mucho gusto más adelante —replicó—, pero no está el tiempo para esa expedición y hay que emprenderla con fuerzas renovadas, ¿no le parece? La casa estará cerrada, supongo.

No recibió contestación. Mistress Wilcox parecía molesta.

—¿Podré ir otro día?

Mistress Wilcox se inclinó hacia delante y golpeó el cristal.

—¡A Wickham Place, por favor! —ordenó al cochero. Margaret acababa de recibir una reprimenda.

—Muchísimas gracias por su ayuda, miss Schlegel.

—De nada.

—Ha sido un alivio que me solucionara el problema de los regalos… y de las felicitaciones, sobre todo. Admiro su buen gusto en la elección.

Le había llegado el turno de no recibir respuesta. Margaret, a su vez, se sentía ofendida.

—Mi marido y Evie estarán de vuelta pasado mañana. Por eso hemos ido de compras hoy. Yo me quedé en la ciudad especialmente para ir de compras, pero no he hecho nada a derechas y ahora me han escrito diciendo que tienen que interrumpir el viaje, porque el tiempo es muy malo y la policía, muy antipática, casi tan antipática como en Surrey. Nuestro chófer es muy cuidadoso y a mi marido le molesta enormemente que le traten como si fuera un vulgar infractor.

—¿Por qué?

—Bueno, pues, porque… porque no es un vulgar infractor, naturalmente.

—Deduzco que sobrepasó el límite de velocidad y, en tal caso, ¿qué puede esperar, sino que le traten como a un delincuente?

Mistress Wilcox guardó silencio. En una tensión creciente regresaron a casa. La ciudad tenía un aspecto satánico y las calles estrechas oprimían como las galerías de una mina. La niebla, alta a la sazón, no impedía las ventas y los escaparates iluminados de las tiendas aparecían atestados de clientes. La niebla ensombrecía más bien el espíritu, que se replegaba sobre sí mismo para encontrar en su interior una oscuridad aún más lóbrega. Margaret estuvo a punto de hablar en una docena de ocasiones, pero la voz se ahogaba en su garganta. Se sintió torpe, mezquina; sus reflexiones sobre la Navidad se volvieron cada vez más cínicas. ¿Paz? Quizá la Navidad traiga otros dones, pero ¿hay un sólo londinense para quien la Navidad sea pacífica? No, el ansia y la excitación de los preparativos han arruinado esta bendición. ¿Buena voluntad? ¡Bah! ¿Habían visto alguna muestra de buena voluntad en las hordas de compradores? ¿O en ella misma? No había aceptado la invitación por considerarla extraña y fantasiosa… ella, cuyo blasón era fomentar la fantasía. Habría sido mejor aceptar y fatigarse un poco que contestar fríamente: «¿Podré ir otro día?». El cinismo la abandonó. No habría otra ocasión. Aquella mujer sombría ya no volvería a invitarla.

Se separaron frente a las Mansions. Mistress Wilcox entró, tras los consabidos formalismos, y Margaret se quedó contemplando su figura alta y solitaria adentrarse por el zaguán hacia los ascensores. Cuando las puertas de cristal se cerraron, tuvo la sensación de que presenciaba un encarcelamiento. Primero desapareció la hermosa cabeza, oculta en la pelliza; luego, el largo vestido. Una mujer de rareza indefinible ascendía a los cielos como un ser especial, metido en una botella. ¡Y a qué cielo! Una bóveda infernal, negra de hollín, de la que descendían tiznones.

Durante la comida, Tibby, viendo el mutismo de Margaret, se empeñó en hablar. No es que el muchacho fuera perverso por naturaleza, pero ya desde la infancia había mostrado una tendencia irresistible a la inoportunidad. Aquella vez rindió a su hermana un extenso informe sobre sus actividades en el colegio, al que asistía con agrado de vez en cuando. El tema era interesante y la propia Margaret lo sacaba a menudo a colación, pero esta vez no podía concentrarse en las explicaciones de su hermano, porque su atención se dirigía al reino de lo invisible. Se daba cuenta de que mistress Wilcox, aunque amante esposa y madre ejemplar, sólo tenía una pasión en su vida: su casa, y que invitar a alguien a compartir con ella su pasión era un acontecimiento solemne. Contestar «otro día» era contestar como una tonta. «En otra ocasión» era una fórmula válida para las casas de ladrillos y cemento, pero no para el sanctasanctórum en que se había transfigurado Howards End. Margaret sentía por el lugar una curiosidad muy relativa. Aquel verano había oído hablar de Howards End sobradamente. Las nueve ventanas, el emparrado y el olmo no tenían gratas implicaciones para ella y habría preferido pasar la tarde en un concierto. Pero la imaginación triunfó. Mientras su hermano seguía dale que dale, decidió ir a toda costa y obligar a mistress Wilcox a ir con ella. Cuando terminó la comida, salió y se dirigió a los apartamentos de enfrente.

Mistress Wilcox acababa de salir y no regresaría aquella noche.

Margaret dijo que no importaba, corrió escaleras abajo, tomó un coche de punto y le ordenó ir a la estación de King’s Cross. Estaba convencida de que esta escapada era importante, aunque no habría sabido decir por qué. Era una cuestión de encarcelamiento y fuga y, aunque ignoraba el horario del tren, buscaba febrilmente con los ojos el reloj de Saint Pancras.

Ante ella apareció el reloj de King’s Cross como una segunda luna de miel de aquel firmamento infernal, y el coche se detuvo delante de la estación. A los cinco minutos salía un tren para Hilton. Tomó un billete de ida, olvidando en su agitación pedirlo de ida y vuelta. Mientras lo hacía, una voz seria y feliz la saludó y le dio las gracias.

—Me gustaría ir con usted, si aún estoy a tiempo —dijo Margaret riendo nerviosamente.

—Te quedarás a pasar la noche también, querida. Por la mañana mi casa es mucho más bonita. Quédate. No te puedo enseñar bien el prado más que a la salida del sol. Esta niebla —señaló al techo de la estación— nunca se extiende muy lejos. Casi me atrevería a decir que en Hertfordshire están sentados al sol. No te arrepentirás de haber venido.

—Nunca me arrepentiré de ir con usted.

—Eso es lo que acabo de decir.

Empezaron a andar por el andén al fondo del cual estaba formado el tren, encarando la oscuridad exterior. No llegaron a tomarlo. Antes de que la imaginación triunfase, se oyeron gritos de «¡Madre! ¡Madre!», y una jovencita de espesas cejas salió corriendo de la sala de espera y agarró a mistress Wilcox por el brazo.

—¡Evie! —tartamudeó ella—. ¡Evie, mi niña querida!

La niña gritó:

—¡Padre! ¡Mira quién está aquí!

—¡Evie, querida! ¿Cómo no estáis en Yorkshire?

—El coche se averió y cambiamos los planes. Ahí viene papá.

—¡Ruth! —exclamó míster Wilcox uniéndose al grupo—. Ruth, en nombre del cielo, ¿qué haces aquí?

Mistress Wilcox se había recobrado de la sorpresa.

—¡Henry, qué sorpresa más estupenda! Oh, pero, permíteme que te presente… aunque creo que ya conoces a miss Schlegel.

—Sí —respondió el hombre sin demasiado interés—. ¿Cómo estás, Ruth?

—Fresca como una rosa —contestó ella alegremente.

—Nosotros también. El coche iba de maravilla, ¿sabes?… fuimos por la Nacional I hasta Rippon, pero allí, un carro y un caballo desvencijados, conducidos por un cretino…

Miss Schlegel, tendremos que dejar nuestra salida para otra ocasión.

—Te decía que el idiota del carretero, como reconoció incluso la policía…

—Por supuesto, mistress Wilcox; en otra ocasión.

—… De todas formas, como estamos asegurados contra terceros, no importa…

—… El coche y el carro estaban prácticamente en ángulo recto…

Las voces de la familia feliz iban subiendo de tono. Margaret se quedó sola. Nadie la necesitaba. Mistress Wilcox salió de King’s Cross entre su marido y su hija, escuchando a ambos al mismo tiempo.