XXI
LA FUGA

Fijos los ojos en la puerta que Enrique acabada de cruzar, tensos los músculos del cuello, crispadas las manos en su collar, Ana María tuvo la vivencia del peligro. Como un animal acorralado, potenciados los sentidos, agudizado el oído, erizados los instintos, se diría que el tiempo se hubiese detenido en torno a ella y que el espacio en que estaba inmersa fuese un gran riesgo ciego que la amenazaba. Durante largos segundos permaneció inmóvil, como si el moverse fuera la señal que esperaban las jaurías para atacarla. Oyó los pasos apresurados de Enrique por la escalera, y el rumor del motor al ponerse en marcha, y las ruedas deslizándose por la gravilla del jardín. De pronto, el collar se rompió y las cuentas rodaron por el suelo. Ahogó un grito, y la tensión se aflojó. Sus músculos se relajaron, los ojos siguieron indiferentes las evoluciones de las perlas sobre el mármol de la terraza y sintió frío. Había sido descubierta.

«A veces pienso que no somos responsables de nada, y otras que todo tiene un precio; y no sé cuál será el que nosotros tendremos que pagar». Ana no conocía aún este precio; pero sabía que la hora de pagar había llegado. No acababa de reaccionar. Le parecía una burla del destino que el castigo llegara cuando ya no tenía nada de qué arrepentirse. Una burla cruel. Se levantó lentamente: No recogió las cuentas del collar. Andaba como una sonámbula. Las ideas no acababan de circular. Se habían congelado como un torrente al que el frío detiene antes de despeñarse. Fue hacia su cuarto y tomó un somnífero. No quería pensar…, no quería pensar… Era seguro que algún empleado de Enrique los había denunciado. Los almacenes de Enrique estaban muy próximos al departamento. Ella no lo sabía cuando lo alquilaron. No lo supo hasta mucho tiempo después, Pero ¿qué más daba esto ahora? Se habían confiado ciegamente, y ahora pagaban las consecuencias. De pronto le vino a las mientes una duda que le paralizó el corazón. Sintió físicamente cómo se detenía y volvía a reanudar su estúpida marcha, más agitado que antes. Sólo entonces exclamó en voz alta: «¡No, no!». Y después gritó: «¡Los dibujos, no!».

¿Habría roto Andrés aquellos dibujos? No había entregado los muebles tal como le pidió en su carta. Estaba seguro de su victoria, y esperaba. Pero los dibujos, ¿los había roto? «No me gusta verlos, Andrés; no me gusta saber que soy yo». Y quizás al decidir su marcha a París, Andrés liquidó los muebles y retiró los dibujos. «Tenía que ser así. Tenía que serlo». Ana se golpeó con los puños en las sienes. No podía sufrir la vivencia de Enrique hojeando perplejo aquel cuaderno de esbozos a lápiz. Intentó apartar este pensamiento de su cabeza. Andaba de un lado a otro por el cuarto: acorralada. No se decidía a acostarse. Enrique habría llegado ya al departamento.

«Si no confirmo nada esta noche, no me preguntes nunca qué me han dicho hoy». Se imaginaba a su marido recorriendo las tres piezas de aquel escondite íntimo, reconociendo los muebles de su primer piso de casados, desechados en la casa nueva; leyendo las notas y los mensajes que Andrés la escribía cuando no la encontraba y que después olvidaba romper.

¡Oh! ¡Era estúpido lo que pensaba! Nada de lo que imaginaba podía ser así. ¿Con qué llave iba Enrique a abrir? Procuró serenarse. Estaba desquiciada y ningún pensamiento le salía a derechas. El único empleado que tenía Enrique en sus almacenes era el recomendado de Pepa Turull, y este hombre no la conocía. ¿Cómo iba a denunciar a Enrique que su mujer se reunía entre esas paredes con otro hombre, si no la conocía? Era grotesco pensar esto. La causa de la denuncia no era, pues, el departamento. Se metió entre las sábanas y tomó un segundo somnífero. Las pastillas no le produjeron el efecto apetecido. Durmió unas horas; pero cuando Enrique —muy avanzada ya la noche— regresó a la casa, Ana se desveló. Le sintió entrar en el cuarto y desnudarse silenciosamente por no despertarla. Se lo imaginó de pie, junto a ella, queriendo perforar las sombras y comprobar si dormía. Después le sintió deslizarse entre las sábanas. A la mañana siguiente, cuando Ana se despertó, Enrique ya no estaba. Ella tenía la cabeza embotada por las drogas. Pidió que le sirvieran en la cama un poco de café. Lo tomó puro y llenó la taza dos veces más.

—El señor salió muy temprano —dijo Armanda—. Llevaba una maleta en la mano. Le pregunté si salía de viaje y me respondió que no.

Ana María cerró los ojos.

—Déjeme, Armanda. Me duele la cabeza. Me estallan las sienes. Quiero seguir durmiendo.

Lo mismo que la tarde que dejó en el estudio de Andrés la carta de despedida, Ana se sorprendió de la frialdad que, como una capa de indiferencia, cubría ahora su ánimo. Tenía embotada la sensibilidad. Todo había cambiado en su vida, pero no se rebelaba.

Al incorporarse en el lecho, descubrió en la mesilla de noche el telegrama de Andrés. En cualquier otra ocasión habría temblado ante la imprudencia cometida al no esconderlo. Hoy se limitó a recordar por qué la cometió. Estaba leyéndolo cuando salió del cuarto para hacer callar a su hijo; poco después llegó Enrique y los sucesos se fueron encadenando. ¡Pobre Andrés! ¡Qué brusco viraje había dado el destino para él! Leyó sus palabras y le parecieron nuevas, distintas a ayer. Cerró los ojos. Dentro de poco llegaría Enrique. No acababa de comprender qué maniobra había iniciado saliendo con una maleta y anunciando que regresaría después. Si no regresara, todo sería mejor. Pero esto era imposible. Enrique era lento en sus meditaciones y seguro en sus decisiones; no daría el golpe mientras no tuviera todas las bazas —todas las pruebas— en la mano. Conviviría con ella, fingiendo cuanto fuera preciso fingir, hasta tener segura la victoria. Y entonces, sólo entonces, atacaría con el único objetivo de separarla de sus hijos. Y ganaría. Enrique era un jugador que no perdía nunca.

Ana permaneció una hora más en la cama, con los ojos cerrados, pero sin dormir. Sus pensamientos fluían ahora con cegadora claridad. Imaginó los días terribles que la esperaban. Y sufrió al vivir anticipadamente esas horas tanto como si las hubiese realmente vivido.

Entonces se rebeló. Una mezcla de soberbia y de miedo se adueñó de su ánimo. Miedo a la humillación más que a la violencia; miedo a los besos con los que Enrique intentaría tranquilizar su espíritu mientras acuñaba las pruebas delatoras; miedo a sus ojos, miedo a sus pasos y después —irresistible, mortal— miedo a la soledad.

Súbitamente, Ana se incorporó, saltó de la cama y se duchó con agua fría. Cuando estuvo vestida, marcó el número del estudio de Andrés. Nadie respondió. Entonces llamó a su casa.

—Andrés, ¿eres tú? Soy Ana…

—¿Quién llama?

—No puedes hablar con claridad, ¿verdad?

—No, no puedo.

—¿Cuándo pensabas marcharte?

—El martes.

—Escúchame bien. Cambia el billete por otro para hoy; me voy contigo.

—Lo procuraré.

—Yo no puedo esperar al último minuto para salir de aquí. Tiene que ser ahora. Ahora o nunca, ¿comprendes? Voy hacia el departamento. Pero no tengo llave. ¿Tú la conservas?

—Sí.

—Ve hacia allá. ¿Puedes ir?

—Sí.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

—No llevaré nada conmigo, salvo el pasaporte y lo que quepa en el bolso.

Hubo una pausa. La voz de Andrés se quebró.

—Gracias.

Ana María colgó lentamente el teléfono. Los niños… los niños… También ella era niña cuando su padre se fugó… E hizo bien en marcharse… No era hoy cuando los sacrificaba. Hacía ya mucho tiempo que los perdió. No se despediría de ellos. No los abrazaría. Los niños tenían toda la vida por delante. Y ella tenía media vida detrás.

¡Qué increíble fenómeno el del equilibrio del cuerpo humano! (Los niños estaban en el piso de arriba. Ana los oía alborotar). Sobre las grotescas y minúsculas plataformas de los pies, el cuerpo se sostiene, se mueve, avanza sin caer. (En el suelo del salón estaba la toalla que Alberto se enrolló en la cabeza a modo de turbante). Distintas fuerzas, los brazos, la oscilación de las piernas, la posición de la cabeza, se compensan y destruyen de modo que un volumen tan grande como el cuerpo pueda sostenerse sobre una base tan pequeña. (Quique tenía vergüenza de ser el primero de la clase. Ana se marchaba sin ver sus notas). La calle. Hacía calor. Unos días después, el aire de Madrid sería irrespirable. Un taxi. ¡Cuidado con esos niños! ¡Iban ciegos, no miraban los coches, jugaban al borde de las aceras! Andrés la invitaba a quemar sus naves. Y no lo hacía por amor, sino por vanidad. Ella quemaba sus naves, y no lo hacía por amor, sino por miedo.

Una calle, dos calles…, cien calles más.

Ana María no necesitó pulsar el timbre. Andrés abrió la puerta desde dentro, al oírla llegar. Ana se precipitó en sus brazos y permanecieron unidos, apretados, sin decirse nada, largos segundos. Andrés la besó en la mejilla, en las sienes, en los ojos.

—Para siempre, Ana, para siempre.

—Para siempre, Andrés.

—No quiero sentirte temblar.

—Nunca más temblaré.

Se separaron. La voz de Andrés era firme y segura.

—Escucha, Ana María. Siéntate aquí, y escúchame. Hay que aprovechar las horas que nos quedan. Nos falta mucho por hacer.

—¿Tienes los billetes?

—No he tenido tiempo más que de venir aquí. Habremos de dividirnos el trabajo. Necesitas comprarte ropa y un equipaje donde guardarla. Allí no tendremos con qué comprar nada. Escucha, escucha. El billete de avión irás tú misma a comprarlo. Me avergüenza decirte esto. Todo el dinero se lo he dejado a Alicia. Me voy con los bolsillos vacíos. Allí tendremos que empezar de nuevo.

—Hagamos una lista de las compras indispensables. Ocúpate de mi billete. Las compras las haré yo. ¿Y tu equipaje?

—Tengo que volver a casa. A las cuatro, Alicia no estará. El avión sale a las ocho.

Ana se estremeció.

—No, Andrés. No quiero que vuelvas a tu casa. No quiero que salgamos de aquí. Los billetes se pueden adquirir por teléfono. Las compras también. Te suplico que no me dejes sola. Si vuelves a tu casa, me moriría. No nos movamos de aquí.

Andrés tomó las manos de Ana María entre las suyas. Estaban heladas, temblorosas.

—Un día me dijiste: «¿Por qué no me llevaste contigo?». Nunca olvidaré estas palabras tuyas. Pensemos que ahora es entonces. ¡Te llevo conmigo, Ana María! ¡Quiero empezar a pintar!

Guardó silencio.

Ana escondió la cabeza en el cuello de su amante.

—No dejes de hablar, Andrés. No me dejes pensar. Me siento fuerte, pero es porque estás conmigo, porque oigo tu voz; cierro los ojos y oigo tu voz. No me dejes pensar. Hablame, hablame…

Santiago Turull estaba pendiente de las palabras de su mujer. Cuando ésta colgó el teléfono, comenzó el interrogatorio.

—¿Qué te ha dicho?

—No lo podía creer. Me obligó a repetírselo varias veces. De pronto me ordenó callar. «Ana María se acerca», me dijo.

—Cuando le anunciaste que le ibas a dar una noticia que le parecería increíble, pero que no se trataba de una sospecha, sino de una certeza, te echaste a reír. ¿Por qué?

—Me dijo que estaba muy cansado para descifrar jeroglíficos.

—Entonces no te anduviste con rodeos. «El padre de Ana María está en Madrid». ¡Así, de sopetón!

—¿Cómo iba a decírselo, si no? ¡Qué mal rato he pasado! Mira, todavía me tiemblan las manos.

—¿Cómo reaccionó? Repíteme sus mismas palabras.

—Estuvo callado tanto tiempo, que creí que se había cortado la comunicación. Después soltó un taco. Lo repitió tres veces y me pidió que le jurara que no eran fantasías mías. Entonces le dije que tú estabas enterado de todo; que viniera a casa y que hablara conmigo. Eso lo tranquilizó. No es que me moleste que la gente se fíe de ti; pero ¿por qué no se fían de mí?

—Sus razones tendrán. ¿Y viene o no viene?

—Dentro de quince minutos estará aquí. ¿Crees que hemos hecho bien?

—Estoy seguro de ello, Pepa.

—¿Qué pasará ahora? ¿Ves tú? Creo que he hecho bien en seguir lo que me aconsejaste, pero siento la angustia de haber traicionado al pobre viejo. ¡Si vieras qué hombre más extraordinario y más bueno!

—Anda. Ve a arreglarte antes de que llegue Enrique.

Y empólvate la nariz. Cuando lloras te echas a perder.

—¿Cuándo he llorado?

—No has hecho otra cosa desde que empezaste a hablar con Enrique.

Pepa se retiró, mientras Santiago se enfrascaba en la lectura del periódico. Santiago Turull era el contrapunto de su mujer. No era precisamente un entierro de tercera, como decía Pepa; pero estaba muy lejos de tener alma de castañuelas como ella. Hacía ya muchos años que se había rendido ante el exceso de vitalidad de su compañera, a la que dejaba volar por su cuenta. Sólo intervenía cuando las iniciativas de su mujer amenazaban gravemente con provocar su ruina o cuando juzgaba imprescindible poner un poco de orden donde ella no ponía sino corazón. En el caso del comandante Moscoso, su opinión fue tajante. La persona indicada para decidir qué se debía hacer era Enrique.

Y hacía ya tres semanas que esperaban impacientes su regreso de Bilbao, para ponerle al tanto de lo que ocurría.

Enrique escuchaba absorto, lo mismo a Santiago Turull que a su mujer: Pepa narraba; Santiago opinaba. Los pensamientos de Enrique volaban por distintos caminos. En el fondo era una suerte que Moscoso no quisiera salir a la palestra; que amenazara incluso con desaparecer, en el caso de que Pepa descubriese su personalidad. Porque las noticias eran dos: el padre de Ana María había aparecido; el padre de Ana María era un pobre que vivía de la caridad. ¡Qué conflicto! ¡Qué vergüenza y qué conflicto! Por un momento pasó por su imaginación dar a este hombre una fuerte cantidad de dinero y que se marchara. Si no tuviera testigos, si nadie más que él supiera que Moscoso existía, ésta habría sido su resolución. Pero habiendo otras personas como Pepa, como Santiago, que estaban en antecedentes, no se atrevía a enfrentarse con la opinión que este proceder les merecería. Pepa había dicho que su suegro no aceptaba ayudas de nadie. Bien. Era muy posible que no aceptara cuarenta duros ni mil duros…; pero si la cantidad era fuerte… —Enrique hizo mentalmente un cálculo y sonrió—… ¡Ah!, si la cantidad era fuerte… ¿en qué cabeza cabe que no la fuese a aceptar?

—Bien, Enrique. Nuestro deber era informarte de lo que hay. Yo no quería, de ninguna manera, que Pepa cargara sola con la responsabilidad de este asunto. Ahora, tú verás lo que conviene hacer.

—Por ahora, nada —repuso Enrique—. Hay que dejar pasar unos días y meditarlo despacio. No conviene precipitarse.

Antes de despedirse, preguntó:

—Dime, Pepa. ¿Tú crees que ese hombre estaría dispuesto a hablar conmigo?

—No lo sé —respondió Pepa—. Me temo que no.

Ana María —pensó Enrique— tenía el don de la inoportunidad. Por muchos años que viviera no se le olvidaría la noche que se empeñó en que fueran a un concierto la víspera del vencimiento de la letra de cambio. Desde aquel día, odiaba los conciertos para siempre. Y ahora —¡zas!— en plena operación del portaaviones, aparecía un mendigo que resultaba ser el padre de su mujer, ¡órdago a la grande!

Enrique hablaba en voz alta mientras conducía.

—¡No tengo tiempo de ocuparme!

Llegó a su casa. Cuando se acostó, Ana estaba dormida, y seguía durmiendo cuando él saltó de la cama. Era una suerte maldita eso de que el viejo resucitara ahora y no en otro momento cualquiera. Pero si no tomaba rápidamente una resolución, estaba viendo que entre Pepa, Santiago y las dudas no le iban a dejar vivir. El problema se centraba en decidir si había que poner en antecedentes a Ana y cuándo. ¿Por qué quebrarse más la cabeza? Se lo diría hoy mismo. Cayó en la cuenta, además, de que el viejo era usufructuario de una de las casas de renta que dejó Matilde: mejor que mejor. Un problema menos en que ocuparse. Lo que no había por qué decirle a Ana era que su padre se dedicaba a la mendicidad o a comer de gorra, que para el caso es lo mismo. Sería una crueldad innecesaria. Decidió, pues, llevarle un traje, una muda completa y unos zapatos para que hiciera buen efecto a su hija; y una vez vestido traerlo a casa. A partir de este instante, Ana se ocuparía de él. Sin pensarlo más, metió la ropa en una maleta y se fue al piso de los Turull; allí le dijeron que Santiago había salido ya para su oficina, y que Pepa no se había levantado aún. Se alegró comprobar que en todas partes cuecen habas. ¡Era enternecedor verificar lo bien que dormían las españolas mientras sus maridos se desriñonaban trabajando! Mandó que la despertaran. Pepa tardó en aparecer. Mientras se vestía, le mandó varios recados. Que si se había desayunado. Contestó que no. Que si quería que le sirvieran un café. Contestó que sí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pepa al entrar.

Enrique le expuso su plan: ir a ver al suegro, vestirle como Dios manda, y llevárselo a Ana María. Había que hacer todo esto muy de prisa; pues a las once tenía anunciadas cinco conferencias con Bilbao; a la una, dos personas citadas; a las cuatro y media, un Consejo; a las seis, una reunión. En todo el día no tendría dos horas libres seguidas como ahora.

«Siempre pensé que este hombre era un bruto —se dijo Pepa—; pero no creí que fuera brutal». En voz alta, se limitó a preguntar:

—¿Sabe algo Ana María? ¿Se lo has dicho ya?

—No.

—Mira, Enrique: yo no quiero meterme donde nadie me llama; pero… ¿no crees que debías decírselo antes que nada a tu mujer? Piensa que él no quiere verla a ella… Quizás Ana María no quiera tampoco verle a él.

—Eso es imposible.

—No lo creas. ¿Quién te dice a ti que Ana María no odia a su padre por haberla abandonado de niña?

—¡Nunca he pensado que una hija pudiera odiar a su padre! —gritó Enrique, furioso.

—¿Has hablado alguna vez con Ana de su padre?

—¡No! Pero la he oído contar a los niños cosas de su abuelo. No olvides, además, que mi chico mayor se llama como mi suegro. No se hubiera empeñado en ponerle ese nombre si le odiara tanto. ¿Te convence este argumento?

Pepa Turull meditó.

—Sí. Me convence. Sin embargo…, yo no haría nada sin preparar primero a Ana María. Quizá —para un caso tan delicado como éste— encuentres tiempo para hablarle entre la barahúnda de tus consejos, conferencias y reuniones…

Enrique percibió la ironía y se sonrojó como un colegial.

—No es por eso, Pepa —dijo secamente.

La Turull le miró sorprendidísima. ¿Qué había querido decir Enrique? ¿Sabría «algo» de su mujer? ¿Sabría «tanto» como ella sabía?

Enrique aclaró:

—Ana María es muy rara. Es soberbia y rara. Nunca sé lo que piensa. Hablar con ella, frente a frente, de un asunto tan suyo como esta súbita aparición de su padre, me produce una violencia invencible. Su padre es un mendigo. Un fracasado. Ana no resistiría la verdad.

Enrique hizo una pausa muy larga.

—Es más —dijo lentamente—: no resistirá que yo sepa que su padre es un pobre diablo, un vencido.

—No tiene pies ni cabeza lo que estás diciendo.

—Mira, Pepa, me conozco el paño. Muchas veces me he preguntado si a mi mujer le molestan mis éxitos. Su manera de reaccionar frente a cualquier triunfo mío es desconcertante. Te juro que parece como si le dolieran mis operaciones afortunadas. Como si le pareciera injusto que yo triunfara donde otros fracasan. Es muy complejo lo que te digo, y no sé si me expreso con claridad. Pero es así. En cambio, un tropiezo de cualquiera de sus amigotes la subleva. Cuando patearon al pedante de Regidor, en un estreno, Ana armó un escándalo. Y cuando la crítica puso verde a Andrés —ese pintor amigo suyo—, se llevó un disgusto de muerte.

Pepa Turull se puso súbitamente en pie al tiempo que se volvía de espaldas, como para buscar algo.

—¿Dónde he dejado los cigarrillos?

—Los tienes en la mano.

—¡Qué despistada soy! Perdona…; te he interrumpido.

Enrique continuó diciendo:

—¿Te imaginas lo que sería que yo le dijera a Ana María: «¡Tu padre es un muerto de hambre! Toma este dinero para socorrerle»?

—No tienes por qué decírselo así.

—¡Se lo dijera como se lo dijera, ella lo oiría así!

—Supongamos que no te equivocas, y que ésa fuera su primera reacción al oírte; pero después, ella no podría menos de agradecerte a ti, y sólo a ti, el que hayas sido el medio para recuperar a su padre. Deja esta ropa aquí. Habla con ella. No le des la noticia de golpe, y llámame después. Yo hablaré con tu suegro. Ése es un toro mucho más difícil de lidiar. Pero antes de hablar con él, quiero saber cómo ha reaccionado Ana María. Es muy posible que haya que hacer las cosas exactamente al revés de lo que pensabas.

—No te entiendo.

—Si no es posible llevar al viejo a tu casa, Ana deberá presentarse en casa del viejo. Habla con ella… y llámame después.

Cuando Enrique llegó a su casa, Ana María no estaba ya.

A las tres, y en vista de que su mujer se retrasaba, Enrique se sentó a almorzar. A las tres y media, llamó Pepa Turull.

—Estoy impaciente. Cuéntame.

—Ana no ha llegado aún a almorzar.

—¡Qué raro!

—Quizá me dijo que hoy almorzaba fuera y se me ha olvidado. Yo no voy a salir de casa antes de las cuatro. En cuanto venga, le hablaré.

Pepa Turull, apenas colgó el teléfono, volvió a marcar el número de casa de Ana María. Preguntó por Armanda.

—¿La señora no le dijo que almorzaba fuera?

—No, señora.

—¿A qué hora salió?

—Muy temprano.

—Dígame, Armanda, ¿no le parece muy extraño? ¿No le habrá ocurrido algo malo?

—¿Sabe la señora lo que le digo? ¡Que el señor es un tranquilo!

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué sabe usted?

—Yo sé mucho y no sé nada. El señor es un tranquilo. Eso es lo que sé.

—En cuanto vuelva la señora, dígale que me llame.

—Descuide. Si la veo, se lo diré.

A Pepa le pareció sumamente raro el que Ana no almorzara en su casa en la primera ocasión —después de un mes— en que podía hacerlo con su marido. Las palabras de Armanda le indicaban con harta claridad que la criada estaba tan sorprendida como ella. Encendió un cigarrillo. El humo la ayudaba a meditar. Ahí estaba la maleta que Enrique, sin consultar a Dios ni al diablo, llenó de ropa para Moscoso. Era inaplazable plantear al comandante la temible papeleta: su hija estaba enterada de todo, y le esperaba con los brazos abiertos. Hasta este momento, éste fue el único cuidado que atormentaba su ánimo desde que Enrique se despidió; pero ahora, una nueva e indefinible angustia nacía en su pecho. Las primeras dudas que se le ocurrieron, las desechó como infundadas. ¡Dios podía castigarla por levantar falsos testimonios, aunque sólo fuera con el pensamiento! Sonó el teléfono. Era Enrique.

—¡La falta de consideración de Ana María es intolerable! A las cuatro y media tengo un Consejo. ¡No puedo esperarla más! Si la ves, no le digas nada de su padre. Esta noche hablaré con ella. ¡Pero su conducta de hoy es intolerable!

Realmente, la actitud de Ana era difícil de disculpar.

Pepa buscó en la guía un número de teléfono con cuyos usuarios no había hablado jamás. Marcó las cifras lentamente, y antes de que respondieran colgó. ¿Con qué derecho se disponía a husmear en las vidas ajenas, y menos aún en las conciencias? Pero… si fuera verdad lo que sospechaba, ¿no se arrepentiría después de haber escurrido el bulto mucho más que de pecar ahora de entrometida? Marcó el número y preguntó por Andrés. No estaba. Y la señora, tampoco. Pepa ignoraba que Andrés fuese hombre casado y el saberlo le produjo un indecible malestar. A pesar de todo insistió en saber dónde podía encontrar a cualquiera de los dos: el asunto —dijo— era muy urgente. La respuesta que le dieron la dejó perpleja. La criada parecía muy agitada y hablaba por los codos. Los dos —le informó— habían salido de viaje: la señora para Éibar, donde iba a pasar unos días, coincidiendo con el santo de su señor papá. El señor pensaba irse a París el martes; pero repentinamente había cambiado el billete para hoy mismo. Y se había marchado ya, sin que la señora hubiese tenido ocasión de enterarse. La muchacha ignoraba en qué avión viajaba su señor. Sólo sabía que acababa de volver a casa, para llevarse toda su ropa, sin dejar ni una corbata. «No es poco saber», murmuró para sí Pepa Turull. Miró el reloj. Eran las cuatro y media. Tocó el timbre. Hojeó la guía. Pidió a una criada que le hiciera café muy cargado; a la otra que bajara al portal y parara un taxi. En Barajas le informaron que por la mañana habían salido dos aviones para París. El próximo despegaba a las ocho de la tarde. Pidió a gritos el café. Le dijeron que se estaba calentando. Sonó el timbre. Acudió a abrir. El taxi esperaba en la puerta.

—Bébase mi café —ordenó a la criada.

Y salió despendolada.

El taxista ignoraba por qué parte de Madrid caía el barrio de San Calixto. Y Pepa desconocía el nombre de la calle a la que quería ir. Pero recordaba muy bien cuál era el portal por donde vio bajar a Ana el famoso atardecer en que querían hacer puré la chabola de Fermina. Miró el reloj. Iban a dar las cinco. Menos tiempo le quedaba aquella tarde, y consiguió que Damián y su familia durmieran bajo techado. Tenía tres horas para actuar. Le sobraban para conseguir que Ana María esta noche durmiera bajo el techo de su casa. Hizo una cruz con el pulgar y el índice y la besó, con menos piedad que chulería. «¡Por éstas, que lo conseguiré!». Estaba lanzada. «¿No puede ir más de prisa? ¿De qué año es este cacharro?». Cuando mandó detenerse al conductor, eran las cinco y diez. El Citroen dos caballos de aquel día estaba estacionado frente al mismo portal.

—No se detenga.

—¿En qué quedamos?

—Pase despacio sin detenerse… así… eso es…; ahora vamos al Almacén.

—Usted me dirá…

—Al Almacén; a un almacén de maderas que hay por aquí.

El taxista detuvo el coche, echó el freno de mano y volvió todo el cuerpo hacia Pepa.

—No conozco ninguna calle con ese nombre.

—¿Qué nombre?

—Digo que no conozco ninguna calle que se llame «por aquí». ¡Vamos; digo yo!

—Entonces acérqueme a esa taberna. Tampoco sé cómo se llama; pero supongo que ese detalle no le importará.

Cuando Pepa entró en la tasca, se armó un alboroto. Todos se acordaban de ella y querían a toda costa invitarla a jugar al mus.

Miró a todos lados, buscando una cara determinada, y no la vio.

—¿A quién busca usted? —le preguntó el tabernero.

—A un muchacho bizco, más listo que el hambre, feíllo él, pero muy majo.

—Por aquí vienen algunos que pasan hambre —bromeó el tabernero—; pero listos, ninguno.

—¡El que me agenció unos zapatos! —aclaró Pepa Turull.

—Señora, ése es mi hijo. Listo, sí es; pero no es bizco. —Se volvió hacia la trastienda—. ¡Chaval!

Tras la cortinilla para moscas —con el anuncio pintado de un anís que ya no se fabricaba—, apareció el chaval con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque su padre lo negara, era más bizco que un semáforo; sólo que el ojo distraído, en vez de mirar a la nariz, apuntaba hacia la oreja. Era un bizco al revés.

—¿Me lo presta? —preguntó al tabernero Pepa Turull.

Éste accedió.

—Mira. Coge ese taxi, ve al almacén de maderas y dile a Damián el guarda, que venga contigo; que lo llamo yo.

Mientras esperaba a que llegara Damián, invitó a cazalla a los reunidos.

—Ese cochecito que está ahí en la esquina, ¿de quién es?

Un parroquiano se explicó:

—De un rubiales que le ha puesto un piso a su amiguita.

—¿Vienen mucho por aquí?

—Últimamente, muy poco. Pero hoy se han quitao la espina. Llevan ahí desde el amanecer.

—¡Pues tú también eres esagerao! —terció el tabernero—. A las once, o así, llegó él; y ella, poco después. Mi chico, que les sirvió la comida…

—¡Ah…! Pero… ¿han comido aquí?

—No. Comieron en el piso. Pero se les sirvió desde aquí. Pues, como iba diciendo, mi chico ha dicho que se quedan a vivir.

—¡No me diga!

—¿No le digo?

—Entonces antes de ahora no vivían ahí…

—¡Quia! Se veían a ratos, como quien dice; pero lo que se llama vivir, no vivían.

—¿Y qué le hace suponer que se quedan a vivir?

—Eso le pregunté yo al chico. Y me dijo que las maletas. Todo el piso está lleno de maletas.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y veinticinco.

—Yo tengo y veintisiete.

—¡Qué más da «y veinticinco» que «y veintisiete»!

—Sí da, sí da… —exclamó Pepa Turull.

Llegó el taxi con Damián, el bizco, Fermina, un mamoncete colgado del pecho de su madre y el pequeño de los mocos. Fermina la besó en las mejillas, con lo que estuvo a punto de espachurrar al niño; el de los mocos le enseñó los dientes, que le habían crecido; el bizco tendió la mano, pidiendo la recompensa. Pepa se apartó con Damián donde nadie los oyese.

—Escucha, Damián. ¿Ves ese cochecito de la esquina?

—¡No soy ciego!

—Otros tienen ojos y no ven. Escucha. Te vas a dar el plantón frente a ese portal. Si el dueño del coche baja solo, lo dejas marchar. Si baja con una señora, te las arreglas como puedas y le pinchas una rueda o dos; si le pinchas las cuatro, mejor.

—Caray. ¡Pues no me pide usted cosas!

—Unas veces doy… otras veces pido…

—Eso también es verdad. Y… dígame: ¿es mucho hombre… ese hombre?

—Manco no es; pero tú tampoco.

—También eso es verdad.

Damián se volvió hacia el bizco.

—¡Niño, préstame un clavo!

Pepa le habló al oído.

—Ese hombre ha violado a una hermanita mía. Y el muy miserable se la quiere llevar a París de la Francia.

—No lo consentiré. ¡Niño, que sean cuatro clavos! ¡De los grandes!

—Adiós, Fermina; adiós, precioso mío; un día de éstos vendré a veros; adiós, Damián; adiós a todos. ¡Taxista, vámonos de aquí!

Ya en el coche, cayó en la cuenta de que Fermina conocía de sobra a toda su familia, en la que no había hermanitas, ni grandes ni chicas a quienes violar. ¡No podía estar en todo!

—Dígame —le preguntó al taxista—, ¿tiene usted hora exacta?

—Faltan quince minutos para las seis.

—¡Vamos de prisa; de prisa, por Dios!: calle del Ángel, Corralón del Virrey.

Poco después, el taxista le preguntó:

—¿Se encuentra usted mal?

—¡No! Estaba rezando.

—Por eso se lo preguntaba.

—¿Usted no reza nunca más que cuando está enfermo?

—Pues la verdad… no. Y dentro del taxi, hasta la fecha no había visto a nadie hacerlo. ¡Y cuidao que llevo años en el oficio!

La miró por el espejo retrovisor. Pepa —las manos enlazadas bajo la barbilla, los ojos cerrados y los labios bisbiseantes— rezaba.

—Una vez que mi mujer se puso a parir, también recé.

—¿Y salió todo bien?

—¡Ya lo creo! Pero es que ella es muy fuerte.

—Pues ahora soy yo la que voy a parir. ¡Déjeme rezar!

Llegaron al Corralón del Virrey.

—¡Aquí es! ¡Espéreme!

Cruzó como una exhalación el taller de herrería; no se detuvo a considerar las desvergüenzas del paragüero o del ebanista; subió a grandes zancadas la escalera de hierro, sin preocuparse o no de si sus piernas eran demasiado generosas para los ojos procaces que poblaban el patio; tropezó dos veces en el espacio sin peldaños, apartó sin avisar el saco que hacía las veces de cortina, y la vista se le nubló al descubrir que el cuarto estaba vacío. Sin respiración, pues la subida de la escalera estuvo a punto de ahogarla; el corazón disparado por la carrera; la angustia de ver que el tiempo corría, y la firme decisión de no rendirse buscando a Moscoso por los jardines, las plazas, las calles del barrio, la redujeron a un estado de nervios más fácil de concebir que de vencer. Le esperó algún tiempo, fijos los ojos en las manecillas del reloj. Al fin, desalentada, salió al desván. Allí se detuvo, conteniendo la respiración. Acababa de oír el crujido de los peldaños bajo el peso de alguien que subía. Cuando lo vio avanzar por el desván, corrió a su encuentro, y —rotos los nervios— soltó el trapo. No logró hacerse entender, y como los sollozos ahogaban sus palabras, tiraba de la ropa del vagabundo hacia la salida.

Moscoso se desasió de aquellos brazos convulsos; y al ver a Pepa golpeando con los puños sobre las vigas y gritando —hasta enronquecer— palabras ininteligibles, pensó que había perdido el juicio.

—¿Quién se va? ¿Adónde se va? ¡Explíquese de una vez!

Pepa procuró serenarse. Tenía conciencia de haber perdido el dominio de sus nervios; pero las manecillas implacables del reloj seguían avanzando, y no se trataba ahora del juicio que su actitud descompuesta pudiera merecer a Moscoso, sino llegar a su corazón y conseguir su ayuda.

—Usted no quiere saber nada de aquella hija que abandonó por causas que yo no quiero saber ni me interesan. ¿No es así?

—¡Cállese!

—Usted no conoce a estos nietos suyos; pero ellos —aunque lo creen muerto— sí le conocen a usted, porque Ana María ha cometido la necedad de contarles cien veces, como si fueran hazañas, sus estúpidas aventuras y andanzas de otros tiempos.

—¡Cállese! No le autorizo a…

—Uno de estos niños lleva su nombre. Se llama Alberto, como usted; porque Ana María lo quiso así. ¿No lo sabía, verdad?

—Ni lo creo tampoco. ¡Déjeme en paz!

—Ana María, aquella niña a quien iba usted a recoger al Retiro, donde jugaba conmigo y con el ama Candelas; aquella niña de las trenzas así de gordas, era mi amiga cuando usted la dejó. Yo me acuerdo de usted con su uniforme de capitán o de lo que fuese, presumiendo, más que del uniforme, de la niña que llevaba de la mano y que era siempre la primera de la clase. Y me acuerdo también de todo lo que usted ignora, porque ya no estaba. Nunca podré olvidar a Ana María escondida bajo los setos del Retiro para que nadie la viera llorar, o queriendo correr detrás de un militar a quien confundió con usted, o golpeando con los puños cerrados a la pobre ama Candelas porque no la dejaba seguir a aquel fantasma.

Moscoso la agarró violentamente por las muñecas.

—¡O se marcha de aquí, o la echo por la fuerza!

—¡Suélteme! Me hace daño…

Sin escucharla, Moscoso la sacó de la habitación.

—¡Fuera de aquí!

Y le apretó con más fuerza las muñecas con los puños.

—¡Aquella niña —gritó Pepa Turull, sin hacer nada por desasirse— tiene un amante! Y hoy va a seguir el ejemplo que usted le dio. ¡Ana María abandona a sus hijos, como usted la abandonó a ella!

Los dedos de Moscoso se aflojaron. Estaba lívido como un cadáver. Pepa se apartó unos metros.

—¡¡Esos ángeles, Dios, esos ángeles!! —añadió casi sin voz.

No pudo continuar. Se tapó la cara con las manos y dobló todo su cuerpo, vencida por los sollozos. Hizo un gran esfuerzo por reponerse.

—Todo el daño que usted le ha hecho, ese daño que dura casi treinta años, puede usted lavarlo en un día. Sólo usted puede evitar lo que sería irremediable. Tenemos menos de dos horas para actuar. A las ocho sale en avión para el extranjero. Nadie en su casa sabe todavía nada. No le pido esto para que Ana María le salve a usted; es para que usted salve a Ana María. No soy yo quien se lo pide. Es Dios quien pone en sus manos el modo de remediar en un día todo el daño que le ha hecho.

Moscoso se irguió.

—Lléveme hasta ella. Después… déjeme solo.

Avanzaron unos pasos.

—Ofrézcame su brazo, Pepa. Me siento muy cansado.

Las maletas estaban ya en el descansillo.

—Déjalas ahí, Andrés; alguien sube.

—Será el vecino de abajo.

—No, no. Sube hacia aquí.

Penetraron en el departamento y cerraron la puerta. Alguien llamó con los nudillos. Ana María se sobresaltó.

—No abras sin observar primero por la mirilla.

Andrés se levantó del sofá, se acercó al ojo de cristal y estudió atentamente al que llamaba.

—¿Quién es? —preguntó Ana María a media voz.

—Nadie. Un pobre —respondió Andrés en el mismo tono.

El hombre volvió a golpear la puerta suavemente, pero con insistencia.

—¿Qué quiere? —preguntó Andrés a través de la mirilla.

—Entrar —dijo la voz.

—Estamos muy ocupados ahora. Vuelva otro día —gritó Andrés, sin dejar de mirarle.

Los nudillos golpearon la madera con mayor energía.

—Abran, he dicho —dijo el de fuera. Y no necesitó gritar para que su voz fuera terminante.

—¡Si será insolente! —exclamó Andrés, perdiendo la paciencia. Abrió violentamente la puerta y se encaró con el recién llegado.

—¿Qué se ha creído, que está usted en su casa?

El hombre apartó a Andrés con la mano y avanzó unos pasos.

—Ni yo estoy en mi casa ni esa mujer en la suya.

—¿Cómo se atreve? —gritó Andrés fuera de sí. Y alzó una mano en el aire. El viejo no se movió. Andrés bajó la mano.

—¡No acostumbro abofetear a un viejo!

—Me sorprende —comentó Moscoso, con increíble frialdad. Y en el mismo tono, sin alzar una sílaba sobre otra, añadió—: Quien hace una vileza, hace ciento.

Andrés retrocedió unos pasos. ¿Quién era ese hombre?

—¿Quién es, Ana? ¿Lo conoces tú?

No esperó a oír la respuesta.

—¿Quién es usted? ¿Qué busca aquí?

—Soy un hombre que busca a una mujer.

—Aquí no hay más mujer que ésta ni más hombre que yo.

Como un eco instantáneo, fulgurante, la mano de Moscoso cruzó la cara de Andrés, bañándole la boca en sangre. Éste dio un paso atrás, tambaleándose. Tardó unos segundos en reponerse de la sorpresa.

Dos cuerpos se lanzaron entonces en la misma dirección: el de Andrés sobre el desconocido, y el de Ana María sobre Andrés.

—¡No le toques, Andrés! ¡¡No le toques!!

No fue un grito; fue un alarido bronco, destemplado, sin inflexiones. Se colgó de su cuello y le tiró de la chaqueta, de la camisa, del pelo, hasta obligarle a desasirse. Se plantó entre los dos hombres sin mirar a ninguno, los ojos fijos en el suelo, los brazos extendidos entre los dos.

—¡Si das un solo paso, no te lo perdonaré, Andrés! ¡Mientras viva, no te lo perdonaré!

El desconocido tomó entonces en las suyas una de esas manos crispadas. Y la atrajo hacia sí.

—Ven conmigo, Ana María —dijo suavemente.

Ana se resistió.

—Vamos, pequeña… —añadió muy bajo, casi en un susurro—, se nos va a hacer tarde… En casa se van a asustar si llega la noche y no hemos vuelto… Y no nos dejarán salir solos nunca más… Así me gusta, obediente como un buen soldado… Aún nos queda mucho tiempo que andar… Vamos, vamos, pequeña…; no te retrases. Ven conmigo.

Ana María avanzó hacia su padre y se desplomó en sus brazos.

Supo —porque su corazón se lo dictó mucho antes que su memoria— que aquel hombre era Alberto Moscoso, pero su pensamiento no acababa de dictarle lo que su corazón ya sabía. Con desesperante lentitud, los rasgos entrevistos, imaginados más que recordados, del rostro de su padre, se fueron superponiendo, encajando, coincidiendo con los del pobre miserable que tenía ante ella. Fue un abrazo largo, apretado, tremendo. No hablaban, no se miraban, no se besaban. Los dedos del padre buscaban entre el pelo las viejas trenzas, y el gozo del encuentro se fundía en el abrazo con el dolor antiguo.

Unas palabras, sin sentido, se removían en el fondo no consciente de los recuerdos de Ana María —de los recuerdos no recordados—, y, como un globo amarrado al fondo del mar que rompe de súbito sus cadenas, subieron incontenibles, entre sollozos, hasta sus labios.

—¿Por qué no me llevaste contigo?

Al oírlas, se sorprendió, como si no hubieran sido dichas por ella, y creyó tener una terrible revelación: nunca se las dijo a Andrés, aunque ella lo pensara, aunque Andrés pensara que iban a él dirigidas. Andrés fue la sombra que Ana, mujer, interpuso entre el dolor de Ana, niña, y aquella otra sombra que ahora surgía de su pasado y le cerraba el paso.

La primera vez que Ana María, la noche del estreno de Regidor, se precipitó en los brazos de Andrés, al sentir el choque de su cuerpo, la idea de su padre se le representó de pronto, con terrible intensidad. En cambio, al caer en brazos de Alberto Moscoso, la idea de Andrés apenas revivió.

Éste los contempló largamente. Ya no necesitaba preguntar a nadie… quién era quién… Miró el reloj. Entreabrió los labios para decir algo: una bella frase inútil; palabras tristes y generosas… Muy sabiamente se las calló. Le dolían los dientes. Sobre el lado derecho de la boca, la mejilla comenzaba a hincharse por el golpe. La sangre le resbalaba por el labio. Como no se separaban, miró a Ana María por última vez; sin hacer ruido, salió del cuarto; recogió sus maletas y lentamente comenzó a bajar la escalera.

—Enrique, soy Pepa.

—Me alegro de que me llames. Termino el último Consejo, regreso a casa y Ana María sin aparecer. ¿Tú crees que es admisible?

—Escucha, escucha… no te embales. Ana ha encontrado a su padre. Por eso estuvo perdida todo el día. Ella te contará.

Pepa Turull no sabía muchos detalles de lo ocurrido —salvo que Damián no tuvo necesidad de pinchar los neumáticos—. Y lo que sabía era tema vedado para Enrique. Cuando concluyó de hablar con él, se salió de la trastienda. A esas horas, la taberna se llenaba siempre de parroquianos. El humo del tabaco velaba sus caras con una película gris, como si se vieran a través de una ala de mosca.

—¿Qué, señora? ¿Encontró ya sus zapatos?

Tardó en reconocerlo.

—¿Usted no es el guardia que va por ahí echando casas abajo? ¿Qué hace usted de paisano?

—Es que hoy libro. ¿Le hace una partidita de mus?

—¡Me hace!

—Pues vamos allá.