XX
EL ENEMIGO ESTÁ DENTRO

Las tres primeras cartas que Andrés le escribió fueron devueltas sin abrir; las siguientes, quemadas. Ana se sentía más fuerte que él; y este pensamiento la ayudaba a prevalecer. Cuando Andrés decía «no», podía significar indistintamente una duda, una afirmación o una negación; si era ella quien lo decía, la palabra conservaba todo su valor. En cuantas ocasiones Andrés había sentido arrebatos de arrepentimiento, procuró sortearlos, y lo consiguió; ella, en cambio, una vez tomaba la firme resolución de romper los lazos, no se volvería atrás. Por dignidad personal, por aprecio a la dimensión de sus sentimientos, no se volvería atrás. Se lo decía a sí misma una y otra vez hasta saciarse. Y mientras duró la persecución de Andrés —las cartas que no abría, las llamadas telefónicas que no atendía—, el propio afán de la lucha entablada, el orgullo de ser más fuerte, el complejo de sitiado que no ha de rendirse, la hicieron creer en la posibilidad de perseverar. ¡Ah, qué error más estúpido, qué necia confianza en sus propias fuerzas! El combate era entonces entre dos seres humanos. Mas apenas Andrés dejó de buscarla, cuando súbitamente cesó la persecución, cuando el cerco se desmoronó por abandono del sitiador, Ana creyó enloquecer; porque al faltar enemigo fuera, se sintió indefensa ante los de dentro. De noche, en esa tierra de nadie llena de riesgos que se extiende entre la vigilia y el sueño; cuando se diría que Dios se ha dormido y ya no puede con la mirada calmar la tempestad, Ana se veía asaltada por pensamientos y deseos que nunca —en sus treinta y cuatro años— la habían humillado y ensuciado tanto. Luchaba contra ellos mientras su voluntad permanecía despierta. Pero apenas la conciencia se relajaba por la llegada del sueño, las basuras surgían de los desvanes de su espíritu y la desquiciaban. A la mañana siguiente, la humillación de saberse tan frágil le amargaba las horas.

Por pura elegancia espiritual, por respeto a su calidad humana, nunca lo obsceno se había enseñoreado de su atención. Apetecía la fusión de los cuerpos como un camino inevitable o deseable para fundir los espíritus; pero era sólo un medio, no un fin; un complemento, no una meta objetivada. Alejado Andrés, Ana descubría con repugnancia que el enemigo no estaba fuera, sino dentro de sí misma, inseparable de su carne, unido a su peso y a su volumen y con poderosas quintas columnas en su espíritu y en su voluntad. El triunfo de Andrés era cuestión de días: los que él decidiera aplazar el asalto a la más débil de las fortalezas. Pero Ana María, perdida la confianza en sí misma, buscaba apoyos y alianzas para mantenerse. No peca quien siente, sino quien consiente; y Ana pedía a Dios que no retirara de ella —¡«todavía»!— el cable de su larga mirada.

La crítica fue despiadada. He aquí, extractada, la opinión de un periódico: Para abrir caminos nuevos en el laberinto del arte actual, se necesitaba un bagaje que Andrés no llevaba consigo: talento. No bastaba la vocación, ni la habilidad en el manejo de los efectos, ni siquiera la técnica depurada (tríptico de condiciones que el comentarista reconocía en Andrés). Si el artista se hubiera limitado a aprovechar estas virtudes; si hubiera sido fiel a la tendencia apuntada en sus primeras obras, habría correspondido a las esperanzas que la crítica depositó en él años atrás; es decir, que gracias a la tenacidad y al trabajo, habría llegado a ser un pintor de cierto mérito. Para abrir caminos nuevos, en cambio, le faltaba genialidad. El genio nace, pero no se hace. Andrés se había perdido al querer alcanzar una meta muy por encima de sus posibilidades. Le daba después ciertos consejos paternales y acababa con un ataque frontal a los artistas españoles de la escuela de París, que conseguían penetrar en el mercado universal gracias —mucho más que a sus propios méritos— a la habilidad comercial de los «marchantes» profesionales franceses.

Ana consideró injusta, torpe y brutal esta forma de atacar a Andrés; indignada, rasgó el periódico y lo quemó. Más que la profunda pena que le producía imaginar el derrumbamiento moral de Andrés (quien para poder andar necesitaba de los elogios, como un motor de explosión de los carburantes), era la consternación lo que dominaba en ella. Los cuadros expuestos por Andrés —y sobre todo aquellos que el escritor había atacado más duramente— eran extraordinarios y estaban marcados por la chispa del genio. Quien no lo viera estaba ciego y era un incompetente o un malvado.

Llamó a casa de Andrés y preguntó por Alicia. Supo entonces que no era ése el único periódico que se rasgaba las vestiduras ante la última exposición. Alicia aconsejó a Ana María que leyera los demás. Ana preguntó si su marido estaba muy afectado, y Alicia respondió que no. Acto seguido añadió algo tan insólito que Ana María, al oírlo, no pudo menos de sentir vértigo. Andrés era terco como nadie —le dijo Alicia—, y en cierto modo se tenía merecida esta ducha de agua fría. Gracias a Dios, no necesitaban ganarse la vida manchando telas. Su padre —el padre de Alicia— le había ofrecido cien veces un puesto en la fábrica de Éibar. Su vocación era admirable —y en ella se sentía orgullosa del talento que Andrés tenía para estas cosas—, pero siempre que fuera un violín de Ingres, una distracción; no una profesión.

Ana insistió en saber si estaba muy afectado, y Alicia volvió a asegurar que no lo estaba en absoluto. Muy por el contrario, Andrés parecía dispuesto esta vez a aceptar el cargo de director artístico en la fábrica de juguetes. Ana, al oír esto, perdió el aliento.

Cuando colgó el teléfono, marcó el número de casa de Regidor.

—Tengo una bomba preparada —dijo éste—. ¡Ya verás, ya verás! Cuando estalle no van a quedar ni las rastras de esos robaperas, sorbecaldos y marineros de agua dulce. ¡No se puede ejercer la crítica de arte y haber sido de la Ceda o radicalsocialista o boticario o socio del Círculo Mercantil! Andrés es la bandera que necesitábamos para alzarnos contra la beatería intelectual, el oscurantismo academicista, el bozal, la castración, la morfina mental y el detector de verdades. No dejes de leerme mañana. ¡Seré implacable!

Ana se llevó las manos a la cabeza. Como los amigos de Andrés se empeñaran en redimirlo, acabarían crucificándolo. Habló con Enrique aquella noche, por teléfono, y le reconvino por la prolongación de su ausencia. ¿Tan difícil era comprar un barco que llevaba cerca de un mes fuera de casa? Le contó el fracaso de la última exposición de Andrés. Estaba desolada.

—¡Dile que le compro toda su producción! —gritó Enrique al otro lado del hilo—. Mira que yo entiendo de estas cosas. Si sabe aprovechar la ocasión para armar un poco de ruido, la cotización de sus cuadros subirá hasta las nubes.

Al día siguiente se publicó el artículo de Regidor. Empezaba con la famosa cita: «El genio es una larga paciencia». Y acto seguido recordaba las palabras de Newton, recogidas por Ortega, cuando le preguntaron cómo había llegado a formular la ley de la gravedad: «Pensando en ello día y noche», respondió el sabio. ¿Cómo se atrevía el crítico de marras a decir que el genio nace, pero no se hace? El genio es una lucha ininterrumpida contra las limitaciones de la naturaleza: «una larga paciencia». Paciencia sobre todo para sufrir la incomprensión, cuando no la envidia de los mediocres. Recordó la frase de Schopenhauer: «Los grandes hombres sólo son comprendidos por los que les son afines». Y la de Nietzsche: «Un pueblo es el medio de que se vale la Naturaleza para producir seis o siete genios. Y después para destruirlos».

Regidor arremetía contra los críticos, y especialmente contra el que aludía a los españoles de la escuela de París. La Historia de España del último siglo se caracterizaba, según Regidor, por la emigración de sus hombres egregios; pues en España se veían obligados a derrochar su talento no tanto en producir, investigar o crear como en defenderse de sus críticos. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo en el capítulo X, tomo III, de su Historia de las ideas estéticas: «Lo que más cuesta al genio es hacerse perdonar su gloria». El artículo no aludía ni una sola vez a la obra pictórica de Andrés. Era el pretexto que utilizaba Regidor para sacarse la espina contra sus propios críticos. La insistencia en emplear los vocablos «genio», «talento», «hombres egregios», demostraba claramente que no pensaba más que en sí mismo. Pero ¿dónde estaba Andrés, dónde esos cielos que sangraban grandes lanzadas de luz, dónde la desgarrada sinceridad de su obra, la ternura con que envolvía sus volúmenes, el vértigo de sus lejanías? Ana imaginó a Andrés halagado por el primer impacto de los vocablos, y humillado, entristecido, degradado después al sentirse carne de una polémica en la que nadie decía que el arte es, sobre todo, amor.

Una tarde, al entrar en su casa, Ana María vio un telegrama sobre la mesa y lo abrió. Nunca había cursado el telégrafo un texto tan largo. Antes de leerlo sus ojos buscaron la firma. Era de Andrés.

Sintió la sangre subiéndole al rostro como si hubiese cometido una mala acción. Había pensado que el telegrama era de Enrique; por eso lo abrió. Una vez abierto… ¿cómo podía dejar de leerlo? Se quedó perpleja con el papel en la mano. Le dolían los dedos.

Oyó a su hijo llamarla desde el piso de arriba.

Al comprobar que Ana estaba en casa, Alberto bajó la escalera como una tromba.

—¡Mamaza! ¡Espérame, mamaza!

Ana María guardó el telegrama y corrió a refugiarse en su cuarto.

Alberto, sentado en el suelo a la usanza mora, hacía guardia frente a la puerta de las habitaciones de Ana. En su casa, pensaba, todos estaban un poco locos. Su padre, que era un tío estupendo, había comprado un portaaviones en Bilbao —cosa que no era capaz de hacer el padre de ninguno de sus amigos—; a su hermano Quique, que era tonto, le daba tanta vergüenza haber sido el primero de la clase en los exámenes de fin de curso, que se había escondido debajo de la cama para que nadie le felicitase; Armanda, la criada, se había pasado la tarde llorando por asunto de novios o cosas así, y —para completar el cuadro— su madre estaba encerrada detrás de aquella puerta sin querer hablar con nadie. Diez minutos antes, cuando la oyó llegar, Alberto se deslizó por la barandilla de la escalera como una tromba.

—¡Mamaza! ¡Espérame, mamaza!

Pero Ana, al ver aquel bólido que amenazaba caer sobre ella, había huido precipitadamente hacia su cuarto, gritando:

—¡Niños, no me mareéis ahora! ¡En seguida vuelvo!

Alberto sabía muy bien que cuando su madre empleaba el nombre genérico de «niños» —aunque fuese uno solo el que tenía ante ella—, era sincera. Estaba en las nubes y no sabía si eran uno o dos los que acudían a abrazarla. A Alberto le molestaba profundamente esta fórmula vaga e impersonal, y no sólo porque Quique era incapaz de bajar la escalera a caballo de la barandilla encerada como él lo hacía, sino por un legítimo deseo de individualización. Entonces utilizaba diabólicamente todos los instrumentos de tortura —desde el aporreo de la puerta con los pies hasta cantar a pleno pulmón el himno del colegio— y ya no se estaba quieto mientras no se le llamase por el nombre exacto que figuraba en su partida de bautismo.

—¡Niñoo!! Me vas a volver loca.

Alberto sonrió maliciosamente. El paso del humillante plural al consolador singular era importante, mas no suficiente. El zapateado sobre la puerta consiguió el efecto apetecido.

—¡¡Albertooo!! ¡O paras, o…! Como era muy considerado, y como su verdadera intención no era mortificar a su madre, sino tan sólo probar la eficacia de los medios de persuasión que empleaba, cesó de taconear y se retiró unos metros. Su madre le había llamado al fin por el santo de su nombre. Y con esto se había hecho acreedora a un cierto margen de confianza.

Cogió una Antología de poetas americanos, se lió —nunca se sabrá por qué— un turbante a estilo moro en la cabeza, y se sentó en el suelo.

Ana extendió sobre sus rodillas el telegrama, que, apenas hubo entrado en el cuarto, lanzara sobre la cama. Le quemaba en las manos. El texto ocupaba tres cuartillas. No quería leerlo y sabía que no podía dejar de hacerlo. Al fin se decidió, lo desdobló, separando una a una sus hojas, se sentó en el sillón y, muy despacio, deletreando cada palabra, inició la lectura. Andrés —cuyas cartas anteriores fueron devueltas sin abrir— necesitaba esta vez, imperiosa, íntima, dolorosamente, que Ana le tendiera una mano. Se sentía abandonado por Alicia en lo que más le importaba: su arte. La pretensión de su mujer de convertirle poco menos que en el decorador de muñecas le parecía una ofensa macabra, un insulto que si otras veces, desde la altura de su triunfo, pudo soportar, ahora, desde el plano de la humillación, no podía sufrir. Ana adivinaba este rencor sordo hacia Alicia en cada una de las palabras —palabras que sangraban— del texto que tenía ante ella. Andrés no aludía a nada de esto de una manera directa, pero Ana reconocía, como en un borrador corregido, todo lo que no estaba dicho. Andrés quemaba sus naves. No era hombre para consumirse, como las brasas, sin arder. No estaba dispuesto a distraer sus energías en batirse con zascandiles. Necesitaba pulsar su horizonte. Se debía a su arte. Volvía a París.

Ana se acariciaba las sienes, mientras leía. Quince años atrás ella fue la sacrificada. Ahora la víctima tenía otro nombre: Alicia. Ayer, Andrés quería pintar. Hoy, Andrés quería triunfar.

Ana apretó los dientes con rabia. Leyó tres veces las últimas palabras. Sus dedos, acariciantes, palpaban lentamente sus sienes, bordeando el curso de las venas. «Te debo gratitud por haberme liberado de la mentira en que vivíamos. Fuiste más fuerte y más sincera que yo. No es clandestinidad lo que ahora te brindo, sino un puesto a mi lado. A la luz, cara a todos y a mi lado. Quema tus naves como yo las mías».

No la invitaba por amor, a huir juntos de un mundo de convenciones e incomprensiones en que ambos se sentían extranjeros. Era él, él solo, quien huía, pretendiendo llevarse en su equipaje, junto a sus útiles de trabajo, unas briznas de esa admiración que ella le había brindado siempre con generosidad.

«No es a mí a quien quiere, no es mi amor lo que necesita. Es mi admiración… Mas ni siquiera mi admiración por él. Andrés sólo busca en mí la admiración por su obra…».

Ana veía esto con cegadora claridad. Mas el pensarlo no le produjo ira, sino una profunda tristeza. Se puso en pie. Por supuesto que no iría con él, mas tampoco daría un solo paso por moverle a desistir.

Recordó la frase de Alicia, en la que aseguraba que su marido no estaba afectado en absoluto por el fracaso de la exposición. ¡Estúpida! Ana no iría con él, pero Alicia tampoco. Recordó el abrazo aquel en el aeródromo. Se sentía vengada. «A Éibar, preciosa mía… A Éibar, a que te abrace tu papá…».

Alberto, del otro lado de la puerta, comenzó a cantar con horrísono entusiasmo el himno del colegio. Necesitaba imperiosamente hablar con su madre y suponía que sus voces conseguirían ahuyentarla de su reducto como el humo de sus madrigueras a los conejos. Su padre, después de una larguísima ausencia, regresaba, al fin, de Bilbao. Ana María lo ignoraba; y como nadie se había preocupado de preparar nada para recibirlo, él se encargó de todo. Tuvo algunas diferencias de criterio con Armanda, y, víctima inocente de una pequeña refriega, había perecido, en la cocina, la coctelera de cristal. Necesitaba decírselo a su madre antes de que Armanda se «chivara». Pero Ana no se decidía a salir de su encierro.

Alberto entonó a todo pulmón:

So-mos los hom-bres del ma-ña-na. So-mos sol-da-dos del de-beeerrr

Ana María, después de considerar que Herodes era un incomprendido de la Historia, se armó de paciencia y se acercó a la puerta. Alberto continuaba:

Las blan-cas au-las del co-leee-gío son a-ma-dí-si-mo cuar-teeél don-de se for-man los e-jéeer-ci-tos del a-mor, la es-pe-ran-za y la Feee

Ana abrió la puerta.

—Eres plomo derretido, hijo mío.

El chico, sentado en el suelo a lo Abd-el-Káder, y con la toalla enrollada a modo de turbante en la cabeza, saludó a su madre con los versos que acababa de aprenderse.

Yo quisiera, ¡oh Judit!, convidarte a mi tienda

—Pero niño, ¿quién te ha enseñado esos versos? ¡Esos versos no son para niños!

—¿Por qué? Son preciosos. Me los sé de memoria…

Yo quisiera, ¡oh Judit!, convidarte a mi tienda, quemar al son del arpa cinamomo a tus pies, embriagarme en la viña de tu boca estupenda, ver la noche en tus ojos… ¡y morirme después!

—¡Qué majadero eres!

Ana dudaba si reír o llorar; reír, porque la cosa tenía gracia, y porque Alberto recitaba suspirando y poniendo cómicamente los ojos en blanco; llorar, por considerarse definitivamente incapaz de dominar al ganso de su primogénito.

—Son de Amado Nervo… ¡Mira que llamarse Amado! ¡Qué cursilada! ¿Verdad, mamá?

Ana sabía muy bien que no eran del poeta mejicano, sino de Martínez Mutis, de Colombia; pero no le daba a su hijo la beligerancia suficiente como para discutir con él este problema.

—Anda, levántate de ahí y quítate esa toalla. ¿Dónde está tu hermano?

Alberto salió corriendo a buscarlo. Ana, entretanto, se puso a considerar que su primera reacción mental contra la pobre Alicia fue estúpida y cruel. ¡Oh, qué contradicciones las de su ánimo! Ahora sentía una terrible congoja pensando en la pobre mujer. ¿Era acaso culpable de estar hecha de una madera tan distinta a la de su marido? En cualquier caso, de una madera que no encajaba con la de Andrés. De una sola cosa estaba cierta: Andrés hacía perfectamente en marcharse; y pensándolo con frialdad, a ella —Ana— le convenía. La separación le haría mucho bien. ¡Pensándolo con frialdad!… Pero ¿podía pensarlo con frialdad? ¿Por qué tardaban tanto sus hijos? Si no llegaban pronto, temía que este nudo que se estaba formando aquí, junto a la garganta… ¡No! ¡No quería llorar! ¡Ella, aquí en Madrid, con Enrique y con sus hijos! (Se mordió los labios con rabia). ¡Y Alicia a Éibar; a Éibar, con su papá…!

Alberto llegó gritando.

—Quique no quiere venir. Está escondido debajo de la cama.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

—Ha sacado el primero de la clase. Y le da vergüenza…

—¿Que Quique ha sido el primero de la clase? ¡Qué maravilla! ¿Y tú? ¿Qué notas has tenido tú?

Alberto varió rápidamente de conversación. Ese era un tema que más valía no tocar.

—¡Fíjate qué tonto! Ha sacado el primero y le da vergüenza…

—Dile que venga. Tráemelo.

Alberto se disponía a cumplir la orden; pero su madre le detuvo a tiempo.

—¡No vayas tú! Ya voy yo…

Comprendió —con finísima perspicacia— que el primogénito, que aquel día se había sentido cabeza de familia, era muy capaz de sacar a su hermano de debajo de la cama a puñetazo limpio, para demostrar hasta qué punto sabía cumplir lo que le ordenaban y podían los mayores fiarse de él.

Cuando subía la escalera para buscar a Quique, oyó el timbre de la puerta. Se detuvo para comprobar quién era.

Oyó la voz de Enrique. Después la de Alberto, a todo pulmón.

—¡Hurra! ¡Papá ha comprado el portaaviones!

Ana se arrodilló sobre la alfombrilla del cuarto de los niños y dobló todo su cuerpo para mirar debajo de la cama. Hecho un ovillo, conteniendo la respiración, doblados los brazos sobre la cabeza de modo que con las manos se tapaba la nuca y con los codos las orejas, Quique parecía como si se defendiera de un bombardeo aéreo.

Ana María no aludió para nada al problema de las notas.

—Quique… Quique… No juegues más al escondite… Sal corriendo… ¡Papá ha comprado un portaaviones!

Minutos después, cambiaba la ginebra caliente por la que se conservaba en la nevera —pues Alberto lo había organizado todo para su padre con cuatro horas de antelación—; sustituida la agüilla tibia del tazón por cubitos de hielo —pues el sol implacable había deshecho los que el niño había preparado—, Enrique se sometió gustosísimo al interrogatorio de su familia. Estaba eufórico y de un humor excelente: la operación le había salido redonda. Quique quería saber si el portaaviones pesaba más que cien elefantes; Alberto si se lo dejarían conducir cuando hicieran un viaje a bordo de la fantástica embarcación, y Ana María de dónde había sacado su marido el dinero necesario para la compra.

—Pero, Ana querida, cuando lo compré, ya lo tenía vendido. ¿Por quién me tomas?

Las caras de decepción de los niños eran sendos poemas.

—¿Lo has vendido? —exclamó Alberto, indignado ¡No hay derecho! ¡No hay derecho!

—¿Qué pensabais? ¿Que lo compraba como yate de recreo? Lo compré para desguazarlo.

—¿Qué es «desguazarlo», papá? —preguntó Quique, con un rayo de esperanza en la voz.

Enrique se lo explicó. Sólo por la enfermería le habían dado un dineral. Las mesas de operaciones, el instrumental quirúrgico, los aparatos de rayos X, los había vendido al Instituto Servet; la central telefónica y todos los accesorios, de primera calidad, a la Compañía Nacional de Teléfonos; los jeeps, camiones, tractores y grúas del portaaviones a distintas empresas de construcción; el mobiliario caro, a un hotel de Torremolinos; los aparatos de precisión, al Ejército. La maquinaria, a una naviera, y el casco, a Altos Hornos.

—Sólo en cables de acero, en kilómetros de cables de acero, cobraré una fortuna.

Ana le interrumpió.

—Pero ¿no me dices que lo has cobrado ya?

—Lo he vendido, pero no lo he cobrado. He cobrado mucho, pero no todo.

—¿Y qué has hecho con lo que has cobrado?

—Pagar parte del portaaviones.

—¿Y el resto?

—Créditos…

—¿Y con qué los pagarás?

—Con lo que me vayan pagando a mí. Si nadie me falla…

—Me entran sudores fríos al oírte.

—No pasará nada. Nunca pasa nada.

Armanda le interrumpió.

—Señor, le llaman por teléfono.

Alberto, que ya no guardaba ningún rencor a la criada, le dio la noticia fatal.

—¡Es una canallada! Papá ha vendido el portaaviones…

Enrique acudió al teléfono. No se fiaba de uno de sus deudores; le había llegado el rumor de que estaba a punto de ir a una suspensión de pagos. Pero la noticia que recibió era bastante más grave de lo que temía.

—No puedo creer lo que me dices. Perdóname, pero no lo puedo creer.

Cambió el teléfono de mano. Miró en dirección a la terraza.

—¿Quién lo ha descubierto? ¿Cómo lo sabes tú?

Al poco rato interrumpió a su interlocutor.

—Espera. No hables ahora. Ana María se acerca.

Cuando su mujer llegó junto a él, Enrique se comportó de una manera harto extraña. La besó en la cara —cosa que hacía raras veces— y le pidió que se fuera.

—Déjame solo, Ana María. Este asunto no es para ti…

Ana miró perpleja a su marido y se retiró a la terraza. Estaba inquieta. La mirada que Enrique había clavado en ella era tan extraña como su deseo de terminar, sin testigos, la conversación.

Cuando llegó Enrique, apuró de un trago el dedo de ginebra que quedaba y se sirvió otro vaso. Ana —con el rabillo del ojo— observó que las manos le temblaban y que estaba pálido como un enfermo. Se sentó frente a ella, pretendiendo disimular la impresión recibida.

—Esta noche no ceno en casa —dijo—. Volveré tarde.

Ana María no comentó de momento esta súbita decisión. No se atrevía a hablar por miedo de que la voz le temblara como a él las manos. Retiró los ojos de Enrique y al punto sintió los de él posados en los suyos, adivinando, buscando su turbación. Cuando le miró de nuevo, Enrique cambió bruscamente la dirección de la mirada. El corazón de Ana María se encogió. No pudo soportar por más tiempo la incertidumbre.

—¿Qué ocurre, Enrique? Háblame claro.

Enrique la observó despaciosamente. En sus ojos había una inmensa emoción que Ana María no supo traducir: ¿amor, pena, desprecio, ansiedad? En cualquier caso, Enrique estaba bajo los efectos de una terrible convulsión moral.

—Dime una sola cosa —tartajeó Ana María—. ¿Quién era la persona que te ha llamado?

Enrique esperó, para responder, a beberse todo el líquido que le quedaba en el vaso, como si quisiera emborracharse.

—¿Para qué voy a decirte nada? Es posible que todo sea falso… —hablaba muy lentamente, meditando cada palabra—; que todo sea una fantasía…; y en ese caso, ¿para qué voy a decirte nada? No sé…, hubiera preferido que te pasase inadvertida esta llamada…; pero ahora ya es tarde… Sólo te suplico… Quiero decir que si yo no confirmo nada de lo que voy a confirmar esta noche, no me preguntes nunca, te suplico que no me preguntes nunca, qué me han dicho hoy… Todo es un poco confuso. Perdóname…

Enrique se levantó, besó a su mujer en la mejilla y salió.