XVIII
YO NO SOY TU PAZ

Sentada en un viejo banco de mármol, mordido y amarilleado por el tiempo, Ana asistía conmovida al partido de croquet que jugaban con envidiable entusiasmo Pepa Turull y cinco vejetes asilados.

El verano estaba muy avanzado, pero la mañana no; de suerte que el paseo por el parque de la Residencia, antes de que el calor cayera de plano sobre él, era una pura delicia. Ana y Pepa, apenas terminada la última de las misas en sufragio de María Terrón, habían salido a caminar por el jardín, pero la Turull, no bien descubrió un pequeño drama en cierne entre varios pensionistas, había acudido a evitarlo y la dejó plantada. Los viejos querían jugar por parejas; pero sumaban un número impar. Las discusiones ya habían comenzado: uno de ellos debía forzosamente sacrificarse. Pepa —que sabía muy bien que allí no se sacrificaba nadie, pues los viejos son testarudos y egoístas hasta el paroxismo— les suplicó por lo que más quisieran que la dejaran jugar. Aseguró que nada en el mundo la divertía tanto. Prorrumpió en grandes exclamaciones de júbilo cuando la aceptaron y se emparejó con un vejete cascarrabias y gruñón que lo hacía muy mal. Ana se sentó en un banco para verlos jugar. Pepa tenía la virtud de conmoverla.

Fuera de los que jugaban, muchos pensionistas se soleaban en los bancos; otros paseaban en grupos o en parejas entre los setos de laurel, bajo los árboles. Si Enrique (empeñado aquellos días en comprar un portaaviones para desguazarlo) conociera la existencia de un jardín de estas dimensiones, situado en el corazón de Madrid, era seguro que propondría a las monjas edificar buenos bloques de pisos —cuanto más caros, mejor— en el espacio inútil donde hoy crecían los inmensos castaños. Era realmente admirable que nada permitiese adivinar desde la calle la existencia de una propiedad tan grande. Pero ¿no era también sorprendente —pensó Ana María— que sobreviviese, desde hacía casi un siglo, una institución tan original, sin que ella lo supiera; sin que los periódicos la airearan como tema inagotable de reportajes; sin que se hubiesen escrito docenas de libros —y hasta novelas— sobre los tipos humanos grotescos, tremendos, tolstoianos, que encerraba? Historias como la del hombre de la bufanda o como la de la señora venida a menos convertida en criada de su criada ciega; dramas como el de la reclusa condenada a cadena perpetua, y cuya inocencia se demostró cuando ya había cumplido los setenta años (y que ahora jugaba al croquet con un veterano de Filipinas que guerreó contra los Estados Unidos el año de la nana), ocurrían en sus días, ante sus propias narices, sin que ella lo sospechara…, sin que lo hubiese sospechado antes. Realmente sólo es ciego quien quiere. Pero había algo que la sorprendía todavía más, que hería más profundamente si cabe los resortes de su asombro. Este algo, estos algos, tenían partida de bautismo, y se llamaban Dora Quesada y Pepa Turull. El interés de Ana por la institución y por los tipos humanos que albergaba o que allí acudían era más intelectual que otra cosa; el que sentía hacia la Turull, la Quesada y sus semejantes era de otro orden harto más difícil de definir. Al igual que el parque era una paradoja urbanística, y la aristocracia de los muertos de hambre una paradoja social, la existencia de seres como Pepa y la Quesada era una paradoja teológica: porque los ángeles suelen ser espíritus celestes que pertenecen al último de los nueve coros; y éstos que ella conocía tenían peso, ocupaban un lugar en el espacio, llevaban faldas y se pintaban los labios. Todo lo referente a esta clase de mujeres la aturdía, la inquietaba, la sorprendía: porque no sólo eran muchísimas, sino que hacían estas cosas a la luz del día, y con todo, ella, Ana, que vivía en el mundo, que devoraba los libros por kilos, que presumía de enterada de cuanto ocurría en torno suyo, no lo sabía. Acusaba a Enrique de patinar sobre la piel de las cosas, de ser incapaz de adentrarse en la entrada de los problemas, de no extraer nunca el zumo más íntimo de las realidades; y ella, la intelectual, la enterada, la mujer al día, no sabía de la misa la media.

Cuando la partida hubo concluido, Pepa corrió a su lado. Juraba que nunca se había divertido más. Se sentaron en la pérgola. Ana María estaba triste. ¿Quién no tiene alguna vez el corazón amargo? Concluidas las misas por María Terrón, ya nunca volvería por aquí. El choque con un mundo tan distinto y distante del suyo le había hecho mucho bien. Durante este tiempo, la residencia había sido para ella una isla de paz, donde, sin proponérselo, había logrado descansar de sí misma. Imperceptiblemente, como una niebla que se agazapa y cuela por los intersticios, la paz —una paz inefable— se había ido posando sobre los nervios y el espíritu de Ana. Por no perderla, evitó, durante varios días, el encuentro con Andrés. Ayer había vuelto a verle… y con ello perdió la paz. Ayer, Ana se había propuesto mantenerse en un plano equidistante de la lejanía y de la entrega; y no lo consiguió: su voluntad se diluía ante la de él como una nubecilla en el viento. Y cuando Ana, vencida, esperaba como único premio a la cesión de su voluntad el contento del hombre, sufrió una gran decepción. Andrés había luchado con gracia, con gallardía, con voluntad de avasallar su resistencia; con talento… ¡Ah, qué talento tenía Andrés para dominarla! Pero no bien satisfizo su deseo, se dejó ganar como siempre, como casi siempre, por una profunda tristeza. Clavados los ojos en el techo, estuvo una hora larga en silencio, sin hablar con ella, sin contestar a sus preguntas. Ana, vuelta sobre él, pretendió acariciarle la frente, borrar con sus dedos los pensamientos que le atormentaban; y él volvió el rostro sobre la almohada en otra dirección. Ana le veía sufrir por causa suya, pero no le compadeció: el despecho, la humillación fueron mayores que su piedad.

—Juraría que no sabes, ni siquiera aproximadamente, de qué te estaba hablando —dijo, de pronto, Pepa Turull.

Ana María se volvió hacia su amiga. En efecto: ignoraba en absoluto de qué se trataba. Sonrió disculpándose. La verdad es que se encontraba a gusto con Pepa Turull aunque no abriera la boca. Se acercaba a ella para buscar su paz, como un bicho se acerca a otro para buscar su calor. Y esta paz le interesaba mucho más que el sentido de sus palabras.

—Eres un ángel, Pepa. Sólo te faltan las alas.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando?

—Perdóname. Te confieso que no sé de qué estábamos hablando.

—Me parece una grosería —dijo Pepa, riendo.

Y se dio por vencida. Estaba visto que Ana no se interesaba en absoluto por el baile que se celebró en este jardín en tiempos de la vizcondesa de Yecla, y al que asistió Don Amadeo, que era precisamente lo que le estaba contando. Cogió la revista que dejó abandonada al iniciar su partida de croquet y comenzó a hojearla de atrás adelante, sin fijarse mucho en lo que veía. Ana, súbitamente, se la arrancó.

—¡Déjame ver!

Y rompió a reír a medida que leía los titulares y los pies de las fotografías.

—¿Quién es? —preguntó Pepa, tirando de la revista.

Ana se la cedió.

Vio que se trataba de un pintor —de la nueva ola— que anunciaba una próxima exposición. Los titulares eran puros ditirambos.

—No tengo ni idea —comentó Pepa.

—¡No me digas que no sabes quién es! Todo el mundo habla de él.

—¿Quién es?

—Mira, Pepa; preguntar quién es este hombre es como preguntar quién es Juan Gris, o quién es Miró. ¡Te encanta presumir de ignorante!

Pepa observó atentamente la fotografía. La verdad es que tampoco sabía quiénes eran Juan Gris o Miró. El nuevo genio era un muchachote despeinado, con gesto entre inocente y arrogante, guapo e infantil. Su cara no le era desconocida…

Ana le arrebató la revista y la cerró.

—Dime, Pepa. ¿Tú vienes aquí todos los días?

—Sólo vengo los martes y los viernes, en que tengo mis turnos de comidas —respondió Pepa—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Pero ¿no tienes algo por los suburbios? ¿Tú no vas mucho a los suburbios?

—¿Mucho? No…; sólo por las mañanas.

Ana insistió. Quería la mayor precisión en este punto.

—¿Todas las mañanas?

—No; todas, no. Ya te he dicho que los martes y los viernes vengo aquí.

—Pero cuando no vienes aquí, ¿vas siempre a los suburbios?

Pepa tardó en responder. ¡Los suburbios! Allí es donde había visto la cara del pintor. En el barrio de San Calixto, frente a la «zona verde» donde estaba la chabola de Fermina. El portal hacía chaflán entre dos calles. ¡Estaba segura! Venía del interior del edificio, abrió la portezuela de un coche destartalado y cedió paso a una mujer en quien creyó reconocer a Ana María…

—¿Por qué no me contestas?

Pepa se sonrojó.

—Pues… sí. Las mañanas que no vengo aquí, voy a los suburbios…

Ana guardó silencio. Tenía varias dudas más; pero temía que Pepa se sintiese molesta si se las planteaba poco delicadamente. En realidad, no le importaba tanto saber qué tramaba Pepa en los suburbios (o si esas pobres gentes sufrían con paciencia que alguien se dedicara a meter las narices en su miseria), como averiguar qué pretendía, qué buscaba Pepa al dedicarse a estas cosas. ¿Se entregaba a los pobres desinteresadamente, nada más que por el deleite de hacer el bien? ¿Era, por el contrario, un egoísta toma y daca, un do ut des, un «yo pongo inyecciones a tus pobres y Tú me das la salvación»?

—¿Qué haces en los suburbios? ¿Cuidas enfermos, distribuyes medicinas, qué haces?

Pepa rompió a reír.

—¡Yo no sirvo para eso! Una vez fui a la Policlínica, vi sangre y me desmayé. Los médicos tuvieron que abandonar al herido para atenderme a mí. ¡Figúrate qué plancha! La verdad es que lo que yo hago podría hacerlo cualquiera: atiendo a los niños de un jardín de la infancia mientras sus madres trabajan. ¡Qué absurdo! Imagínate que lo llaman jardín; pero es un piso…

Los ojos de Pepa brillaron de entusiasmo.

—Mira, hay uno… gordinflón, con el pelo lacio y cara de malo, y dos velas colgando perpetuamente de las narices, que lo robaría. Es todo un poema. Ya se lo dije a su madre: «Si algún día se le pierde el niño, búsquelo en mi casa».

Hizo una pausa y puso cómicamente los brazos en jarras.

—¿Me quieres decir de una vez a qué viene este interrogatorio?

Ana bajó los ojos.

—Simple curiosidad. Quiero comprobar que existes.

Pepa la miró, sorprendida.

—Y sobre todo —añadió Ana María—, quiero saber por qué lo haces.

—¡Los niños me encantan! —contestó Pepa rápidamente.

—No te me escurras. También te gustan los míos y no vas nunca a verlos. Contéstame en serio. ¿Por qué lo haces?

—Pero, Ana, ¡qué cosas preguntas! ¿Por qué y por quién esas monjas han renunciado a…?

—No me engarces unas preguntas con otras —interrumpió Ana María—. Y no me hables de las monjas ni de los curas (que son gentes bastante raras y que en general no me inspiran ninguna simpatía), sino de ti. ¿Por qué lo haces tú? ¿Lo sabes siquiera?

—Tu pregunta es absurda, Ana, y la respuesta se da por sabida.

—Tú lo das por sabido, porque eres una santa. ¿Ves? Te toco y sé que estoy tocando a una santa.

—¿Quieres no decir ridiculeces? —protestó Pepa Turull, que dudaba si reírse u ofenderse—. ¿Qué bicho te ha picado hoy?

—Pero yo, que soy una mujer corriente —continuó Ana María—, no lo doy por sabido.

Ana María quería encontrar el entronque religioso entre la humanidad desbordante de Pepa Turull y el género de vida que llevaba; quería morder la almendra y saber si era dulce o amarga; quería arrancar una declaración mística a Pepa, sin saber si esto la llevaría a pensar bien o mal de ella. El cristianismo, como fenómeno histórico, era tan ilógico como un río que crece hacia sus fuentes. Un carpintero, hijo del carpintero de un pueblo perdido en una lejana provincia romana, muere ajusticiado. Unos amigos suyos, que también murieron ajusticiados, escriben el relato de su vida y divulgaban las predicaciones y la doctrina de aquél. De esto hace dos mil años. Los idiomas en que se escriben estos relatos ya no se hablan en la faz de la tierra. El Imperio Romano, al que pertenecía aquella provincia, se cuartea en mil pedazos. La raza de la que eran hijos los ajusticiados se dispersa. ¿Cómo, por qué, dónde está el secreto, dónde la fuerza para que la doctrina prevalezca? Y, en cualquier caso, ¿habría entronque directo entre aquella doctrina y Pepa Turull? ¿Estaba esta mujer al servicio de aquel lejano ajusticiado, o sus actos obedecían a complejos psíquicos o fenómenos glandulares, o era ella así porque no podía ni sabía ser de otro modo?

—Yo no lo doy por sabido.

Pepa se sentía muy torpe, muy ignorante. Llegar al corazón de Ana María era más difícil que hacer reír al mocoso nietecillo del ama Candelas. Le producía una violencia extraordinaria el que Ana la creyera tan por encima de sus méritos. Ella servía para muy pocas cosas; por eso se limitaba a cuidar niños y a servir de comer a los pobres dos veces por semana. ¡Bien poco era! Pero ocultar que esto lo hacía por Quien lo hacía, sería tanto como negarle. En el Evangelio de San Juan hay un sermón de Cristo que la estremecía mucho más, si cabe, que el de la Montaña: era el discurso de la despedida. Judas había salido ya del cenáculo. Las horas estaban contadas. Era la última vez que estaban reunidos. Sus palabras tienen la grandeza de un testamento oral: «Hijos míos, por un poco de tiempo estoy todavía con vosotros». Les anuncia que los va a dejar y que por ahora no podrán ir adonde Él va; pero les muestra el camino: «Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie viene al Padre sino por mí». El tiempo se acaba. Judas ya ha extendido la mano para cobrar las monedas. Las palabras que ahora oyen los discípulos no las volverán a oír. Pero aún queda un poco de tiempo. «Entretanto, un nuevo mandamiento os doy». ¿Un mandamiento nuevo? Los oídos de los once escuchan su palabra por última vez: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado». A lo largo del discurso —«no os dejaré huérfanos: yo volveré a vosotros»— repite cuatro veces más este mandamiento: «Lo que os mando es que os améis los unos a los otros». Los consuela por su marcha, les anuncia que serán piedra de escándalo y que por causa de Él serán perseguidos, pero vuelve sobre el tema, insiste. Dentro de poco ya no se lo oirán más: «Éste es mi precepto, que os améis como yo os he amado». Y en la oración al Padre, le pide: «¡Guarda en tu nombre a estos que me has dado, a fin de que sean una misma cosa por la caridad así como nosotros lo somos en la naturaleza!». «No me elegisteis vosotros a mí, sino yo a vosotros y destinado para que vayáis por todo el mundo y hagáis fruto y vuestro fruto sea duradero». «Si me amáis, observad mis mandamientos». «Y vivid en paz y en amor… Mi paz os dejo; mi paz os doy».

Pepa Turull podía haber hablado de estas cosas…, mas tuvo respetos humanos y no se atrevió. Pudo haberle dicho que si los cristianos no cumplían este nuevo mandamiento de la caridad, el último consejo que salió de los labios de Cristo, ¿en qué consistía su credo, o mejor, cuál era la consecuencia de ese credo sobre sus actos? Pero si hablaba de esto, Ana iba a pensar que era una beatorra insoportable. Ana quería llevarla a meterse en estos berenjenales, y quién sabe si saldrían las dos escaldadas, como el día de la sopa… Optó por guardar silencio. Ana María, agotada su capacidad inquisitiva, guardaba silencio también…

Pasarían muchos años antes de que Ana pudiera olvidar lo que entonces aconteció, y una inevitable carga de amargura vendría siempre acarreada por el recuerdo del lamentable episodio. Ana María ofendió a Pepa sin motivo alguno; pero con clara intención de ofenderla. Estaba aturdida, conmovida, por la dimensión humana de Pepa Turull; y de pronto, como si esto le causara una profunda molestia, sintió el impulso de hacerle daño. Nada justificaba la actitud de Ana, ni ella, al recordarlo, pretendió nunca justificarse. Su arrepentimiento fue instantáneo; pero su manera de demostrarlo fue tan atrabiliaria como el hecho mismo del que se arrepentía. El proceso mental de su arrebato no es fácil de definir.

Cuando Andrés tenía humor (y estos casos eran cada vez menos frecuentes) la acusaba de sentir un placer especial en «intelectualizar» las situaciones grotescas. La llamaba «monstruo dorado» y aseguraba que su cerebro albergaba una «inteligencia perversa». Lo decía en broma; pero había un fondo de verdad. «Si en lugar de tu capacidad crítica tuvieras capacidad de crear —le decía Andrés—, tu poema, tu cuadro o tu sinfonía estarían inspirados en la rosa que crece entre excrementos, la criatura que nace de una madre muerta, o en un Dios pecador. Te gustan los contrastes brutales: idealizar los esperpentos y mancillar lo sublime». Ana —que había perdido de nuevo el hilo de las palabras de Pepa, pues dejó de escucharla por atender su monólogo interior— recordaba ahora este diálogo con Andrés por la sencilla razón de que —al compararse con Pepa Turull— estaba experimentando un goce intelectual muy semejante al que Andrés decía.

El resultado de esta comparación era tan triste, que le producía risa; pero más risa merecía aún el comparar la realidad de su vida con lo que Pepa debía imaginar que era esta realidad. Para Pepa Turull (medio santa o santa del todo y que para estar más cerca del cielo vivía en las nubes o en la luna), Ana era toda una señora, que no sólo había pagado en la Residencia la pensión de una anciana inútil, sino que prolongaba tan delicada caridad hasta mucho después de muerta, llevando a diario oraciones por su salvación al pie de un altar como quien lleva flores a una tumba. Sería jocoso destapar de pronto la caja de las sorpresas y enseñar a Pepa, en una colección de estampas, algunos momentos de su vida íntima. «Ésa soy yo», le diría. Y llamaría a Enrique, a sus hijos —¿Por qué no? ¡A sus hijos también!— para que conocieran toda la verdad. Por supuesto, que en la colección de estampas no podían faltar algunos dibujos —especialmente edificantes— que le hizo Andrés. Si esto no era gracioso es porque el mundo había perdido el sentido del humor. Pero había más: algo mucho más hilarante todavía, realmente jocoso. Andrés y ella eran amantes porque buscaban la felicidad. ¿No era divertido? ¡La felicidad! Y, por supuesto, ambos a dos conseguían lo que buscaban. La cara de mala luna, de hipocondríaco crónico, de condenado a galeras, que se observaba en Andrés después de sus arrebatos amorosos, era sólo por aquello de que Omnes animales post coitum tristantur exceptis mulier et gallo; pero, en realidad, estaba en sus glorias…, ¡no cabía de dicha en su pellejo!

Las lágrimas brotaron súbitamente en los ojos de Ana María, y se volvió de espaldas para que Pepa no la viera llorar. Ésta, sorprendida de la brusca mutación de su amiga, que no había contestado ni probablemente oído lo que ella le decía, se quedó perpleja al observar el ligero temblor que sacudía sus hombros. ¿Estaba llorando? ¡No lo podía creer! No tenía sentido. ¿Por qué? Posó una mano sobre la espalda de Ana; mas ésta —con un movimiento brusco— se retiró más lejos.

—¡Déjame!

Súbitamente, Ana abrió el bolso, se empolvó la nariz y se volvió hacia ella. Tenía los ojos enrojecidos, pero no lloraba ya.

—Es muy tarde; tengo que irme.

Por decir algo, por romper la tensión, incluso por ayudarla a desembarazarse de su turbación, Pepa protestó:

—¡No irás a dejarme sola!

Ana murmuró:

—¡Tú nunca estás sola! ¡Tienes tus viejecitos para jugar al croquet y puedes robar al niño de los mocos (el de tu suburbio) para que te haga compañía!

Pepa la escuchó perpleja. ¿A qué venían estas palabras y este tono de voz?

Ana prosiguió:

—Es una buena fórmula esa de robar niños ajenos. Así podrás tener hijos sin comprometer tu castidad.

Lo dijo secamente, mientras se calzaba los guantes, con una mezcla no disimulada de burla y de rabia. Volvió la espalda y se alejó. Pero no bien hubo andado unos pasos, le pareció monstruosa su actitud. «¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué?». Sabía que el no tener hijos era la gran tragedia íntima de Pepa. Se detuvo de pronto —indignada consigo misma— y volvió sobre sus pasos. Pepa no se había movido del banco. Estaba muy pálida y la miraba entre asombrada y ofendida. En un arranque de sinceridad, Ana corrió, desolada, hacia ella.

—Estoy loca. Perdóname. —Juntó su mejilla a la de su amiga—. No me hagas caso. Dime que me perdonas. Necesito oírtelo.

La Turull la apartó suavemente.

—Vete. Déjame sola.

—Mis palabras han sido estúpidas y crueles. Soy una histérica…

Tras un largo silencio, Pepa murmuró:

—Creo que tienes razón. Estás como una cabra. ¿No decías que te ibas? ¿Por qué no lo haces de una vez?

Ana María se sentó a su lado.

—No sé por qué te he dicho eso. Me dio rabia, de pronto, que fueses tan… tan distinta a mí.

—Mira, mona —dijo Pepa Turull, que empezaba a cansarse—. Tan santa no seré cuando he estado a punto de darte una bofetada.

—¿Y por qué no lo has hecho? —exclamó Ana María rompiendo a llorar—. Yo necesito que me den bofetadas; que me sacudan y me obliguen a despertar de un sueño horrible. ¡Eso es lo que necesito!

Rotos los nervios, lloraba desconsolada.

—¿Por qué no lo has hecho…? ¿Por qué no lo has hecho…?

Pepa elevó los ojos por encima de los castaños y no tanto por estar harta de tanta incongruencia como por pedir instrucciones a las alturas. Su única duda estaba en si debía tirar a su amiga a un estanque, para que se refrescara, o llevarla a un psiquiatra para que la encerrara. Optó por dejarla llorar. Todas las mujeres necesitan llorar alguna vez a moco tendido. Si no lo hacen, se envenenan. Ella también lloraba algunas veces, sin saber por qué.

Ana tardó mucho tiempo en recobrar la serenidad.

—Es muy tarde; tengo que irme —dijo al cabo de mucho tiempo.

Pepa hizo esfuerzos por encontrar un tono cordial.

—¿Te espera Enrique?

—Enrique está en Bilbao. ¡Imagínate que quiere comprar un portaaviones!

Mientras hablaba, Ana se empolvaba repetidamente la nariz.

—¡Anda, quédate un rato y cuéntamelo! Me parece sensacional eso de comprarse un portaaviones. ¿Y para qué lo quiere?

—Para desguazarlo y venderlo. Me voy, Pepa, tengo prisa. Además…, estoy avergonzada. Me he comportado como una chiquilla…

—¡Pero si no tienes nada que hacer!… —insistió Pepa Turull—. ¡Quédate un rato más!

Ana miró el reloj.

—Tengo que telefonear a una persona. Se me hace tarde; me voy.

Pepa quedó sumida en profundas meditaciones. Si Enrique estaba en Bilbao, ¿a qué venía tanta prisa? Ana estaba mintiendo, sin duda. Era un pretexto para escaparse: no tenía nadie a quien telefonear. ¿A quién iba a tener que hacerlo de pronto con tanta urgencia? El recuerdo del pintor volvió de pronto a ella. No necesitaba razonar para saber que su sospecha era cierta. Pero su descubrimiento no le producía emoción alguna; antes bien, una profunda tristeza.

—¡Espérame! —gritó Pepa.

La alcanzó en el otro extremo del jardín.

—Tengo una idea. Si tu marido está fuera, ¿por qué no almorzamos juntas, las dos solas, por ahí…? Conozco un bistró nuevo, que es sensacional… ¿Te gustan las ancas de rana?

—No puedo, Pepa. Tengo que hacer…

Bien porque el ángel custodio de Pepa fuera especialmente malicioso, o quizá porque Pepa misma estuviera menos en la luna de lo que podía suponerse, el caso es que ni uno ni otra consideraron prudente dejar a Ana María hacer su voluntad.

—Estoy deseando descansar un día de mi marido —confesó Pepa Turull—. Entre desayunos, almuerzos, meriendas y cenas son cerca de mil quinientas comidas al año, ¡mano a mano! A veces conviene descansar un poco de los maridos, ¿no te parece? ¿Te gustan o no te gustan las ancas de rana?

Ana la escuchaba con verdadero asombro.

—¡Pero, Pepa, me vas a escandalizar! Ahora soy yo quien te pregunta qué bicho te ha picado…

(¡Te han llamado «bicho»!, le dijo Pepa entre dientes a su ángel). Y añadió, en voz alta:

—O dejas esa llamada telefónica, por mí, y nos vamos juntas a comer por ahí, o no eres amiga mía.

—Bueno —accedió Ana María—, me rindo. Pero desde el bistró tendré que telefonear. (Pepa repasó mentalmente la lista de restaurantes sin teléfono).

—De acuerdo —mintió.

Antes de salir, pasaron junto a la capilla y Pepa se empeñó en que entraran —«un segundo: sólo un segundo»— a hacer una visita al Santísimo.

La oración de Pepa no adquiriría nunca un nihil obstat para ser publicada; pero de conseguirlo pasaría a la antología de los documentos más sorprendentes de la piedad.

—Mira, Señor: si no lo ves, estás ciego. La tienes a punto de caramelo. Aprovéchate ahora. ¿No comprendes lo que ocurre? Si quieres, yo te ayudo. Pero no lo dejes todo a mi cargo como con la chabola de Fermina, la hija del ama Candelas. ¡Menuda faena me hiciste! Haz llover tu gracia sobre ella. ¿Qué más te da a Ti que ella crea en tu gracia o no? Yo no entiendo de esos problemas. Anda, Señor, sé bueno. Amén.

Hizo una genuflexión, se santiguó y se dispuso a salir. Ana permaneció arrodillada unos segundos más.

Aquella misma tarde, antes de la caída del sol, Ana penetró furtivamente en casa de la abuela Matilde. El piso estaba vacío, las ventanas cerradas, el aire denso…

Se sentó en la rotonda y encendió un cigarrillo. Era incapaz de husmear en su interior, como solía hacer Andrés, para buscar la fuente de sus desasosiegos. No le interesaba conocer el porqué de esta tristeza infinita, que la ahogaba, desde que se despidió de Pepa Turull. Ni siquiera quería, como Lope, estar a solas con sus pensamientos: quería estar sola con su soledad. Si pudiera arrancarse los pensamientos, lo haría. Si pudiera lavarse el cerebro, lo dejaría en blanco como una hoja de papel.

Maquinalmente se levantó y comenzó a pasear entre las sombras. Salió al recibidor y avanzó por uno de los corredores. Se detuvo frente al que fue su dormitorio de niña y de soltera. Se sentó al borde de la cama y prendió un nuevo cigarrillo con la brasa del otro. Oyó un crujido y se sobresaltó. Encendió la luz. No había nadie, ni fantasmas siquiera. De existir fantasmas, le gustaría ser uno más y diluirse con ellos entre las sombras.

Se levantó y comenzó a andar sin tino, abriendo puertas que no cerraba tras sí. Las cómodas y los armarios despedían, sólo acercarse a ellos, un penetrante olor a naftalina. Odiaba aquella casa. ¿Por qué la recorría entonces?

Ana María andaba, andaba, como si quisiera dejar atrás la angustia, la náusea, el tedio, que llevaba encima. De pronto se sorprendió al encontrarse en el cuarto de su padre. Había abierto inadvertidamente la misma puerta que minutos antes se cuidó muy bien de no cruzar. De súbito una incoercible congoja la ganó, y rompió a llorar. Una parte de su ánimo —la menos noble quizá— luchaba contra sus lágrimas, y otra se dejaba vencer por ellas.

—¡Sí; soy yo, soy yo! —gritó Ana María de pronto—. ¿Acaso no me conoces?

Se llevó las manos al rostro mientras lloraba. Añadió con ternura:

—¿Acaso ya no me quieres «reconocer»?

Se quedó perpleja por lo que había dicho. Hizo un gran esfuerzo para dominarse, irguió la cabeza con soberbia, mordió sus lágrimas y murmuró con desprecio:

—Tú no puedes reprocharme nada.

Salió de allí. La hoja de vaivén, rotas las bisagras, quedó entreabierta.

Se refugió en la rotonda. Sobre la mesa camilla había unos folios de papel, en los que Enrique había garabateado unas cifras el día en que se leyó el testamento de Matilde. Otros estaban en blanco. Ana cogió una de ellas y comenzó a escribir. Era una carta para Andrés. Una carta que no sería enviada, que escribía sin intención de enviar; tan sólo por descargar la insoportable presión de su ánimo. Cuando era niña escribió muchas cartas a su padre, cuya dirección ignoraba. Las guardaba unos días entre sus libros y las rompía después sin releerlas. ¿Por qué no hacer lo mismo ahora con Andrés? Apenas redactó las primeras líneas, su letra se fue adelgazando, perdiendo los ángulos y perfiles inútiles de la caligrafía. Escribía de prisa; con prisa de vaciarse en un monólogo que nunca sería conocido.

Perdóname por esconderme para hablarte: no me encuentro con fuerzas para decirte de palabra lo que aquí te escribo. Delante de ti todos mis propósitos se esfumarían; mis argumentos se dejarían vencer por los tuyos; mi voluntad, como siempre ha hecho, se sometería a tu voluntad. Por eso me he refugiado, para hablarte, lejos de ti, donde no puedas poner en mis ojos esa venda que me ciega cuando estoy contigo; donde consiga, sin oírte, hacerme oír. Sólo así podré suplicarte que me ayudes a

Ana María, al escribir esto, palideció. ¿Qué iba a añadir? «Sólo así podré suplicarte que me ayudes a…». ¿A qué? ¿Qué ayuda era la que iba a suplicarle a Andrés que le concediera? Escribió muy lentamente las palabras que seguían; tanto, que la caligrafía volvió a adquirir ángulos y precisión.

… a liberarme de ti; a liberarte de mí.

Las lágrimas la interrumpieron. Tuvo que secar su rostro con el dorso de la mano. Cuando empezó a redactar su confesión no se le había pasado por el pensamiento la idea que ahora le temblaba en la punta de la pluma. Reanudó su monólogo escrito. Nunca Andrés conocería esta carta.

Todas las armas están a tu favor: mi debilidad, mi amor, mi soledad. Por eso te pido que pongas tú mismo los medios para que no nos veamos más; que me prestes la fuerza que no tengo; que hagas tuya mi voluntad de separarnos… ¡porque yo frente a ti no tengo voluntad!

¿Cuál era entonces la razón de esta súplica? Ana no rompía sus relaciones con Andrés, sino que pedía a Andrés que rompiera sus relaciones con ella. (Intentó explicarse; es decir, no explicárselo a Andrés, pues nunca llegaría a sus manos la prueba de estos minutos suyos de flaqueza, sino aclarar para ella misma sus pensamientos).

Déjame que desnude mi espíritu y ponga mi corazón en tus manos: contigo encontré el amor, pero no la paz.

Ana meditó un momento antes de seguir. Siempre había pensado que la insatisfacción de Andrés —¡qué poco hacía por ocultarla!— y la propia insatisfacción que ella sentía —aunque siempre la ocultó ante él— desaparecerían al correr del tiempo. El hombre y la mujer necesitan, como las máquinas, que el roce lime las aristas para que se adapten. Pero entre ellos dos no había sido así. Parecían nacidos el uno para el otro, tus gustos eran los míos, tu inteligencia y tu sensibilidad mi mayor placer, y, sin embargo, la tristeza fue el más asiduo de los compañeros que tuvieron y aún tenían. Ana había intentado adaptarse a los vaivenes del ánimo de Andrés, ser trascendente o frívola, unas veces amante y otras consejera cuando él lo quería o cuando ella pensaba que él lo requería, pero el intento había sido inútil: nunca has dejado de sufrir o de torturarte por causa mía.

Ana releyó las últimas líneas y comprendió que la idea estaba incompleta. Al fin añadió:

Sabes muy bien que no es mi paz lo que busco, sino la tuya; que mil veces que naciera sacrificaría mi felicidad a tu felicidad. Pero yo ni soy tu paz ni soy tu felicidad. Nunca sabrás cómo me cuesta reconocer esta verdad. Yo que no me he sentido culpable junto a ti —porque me resistía a aceptar que exista pecado donde hay amor—, me reconozco culpable de tu felicidad. Al aceptar tu amor me rebelaba contra la soledad de mi infancia y mi adolescencia, contra mi soledad de hoy, contra el destino que me había condenado de niña y de mujer a ser víctima de culpas ajenas. Eras mi desquite, no mi pecado. Ahora veo que mi mayor pecado era el de la soberbia por pensar así.

Si sufres al leer esta carta tanto como yo al escribirla, piensa que el dolor es redención, y que este sufrimiento es quizá lo más noble de nuestro amor.

Ana María.

Dejó la pluma sobre la mesa. Ya no lloraba. El nudo de su pecho se había diluido. Estuvo quieta unos segundos. Cerró los ojos. Había descargado su corazón en aquellas cuartillas y ya no sentía la angustia, la desolación de los primeros momentos. Algunas de las ideas habían surgido directamente de la redacción como si la pluma, ella sola, hubiera conseguido punzar una verdad, con independencia de quien la manejaba.

«Yo ni soy tu paz ni soy tu felicidad».

El pecho de Ana María se agitó. No abrió los ojos, pero su respiración se aceleró ante el impacto de una súbita decisión. El ceño —«Borra ese pliegue, Ana»— se acentuó sobre su frente. Apretó los párpados en una contracción dolorosa. Estuvo así varios minutos. Lentamente los músculos de su rostro se relajaron. Se incorporó y escribió en un sobre el nombre de Andrés. Antes de guardar la carta, añadió con trazos grandes y rápidos una posdata.

Mañana no acudiré a la cita en el departamento. Dejaré esta carta en tu estudio para evitarte un paseo inútil. Cuanto haya mío en San Calixto entrégalo, sin dar mi nombre, en la Residencia de Pobres Vergonzantes. No te olvides de quemar tus dibujos. Evítame el dolor de volver por allí.

La decisión estaba tomada.

Guardó la carta en el bolso, se arregló la cara y salió. La casa de la abuela Matilde se quedó solitaria, mas no silenciosa: al golpe seco de la puerta al cerrarse, siguió un breve concierto de crujidos. Los suelos, desembarazados del peso de Ana María, buscaban, indolentes, mayor holgura. El aire se desperezó en breves soplos; abanicó los flecos de los visillos. El atardecer se reclinó sobre los muebles de la rotonda y las sombras ennochecieron las paredes. Cuando todo fue quietud, cuando el aire, sin corrientes, halló su equilibrio, el fantasma de Elena —reclinado en el sillón de terciopelo rojo— comenzó a bordar; el de Matilde, a apuntar en un grueso libro de notas los gastos del día. Junto a ellas, una niña de gruesas trenzas escribía sus deberes en el cuaderno del colegio. Y lloraba —lloraba al escribir— porque las cuentas no le cuadraban. Llegó una voz de la calle y los fantasmas se desvanecieron.

Ana dejó la carta sobre el diván y colocó junto al sobre las llaves del estudio y del departamento. Paseó la mirada por el cuarto: la dejó resbalar sobre el caballete, los libros, la chimenea, el ventanal, y sus ojos se mantuvieron secos. Dio unos pasos hacia la puerta; sus rodillas no temblaban ya. Se detuvo antes de abrirla. La mano se apartó de la manivela y los dedos rozaron junto al cuello las cuentas del collar. Iba a cruzar el umbral por última vez. Ni sus manos temblaron al dejar la carta ni la congoja la ahogó al desprenderse de las llaves. Si alguna sensación dominaba en ella, era la sorpresa de no sentir en su pecho la imperiosa necesidad de llorar. Abrió la puerta lentamente; oyó el golpe seco de la hoja al cerrarse detrás de ella y, en seguida, el crujido de los peldaños bajo sus pies. ¡Qué fácil había sido todo! Subió al coche de alquiler y regresó a su casa.