El cumplimiento de la promesa obligó a Ana María a pasar muchas horas en la Residencia de pobres vergonzantes donde se celebraron todos los sufragios. Las buenas Madres, agradecidas por el cuantioso donativo con que las había favorecido, se creyeron en la obligación de enseñarle las distintas dependencias y ponerla al tanto —día tras día— del espíritu de la obra y su funcionamiento. El sentido crítico de Ana se rebelaba contra algunas cosas: le parecía anacrónico, inadmisible en el siglo XX, que entre aquellas paredes sólo se favoreciera a aquellos pobres que habían sido ricos. Esto era tanto —pensaba— como crear una aristocracia de la indigencia, un cuerpo de nobleza de lo miserable.
Ana María atendía a todo y se enteraba de todo como si fuese una asignatura.
Las absurdas horas de las misas gregorianas obligaban a Ana María a madrugar más de lo acostumbrado, con lo que le quedaba la mañana vacía sin tener nada que hacer; y el horario de los rosarios le impedía salir con Andrés, con lo que las tardes le quedaban también prácticamente libres. Sin esto no hubiera tenido paciencia para llegar al punto en que la cortesía de atender se convirtiese en punzante curiosidad por saber más.
La Institución favorecía a dos grupos de pobres vergonzantes muy distintos entre sí: internos (como las hermanas Cullero) y mediopensionistas. La Madre Rodríguez aseguraba que unos y otros pertenecían a dos universos diferentes. Los internos —pacientes, resignados, agradecidos— eran pobres seres retirados del mundo; en cambio, los mediopensionistas —altaneros, ingratos, suspicaces— vivían en el mundo, pertenecían a él y no se resignaban a naufragar. La mayoría de ellos conservaba en sus cuchitriles, en las buhardillas donde vivían, alguna prenda, algún traje —alguna joya incluso— de su antiguo esplendor, que utilizaban para lucirse ante sus parientes y amigos, ocultándoles no ya que habían caído en la más sórdida de las miserias, sino pretendiendo convencerlos que su posición era tan boyante como en otros tiempos. El trato con los mediopensionistas requería una delicadeza extraordinaria; pues sus extravagancias y complejos —exacerbados por el hambre y su deseo de ocultarla— eran tales, que preferían morir antes de que alguien descubriese su secreto. Una de las señoras de la Junta cometió años atrás una indiscreción, y las consecuencias fueron dramáticas. Cierta pensionista recibió una carta de unos parientes lejanos que vivían en Burgos. Se habían enterado de que se acogía a la caridad de la Residencia, y la recriminaban por no haber acudido a ellos. De paso, le giraron un dinero de limosna. La mujer vendió su colchón —que era su penúltimo bien—, se vistió un traje de los buenos tiempos —que era su último bien— y acudió a Burgos a devolver el dinero que le habían enviado, y sobre todo, a dejarse ver. Su situación económica —les dijo— no sólo era suficiente, sino holgada; vivió con sus parientes una semana, regresó a Madrid, se encerró en su buhardilla, no volvió jamás por la Residencia y se dejó morir de hambre. Desde entonces, ni siquiera las señoras de la Junta conocían los nombres de los pensionistas; la palabra «pobres vergonzantes» fue sustituida en las tarjetas que presentaban en los comedores, por la de «becarios», y el nombre y apellidos de estos últimos, por un número, y sólo la Madre Rodríguez llevaba en su fichero la relación nominal de sus protegidos. A este fichero no tenían acceso las señoras de la Junta, ni las Madres que no trabajaban en secretaría, ni la policía siquiera. Ella misma, con ser la superiora, ignoraba sus nombres, pues ni hacía esfuerzo alguno por conocerlos ni si los conocía por recordarlos o relacionarlos con gentes del mundo de idénticos apellidos. «La verdadera caridad para con ellos —decía siempre la buena mujer— no está en darles de comer, sino en guardar su secreto».
—Pero ¡esto es siniestro! —exclamaba Ana María—. Yo no podía sospechar que «todavía» existieran gentes así…
Lo que más le chocaba de todo, era la exigencia de que fuesen señoras y señoritas de la sociedad quienes atendieran directamente a los «nobles pobres» en los comedores, en vez de ser las propias monjas, o en todo caso mujeres asalariadas. «¿Por qué han de tener estos pobres más categoría que los demás, hasta el punto que sean señoras quienes les sirvan?». «¡Hacerlo así me parece muy poco democrático!». «¿Y por qué cree usted que les da más categoría que sean señoras y no criadas quienes les sirvan?», replicó la religiosa. «Pensar así ¡me parece muy poco cristiano!». «Atiéndame —le dijo después, pretendiendo convencerla—: si son monjas como nosotras quienes les sirven, se sienten demasiado humillados, pues se creen en un Asilo; si son señoras, no pueden soportar el riesgo de ser reconocidos; si son criadas, a la menor torpeza, a la menor insolencia, arman unas zapatiestas espantosas. La fórmula que la experiencia ha demostrado ser la mejor es la que hoy se aplica: los comedores deben ser atendidos por señoras ataviadas como las criadas, con bata y delantal. ¿No ha ido usted nunca a los comedores? Debía ir algún día. Le aseguro que es aleccionador».
La presencia obligatoria de señoras del mundo en los comedores, en la enfermería, en la biblioteca, hasta en la peluquería y en la sala de diversiones de la Residencia, era —al decir de la Madre Rodríguez— la más original de las innovaciones, establecida en los Estatutos por la vizcondesa de Yecla al fundar la Institución. «Se les ocurren cosas —le dijo un día la superiora— que a nosotras, lejos del mundo, no se nos alcanzarían». Por ejemplo, las dos últimas adquisiciones para los internos fueron: una televisión, idea inspiradísima de doña Dora Quesada, y un juego de croquet, que una mañana aportó triunfante la señora de Turull.
—Ninguna en la Comunidad —concluyó la Madre— pudo sospechar el éxito que estos dos objetos iban a tener entre los internos.
Pero ¿de dónde sacaban las monjas estas colaboradoras mundanas? —se preguntaba Ana María—; ¿de qué cantera humana las extraían? ¿Eran mujeres morbosas, que sólo se sentían a gusto moviéndose entre desgracias ajenas, eran santas o simplemente unas desocupadas? Ana María no estaba predispuesta para creer en la santidad de nadie: de aquí que en su conversación con Dora Quesada o con Pepa Turull o con las religiosas pretendiera averiguar dónde estaba el busilis de todo aquello. Sin conseguir alcanzarlo, se despidió aquel día de sus nuevas amigas y se fue a su casa. ¡Un día más sin salir con Andrés! Ya era tarde para llamarle. Mañana, sin falta, enlazaría con él.
Al día siguiente, al concluir la misa por la Terrón, Pepa Turull se acercó a Ana María, muy excitada. Acababa de descubrir al «hombre de la bufanda».
De todos los seres que pululaban en torno a la Residencia, Pepa Turull daba ciento y raya al más pintado. Ana María se entretenía tanto escuchando sus fantasías, que a veces hasta se olvidaba del paso del tiempo. Pepa era quien la informaba de la vida y milagros de los vergonzantes que acudían a los comedores y de algunos de los internos. Los nombres no se los podía decir, porque ella misma los ignoraba; pero… sus vidas se las sabía al dedillo, y las que no, se las inventaba, o las adornaba con tales perifollos de imaginación, que convertía a cada pensionista en un personaje de novela. Ana la escuchaba embobada; pues mucho más que la personalidad de aquellos pobres diablos, lo que le interesaba era Pepa misma. Mientras le contaba la historia de la reclusa condenada a cadena perpetua y cuya inocencia se demostró cuando ya había cumplido los setenta años, o mientras le hablaba de la señora convertida en criada de una ciega, que años antes era sirvienta de la misma que ahora la servía, Ana mentalmente le preguntaba: «Y tú, Pepa Turull, ¿quién eres, cómo eres, cuál es la verdadera razón que te mueve a desvivirte por estas gentes que no conoces, que no te quieren y que no te lo agradecen? Dime: ¿estás hecha de la misma madera que yo; eres capaz de sentir como yo? ¡Dime, dime esto, Pepa Turull!, ¿eres capaz de pecar?».
Cuando Ana la miraba fijamente, Pepa estaba muy lejos de imaginar el tortuoso camino del pensamiento de su amiga. Creía que Ana estaba interesada en la historia que le contaba. La del hombre de la bufanda era apasionante.
Se escandalizó de que Ana María no conociera su caso. Le parecía imposible no habérselo contado «todavía». Desde hacía muchos años, «el hombre de la bufanda» —como le llamaba todo el mundo— o «el hermano del Duque», como le llamaba ella, era el más popular de todos los pensionistas. Su hermano era una persona importantísima, riquísima y conocidísima de Madrid. Los «ísima» de los tres superlativos los dijo Pepa arrugando la nariz y frunciendo los párpados. Nadie, salvo la Madre Rodríguez, sabía su nombre; pero ella tenía sospechas muy fundadas de quién era: no se lo decía por no traicionar el secreto de la Institución: sólo le adelantaba que el tal hermano era uno de los títulos más sonados de toda España.
—Y no te digo más —añadió.
Pero le dijo más, por supuesto. En realidad, se lo dijo todo.
El de la bufanda fue descubierto un día por su hermano (en el mes de mayo, recién terminada la guerra) pidiendo limosna en Madrid. El duque (Pepa confesó que no debía haber dicho que se trataba de un duque) lo acogió en su casa, lo vistió y le exigió que le contara qué había hecho desde que desapareció quince años atrás, y sobre todo cómo había podido despilfarrar la fortuna heredada. Éste respondió que dándose una vida padre. El hermano, después de afearle su conducta, recordarle la memoria de los suyos y sermonearle de lo lindo, le donó una cantidad fortísima para que rehiciera su vida. Pero el de la bufanda se la zapateó en poco menos de tres años viviendo a todo meter. El duque (bueno: el hermano mayor) tuvo a partir de entonces noticias ciertas de que se le había visto en Hong-Kong, en Mar del Plata y en la Riviera italiana: pero un día aciago le avisaron que había sido detenido como vagabundo durmiendo bajo un arco del Viaducto, en Madrid.
Era mayo otra vez. Le sacó de la cárcel, le volvió a acoger, lo vistió, le montó un negocio, que puso a su nombre. No le dio dinero, pero sí la manera de ganarlo. El de la bufanda parecía reformado; durante tres años se comportó como una persona decente. (Malas lenguas dicen que en este tiempo le hizo el amor a su cuñada, la duquesa. «Pero esto no me consta», aclaró Pepa Turull). El caso es que un buen día desapareció de nuevo. Vendió el negocio y se lo jugó todo a un pleno en el Casino de Estoril. Ganó, y no se volvió a saber más de él hasta hace cuatro años, en que el duque fue de nuevo informado de que su hermano estaba en la cárcel. Esperó a que cumpliera su condena y le abordó a la salida del establecimiento.
—No te he mandado llamar…
—Ya sé, ya sé…
—Pedí a esos cerdos que no te dijeran nada…
—Pues ya ves, esos cerdos me avisaron el primer día.
El hombre de la bufanda hizo un gesto de incredulidad.
—¿El primer día? No te creo.
—Me dijeron que si depositaba una fianza y me hacía garante de tu estrafalaria persona, te dejarían en libertad.
—¿Y te negaste? ¡No te creo capaz!
—Me negué.
—De veras que te lo agradezco.
—Olvídalo. Estabas en la cárcel por tu voluntad, y yo no era quién para quitarte ese gusto.
—Bien. ¿Y qué quieres ahora?
—¿Te extraña que, después de tantos años, tu hermano quiera saludarte? ¿Te sorprende que, a pesar de todo, no pueda olvidar que eres mi hermano?
—«¡A pesar de todo!». Dices eso como si yo te hubiese ofendido en algo…
—No me has ofendido. Me has decepcionado…
—Estás muy viejo, duque, muy viejo. Siempre lo fuiste. ¡Imagínate ahora!
—Dime una cosa: si yo cometiera el error de darte dinero otra vez… ¿qué harías con él?
—Jugármelo.
—¡No te extrañará entonces que no te lo dé!
—¿Te lo he pedido acaso?
—Y si en vez de dinero te pusiera un negocio: otro negocio que fuera más de tu gusto que aquél: un comercio… algo en que trabajaras…
—¿El negocio estaría a tu nombre?
—Sí.
—No iría nunca.
—¿Y si en vez de a mi nombre estuviese al tuyo?
—Sería muy desgraciado el tiempo que tardara en venderlo.
—¿Y qué harías con el producto de la venta?
—Jugármelo.
—¡Eres imposible! En esas condiciones no te daré nada.
—Que es exactamente lo que yo te pido: nada. Anda, vete para casa. No me hagas perder el tiempo. Hoy salgo de viaje.
—¿De viaje? ¿Adónde vas?
—A Andalucía. ¿Ves esa carretera? Pues andando, andando se llega a Sevilla. Dentro de poco empieza el frío. En invierno sólo es bueno el Sur…
—Antes de separarnos y por última vez: dime si necesitas, si quieres algo.
—Lo necesito todo, pero no quiero nada: palabra.
El pobre hombre, al ver el gesto desolado de su hermano rico, meditó un momento. ¿Qué podría hacer por complacerle?
—Dame tu bufanda. Ésa, la que llevas puesta.
El caballero se la quitó y ciñó con ella el cuello del vagabundo. Después se metió una mano en el bolsillo y sacó una cartulina azul.
—Toma esto. Puede que te sirva…
—¿Para qué es?
—Para comer. Vas a esa dirección en Madrid y te darán de comer.
—¿De comer? ¿Cuántas veces?
—Todas… La tarjeta es por un año, pero se puede renovar.
El hombre de la bufanda sonrió complacido.
—¡Pues mira, la acepto! Puede que me sirva algún día. En mayo, por San Isidro, volveré a Madrid.
Desde entonces, todos los días —excepto algunas misteriosas y largas escapadas como la última, que duraba ya más de un año—, el hermano del duque comía en la Residencia. Iba siempre con una bufanda en torno al cuello. Gracias a esta prenda, Pepa Turull (que conocía su historia, pero que no le había visto nunca antes de ahora) le reconoció en las oficinas mientras renovaba su tarjeta.
—Pero ¿cómo sabes todo eso? —le preguntó Ana María.
—Atando cabos… —respondió misteriosamente la Turull.
—¡Eres divina!
Pepa se empeñó en que Ana asistiera ese día a los comedores. No había ninguna dificultad. Sólo tenía que vestir una bata azul y un delantal —que le facilitarían las monjas— y ponerse a servir.
—Tú miras lo que yo hago, y me imitas.
Ana accedió. Y no sólo por complacerla: el mundo de los aristócratas de la miseria le intrigaba.
Su primera sorpresa, al entrar en el oficio, la experimentó al reconocer a muchas de las señoras que allí trabajaban, y que nunca hubiera sospechado que se dedicaran a tales menesteres. Entre las muchachas solteras conocía también a varias; y a las que no, sabía sus nombres o de quién eran hijas o con quien estaban emparentadas.
Ana se sorprendió también de la edad de los pensionistas. Había pensado que serían todos unos viejecitos inútiles —como los internos—; pero ahora resultaba que no era así: había mucha gente de mediana edad, y algunos —aunque pocos— muy jóvenes. ¡Qué curiosa observación! Ana percibió que los más charlatanes eran los más viejos. Los jóvenes apenas hablaban. Las conversaciones de los primeros eran, en gran parte, de una cortesía remilgada, ceremoniosa y cursi. Los segundos sólo abrían la boca para pedir más. La mayor parte de los comensales se sentaban en torno a las grandes mesas de treinta a más cubiertos. Algunos preferían las mesas apartadas y comían solos sin mirar a nadie ni hablar con nadie. Entre éstos estaba «el hombre de la bufanda». No se parecía nada a lo que había imaginado. Era serio, reconcentrado en sí mismo y sobrio. Sin levantar la vista del plato, simulaba ignorar el mundo que le rodeaba. Ana observó que algunos llevaban unas tarteras escondidas y que vaciaban en ellas las sobras que no engullían. Consultó con Pepa si eso estaba permitido, y ésta le dijo que como en la Residencia sólo servían una comida diaria, algunos doblaban fraudulentamente su ración para cenar en casa por la noche; pero que hiciera la vista gorda…
—Señorita… Señorita…
Una mujer de unos sesenta años, muy pintada, armada de un poderoso moño sobre la coronilla, tableteaba nerviosa con el cubierto sobre el mantel.
Pepa acudió en seguida.
—Perdón…
—Ya está bien que me sirva usted la última, como de costumbre —dijo la mujer con voz desagradable—. Pero que (encima) se ponga usted a charlar con sus amigas, antes de servirme, no se lo tolero.
—Le ruego que me disculpe —dijo Pepa—. Me estaban preguntando, y…
—Cállese, respondona, más que respondona.
Pepa se sonrojó, mordióse el labio y no dijo nada. La mujer del moño siguió despotricando entre dientes. Pepa, una vez que hubo concluido de servirle la sopa, se acercó a la puerta de vaivén con intención de cruzarla y traer el plato siguiente. La mujer de marras probó el caldo, hizo una mueca de disgusto y la llamó.
—¡Señorita!
Pepa dudó si atenderla o seguir hasta la antecocina.
—¡Señorita! —chilló más fuerte la mujer.
Su papada temblaba de ira. Cuando Pepa se acercó a ella, por ver qué quería, dijo alzando más la voz:
—La sopa no tiene sal. ¡Tómesela usted, si quiere! —Y con un movimiento brusco e inesperado, lanzó el contenido de su plato sobre la cara de Pepa Turull.
Al ver esto, Ana María sintió un nudo en el estómago, como si la hubiesen golpeado, y, por unos segundos, la vista se le nubló. No podía creer lo que estaba viendo. «Es mentira. No puede ser. He sufrido una alucinación», se decía para sí misma, intentando reponerse. La mayor parte de los pensionistas tomaron partido en contra de la vieja y comenzaron a insultarla, pero otros la defendían. El hombre de la bufanda se puso en pie, lanzó una mirada de infinito desprecio a la del moño y sin decir palabra se ausentó de los comedores. Ana tenía la sopera en la mano; estuvo a punto de acercarse a la vieja y vaciarle el contenido del cacharro en la cabeza; le apetecía rebañar la sopera con el cucharón hasta que no quedara un solo grumo sobre la loza; y acto seguido, volcar el salero sobre el moño de la insolente, y decirle: «La sopa ya tiene sal».
No hizo nada de esto; no le dijo esas palabras, pero lo imaginó tan a lo vivo, que al cabo de una hora ya no acertaba a saber si había llevado o no a la práctica lo que le pedía su indignación.
Dejó la sopera en cualquier parte, y acudió corriendo a la antecocina para socorrer a Pepa. Un grupo de señoras rodeaban a su amiga, ayudándole a secarse.
—Vamos, vamos, no se arremolinen aquí —decía la Madre Sepúlveda—. Sigan sirviendo, como si no hubiese pasado nada…
Ana María no podía dar crédito ni a lo que había visto antes ni a lo que ahora oía.
—¿Como si no hubiese pasado nada? ¡Me parece un poco fuerte; se lo confieso!
La Madre Sepúlveda la miró secamente.
—Sí, doña Ana María: ¡como si no hubiese pasado nada!
Pepa, muy confusa, se secó la cara con un paño, y el pelo como pudo. La monja le ayudó a quitarse la bata y el delantal.
—¿Cómo ha sido? —le preguntó la religiosa.
—Ni me di cuenta, Madre —respondió Pepa—. Me llamó: me dijo que la sopa no tenía sal y me la tiró a la cara. —Pepa hizo una pausa—. Deme otra bata, Madre.
—¿Te vas a poner otra bata? —preguntó Ana, escandalizada—. ¿Acaso vas a seguir sirviendo?
Pepa desvió la mirada.
—¿Por qué no?
Quiso sonreír, pero la mueca le salió forzada.
Ana María se desabrochó lentamente la ropa.
—Toma mi bata y mi delantal. Yo no voy a servir más.
—¡Qué mala suerte has tenido! —le dijo Pepa, desolada—. ¡Y yo que quería que te sumaras a nosotras!
Ana María sonrió.
—Soy difícil de catequizar…
Pepa hizo un gracioso mohín de resignación, se acercó al torno para pedir otra fuente, besó a Ana María en la cabeza y empujó con el pie la puerta del vaivén. Ana, sin perder un minuto más se marchó.
La tarde entera la pasó con Andrés. Hacía ya dos semanas que no estaban juntos. Nunca, desde que empezaron a salir, habían permanecido tanto tiempo sin verse. Andrés habló de los preparativos de su exposición. A la salida del departamento pasarían por el estudio para ver sus últimos cuadros. Estaba seguro de que la hora de su definitiva consagración se acercaba.
—¿Qué te ocurre, Ana? Estás distraída…
Ana no podía apartar de sí la visión de Pepa Turull, de pie, detrás del asiento de la vieja, con la cara empapada en sopa y el vestido lleno de fideos.
Pusieron música. El altavoz sonaba en el dormitorio; Ana María, arrepentida de aquella innovación, quiso volver a colocarlo en su primitivo lugar. Pero Andrés se opuso y quiso retenerlo y retenerla en aquel cuarto.
—No, Andrés. Hoy quiero bailar, sólo bailar…
De cuando en cuando, Andrés se apartaba de ella para mirarla.
—¿Qué te ocurre? ¡Dime qué te ocurre!
Ana no respondía; bailaba con la cabeza doblada sobre su hombro y apenas hablaba.
—Borra ese pliegue, Ana. Hace tiempo que no lo veía…
Andrés la besaba en la frente, la estrechaba contra sí, y seguía bailando…; pero aquella tarde el pliegue no se borró en la frente de Ana María.