XVI
LA MONJA HOMICIDA

Ya estaba María Terrón instalada en su dormitorio. Era un cuarto de techo alto, con cuatro camas, cuatro sillas, cuatro mesitas de noche y un lavabo en un ángulo, cubierto por un biombo. Dora Quesada le explicó que el edificio fue donado a las monjas a finales del siglo pasado por la vizcondesa de Yecla. Dora Quesada le presentó, en el salón, a sus compañeras de cuarto —tres viejecitas hermanas de don Antonio Cullero, que fue Director General del Timbre en el Gobierno de Canalejas, y que, a decir verdad, no demostraron ningún agrado ante la llegada de la nueva huéspeda—. Dora Quesada la llevó después a conocer a la Madre Rodríguez, superiora de la institución, y a la Madre Delacroix, una francesa eficientísima, limpia como los chorros de oro y muy simpática, que era la directamente encargada de atender a los alojados, y, al fin, Dora Quesada se quiso despedir. Cuando la Terrón advirtió que Dora Quesada —de los Quesada de Morón de la Frontera, pariente de aquel Quesada que fue intendente de Su Majestad— se iba… la agarró con tal fuerza del vestido, para evitarlo, que casi se lo rasgó.

—Señorita Terrón, en mi casa me esperan a cenar mi marido y mis hijos. Ya tengo un hijo que estudia para ingeniero, ¿sabe usted? ¡Sea razonable!

María Terrón no era razonable. Las uñas que hirieron la mejilla de Ana María se clavaban ahora —aunque enguantadas— en el traje de Dora Quesada.

—Yo vengo aquí todos los días —insistió la señora para tranquilizarla—. ¡Mañana, a primera hora, le haré a usted una visita!

Las manos de la Terrón no soltaban su presa.

—¿No quiere usted quedarse en el salón, hasta la hora de cenar, con sus nuevas amigas?

María hizo un puchero, anuncio inequívoco de que iba a llorar, y se abrazó con tal fuerza a su protectora, que estuvo a punto de hacerla caer.

—¿Prefiere usted quedarse en su cuarto, arreglando sus cosas?

Dora creyó percibir que la presión de los dedos en su traje y de los brazos en torno a su cintura se aflojaba. La acompañó entonces hasta su cuarto; la Terrón no opuso resistencia. Se sentó cariacontecida en una de las sillas. No respondió una palabra a las gentilezas de la Quesada. No tuvo un gesto de gratitud hacia la caridad —pues besarla en la mejilla, como hizo Dora para despedirse, era un acto en grado heroico de caridad— y se fingió dormida.

La buena señora, antes de salir, buscó a la Madre Delacroix.

—No la deje usted sola. La pobre está muy abatida…

Y después, confidencialmente, sin pretender difamar a la nueva huésped, pero previendo sagazmente que las hermanas Cullero armarían un alboroto esa noche si no buscaba remedio, sugirió a la Madre:

—¿Por qué no le aconseja usted que se bañe antes de cenar…?

—¿Cree usted que es conveniente? —preguntó la Madre, abriendo tamaños ojos.

—¡Me temo que sea necesario! —puntualizó la Quesada, acompañando sus palabras con un ademán que lo mismo podía significar la anchura del océano, la infinidad del espacio o la vastísima dimensión de algo definitivamente superlativo y descomunal.

Nombrar a la Madre Delacroix un arduo problema de higiene era tanto como enseñar a Fleming una nueva especie de hongo penicillium o sumir a doña Blanca de los Ríos ante la contemplación de un documento inédito de Tirso de Molina.

La Delacroix sonrió. Ése era su fuerte. Subió al dormitorio y encontró a María con el abrigo puesto, los guantes ceñidos, el sombrero calado, dormida sobre una silla. No quiso despertarla. Fue al cuarto de baño, abrió los grifos, encendió la estufa, a pesar de ser verano, y puso un toallón en su proximidad para que se calentara.

San Pablo se refiere en sus epístolas a los diversos dones con que Dios favoreció a los primeros cristianos: a éste con el «don de palabra», a aquél con el «don de profecía». Entre los nuevos cristianos, la Madre Delacroix había sido favorecida en alto grado con el don de la actividad.

Salió y regresó varias veces mientras el baño se llenaba; la última, traía sobre el brazo dos amplios camisones de lino y un tarrito de cristal. El tal tarrito se lo había regalado la señora de Turull por «Noel» y contenía, amén de una permanente tentación para ella, unas sales efervescentes —¡francesas por añadidura!— para el baño. Después de muchas vacilaciones, la Madre había ofrecido al Señor, como un cuarto voto más, no usarlo jamás para ella. Desde entonces lo guardaba en su cuarto y de cuando en cuando lo destapaba para olerlo. Era una veleidad… y eso no estaba bien. Había que decidirse a estrenarlo, y al fin, hoy, la Madre Delacroix se decidió. Abrió el tarro, lo olió; cogió entre el índice y el pulgar un miserable pellizco de su contenido y lo espolvoreó sobre el agua. La cantidad le pareció mezquina… y con razón. Cogió entonces un puñado más generoso y lo lanzó alegre y repetidamente, como quien siembra. Las escamas oscilaban y se sumergían; pasaban de un verde pálido a un verde profundo de pradera mojada, y este color se transmitía al agua hasta teñirla, al tiempo que un penetrante perfume de pino y maderas aromáticas se mezclaba con el vapor. La Madre estuvo observando un rato —absorta y conmovida— las evoluciones de las sales. ¡Qué delicia! ¡Quién fuera María Terrón!

Cerró la puerta para que no se perdiera el aroma por los pasillos. Se remangó un brazo para medir con el codo la temperatura del agua; acercó al baño un banquillo para la ropa; vio que todo estaba en orden; sonrió satisfecha, como Dios al séptimo día, y fue a despertar a la buena mujer.

—¡Venga, venga usted! Le he preparado una sorpresa.

Tan lejos estaba María Terrón de relacionar el agua con su propia intimidad, que no experimentó al ver el baño ninguna sensación adversa. Creía que la Madre le enseñaba, por distraerla, las distintas dependencias. Pero cuando intuyó que eso tenía algo que ver con ella, dio media vuelta y arrastrando los pies salió de allí. La Delacroix, haciendo difíciles equilibrios entre la suavidad y la firmeza, la volvió a introducir en la sala de torturas.

—¿Quiere usted que le eche una mano para desvestirse? ¿Puede usted valerse sola? ¿Quiere que la ayude a meterse en la bañera? Mire usted…, voy a acercar este taburete para que pueda usted hacerlo mejor… Así, ¿ve usted? Aquí puede dejar la ropa. Aquí tiene usted el jabón y una raíz para que se frote fuerte, ¿eh? Si quiere algo de mí, tira de ese cordón y yo llegaré en seguida.

La Madre Delacroix la dejó sola y se fue a sus quehaceres. Quince minutos después golpeó en la puerta con los nudillos.

—¿Puedo entrar?

Nadie respondió. Abrió la puerta y se encontró a María Terrón vestida, calzada y sentada en el taburete. Volvió decidida sobre sus pasos.

—Madre Sepúlveda, ¿puede usted ayudarme? ¿Tiene usted diez minutos?

María Terrón empezó a gimotear.

—Por la Virgen de las Angustias se lo pido. No me hagan nada malo. ¡Ay, madrecita mía!… ¡Que venga la señora de Quesada! ¡Que la llamen! ¡Doña Matilde, que estás en el cielo! ¡No lo consientas! ¡Ay, mamaíta…!

Las dos Madres desabrocharon el traje, soltaron los tirantes, introdujeron por su cabeza el camisón de lino y por las faldas comenzaron a extraer cada una de las prendas.

«Al fuego, al fuego», pensaba la madre Delacroix apartándolas con el pie.

—No se ponga usted así… Vamos… Vamos… Sea obediente…

—Virgencita mía de las Angustias… ¡Malas, malas; son ustedes malas! ¡Que venga la superiora; eso es: la superiora! Yo soy una señorita. ¡Padre, papá, papaíto mío, no me mires así…!

—Tiene usted puesto el camisón de lino, señorita Terrón… Está usted muy decentita… Su papá la podría ver en esta tenue… Vamos, ayúdenos usted a meterla en el agua.

—¡No!… ¡¡Nooo!!… ¡¡¡Nooooo!!!…

Fue un grito en tres tiempos: suplicante el primero, desesperado el segundo, horrísono y tremebundo —producido por el pánico— el último. Éste lo lanzó estando ya en el aire. Las dos madres la tomaron por las axilas y la situaron sobre el agua, sin decidirse a sumergirla, pues pataleaba con tal violencia que las ponía perdidas, salpicándolas.

El rostro del verdadero, no fingido sufrimiento de la anciana era tal, que la Madre estuvo a punto de ceder y retirarla de ahí. Pero ¿no violentaba también su primer impulso de compasión cuando obligaba a las enfermas a tomar una medicina cuyo sabor les repugnaba, o las forzaba a ponerse una inyección?

María Terrón miraba el agua bajo sus plantas con la horripilación con que Juana de Arco, desde la altura del patíbulo, veía las lenguas de fuego lamiendo sus pies. Un caso de hidrofobia así jamás se había visto en la Residencia.

Al fin se decidieron, y a pulso, suavemente, la dejaron caer.

—¡Aaaaay! —gritó al sentirse sumergida—. ¡Me muero, me muero!…

Y éstas fueron sus últimas palabras, pues allí mismo perdió el habla. Las Madres no se dieron cuenta. Creyeron que, resignada, había renunciado a protestar.

—Nadie se muere por estas cosas… Vamos… Vamos…, Madre Sepúlveda. La espalda; usted por la espalda… Pero ¿qué pelo es éste?… Cierre los ojos… La voy a enjabonar… ¿Una cuerda en el pelo…? ¿Tiene usted tijeras, Madre? Gracias… —El bramante que le puso Petra el año de la guerra de Cuba voló por el aire y fue a unirse al montón preparado para la hoguera—. Los pies… Ocúpese de los pies, Madre… ¿A que ahora le gusta más el agua? ¿Verdad que está rica, señorita Terrón? Pero ¿qué se ponía usted en el pelo? ¿Betún? No dirá que no vamos de prisa… Cierre los ojos, le voy a enjuagar la cabeza… Día a día hay que dar gracias a Dios por los beneficios del agua.

María Terrón pegaba pequeños hipidos. Las carnes le temblaban y el pulso le comenzó a fallar. El agua se puso negra y el pelo de la cabeza, al tercer enjuague, apareció milagrosamente blanco.

—Los brazos… Debajo de los brazos; así… De prisa… ¡Dios mío, qué manos! ¡Pobrecita! ¡Pobrecita!… Después secaremos el pelo y la peinaremos… A ver esa cara… Con el agua del grifo, mejor… La de la bañera es un pozo negro…

Las faldas del camisón que las buenas madres le pusieron para proteger su pudor flotaban a la deriva en el breve oleaje de la bañera.

—¡Estas orejas, Dios mío!… Prepare el toallón, Madre… Arremángueme, por favor, un poco más… Así… Gracias… A la una… A las dos… Y a las… ¡Ya está! ¿Ve usted qué bien ha ido todo? ¿A que se encuentra ahora mejor?

La frágil humanidad de María Terrón pasó de manos de la Madre Delacroix a los brazos de la Madre Sepúlveda, que la sentó en su regazo para secarla. El camisón mojado fue sustituido por el seco. La operación no duró ni siquiera los diez minutos previstos.

—Muchas gracias, Madre Sepúlveda. ¡Que Dios se lo pague! Yo la llevaré a la cama…

Al comprobar su estado de nervios, la Madre Delacroix juzgó más prudente que cenara en el lecho. Ni por un momento se le pasó por las mientes a la decidida, enérgica y eficientísima buena mujer, que hubiese cometido un homicidio. Le subió un caldo y unas galletas, que la anciana no tomó. María Terrón —las horas contadas— tenía ya el alma entre los dientes. A las seis de la mañana, cuando el sol comenzó a dorar los visillos de las ventanas, y los gorriones y los vencejos entonaban un estruendoso concierto de píos para saludar la nueva luz, María Terrón —vidriados los ojos— torció la cabeza y expiró. Un suspiro más largo que los demás y sus pulmones se vaciaron. Hasta las ocho de la mañana nadie lo advirtió.

—Desengáñate, Andrés. Un marido que es fiel a su mujer más de dos años, no es un buen marido: es un vicioso.

Andrés hizo un vago gesto que no quería decir nada.

—Tranquilízate —añadió Regidor—. Tú no eres un marido: eres un artista.

Regidor sería feliz jugando al tenis con cráneos de niños. En público, claro está. El vago gesto de Andrés no era de aprobación, ni siquiera de disgusto. Había comprendido que Regidor se refería directamente a él, puesto que le llamó por su nombre, pero lo cierto es que llevaba mucho tiempo sin escucharle y no sabía lo que le había dicho.

Esto no era imposible —a pesar de estar mano a mano con él en una misma mesa del café— si se tiene en cuenta que el escritor, al hablar, no lo hacía para una persona sola, sino para todos cuantos cayeran —conocidos o desconocidos— en el radio de acción de su voz privilegiada.

Esta bendita circunstancia le permitía oírle sin escucharle; mirarle, sin atenderle. Andrés tenía incrustado entre ceja y ceja un pensamiento mucho más agudo que las palabras de Regidor.

Andrés estaba dispuesto a romper con Ana María. No de una manera inmediata. No había decidido aún el cuándo y el cómo. Pero era necesario tomar en firme esa determinación «algún día…».

«¡No me pongas a Dios como responsable de tu hastío!», le había dicho Ana. Y no tenía razón. Podría ella creer o no creer en la sinceridad de su remordimiento, pero era inútil pretender desligarlo de sus verdaderas raíces morales y religiosas. Eran ataduras en las que él se había educado y en cuya disciplina había vivido hasta ahora, y a las que —aún siendo capaz de traicionarlas— no había renunciado nunca. Estuvo muy torpe en hablar con Ana María de este desasosiego suyo, de cariz religioso. No puede hablarse de Dios a una mujer que se tiene en los brazos y menos aún presentarlo como un rival, pues la mujer que se aferra a un amor, pretenderá, como Ana, tener a Dios de cómplice, o acabará recelando de Él, y por lo tanto alejándose de Él, como de un rival.

Era absolutamente necesario dar por clausurada su aventura. Más que la mentira permanente en que vivía; más que la deliberada e irritante injusticia contra su propia mujer; más que el cobarde atentado contra el honor de Enrique, era su labor de desmoralización de Ana María lo que provocaba sus mayores remordimientos. Sus relaciones con ella, sobre todo después de la adquisición del departamento, corrían el riesgo de estabilizarse. Y Andrés sentía, cada vez con mayor fuerza, el imperioso deber de evitar la institucionalización de lo anómalo, la eternización de lo efímero. No se puede hacer el mal «indefinidamente» a quien se quiere, aunque aquel que lo recibe no sepa (o no quiera saber, o no quiera confesar) que es nocivo lo que le dan. Cada vez que Andrés llegaba a la conclusión de que era por amor, precisamente por amor a Ana María, por lo que debía renunciar a ella, la recordaba desencajada, ofendida, con las huellas de un dolor nuevo en el rostro; de un dolor antiguo, preguntándole casi sin voz: «Pero ¿cómo es posible, Andrés, que se pueda querer y abandonar como un trapo sucio, como una piltrafa, a quien se quiere?». Pues bien. Había que pasar por encima del dolor de Ana, por encima del suyo propio, y arrancarse esta espina de los remordimientos que le desgarraban. Había que hacerlo aunque… (el ambiente del café le facilitó la cita literaria)… aunque algún día tuviera que llorar con Machado: «Aguda espina dorada ¡quién te pudiera sentir, en el corazón clavada!». (Andrés hablaba consigo mismo un poco como Regidor con los demás: escuchándose).

Regidor acababa de anunciar que iba a leerle confidencialmente los versos que le había dedicado el pederasta de Angelito U. Pero antes —y en el mismo tono— hizo un gran elogio de su detractor. Era tan zape el garzón, llevaba tan lejos el retruécano de su sodomía, que ahora, por progresar todavía más en la inversión de los términos, le daba por salir con mujeres. Se rió escandalosamente de su ocurrencia.

—¡Con mujeres! ¡Ja, ja, ja, ja!

Como vio que su risa se contagiaba a los contertulios de otras mesas vecinas, les dedicó el resto de su perorata.

—¡Con mujeres! ¡No he visto nunca un caso de mayor perversión!

El tema más grato para Regidor era hablar de Regidor. Así, pues, recitó los versos que contra Regidor había escrito Angelito U. «Tiene muchas condiciones —para la literatura —del cabello la hermosura —la afición por los masones —y otras espúreas razones: —ser zote, existencialista, —vegetariano, nudista —tener la voz hueca, enfática —sentir odio a la gramática —y ser un poco marxista». Como en algunas mesas próximas había algunos desconsiderados que cometían la insolencia de no atenderle, alzó un poco más la voz para afirmar que, en efecto, la gramática era el corsé de la literatura, que el comer carne era un atavismo antropofágico y que el marxismo —que ya no se ponía en práctica en ningún país marxista— era el truco necesario que debían cultivar los escritores principiantes (como él había hecho en su día) para ser mimados, atendidos y elogiados por las gentes de derechas que, dicho sea de paso, eran las únicas que compraban libros. Acto seguido afirmó que Angelito U. tenía talento, sólo que no en la cabeza, sino en el trasero.

Andrés se levantó bruscamente de la mesa y sin despedirse se acercó a la barra.

No podía soportar por más tiempo a Regidor. Lo admiraba, mas no lo soportaba. El sonido de las campanas en el campo es encantador, salvo que se meta uno dentro de las campanas. Tampoco podía soportar el ambiente del café. Allí, en aquellas mismas mesas, se reunía en otros tiempos, siendo estudiante, con sus amigos, todos opositores a genios como él y barajaban juntos ideas, confidencias, proyectos: divinas esperanzas. ¡Qué pocos eran los que consiguieron no ya «romper moldes» como decían, sino despegarse del suelo y aletear! Los que dejaron de ser gusanos, no pasaron de mariposas.

Pidió dos fichas, se encerró en la cabina telefónica y marcó el número de Ana María. Dejó que el timbre de llamada sonara por tres veces y colgó. Era la señal convenida. Inmediatamente volvió a marcar el mismo número. Si Ana, al descolgar, empleaba la fórmula «¿Quién llama?» quería decir que no podía expresarse con claridad, pues había gente delante. Si respondía de cualquier otra manera, significaba que tenía libertad.

—¿Sí?

—¡Hola, Ana! Te llamo antes de lo convenido. ¿Nos podremos ver?

—No, Andrés. Tampoco hoy nos podremos ver.

Ana María contó en pocas palabras la muerte de María Terrón. Era un personaje estrafalario, un tipo de gran guiñol, y su muerte había sido tan grotesca como su vida. Se murió porque la bañaron. La noticia le había impresionado muy vivamente. Había estado toda la mañana en la Residencia con las monjas. Y estaba abatida. No quería salir. Prefería quedarse en casa y poner un poco de orden en sus ideas. Necesitaba estar sola.

—¿Me perdonas, Andrés?

Andrés no salía de su asombro.

—Hace unos días, cuando murió tu abuela, querías verme a toda costa; y ahora, por María Terrón…

—Es distinto. No es por eso… No me comprenderías… Mañana nos podremos ver… o el jueves mejor. Ya no me acordaba de que mañana tampoco podré.

Andrés abandonó la cabina de pésimo humor. Se le llevaban todos los diablos. Una idea se le había alojado en el caletre. Necesitaba buscar una mujer. Ahora mismo. Para hoy mismo. Una mujer que no fuese Alicia, pues a su lado le flagelaban los remordimientos; que no fuese Ana, pues el goce de tenerla en sus brazos se diluía ante la evidencia de estar envileciéndola. Necesitaba una mujer que ya estuviese envilecida. Salió a la calle a buscarla. Hacía un calor de infierno. Los coches dejaban marcada en el asfalto la huella comercial de sus neumáticos. Buscó la acera de sombra y siguió calle arriba, caminando al azar.

Ésta era la primera vez que Ana María se negaba a salir con él. ¿Qué significaba eso de «preferir quedarse en casa y poner en orden sus ideas»? ¿Qué había querido decir con lo de «necesitaba estar sola»?

Andrés pegó con rabia una patada a una piedrecilla del paseo. El pequeño bólido salió disparado y dejó una estela de polvo tras él. ¿Ana «necesitaba» estar sola? ¡De acuerdo!, pero él necesitaba estar acompañado. El alcohol —pensó— le dañaba el hígado. Las drogas suponía que le destrozarían los nervios. Una mujer ni le dañaba ni le destrozaba nada. ¡Adelante, pues! Se dijo «¡adelante!»; mas se detuvo.

Toda su reacción ante las palabras de Ana María eran de una pasmosa incongruencia. ¿No estaba él mismo dispuesto, diez minutos antes, a dar por terminada su aventura con Ana María? ¿Por qué irritarse entonces, si ella, con su actitud, le facilitaba lo que él mismo se proponía?

Andrés llevaba nueve días sin salir con Ana. Y no había salido por su propia voluntad. Quería «probarse», medir su capacidad de violentar sus deseos; ¡entrenarse: en una palabra!, para una separación definitiva que él provocaría, más tarde, no sabía cuándo, en otra ocasión. Pero he aquí que hoy terminaba el plazo que se había impuesto, y Ana se negaba a verle. Le había dicho simplemente que hoy prefería «estar sola». Y la verdad… ¡se le hacía muy duro de tragar que fuese Ana quien pretendiera eludir o aislar sus encuentros con él! Se le hacía muy cuesta arriba. No lo aguantaba. Bien es cierto que él —por razones morales— buscaba la manera de abandonarla. Pero nunca se había planteado la posibilidad de que Ana María le abandonara a él. ¡Hasta ahí podían llegar las cosas! Es decir: ¡hasta ahí podía llegar la moral!

Si Ana se atreviese —que no se atrevería, pero si se atreviese— a dejarle… desplegaría todo su talento, sus mejores armas, su capacidad de persuasión, su ternura, su ingenio, su don de gentes, sus manos y su voz para retenerla, deslumbrarla, reconquistarla. Casi deseaba que Ana se resolviese a dar un paso así para demostrarle la inutilidad de su intento. Sabía que era una incongruencia y una vileza; pero también se percataba de que así sería —sin lugar a dudas y por encima de cualesquiera consideraciones— su manera de actuar, si el caso se presentaba.

Un frenazo y dos palabras soeces y un coche que viraba y le pasaba rozando le arrancaron de su abstracción. Un taxi había estado a punto de atropellarle. Los insultos del conductor se le atragantaron. ¡No estaba de humor esta tarde para aguantar insolencias a nadie! Un semáforo cometió entonces, a pocos metros, la imprudencia de encender las luces rojas, y los coches se detuvieron. Andrés, rojo de ira, apretó los puños y miró hacia el coche dudando si acercarse o no a vengar la ofensa. Dentro del taxi una mujer —despampanante y de aspecto inequívoco— le miraba entre asustada y divertida. Al fin, al ver que el violento no era peligroso, nació en sus labios una sonrisa con tanta guasa, que Andrés quedó desarmado. Inició un paso hacia el coche, pero las luces verdes dejaron vía libre y el taxi arrancó. Andrés hizo un gesto de desaliento. Y la joven, que no esperaba otra cosa, mandó parar al conductor.

Molesto de que alguien le viera se acercó receloso. Abrió la portezuela.

—¿Puedo subir?

Ella miró primero si iba o no bien vestido. Se fijó sobre todo en sus zapatos. Accedió, y el coche siguió su camino.

—¿Dónde vamos? —dijo Andrés, muy sorprendido de que todo fuese tan fácil.

—¡Eso me pregunto yo! —respondió ella, mientras plantificaba descaradamente una mano sobre sus rodillas.

—Podemos ir a tomar un café —sugirió Andrés por ganar tiempo—. Luego, ya veremos.

—¡De acuerdo! —dijo ella. Y no habían andado cien metros, cuando añadió—: ¿Y si suprimiéramos el café?

Andrés sonrió complacido. Se tanteó la cartera. El sustitutivo del alcohol que se había agenciado iba a costarle bastante caro. Hizo un cálculo. Algo más que el bolso que Alicia le pedía y él no le compraba. Por esta causa, allí mismo comenzaron sus remordimientos. Pero los remordimientos de Andrés jamás le detenían.

Ana María estuvo casi una hora, sola, ante el cadáver de María Terrón. No lloró. Tampoco lloró cuando murió su abuela.

La Terrón no era ya una vieja grotesca, el espantapájaros viviente que había conocido. Al desaparecer el artificio del corcho ahumado, su cabello apareció milagrosamente blanco de una admirable belleza. Ana María no experimentaba dolor por la muerte de la Terrón; sino un vago, impreciso remordimiento. Ahora que ya no bullía ninguna idea bajo aquella frente, Ana meditó que algún día las hubo; ahora que el sufrimiento o la alegría ya no tenían cabida en su pecho, Ana pensó que en aquel pobre volumen tuvieron cabida. Pensamiento, alegría y sufrimiento: las tres dimensiones del ser humano. Porque el irracional goza, pero no se alegra; siente dolor, mas no sufrimiento. Por primera vez Ana juzgó a María Terrón como a un semejante. Y sintió una profunda vergüenza de hacerse esta consideración sólo ahora que ya había muerto.

Ana llevaba un esparadrapo en la mejilla: el arañazo de María Terrón se le había infectado. No sentía rencor por ella. Aprecio tampoco. Nunca lo tuvo. Ana María, muchos años atrás, siendo muy niña, oyó decir en su casa que María Terrón estaba enferma. Corrió entonces a su cuarto y se pasó toda la tarde con ella. Cuando la abuela Matilde lo supo, la castigó. Estaba terminantemente prohibido —le dijo— entrar en aquel antro de suciedad. Pero su padre, cuando se enteró, la llamó aparte, la sentó sobre sus rodillas y le dijo, al oído: «Has hecho muy bien… y como premio te llevaré a ver los elefantes amaestrados del “Krone”». Cuando regresaron del circo, padre e hija —sin que nadie lo supiera—, hicieron juntos una corta visita a María Terrón.

Arrodillada junto al cadáver, Ana María no lloró, no rezó, pero se dejó llevar por sus recuerdos de niña, y los minutos volaron sin que lo advirtiera. Un pensamiento impreciso surgió de pronto en ella y comenzó a aletear bajo el pliegue de su frente, buscando los vocablos cabales para concretarse.

«Yo no te aprecio, María Terrón, y sin embargo, he venido a verte». «No me encuentro a gusto contigo, y… ¡ya ves!… te hago compañía».

Ana estaba dispuesta a sufragar todas las misas, funerales y rosarios por la anciana; pero sin asistir a ellos, por supuesto. Ahora, en cambio, se propuso no perderse una sola de estas ceremonias. No sabía a ciencia cierta por qué se hizo esta promesa. Quizá por tranquilizar su conciencia —«¡Ya ves, María; otra vez te vengo a visitar!», le diría cada vez— o quizá por tributar un lejano homenaje a Alberto Moscoso, que tampoco estimaba a María Terrón, y que, sin embargo, cuando estuvo enferma llevó a su hija de la mano hasta el cuarto de la vieja.