XV
OTRA VEZ PEPA TURULL

El primer pensamiento que le acudió a la cabeza fue el del proyecto frustrado de su veraneo. La casa de Palma, al menos este año, no se podría inaugurar.

—¿Cómo ha sido? ¡Hable más alto!

Enrique procuraba no alzar la voz, para no ser oído por los invitados, pero eran éstos con sus voces y sus risas quienes le impedían entender.

—¿Y estaba usted sola?

Apretó su mano sobre la oreja libre para no escuchar el torrente de palabras de Regidor, que en el salón de al lado contaba una larguísima historia procaz.

—¡Ahora mismo iremos para allá!

Colgó el teléfono. Cuando entró en el salón estaba un poco pálido. Pendientes del cuento del autor dramático, que gesticulaba al hablar como si fuese uno de sus intérpretes, nadie se percató. Solamente Andrés cayó en la cuenta de que algo sucedía. El corazón le dio un vuelco. Tuvo la sospecha de que una voz anónima había denunciado a Enrique las andanzas de su mujer.

Regidor no acababa de llegar a la cumbre de su chascarrillo. De todos los invitados de Ana en esta noche, pensó Enrique, Regidor se llevaba la palma de la pedantería. El más discreto de todos —el más normal— era Andrés. Era el único, al menos, casado con una mujer agradable. Enrique juzgaba a los amigos de Ana por la calidad de sus mujeres. La de Regidor era tan ordinaria como su marido insufrible. ¿Cómo se podía ser un buen autor dramático con una mujer así? Regidor hizo al final una pausa para dar más énfasis a la frase final que habría de arrancar la explosión de las carcajadas.

—Perdone usted que le interrumpa, Regidor.

Las caras de todos, con el primer ademán de la risa contenida, se volvieron hacia Enrique.

—Ana, tu abuela ha tenido un ataque. Creo que debíamos ir hacia allá.

Solamente cuando estuvieron en el coche le confesó la verdad: la abuela Matilde acababa de morir.

Ana María pasó la tarde en el departamento. Unas horas antes había podido hablar por teléfono sólo dos palabras con Andrés, quien le había advertido que no iría… ¡Qué absurdo y qué infantil era Andrés en muchas de sus reacciones! Le dijo que le parecía siniestro verse aquellos días a solas. Y más aún en el piso del barrio de San Calixto, que habían alquilado para encontrarse. Prefería no reunirse con ella en privado mientras no se cumpliera el novenario de la muerte de Matilde. Ana, entonces, decidió ir sola. Estaba cansada. Estaba triste. Estaba deprimida. Nunca se había llevado bien con su abuela. Siempre hubo entre las dos una impalpable, no confesada frontera de incomprensión que las separaba. Pero era su abuela. Y al perderla, Ana sintió que se rompía su único vínculo con el ayer, su entronque con el pasado. La vida transmitida estaba ahora en ella, comenzaba en ella. Y notó, como si volviera a la infancia, el peso de la orfandad.

Habían sido unos días terribles. Nunca pensó que una muerte diese tanto quehacer. Enrique desarrollaba tal volumen de actividad, que a Ana María le mareaba mirarle. Las esquelas, la capilla ardiente, el arreglo del panteón familiar —donde hubo que hacer obras, pues ya no se fabricaban féretros de dimensiones tan cortas—, el entierro, los funerales, las misas gregorianas, las visitas de pésame, la apertura del testamento… Aunque Enrique se ocupaba en todo, no hacía nada sin consultarle primero. Y Ana sentía la imperiosa necesidad de distraerse. ¿A quién hacía daño viéndose unos minutos a solas con Andrés? ¿Con quién comentar sus dudas, los temores más arraigados en lo hondo del corazón, sino con quien se tiene más cerca del corazón? En el testamento, la abuela Matilde la nombraba heredera de casi todos sus bienes; una de las cláusulas, sin embargo, era sorprendente. Dejaba en propiedad a sus bisnietos Alberto y Quique unas casas de renta, pero el usufructo de las mismas lo cedía «a Alberto Moscoso, mi hijo político, si vive». Y más adelante, añadía: «Y correrá a su cargo si viviera, mientras viva, una misa anual por mi eterno descanso».

La lectura de estos párrafos la conmovió profundamente. ¿Acaso necesitaba Matilde hacerse perdonar? Ana interpretaba este inciso como si la abuela suplicara a su hijo político, después de muerta, una oración. Enrique, eternamente incapaz de exprimir el zumo de las cosas, la había tranquilizado, diciendo que esta cláusula no ofrecía ningún inconveniente, pues nada sería más fácil, en sus circunstancias, como conseguir una declaración de fallecimiento o de ausencia. Enrique siempre patinaba por la piel de los problemas con total ineptitud para ahondar en sus entrañas. ¿Cómo dialogar con él? ¿Cómo intentar siquiera explicarle que no eran las rentas de esos edificios lo que le importaba?

Hubiera querido hablar con Andrés de estas cosas. Como no fue posible, se pasó la tarde sola en el departamento, oyendo música y cambiando los muebles de sitio. ¡Qué carácter más contradictorio el de Andrés! La noche de la muerte de la abuela, en su casa, estuvo encantador; y la víspera, en cambio, aquí en el departamento se comportó de una manera odiosa. Ana procuraba quitar importancia a estas oscilaciones de su ánimo, pensando que Andrés estaba atravesando un sarampión religioso, y que se le pasaría, sin dejar huella, como el sarampión.

—Pero, Andrés…, ¡no hables siempre de lo mismo! Dios… no puede oponerse a lo nuestro, o no sería bueno. Dejaría de ser Dios —le había dicho.

No estaba muy segura, ésa es la verdad, de que su frase fuera aprobada como ortodoxa en una reunión de teólogos; pero tampoco pudo imaginar que la reacción de Andrés fuese tan violenta.

—¿Ves, Ana? Cuando dices necedades de ese calibre me haces sufrir más, si cabe. Quieres justificar lo nuestro hasta el punto de hacer a Dios complaciente con el pecado. Y yo me siento responsable de esa sacrílega manera tuya de pensar. Ése es mi mayor remordimiento. ¡Hagamos el mal si quieres! ¡Pero no blasfememos al decir que es el bien!

No recordaba textualmente sus palabras; pero, desde luego, Andrés utilizó los vocablos «pecado», «blasfemia», «sacrilegio», «remordimiento», «el bien» y «el mal». Ana encontraba todo esto excesivo…

—¡Mira, Andrés, no me vengas con historias! —le dijo—. Los hombres empezáis a tener remordimientos de estar con una mujer cuando comenzáis a cansaros de ella. Termina conmigo, si quieres; pero no me pongas a Dios como responsable de tu hastío.

¿Por qué recordaba esto ahora? Había venido al departamento para distraerse y no para enfurruñarse. Se levantó y cambió el orden de los discos. Retiró la Patética de Chaikovsky y la Inacabada de Schubert, y puso en su lugar música de baile interpretada por Pourcel y canciones ligeras de Edith Piaf.

El resto de la tarde lo pasó haciendo pruebas con los altavoces portátiles. Instaló uno de ellos en el dormitorio. Quería dar una sorpresa a Andrés cuando sus escrúpulos le permitieran levantar la veda.

Cuando llegó a su casa, Enrique estaba frenético.

—¿Qué has hecho toda la tarde? ¡No tienes derecho a esfumarte cuando hay mil cosas en que ocuparse!

—¡Pero, Enrique, tú lo haces todo mejor que yo!

—Es muy cómodo aprender griego y otras sandeces en la Universidad, y luego no servir para nada.

—¡Mira, Enrique, te suplico que no me grites! ¡Ya he pasado la edad de aguantar gritos a nadie!

—¡No has firmado uno solo de los papeles que te preparé esta mañana! No has ido al rosario por tu abuela. Tus hijos eran la única representación familiar. Yo tampoco pude ir…

—Pero si los rosarios terminaron ayer…

—¡No, señor! ¡Los rosarios han terminado hoy!

Ana reconoció su culpa.

—¿Ves tú? ¡Eso sí que lo siento!

—Pero ¿dónde has estado, si se puede saber?

—Quería estar sola…

—¡Muy cómodo! ¿Y de María Terrón? ¿Te has ocupado, por lo menos, de María Terrón? ¡No pretenderás que también sea yo quien resuelva esta papeleta!

—Me he estado ocupando de ella toda la tarde —mintió Ana—. No creas que es fácil.

Se retiró a su cuarto y se tumbó en la cama sin desvestirse. ¡María Terrón! No sabía qué hacer con esa vieja maniática. A las dos criadas de la abuela, aunque no le servían para nada por su avanzada edad, las había tomado a su servicio. Hoy dormirían aquí la primera noche. Pero se negaba en redondo a albergar a ese trasto inútil —y sucio por añadidura— de María Terrón.

Enrique entró en el dormitorio.

—No sé qué hacer con ella, Enrique…

—Métela en un asilo, y no le des más vueltas.

—Me parece cruel. Piensa que la abuela la ha tenido recogida más de sesenta años. Cuando nació mi madre, ya vivía en la casa María Terrón.

Enrique se sentó en el bordillo de la cama.

—Aquí no se te ocurra traerla de ninguna manera…

—¡Por supuesto que no!

—Yo había pensado hacer obras en casa de tu abuela y alquilarla. Le podrías sacar una buena renta. Pero si te agobia echar a María, déjala que siga viviendo allí como hasta ahora… No durará mucho.

—Tampoco puede ser eso. Piensa que ella no sabe hacerse la comida, no sabe hacer la compra, no sabe hacer nada…

Enrique se irritó:

—¡Pues que aprenda, caramba! ¿O es que acaso no trabajamos los demás?

—¡Pobre vieja! ¡Ya no tiene edad de aprender!

Enrique tuvo una idea feliz.

—¿Sabes quién te podría ayudar en esto?

—¿Quién?

—Pepa Turull.

La idea de Enrique le pareció excelente. Pepa Turull estaba metida en toda clase de organizaciones benéficas. Nadie en España sabía más de estas cosas. Pretendió gastarle una broma.

—¿Sabes que de esa cabezota salen a veces ideas felices? ¡Pepa Turull! ¡Es increíble que no se me haya ocurrido a mí!

—¿Que no se te haya ocurrido a ti…?

Enrique la miró con sorna. Tomó una mano de su mujer entre las suyas.

—¡Ay, Ana, Ana, qué pena que te creas nacida de la cabeza de Minerva!

Ana María le miró sorprendidísima. La verdad, no esperaba tales conocimientos mitológicos en su marido.

Enrique preguntó:

—¿No era Minerva esa tía tan lista?

Ana, muy ofendida, retiró su mano.

Al día siguiente…, y después de una larga conversación con Pepa Turull —que le brindó, en efecto, la solución que más convenía—, Ana se armó de valor y fue a visitar a María Terrón. ¡Qué episodio más grotesco! La pobre vieja semejaba un animal acorralado. Intuía una vaga amenaza sobre su cabeza, pero no sabía por dónde sonarían los tiros. Ana sentía una profunda compasión hacia ella.

—Siéntese usted, María. Tengo que hablar con usted…

María Terrón no se sentó. De haberlo hecho, la curvatura de su espalda le impediría mirar a Ana a los ojos; de pie las dos, tampoco podían hablar. Ana tuvo que sentarse en una silla muy baja para poder dialogar con ella. La pobre vieja se había embadurnado la cara con polvos de arroz, con tanta profusión que parecía un payaso enharinado. El corcho con que se teñía el pelo le manchaba la frente y las sienes. Olía a orines secos, a sudor putrefacto, a miembro escayolado, a nauseabunda —casi arqueológica— suciedad.

—No sé por dónde empezar —confesó.

Los ojillos, húmedos y pitarrosos, de María Terrón recorrían el rostro de Ana, y ésta sentía una mezcla de pena y de repugnancia como se siente hacia un perrillo sarnoso que nos lame la piel.

—Un día de éstos vamos a cerrar la casa —dijo al fin—. Mi marido la quiere vender… Enrique y yo… hemos tenido muy en cuenta su categoría social, antes de encontrar una solución… Bien sabemos que no es usted una cualquiera…, sino una señorita venida a menos…, y hemos pensado…

—¡Mi dinero! —gritó de pronto María Terrón—. ¡Quiero mi dinero!

Ana pensó que no había oído bien. La miró sorprendida y esperó a que se explicara. Pero la vieja estaba quieta como una estatua de yeso y sus labios permanecieron mudos. Ana pensó que había sufrido una alucinación.

—¿Me ha dicho usted algo?

María ni se movió ni respondió.

—Le decía —continuó Ana, procurando aparentar una calma que estaba lejos de sentir— que, teniendo en cuenta que es usted una señorita que gozó de buena situación, hemos pensado en buscarle un sitio especial, una residencia muy bien atendida por unas monjas, donde la podrán cuidar. ¡Pero no crea usted que es un asilo, ni mucho menos!

Ana sintió de pronto un indecible malestar. Los ojillos de María Terrón, antes huidizos, patinadores, estaban ahora quietos en los suyos. Se diría que no la había escuchado. Y, en efecto, el pensamiento de María Terrón estaba muy lejos de allí. Quietos los ojos, no miraba a la niña, hoy mujer, a quien había tenido en sus brazos; sino a otra niña más lejana, cubierta de bucles y de encajes, inflada de mimo y de caricias, como un gato de Angora presuntuoso y sensual. María Terrón se veía a sí misma delante de su padre tal como se situaron para posar ante el fotógrafo el día que cumplió seis años. Él vestía una levita, primorosamente cortada por López, el sastre del rey, y alzaba la cabeza ante el fotógrafo —arqueadas las cejas, enhiesto el bigote, soberbio el mentón— con el gesto magnífico de un general vencido a quien van a fusilar. Su madre estaba situada de perfil para lucir mejor el primoroso polisón y el potente busto nunca cuidado con pilulas orientales. Entre los dos estaba ella, de pie, los grandes tirabuzones caídos sobre los hombros y las manos escondidas en un manguito de piel de conejo que mismamente parecía armiño. ¿Por qué esta escena venía de pronto a su memoria? No lo podía saber. Ella era muy vieja y no podía pensar mucho tiempo en las mismas cosas. Pensaba un poco por aquí. Luego pensaba un poco por allá. Cosas de ayer, cosas de hoy se le mezclaban en la cabeza. Su madre en aquella época le decía: «Una, la luna; dote, Pierrote; trelli, cacarelli…» y su padre: «¡Te casaré con un príncipe!». ¡Pobre María Terrón!

Ana María no quiso emplear ante ella el nombre de «vergonzante». El establecimiento benéfico que le recomendaba Pepa Turull llevaba el nombre de Residencia por no herir la susceptibilidad de sus huéspedes con el de asilo. Pero ¿por qué le añadían entonces la coletilla de «para pobres vergonzantes»? No existe mayor pobreza que la de quienes se avergüenzan de ella, Ana explicó con los mayores miramientos que pudo las ventajas de aquel recinto. Tenía un gran jardín por donde podía pasear, sola o acompañada, cuantas veces quisiera.

—Los clientes —añadió— eran todos gentes bien, que habían gozado un día de buena posición. Había señoras y caballeros. Algunos —dijo Ana sonriendo— hasta se casaban.

Los ojillos de la anciana adquirieron de pronto una vivacidad extraordinaria.

—¡Mi dinero! —volvió a gritar.

Ana se estremeció. Recordó aquellos pájaros que ladran como los perros y se quedan tan quietos después que parece imposible imaginar que tal graznido saliera de ellos.

—Pero, María, ¿qué quiere usted decir? ¿De qué dinero me habla?

—La vieja me robaba —volvió a exclamar con increíble estridencia—. ¡Quiero mi dinero!

—¿Qué vieja? ¿A quién se refiere usted? ¡Me va a volver loca!

—¡La bruja de su abuela me ha robado mi pensión! ¡La pensión de mi padre! ¡Quiero que me la den!

Ana María enrojeció tanto ante el volumen de la injusticia, que el calor de la sangre le quemaba la piel. Se quedó sin habla. Sintió el dolor del ultraje como una bofetada. Aquella cursi gazmoña, que humillaba a los criados hablándoles de su alcurnia pintoresca, que se negaba a trabajar por considerarlo denigrante para su ridícula posición; aquel desecho de todos los tópicos, degeneración al límite del señorío; aquella máscara grotesca de polvos de arroz y corcho quemado, ¿cómo se atrevía a ultrajar la memoria de quien la había alimentado, acogido y aguantado en vida a lo largo de medio siglo? ¡Era demasiado fuerte para soportarlo! Las lágrimas de ira le arrasaron los ojos y los labios le temblaron de coraje. María Terrón la observó sorprendida. ¿Qué le pasaría ahora a la niña? ¿Se habría puesto mala? ¿Sería quizá por lo que estaban hablando? ¿Y de qué hablaban? Hizo un gran esfuerzo de concentración y no pudo averiguarlo. Era muy viejecita —¡pobre María Terrón!— y no se acordaba de nada…

—¡Es usted un ser repugnante! ¡Desgraciada! ¡Bruja!

Ana —rotos los nervios, llena de ira— se salía de sus casillas. El pensamiento de la Terrón se abría paso a trompicones por su caletre. ¡Qué palabras más malsonantes eran ésas que estaba oyendo! ¿Quién se habría creído esa mocosa que era María Terrón para subirse a la parra de esa manera y ladrarle a la luna junto a su puerta? Ella era una mujer muy comedida, pues educación no le faltaba, gracias a Dios; había sido criada en muy buenos pañales —¡muy buenos; sí, señor!—; pero si le buscaban las cosquillas, sabía echar garbanzos como la que más. «¡Mira, mira, qué geniecillo saca la niña —le oyó de pronto decir a su madre— y cómo aprieta los puñitos!…». «¿Quién le ha hecho daño a mi tesoro?». María Terrón perdió la pista de sus ideas. Se le fueron. Se le volaron. En su rostro, por inercia, quedó la sonrisa que le nació al recordar a su madre.

—¡Y encima se atreve usted a reírse! —exclamó Ana, indignada.

María Terrón volvió a la realidad. Pero ¿qué era esto? ¿Cómo se atrevía esa jovenzuela a insultar a una señorita de su posición? ¿Quién se había creído que era ella? Dispuesta a defender los fueros de su alcurnia, avanzó —arrastrando los pies— contra quien la ofendía. Ana se levantó, aterrada. Se llevó las manos a la cara y vio que tenía sangre. María Terrón le había clavado las uñas. Poseída de pánico, cruzó el vestíbulo y salió despendolada. Bajó a trompicones la escalera. Encontró a Enrique, que subía a buscarla. Se precipitó en sus brazos.

—Estás descompuesta. ¿Qué te pasa?

Vio el arañazo que le cruzaba la mejilla.

—¿Quién te ha hecho eso?

Sin esperar a que Ana terminara de explicarse, subió a grandes zancadas la escalera, introdujo el llavín en la cerradura y empujó la puerta con el zapato. Con un hierro de la chimenea en la mano, le esperaba, a pie firme, María Terrón. No sabía a ciencia cierta si era su alcurnia, su dinero o su virginidad lo que tenía que defender. Pero era algo importante, sin duda. Porque lo que su instinto defendía, sin que ella misma lo supiera —antes con las uñas, con un hierro ahora—, era su libertad.

Pepa Turull se presentó a las siete de la tarde, acompañada de dos señoras más.

—Tenemos el coche abajo. ¿Dónde está nuestra invitada?

Ana María no se atrevió a decir que Enrique la había cogido en volandas como a un muñeco de trapo y la había encerrado, bajo llave, en su propio dormitorio.

Pepa hizo las presentaciones. Sus acompañantes eran dos señoras de la junta.

—¿Qué le ha pasado en la cara?

—Uno de los niños me ha hecho un arañazo sin querer.

Aconsejaron a Ana María que no fuera ella quien avisara a la Terrón. Sabían por experiencia lo delicado de estos trances, y ellas tenían ya mucha práctica de casos parecidos.

Ana les dio la llave del cuarto.

—A veces siente miedo y nos pide que la encerremos —mintió.

Quedaron solas Ana y Pepa Turull.

—¡Qué suerte tuve en verte aquel día!

Ana palideció.

—¿Me viste? ¿Dónde? ¿Con quién?

—Ibas en coche; te hice señas para que pararas. Creí que tú también me habías visto.

—Mujer, si me hiciste señas y te hubiera visto, habría parado. ¿Dónde fue?

—En el barrio de San Calixto. Justo enfrente de los almacenes de tu marido.

Una irreprimible sensación de riesgo —como el vértigo que se siente al recordar un abismo conocido— se apoderó de ella. Habían adquirido el departamento en el barrio de San Calixto, ignorando que Enrique tenía allí mismo sus almacenes.

—¿Enrique tiene unos almacenes en el barrio de San Calixto? ¿Estás segura?

—¡Segura, mujer!

—¡No tenía ni idea! En cualquier caso, no era yo. Nunca voy por los suburbios.

Pepa rompió a reír.

—Es maravilloso. Casi un milagro. Imagínate que por haber creído yo que eras tú, unos niños pobres durmieron bajo techado aquella noche. Pero ¿Enrique no te lo ha contado? ¡El padre de las criaturas es ahora el guardián de sus almacenes! —No pudo dejar de precisar—: Su mujer es hija del ama Candelas.

—¿De quién?

—Del ama Candelas. ¿No te acuerdas, mujer, cuando éramos niñas? Una morena, con unas trenzas así de gordas… Yo iba con ella al Retiro…

—¡Y se te ocurrió acudir a mi marido por creer haberme visto a mí! Realmente es asombroso. ¿Le explicaste ese detalle a Enrique?

—No. No venía a cuento. Pensé que si Enrique era celoso, y yo, por un error, te metía en un lío, no me lo perdonaría nunca a mí misma.

Ana rompió a reír con la más franca, inocente y jovial hilaridad.

—¡Qué disparates se te ocurren!

Pepa la acompañó en sus carcajadas.

—¡En el mundo en que me muevo se aprende cada cosa! ¡Si tú supieras!

—Cuéntame algunas… —dijo Ana.

Pepa dudó. La tentación de la chismografía era una de las grandes pruebas que el Señor le mandaba. Pero esta vez no cayó en la tentación.

Ana María sintió nacer de pronto dentro de sí una ancha corriente de simpatía hacia Pepa Turull.

—Dime, Pepa. Estas dos amigas tuyas, ¿qué son?

—No entiendo.

—Que si son catequistas, teresianas, del Opus, o qué.

—Nada de eso, mujer. Son dos señoras corrientes, como tú y yo. Una de ellas, Dora Quesada…

Se tuvo que interrumpir, pues por el pasillo se acercaban ahora las dos señoras acompañadas de María Terrón.

Charlaban animadamente.

—Yo conocía mucho a los Quesada de Morón de la Frontera —decía la Terrón—. ¡Eran gente muy fiina! —Y alargaba la i como si al hacerlo tirara de la rama de un árbol genealógico—. ¡Me alegro de saber que son parientes suyos!

Ana María no podía dar crédito a sus ojos ni a sus oídos. María Terrón vestía un abrigo negro un poco grande y se tocaba con un sombrerito del mismo color, que había sustraído de los armarios de la abuela Matilde. No había prescindido de los polvos de arroz; pero había añadido, en cambio, un toque verdaderamente insólito a su «maquillaje»: se había coloreado los labios. Llevaba las mismas medias blancas de algodón que no se había quitado ni para dormir en muchos años; pero otras tres prendas eran nuevas, y sin duda de la misma procedencia que el sombrero: las zapatillas, los guantes y el bolso. Al ir toda ella más forrada, el sentido de la vista percibía menos la suciedad. El del olfato, lo mismo que solía.

—Mi padre, a quien Dios haya, y mi madre, que en paz descanse, fueron padrinos de boda de un Quesada, que era intendente de Su Majestad. —Y esto lo dijo alzando la cabeza como si se tratara del mismo rey—. Ése sí que era un hombre cabal.

—¿El rey?

—No. Me refiero a Quesada.

De pronto se interrumpió. Acababa de divisar a Pepa.

—No nos han presentado, ¿verdad?

Pepa se acercó a ella y la Quesada formalizó el protocolo.

—La señora de Turull, la señorita Terrón.

—Pues muy bien. Bueno. ¿Quieren ustedes una taza de té?

Ana María no dio un bote en su asiento por no escandalizar a las buenas señoras. ¿Quién iba a preparar el té? Estaba viendo que, a poca cuerda que se le diera, María Terrón se volvería hacia ella y le diría: «Ana, ¿quieres servirnos el té?». Porque María Terrón no sabía ni calentar el agua.

—Muchas gracias, señorita Terrón —dijo la Quesada—. Pero nos están esperando en la Residencia y si a usted le parece bien…

Hizo ademán de cederle el paso.

—Es usted muy amable. Pase usted primero.

—De ninguna manera. Pase usted.

—Yo estoy en mi casa —dijo la Terrón, como definitivo argumento.

Las dos señoras pasaron, pues, las primeras; y detrás, todo lo derecha que pudo, María Terrón.

—¡Pobrecita vieja! —exclamó Pepa Turull—. Estas escenas me conmueven.

Una lágrima furtiva asomó a los ojos de Ana.

—Sesenta años ha vivido en esta casa. En «su» casa, como acaba de decir. No ha tenido un recuerdo para mi abuela, ni para mi madre, ni se ha despedido de mí, cuando, al fin y al cabo, soy yo quien va a pagar la Residencia.

—Estas cosas no se hacen para que las agradezcan —comentó Pepa—. Anda, sal al rellano. No le demuestres rencor.

Ana María, haciendo de tripas corazón, salió al descansillo. María Terrón, del brazo de sus dos nuevas amigas, bajaba, muy despacito, la escalera. Con el rabillo del ojo descubrió a Ana María. Pero no se despidió.