XIX
EL HOMBRE DE LA BUFANDA

Las relaciones de Pepa Turull con la Divinidad atravesaban un momento de crisis; consideraba que Dios la había dejado en la estacada. «Mira, Señor, no te andes con rodeos y reconoce de una vez que me has hecho una faena». Pepa Turull estaba picada con el Señor. «¡Cuidado que te pedí que no me lo pusieras difícil y mira lo que me haces!». No se diría, además, sino que Dios, que se lo había puesto en bandeja, se complaciera ahora en dejarla sola por el gusto de ver cómo quitaba el hojaldre al pastel.

A pesar de estar picada, se santiguó tres veces. Tragó saliva y avanzó dispuesta a todo. El portal estaba flanqueado por un taller de herrería. Un obrero que transportaba chatarra exclamó entusiasmado al verla: «Eso son carnes y no lo que en mi casa echan al puchero». La Turull pegó un respingo y, azoradísima, pasó muy tiesa la zona de peligro sin mirar a derecha ni a izquierda. Pero salió de Málaga para entrar en Malagón. Al fondo del portal, que era un antiguo paso de carros, un arco —mal cerrado con unas maderas sin bisagras— daba a un patio inmenso, del tamaño de una plaza de pueblo. Se quedó perpleja al ver tal cantidad de gente. Aún no estaba repuesta del descoco escuchado. Multitud de mujeres charlaban, reñían, cosían o cocinaban a las puertas de sus viviendas; vacas, niños y gallinas pululaban por el patio en extraña promiscuidad; un hombre —desnudo de medio cuerpo arriba— se afeitaba junto a una palangana; un viejo, indolentemente reclinado en una silla de anea y con los pies descalzos sobre una mesa, leía muy interesado un Superman mientras una muchacha, que podía ser su nieta, le cortaba con suma delicadeza las uñas de los pies. Olía a establo y a humana densidad. Y en medio de tanto guirigay —para acentuar aún más los contrastes— había tres industrias: una alfarería, una ebanistería y una clínica de paraguas viejos. El ebanista, que era el más discreto de todos los industriales, al ver a Pepa se limitó a golpear la madera con el cepillo, marcando el compás de sus pasos:

—Un, dos; un, dos…

Y cuando Pepa pasó ante él, murmuró:

—¡Así se desfila!

(Semanas más tarde, Pepa se enteró de que este buen hombre había sido carabinero; todos sus piropos tenían siempre algo que ver con la milicia.

—Préstame una pestaña, guapa, que he perdido la bayoneta.

O bien:

—Si el Cuerpo de Carabineros fuera como el tuyo, me reenganchaba).

Los otros dos —el médico de paraguas y el alfarero— resultaron mucho más zafios. Se metieron con ella al alimón, sin chispa y sin gracia. Como iba vestida de verde, uno de ellos —en quien Pepa descubrió vocación de buey— exclamó:

—¡Qué prado!

Y el otro —de idénticos instintos— respondió chupándose los labios:

—¡Para pacer!

Pepa no estaba para bromas. Sabía que había iniciado una delicadísima aventura y temía que cualquier torpeza —¡ella servía para tan pocas cosas!— la condujera al fracaso. Violentando todas las prohibiciones, había seguido a uno de los pensionistas desde la Residencia hasta la puerta de su madriguera. Y al llegar aquí, lo había perdido. Miró desolada a uno y otro lado. La inmensa y antiquísima casa tenía dos pisos y una buhardilla corrida bajo las tejas. En cada una de las plantas, un balcón continuo, de hierro —o si se quiere, un pasillo exterior— bordeaba el corralón por todas sus caras. A este balcón común daban las puertas de las viviendas altas. Una escalera —también de hierro y también descubierta— unía al patio con las plantas y las plantas entre sí. Al fin descubrió al vagabundo a quien venía persiguiendo. Lo vio avanzar, por el pasillo colgante del último piso, sorteando chiquillos, gallinas y hasta conejos, y desaparecer por una puerta. Muy sofocada y ciñéndose la falda con las manos, pues cien ojos la miraban, Pepa subió lo más de prisa que pudo los escalones de hierro para darle alcance. Sólo al cruzar el hueco por donde el vergonzante se había escondido dejó de sentir sobre su nuca y sus piernas las miradas de aquella abigarrada y desmandada vecindad. Se encontró entonces en una escalera interior oscurísima y muy pina, a la que faltaban dos peldaños. Muerta de miedo, llegó hasta el desván; sorteó los trastos, las vigas, y —con mucho cuidado de no desnucarse, pues en algunos puntos el suelo fallaba— se acercó a uno de los laterales. Aprovechando la inclinación del tejado, alguien había improvisado una pared con desechos de obra. Un saco clavado en lo alto de un hueco hacía las veces de puerta y de cortina. Se detuvo para normalizar la respiración. El corazón quería escapársele del cuerpo. Ya no podía volverse atrás. Golpeó nerviosamente con los nudillos sobre el ladrillo.

—¿Puedo pasar?

Las piernas le temblaban como si hubiese llamado a la puerta de una casa de mala vida.

El «hombre de la bufanda», que en aquel momento no la tenía puesta, asomó el cuerpo por el vano y miró a Pepa, entre sorprendido y disgustado. Se encogió de hombros: ¡allí no había donde pasar! Un poco turbado, tomó la bufanda y se la enrolló (cubriendo así la ausencia de camisa y una fea cicatriz en la base del cuello); descorrió el saco e hizo pasar a Pepa Turull. En el suelo había un catre con una manta y unas cajas de vino vacías que servían de asiento; en el hueco del ventano, una plancha de madera a modo de repisa. Todo era paupérrimo y limpio. Los objetos de la repisa —una navaja de afeitar, un jabón de ropa, un cabo de vela, unas cuerdas, unos clavos…— estaban cuidadosamente ordenados y alineados. El cuarto era triste, pero no un antro. Era desolado, pero no sórdido. Pepa tragó saliva.

—Comandante Moscoso… —Y apenas pronunció este nombre las lágrimas asomaron a sus ojos.

El rostro del hombre se contrajo. Sobre la piel de su frente se formó un gran pliegue vertical.

—Dígame: ¡se lo suplico! Usted es el comandante Moscoso, ¿verdad?

El hombre la miró con expresión glacial. Las breves palabras cruzadas antes de ahora con esta joven no la autorizaban a violentar su retiro y menos aún a husmear en su pobreza o en su personalidad. El comandante Moscoso había muerto muchos años atrás. Su última acción fue cruzar con un guante la cara de un compañero. Moscoso, a secas, el hombre que alentaba bajo este apellido (el complejo de afanes, normas, impulsos que hacen que un hombre sea hombre, como un conjunto de células hacen que un cuerpo sea un cuerpo) había muerto también, y tan estérilmente, tan oscuramente como había vivido. Lo que ahora quedaba no era el comandante Moscoso, sino su sombra colgada de una infinita desgana de vivir. Querer dar nombre a esta piltrafa era tan innoble como vestir un cadáver y sacarlo a pasear.

—No te mueras, Petrirena. ¡Te ordeno que no te mueras!

Era terco como una mula y ni siquiera en un trance como éste le quiso obedecer.

—¡Sálgase de ahí, Moscoso! ¡Cúbrase con los camiones!

Era la voz de Pereira de Souza: la voz inútil del camionero. La bala le había atravesado el cuello; Moscoso echaba sangre por la boca como un toro mal matado. Sintió cómo lo aupaban y arrastraban; sin desvanecerse, vio el reguero de su sangre y el resplandor de los camiones hechos ascuas de fuego, y oyó el tiroteo de los soldados de Kutumbi, que llegaban cuando todo estaba consumado; y sintió que la tierra oscilaba bajo su cuerpo: era el balanceo del barco por la corriente del río. La vida se le vaciaba por el cuello como un pellejo de vino por sus heridas. Y ya no supo más. Sus recuerdos se interrumpían allí mismo donde enlazaban: junto a la doble sorpresa de saber que no estaba muerto y de oír voces de mujeres hablando en su propio idioma. También Petrirena al morir se puso a rezar en vascuence. ¿Sería la agonía volver a vivir las voces de los primeros años? Moscoso luchó por descifrar el enigma; quiso abrir los ojos y hablar; pero ni sus párpados ni su garganta le obedecían. Sólo sus oídos permanecían alerta, y —a ráfagas muy cortas, entre sueño y sueño— su entendimiento.

Le sorprendió la luz, una luz nueva. Se había esforzado —¿cuántas horas, cuántos días?— por entreabrir los párpados sin conseguirlo; y ahora, de pronto, descubría que estaban abiertos y la luz penetraba en ellos.

—¿Dónde estoy?

Al decirlo, un dolor agudísimo desgarró su garganta.

Un rostro enorme cubrió todo su horizonte visual.

—No hable, no hable. Está muy débil todavía.

Obedeció y se quedó dormido.

Durante las largas horas blancas entre la vida y la muerte, el oído fue el único sentido que no le abandonó. Ahora comprendía que había recuperado otro sentido: el del olfato. No se engañaba. Olía a seco, a rosas marchitas y a medicinas. Pero, sobre todo, a seco.

Se incorporó en el lecho. La sala del hospital era inmensa, destartalada y no muy limpia. Frente a las hileras de camas, grandes ventanas abiertas por las que se veía un cielo distinto a todos los cielos. Sus ojos quedaron prendidos de aquel color inconfundible. Si disparara con su rifle contra la altura, se podría ver la trayectoria de la bala sobre el azul: tal era su diafanidad.

—¡Psch!… ¡Psch!… ¡Muchachos! Lázaro, abre los ojos…

Todas las camas estaban ocupadas. Moscoso sólo veía a los más próximos; pero intuyó que aun los que él no distinguía le estaban mirando. El que hablaba era un vejete con la pierna colgada en una polea. Le veía la polea, pero no la cara.

—¡Eh, vecino! ¡Da gusto vivir!… ¿Eh que sí?

Moscoso lo miró fijamente. Su figura, borrosa al principio, fue ganando nitidez.

—Aquí se hacían apuestas de si se iba… o se quedaba. Por su culpa he perdido dos duros; pero me alegro de verle revivir…

Se señaló el cuello.

—¿Qué fue? ¿Una pelea? ¡Hizo usted bien! ¿De qué le sirve a uno ser hombre tranquilo? Yo nunca me he metido con nadie, he sido defensor de la confraternización humana y el amor universal…, y, ¡ya ve!, hace dos meses me atropello el haiga de un americano. ¡Que me hablen ahora de confraternización!

Una enfermera se acercó, mandó callar al charlatán y tomó el pulso a Moscoso.

Al llegar a España, Alberto Moscoso pasó los tres primeros días en el quirófano del hospital. No había camas bastantes; y ya porque nadie creyera que saldría vivo (alguien protestó de que les mandaran cadáveres por avión), ya porque no llevaba papeles encima, el caso es que pensaron enviarlo directamente de la sala de operaciones a la de disección. La orden de repatriación del antiguo comandante fue dada por un ciudadano griego que era vicecónsul de Italia, país que representaba los intereses españoles en el puerto fluvial donde atracó el ferry que llegaba de Santa Ana. Un avión hospital —que hacía escala en Madrid— salía al día siguiente para transportar heridos a Europa; el vicecónsul consiguió que aceptaran al español. Todo esto salió a relucir cuando, ya repuesto, quisieron darle de alta. Necesitaban imperiosamente la cama que venía ocupando. Moscoso intuyó que el no haber muerto creaba un tremendo conflicto al director. Pero he aquí que no tenía ropa alguna que ponerse, ni había en el hospital nadie con la misión específica de agenciar ropa a los enfermos; pues, por lo visto, era verdaderamente insólito el caso de que llegaran hasta sus puertas empaquetados en una camilla desde el África Ecuatorial. A diario le decían que se levantara para marcharse, y a diario caían en la cuenta de que no era posible despachar a la calle a un viejo convaleciente y desnudo.

Si no fuera porque por el color del cielo había descubierto Moscoso que estaba en España, se lo hubieran confirmado estos dos extremos: la desorganización del Hospital del Estado y la generosidad de los que le rodeaban. Todo el mundo, por igual, tenía allí buena voluntad y pésimo humor. Los médicos se quejaban de las monjas; las monjas, de las enfermeras; las enfermeras, de los enfermos; los enfermos, del Gobierno. El Gobierno no tenía nada que hacer. Los médicos trabajaban gratis y no se les podía pedir más de lo que hacían. El director, que era una eminencia para operar, como organizador era un desastre; pero con sólo su nombre daba prestigio a la institución. Lo que el orden y la previsión no consiguieron, lo suplió con creces la generosidad. Entre el vejete atropellado de la cama inmediata (que por dos veces había donado su sangre para transfusiones de urgencia al herido) y un estudiante de Medicina que hacía prácticas en el hospital, abrieron una suscripción entre médicos y enfermos. Y aunque aquéllos no cobraban un céntimo por su trabajo, y muchos de éstos no tendrían ni para fumar, consiguieron reunir un par de zapatos de segunda mano, unos calcetines, un traje usado de buen ver y cuarenta duros. Se olvidaron de la camisa, y como Moscoso invirtió gran parte de su fortuna en adquirir una navaja de afeitar, jabón y una bufanda para cubrir la herida, sin camisa se quedó.

—Y ahora… ¿qué va a hacer usted?

Moscoso se encogió de hombros.

Él era un viejo: había pasado bruscamente de estar en la plenitud de sus facultades a ser un viejo. No había vivido mentalmente el proceso —que los jóvenes imaginan lento— entre un estado y otro estado. Se encontró de pronto en él —¿les ocurrirá a todos así?— como quien cruza una raya en el suelo. Era un hombre joven cuando lo hirieron, o al menos nunca se detuvo a meditar si había dejado de serlo, y era un hombre viejo cuando sanó. La vejez era sin duda esta falta de curiosidad por saber qué le acontecería mañana. Por de pronto quería salir de allí, hoy mismo, cuanto antes, para ver el cielo fuera de las ventanas y sentir el sol sobre la piel. ¿Mañana? ¡Qué más da! Sólo sabía que no valía la pena tomarse la molestia de vivir; que era muy tarde —¡muy tarde ya!— para volver a empezar.

—¿No tiene usted familia?

—No.

—Sin embargo…, mientras deliraba, le he oído a usted pronunciar los nombres de dos personas. Las llamaba usted con insistencia.

—Me sorprende. ¿Cuáles eran?

—Uno, María José; el otro, Petrirena.

—Los dos han muerto.

—Espere, amigo, no se vaya. El estudiante me ha dado esto para usted.

—¿Qué es?

—Ese muchacho es oro de ley. Le dije que en sueños mandaba usted cuadrarse a un sargento. Y el chico comentó que no estaba bien que un militar se lanzara a pedir limosna por esas calles. ¿De veras que es usted militar?

—Ya no.

—Bueno; el caso es que en esa dirección de la tarjeta le darán de comer: tiene que rellenar una ficha primero.

—Un problema resuelto. Gracias.

—No se vaya, escuche. ¿Dónde va a dormir?

—No sé.

—Pues yo sí lo sé. Acuérdese de esto. En la calle del Ángel pregunte por el Corralón del Virrey, y allí por el ebanista. Le dice de parte del «Cenizo» que le dé mi cuarto. ¡Ya verá qué palacio! Y, ya por su cuenta, explíquele que no estoy en la cárcel. Que estoy aquí. Que venga a verme.

—Se lo diré. Y vendré con él algún día. ¿Cómo va esa pierna?

—Que si no la cortan, que si la cortan…

—¡Que no sea lo último!

—Gracias, vecino.

—Gracias a usted por todo. Adiós…

—Adiós…

¡Qué bonita ciudad! ¡Qué luz, Dios, y qué aire! Las gentes hablaban más alto que en parte alguna, y reían más alto también. Las mujeres llevaban ya la ropa suelta y ligera del verano; era un placer mirarlas andar y oírlas reír. La ciudad era bulliciosa. Los niños correteaban por las plazas y jardines; los pájaros, por el cielo. Nunca, en ningún otro rincón de la tierra, vio tantos pájaros surcando el espacio, patinando sobre el azul, trenzando y destrenzando inverosímiles caligrafías, como los que alborotaban aquella tarde sobre la Plaza de Oriente, mientras el sol trotaba por la Casa de Campo hacia los montes de Ávila.

Como estaba muy débil y se cansaba al andar, cada pocos minutos se sentaba en un banco para reponer fuerzas. Pero no se quedaba mucho rato inactivo. Quería andar, andar. Y ver. Y reconocer las viejas cosas, y recordar las que ya no estaban, y juzgar los edificios nuevos, los nuevos árboles, las nuevas calles que no sabía adonde iban… Semana tras semana fue descubriendo la belleza de la vida solitaria, la emoción del vagabundo, el andar sin dirigirse a parte alguna, el caminar sin regresar de ninguna parte. Ahora que se hablaba tanto de los cosmonautas, Moscoso pensaba que la ingravidez de los cuerpos en el espacio debía de ser algo muy semejante a esta sensación de libertad y de plenitud que experimentaba. Nada le atraía. Nada le ataba. Ni el pasado ni el futuro influían en él. Sólo le movía la propia e inefable ingravidez de la libertad. Comía en la Residencia y dormía en el cuchitril del «Cenizo». Sólo algunas veces, muy de tarde en tarde, se situaba frente al Ministerio donde en otros tiempos trabajó, o frente a la casa de Matilde, que estaba cerrada. ¡Qué extraña sensación! Era como una emoción prestada la que recibía frente a esos rincones que le evocaban la vida de un amigo —muerto muchos años antes—. Pero ese amigo muerto no era él; ni siquiera compartía con él los gustos o las aficiones. Recordó a la hija muerta. Ana María había muerto también. La colegiala de las grandes trenzas: aquella de la banda, la medalla y el rosetón, no existía ya. Hoy sería una mujer al borde de perder la juventud; pero la niña, ésa ya había muerto. ¿Para qué evocarla? ¿Para qué engañarse? ¿Acaso no había muerto también en su corazón? La había ido matando, minuto a minuto, ahogándola en su recuerdo, ahogando su recuerdo mismo, sepultándola bajo capas de olvido. Los primeros tiempos rechazaba con esfuerzo de la voluntad el asalto de su rememoración; después, poco a poco, la voluntad dejó de intervenir: su pensamiento, instintivamente, repelía cualquier aproximación. Pasados los años de lucha, Moscoso comprobó que ya no había herida donde antes manaba sangre; fue destapando lentamente sus recuerdos, como quien retira una venda, y no descubrió ni la cicatriz.

Una tarde, en la Residencia, donde comía, una de las pensionistas cometió un acto incivil: lanzar la sopa sobre la cara de quien la servía, pretextando que no tenía sal. Pamplinas: no era por la sal, era por la cara. La muchacha era preciosa, y su agresora un loro amojamado. La injusticia le sublevó. Jóvenes como aquélla eran la alegría de Dios. ¡Y la suya, la suya también! El mirar sin turbarse a las chicas guapas era un placer sólo reservado a los viejos como él. Días más tarde, terminado el almuerzo, se acercó a la ultrajada y le dijo:

—Señorita, en nombre de muchos de nosotros, y en el mío propio, quiero expresarle mi sentimiento y mi indignación por lo ocurrido.

La joven le quitó importancia.

—¡Pobrecita! Estaría irritada por otras causas. ¡Es tan difícil juzgar…!

—No la disculpe. Ha sido un acto reprobable.

Rogó a la muchacha que aceptara sus palabras como un desagravio por la estúpida ofensa de que había sido víctima, estrechó la mano que ella le tendía y se despidió.

A partir de entonces, Pepa saludaba siempre con especial atención al hombre de la bufanda. Aunque procuraba olvidar el lamentable episodio, la procesión iba por dentro. A veces soñaba que la vieja irascible se ahogaba en un lago de sopa caliente y se despertaba escandalizada al comprobar la extraña fruición con que presenciaba, en la duermevela, cómo los fideos se arrollaban a los brazos y las piernas de la del moño, impidiéndole nadar. Durante muchos días, esta venganza mental, aunque fuera en sueños, fue motivo de profundo desasosiego para su conciencia. Al escuchar a uno de los pensionistas —y nada menos que al «hombre de la bufanda», por cuya misteriosa vida estaba tan intrigada— aquellas palabras de desagravio, se sitió tan agradecida que estuvo a punto de abrazarle. Días después entabló conversación con él. Pepa no recordaba por qué motivo durante esta charla intrascendente surgió el nombre de María Terrón. Fue ella quien lo pronunció al azar, hablando de las manías, de los complejos, o quién sabe qué de algunos residentes; pero el «hombre de la bufanda» se interesó vivamente al oír este nombre; y al saber que había muerto, quiso conocer más detalles: cuándo había fallecido, cuál fue la enfermedad y, sobre todo, desde cuándo estaba aquella mujer acogida en la Residencia.

Aquella noche, Pepa apenas pudo dormir. ¿Por qué se turbó tanto este hombre al oír nombrar a la protegida de la abuela de Ana María; qué relación tenía con la vieja maniática; por qué tanta curiosidad por tener detalles de su muerte y cuál era la causa del mutismo en que se encerró al enterarse de todo ello?

«¡Oh, Señor, Señor! —rezaba Pepa aquella noche—. ¡Sé consecuente contigo mismo y haz que sea cierto lo que imagino, o prívame para siempre del don de la fantasía que Tú me has dado!…».

Y al día siguiente esperó al «hombre de la bufanda» a la salida de la Residencia para averiguar dónde vivía.

La entrevista no fue fácil.

—¡Dígame! Se lo suplico… Usted es el comandante Moscoso, ¿verdad?

Pepa estaba afectadísima por la magnitud del descubrimiento. La víspera había hablado con su marido haciéndole partícipe de sus sospechas, y éste le había dicho, de manera tajante: «No le digas nada a Ana María mientras no lo confirmes». Pepa hubiera querido seguir al «hombre de la bufanda» acompañado de Ana y presenciar aquí mismo cómo caían el uno en brazos del otro. Santiago, su marido, estuvo terminante: «De ninguna manera le digas nada todavía. Y no des ni un paso sin consultarme». Aunque a Pepa le parecieron excesivas las dilaciones que le recomendaba Santiago, por esta vez le hizo caso y no tardó en comprender cuánta razón tenía al aconsejarle prudencia.

El hombre, al verse descubierto, palideció intensamente y clavó sus ojos en ella con tal voluntad de penetración que Pepa comprendió el terrible dilema que hervía en su interior. «Esta mujer, por la edad, puede ser Ana María. ¿Es ella o es una enviada suya?». Pero… de ser ése el pensamiento de Moscoso, ¿por qué no la abrazaba, si la confundía con Ana, o por qué no le confesaba: «Tengo una hija y la he perdido. Ayúdeme a buscarla»?

El gesto de Moscoso varió lentamente. Apretó las mandíbulas y endureció los ojos. Respondió preguntando:

—Y usted, ¿quién es?

—Soy Pepa Turull. Me conoce usted de sobra de la Residencia. ¡Soy «la de la sopa»!…

—Le ruego, señora, que respete usted mi soledad. Si quisiera compañía, podría tenerla.

Pepa parpadeó repetidas veces antes de añadir una sola palabra. Le hubiera gustado poder gritar a Moscoso: «Su hija vive. Venga conmigo y le echaré en sus brazos». Pero al oír de los propios labios de este viejo antipático que su retraimiento era voluntario, pensó que decir algo así sería suficiente para ahuyentarle, como se ahuyenta al venado si el disparo no lo abate. Había, pues, que engarzar varias mentiras para justificar por qué le siguió hasta su casa y cómo logró descubrir su personalidad. Le confesó que estaba muy abatida por el incidente de la sopa; y la única compensación fueron las palabras tan corteses y generosas que le había escuchado. Movida por la gratitud, quería favorecerle de una manera especial sin que esto despertara envidias entre los demás pensionistas de la Residencia. De aquí que —aun estando prohibido— hubiera buscado su nombre en el fichero de la institución.

—¿Necesita usted ropa, mantas, zapatos…?

Moscoso la taladraba con los ojos. Agradeció fríamente la oferta y la rechazó.

—¿Quiere que le traiga jabón, que le consiga algún mueble?

—Sólo quiero que respete usted mi soledad —repitió, recalcando las palabras.

Pepa salió del Corralón del Virrey con los nervios destrozados. No podía sufrir que su amiga —de quien recordaba escenas desgarradoras cuando siendo niñas, en tiempos del ama Candelas, desapareció Moscoso— tuviera a su padre a dos pasos de ella, viviendo en la indigencia, y no pudiera socorrerle. Y, por este motivo, no se sentía capaz de dialogar con ella sin confesarle su secreto. Decidió, pues, huir de Ana aquellos días. Y esto no fue fácil, pues Ana, que antes no la buscaba nunca, la llamaba ahora constantemente.

—No me dejes sola, Pepa. Estoy pasando unos días malos.

—¿Ha vuelto Enrique de Bilbao?

—Ya te he dicho que estoy sola…

Aquella misma tarde, en cuanto amainó el calor, Moscoso salió a pasear. Se sentó en un banco en la Plaza de Oriente y se entretuvo echando migas de pan a los pájaros; mas los gorriones no se acercaron, porque unos niños cretinos, empeñados en evitarlo, los espantaban adrede. Entonces se levantó del banco y espantó a los niños, como éstos hicieron con los pájaros, pero los chiquillos eran crueles y se vengaron de él con piedras y burlas. Ya era de noche cuando regresó a su buhardilla. Se tumbó en el catre y quiso dormir, mas no pudo. El calor era insoportable, y hasta su rincón llegaban los ruidos de una verbena junto al Manzanares. La noche ya estaba avanzada cuando se levantó. Quiso atribuir su insomnio a la estridencia de los altavoces, al calor del desván, a la salvaje necedad de los chiquillos que se habían burlado de él en la plaza, pero no a la visita de la señora de la sopa. Se asomó al ventanuco, abierto sobre la pendiente del tejado. Allí se respiraba mejor. La noche era alta y caliente. Por la posición de las estrellas dedujo la hora como cuando velaba en el desierto. Las noches de Madrid eran más parecidas a las del Sahara que a las del África Ecuatorial. En Akamoto, la humedad cubría siempre el cielo de un vaho de baño turco y era difícil ver con esta claridad las esferas celestes.

—¿Ves? Ésa es la Estrella Polar…

¿Cuándo y dónde pronunció estas mismas palabras? El recuerdo le vino de pronto, dulcísimo y doloroso. Había salido de excursión con Ana María. Era verano como ahora, y —como ahora— las estrellas brillaban en la noche como ojos de alimañas. La pequeña Ana tenía miedo y estaba cansada. Salieron al amanecer; y ahora regresaban con las cestas llenas de truchas…

—No nos hemos perdido…, ¿ves? ¡Ésa es la Estrella Polar!…

Aquel año estaban veraneando en un pueblecito de la Sierra de Gredos. Elena y Matilde les suplicaron que no llegaran tarde. Pero Ana no podía seguir el paso de su padre.

—Vamos, pequeña…, se nos va a hacer tarde… En casa se van a asustar de que sea de noche y no hayamos vuelto… Y no nos dejarán salir solos nunca más… Así me gusta, obediente como un buen soldado… Aún nos queda mucho tiempo por andar… Vamos, vamos, pequeña; no te retrases. Ven conmigo…

Cerca del amanecer enmudecieron los altavoces de la verbena. Y un airecillo consolador se desplomó desde la sierra para refrescar Madrid. Sólo entonces percibió Moscoso la llegada del sueño. Se retiró a su catre y se quedó traspuesto. ¡Eran los altavoces y el calor los que no le dejaban dormir!

Al día siguiente, Pepa esperó a Moscoso a la salida del Corralón. Cuando éste la vio no pudo evitar un gesto de disgusto.

—¿Qué quiere de mí?

—Ayer estuvo usted de un antipático subido. Y quería comprobar si ése es su estado natural o era tan sólo una afección pasajera.

—Es mi estado natural, señora mía. Le suplico que me deje solo.

—Tiene usted un medio de conseguirlo.

—Le agradeceré que me dé ese dato.

—Mire usted si es sencillo: no tiene más que decirme qué necesita, yo se lo traigo y no volveré a molestarle más.

Moscoso giró sobre sus talones sin responder y comenzó a caminar. Pepa se pegó a su costado como un caracol a una hoja.

—Es muy alto el precio que usted me pide —dijo Moscoso al fin—, pues no estoy acostumbrado a pedir, sino a dar. Además, no la creo capaz de cumplir su palabra.

—Pruebe usted. No tiene más que decirme: «Necesito un piano». Y le traeré un piano.

—No me ha entendido usted. No es un piano lo que yo quiero, sino perderla a usted de vista. De modo que si acepto su ayuda no es por la ayuda en sí, ¡que quede esto claro!

Dudó un momento antes de añadir con tono más cortés:

—Y si deseo perderla de vista, no es porque no sea usted una señora de muy buen ver, ni porque me desagrade su compañía, sino porque soy un raro… y no tengo ya edad para cambiar. Quiero decir con esto, señora, que no me tome por un incivil.

—¿Por qué me llama señora?

—Porque he visto su anillo de casada.

—Es usted muy observador.

Moscoso se detuvo.

—En realidad, no tengo necesidad de nada. Estoy pensando qué puedo pedirle, y no se me ocurre.

—Cigarrillos, libros, zapatos, mantas…

Moscoso la interrumpió.

—Libros…

Pepa estuvo a punto de abrazarle.

—¿Qué clase de libros le interesan?

—Todos… Siempre que me permita devolvérselos, una vez leídos.

—¿Le gustan los de caza, los de historia, los militares? ¡Dígame los que le interesan más y se los traeré!

Moscoso sonrió.

—Le dejo a usted que elija por mí.

Y se acordó de Petrirena, que en Santa Ana le compraba los libros —los que fuera— por kilos.

Dos días después, Moscoso tuvo que robar unas maderas del desván para organizarse una estantería, pues en el suelo no le cabían los que le trajo Pepa Turull.

A partir de esa mañana, Pepa —que sólo ayudaba a servir comidas los martes y los viernes— comenzó a frecuentar la Residencia de Pobres Vergonzantes con mucha mayor asiduidad. Atendía a Moscoso, le cambiaba los platos, le escanciaba el vino, sin mirarle a los ojos ni decir palabra: exactamente como si no le conociera. El pensionista la veía ir y venir no sin cierta sorna. Era enternecedor ver los esfuerzos que hacía esa señora para cumplir su promesa. La selección de los libros hecha por ella era sencillamente prodigiosa. ¡Quién la hubiera tenido en Santa Ana para estos menesteres! El pobre Petrirena, cuyos escarceos por la letra impresa no se elevaron nunca más allá de las Aventuras de Pipo y Pipa, lo hacía bastante mal.

Dos veces por semana —y también a las horas en que Moscoso salía a pasear—, Pepa se presentaba en el Corralón del Virrey, retiraba un paquete de tomos ya leídos y depositaba otros en su lugar. Uno de los libros, Sociología del África Negra, de Francisco Elias de Tejada, le impresionó vivamente.

—¿Sabe usted lo que traigo en ese paquete?

Pepa Turull acababa de depositar en la mesa de Moscoso un plato de natillas, y se hizo la sorprendida al ver que éste se dignaba dirigirle la palabra.

—Lo ignoro, señor —dijo.

Moscoso aclaró:

—Son flores…

—¿Ahora come usted flores, como los corderitos?

—Las he cogido en el campo. Son para usted.

—Olvida que soy casada.

Alberto Moscoso apretó los puños.

—¡O acepta mis flores, o armo un escándalo!

Pepa sonrió maliciosamente.

—Las acepto siempre que me permita devolvérselas una vez olidas.

—¡Es usted insoportable!

—¿No hace usted lo mismo con los libros que yo le llevo?

En esto, una de las pensionistas llamó a Pepa Turull.

—¡Señorita!

Moscoso miró alarmadísimo a la que gritaba. ¡Si alguien se atreviera a injuriar a Pepa Turull como la vieja del moño el día de la sopa, le clavaría el tenedor en el vientre hasta rebañarle el hígado!

No hubo lugar. La que llamaba sólo quería que le sirvieran más vino. Pepa, una vez que hubo obedecido, se acercó a la mesa de Moscoso y retiró las flores, sin decir esta boca es mía. A la salida, ella le esperó. Llevaba las flores en la mano y sonreía como una novia. A Moscoso le azaró que los vieran juntos los demás pensionistas. Frunció el entrecejo.

—¡Es usted un ser huraño e insociable! —exclamó Pepa Turull a guisa de saludo—. En Madrid hay miles de hombres que serían felices en mi compañía. El único que hace mohines de disgusto al verme, es usted…

—¿Por qué le interesa la amistad de un viejo como yo?

—¡Usted no es viejo! ¡Es raro, que ya está bien!

—¿Me encuentra usted raro?

—¡Rarísimo! Usted mismo me lo confesó días pasados. Quizá sea por contraste con el resto de los hombres que viven en el Corralón, que me tienen mal acostumbrada. ¡Si viera las cosas que me dicen cuando le llevo libros al desván!… ¡Pero yo echo de menos que usted nunca me diga nada!

—¿Qué le puede decir a una flor como usted una vieja lombriz como yo?

—Aprenda de los otros.

—Dígame usted algo de lo que le dicen, para aprender…

—No me atrevo… Un hombre tan austero no debe escuchar esas cosas…

Estaba empeñada en hacerle reír. Y lo consiguió.

—Es usted desconcertante, Pepa, si me permite que la llame así. Tiene usted un corazón de oro; pero, por contra, tiene la lengua muy suelta.

—Si me ofrece usted el brazo, iré mucho más cómoda —confesó Pepa riendo.

Y rompieron a andar. Estos paseos se repitieron varios días más.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Santiago, apenas la vio entrar.

Pepa se dejó caer en un sillón y se quitó los zapatos.

—Estoy cansada…

—¿Has vuelto a salir con el viejo?

—No es viejo. Es desgraciado… No puedo ver sufrir a la gente…

Hizo un gesto de desaliento y preguntó:

—¿Has tenido noticias de Enrique?

—Hablé con Ana María —comentó Santiago Turull—. Enrique no llegará hasta la semana que viene. ¡Estoy deseando que arregle de una vez lo de ese maldito portaaviones y coja las riendas del asunto! No me divierte que te vea la gente paseando de un lado a otro con un vagabundo…

—¡Si vieras qué hombre más extraordinario! Hoy, al fin, me ha hecho confidencias… Tuve que contarle la historia del verdadero «hombre de la bufanda», al que durante tanto tiempo confundí con él. Excuso decirte cómo la adorné… Lo hice para moverle a que me hablara de algo suyo… Vengo con el corazón encogido… No sé qué pensar ni qué debo hacer…

—¿Te ha hablado de Ana María?

—Muy vagamente. Me confesó que abandonó a su familia antes de volver a África. Le pregunté si vivía alguno de los suyos y me respondió que prefería ignorarlo, pues si tuviera la más pequeña sospecha de que uno de ellos pudiera reconocerle o localizarle, huiría de aquí o se quitaría la vida. «¡Usted es demasiado hombre para cometer ese acto de cobardía!», repliqué indignada. «¡Sólo los cobardes son capaces del suicidio!». No me contestó. Me besó una mano y me dijo que yo era muy buena.

Pepa se levantó del sillón y comenzó a pasear descalza por el cuarto.

—¡No sé qué debo hacer, Santiago, no lo sé!

—Espera a que llegue Enrique…

—Cada vez que salgo con el viejo —insistió Pepa— me hace el efecto de que estoy traicionando a Ana María, como si le pusiera los cuernos con su marido.

Santiago la interrumpió, molesto:

—¡Procura no decir tonterías…, si puedes! A lo mejor haciendo un gran esfuerzo consigues evitarlo…

—No me has entendido —continuó Pepa—. Quiero decir que el viejo me interesa con independencia de Ana. Aunque Ana María no existiera —añadió con énfasis—, él es merecedor de que alguien le tienda una mano, de que le preste un poco de amistad… No sé lo que me pasa con él. Hoy le he visto sufrir y vengo con el corazón arrugado…

—Ya me lo has dicho, ya —replicó Santiago con un punto de ironía que Pepa cazó al vuelo.

—No estarás celoso, supongo.

Santiago se echó a reír.

—Si alguna vez me ves celoso, llama a un psiquiatra: estaré gravemente enfermo de la cabeza.

—Lo dices como un cumplido, pero te advierto que no me halaga nada.

—¿No te halaga que me fíe de ti?

Pepa replicó, muy ofendida:

—¡En absoluto!

Una tarde, Pepa Turull entró en el cuchitril de Moscoso cargada de regalos: dos camisas nuevas, un par de zapatos y unas pastillas de chocolate.

Moscoso señaló la puerta.

—Lléveselo.

—¡No pienso llevarme nada!

Como el dedo de Moscoso siguiese indicando la salida, Pepa añadió:

—Hagamos un pacto: quédese con una camisa y me llevaré el resto.

—¿Por qué hace usted esto conmigo?

No era la frase hecha de quien quiere, por gratitud, mostrarse sorprendido de la generosidad ajena, sino de quien exige una explicación para encontrar el verdadero móvil de una actitud confusa.

—¿Por qué me quiere favorecer? No le diré si esto me ofende o no: quiero tan sólo saber por qué.

Pepa desvió la mirada.

—No es a usted a quien quiero ayudar —confesó.

—¿A quién, pues? —preguntó Moscoso secamente.

Pepa respondió con un hilo de voz:

—A Ana María…

Moscoso se quedó un buen rato sin pronunciar palabra.

—¡Ana María Moscoso! —recalcó, gritando, Pepa Turull.

Los hombres de edad no palidecen como los jóvenes; en sus mejillas no se forman surcos, ni ojeras bajo los párpados por profunda que sea una emoción: su gesto se endurece y ensombrece, pero no se descompone. Con terrible frialdad, sin alzar la voz, pero con tremenda autoridad también, Moscoso ordenó:

—¡Váyase!

Pepa, al pronto, no se movió. Estaba inmovilizada por la sorpresa.

—¡Váyase!

Moscoso tomó los paquetes en sus manos y los dejó caer al suelo.

—¿Es ella quien me envía todos estos regalos?

—No. Ella no sabe si usted vive o ha muerto.

—¡Júremelo!

—Se lo juro.

Hablaba a gritos.

—De modo que… su amistad no era sincera… Sus paseos, un medio de ganar mi confianza. Sus regalos, un soborno. ¡Lléveselos todos!

—¡Le he jurado que ella no sabe nada!

—¿Por qué no se lo ha dicho usted?

—¡Debí hacerlo! He sido una estúpida no diciéndoselo todavía… No quería hablarle de esto mientras usted no me lo permitiera.

Moscoso alzó una mano en el aire.

—Si algún día mi hija sabe algo —murmuró—, desapareceré de aquí.

Pepa giró sobre sí misma, salió del cuartucho y avanzó unos pasos por el desván hacia la escalera. Oyó a su espalda la voz de Moscoso:

—No se vaya…

Sin volverse se detuvo esperando oír la continuación de aquellas palabras. Hubo un largo silencio. Se volvió hacia el vergonzante.

—Pase dentro. No se vaya… —dijo éste.

Pepa entró de nuevo. Moscoso estaba ahora de espaldas a ella, apoyado en la repisa del ventano. Con la voz descompuesta y tan bajo que era difícil oírle, preguntó:

—¿Cómo es… Ana María… ahora?

Pepa, que era mujer de lágrima fácil, sintió el agua en sus mejillas antes de notar que le brotaba por los ojos. ¡Al fin había conseguido romper el hielo! Desde que salía con Moscoso esperaba con ansiedad oírle preguntar por Ana.

—Es difícil describirla… Vale mucho más que yo… Es muy culta…, sabe cosas asombrosas…, estudió Filosofía en la Universidad… Ana María, no sé cómo decirlo, es, más que nada, armoniosa: es alta, no se pinta la cara, pero cuida mucho su peinado y su vestido…

No sabía qué más decir. No estaba satisfecha de su descripción.

—Los zapatos se los encarga en París.

Moscoso seguía de espaldas.

—Tiene mi misma edad… —tartajeó.

¡Oh, que tontería decir esto! ¿No iba Moscoso a saber la edad de Ana María?

—Sus manos son preciosas, ¿sabe usted? Cuando era más joven, un pintor hizo un dibujo de sus manos… A veces se distrae cuando le hablan, pero es fácil darse cuenta, porque si piensa en sus cosas se le acentúa un pliegue que tiene en la frente. ¿Es bonita Ana María? Muchas veces me lo he preguntado. Yo creo que es más que bonita. Tiene una personalidad tan… tan fuerte… que su cara no podría ser de otra manera que como es. Ana María es, sobre todo, Ana María.

Cuando comprendió que Pepa había concluido, Moscoso preguntó:

—¿Es… feliz?

Pepa respondió sin dudarlo:

—No.

Moscoso estuvo dos largos minutos mirando por el ventano, sin pronunciar palabra. Al fin, se volvió lentamente. Mordía las sílabas al hablar.

—Supongo que he cumplido con mi deber de cortesía. Ya hemos hablado de lo único que le interesaba de mí. Ahora puede marcharse.

Pepa creyó no haber oído bien.

—No… no… comprendo… —murmuró.

Moscoso añadió secamente:

—Yo no sé si usted estará orgullosa o no de lo que ha hecho. A mí me parece de una refinada maldad. En sus manos tenía usted haber alegrado los últimos años de quien ya no se toma la pena de vivir… Su amistad mientras la creí sincera fue un rayo de luz, el único que llegaba hasta mi rincón… Bien se me alcanza que yo no podía esperar nunca nada de usted, salvo su compañía, pero aun sabiendo que sólo me la brindaba usted por generosidad… la acepté porque era la alegría de mis horas muertas. Le ruego que se vaya y no vuelva… Le suplico que ejerza usted la caridad lejos de mí, donde yo no la vea. Usted podrá escoger otros centros distintos donde dar de comer a sus pobres. Yo, en cambio, no tengo otro sitio donde me den de comer.

Ha abusado usted cruelmente de mí confianza. Ahora que sé que no es por mí, sino por mi hija por lo que me buscaba, no me duele confesarle que no es mi hija (a la que no conozco, y menos aún después de su descripción) quien a mi me importa, sino usted… Le ruego que recoja sus limosnas y se marche…

Pepa no recogió nada. Salió al desván aturdida. No tenía fuerzas ni para hablar.

Moscoso se asomó al hueco que hacía las veces de puerta.

—Y no olvide que si algún día mi hija sabe algo, cumpliré mi amenaza.

La Turull se detuvo. Por dos veces a lo largo de la penosa entrevista había salido al desván creyéndose vencida y por dos veces había sacado fuerzas de flaqueza para aferrarse a una última esperanza. Se volvió hacia Moscoso. En voz muy baja, como quien carece de vigor para alzarla más, comentó tristemente:

—Quiere decirme que usted no la necesita. ¿No es eso?

—Eso es. ¡Ni la necesito a usted ni la necesito a ella!

Pepa gritó hasta desgarrarse la garganta:

—¿Y no ha pensado nunca si es ella la que le necesita a usted? ¿No lo ha pensado?

Moscoso perdió la serenidad. Sus ojos parecían asombrados. Pepa, descompuesta, seguía gritando:

—¿No lo ha pensado? ¿No lo ha pensado?

Le volvió la espalda y buscó en la penumbra —asustada de su propia voz— el hueco de la escalera.