XIV
LA MADRE DE PETRIRENA

Durante el regreso a Santa Ana enloqueció un granjero belga que había sido hasta Musuni uno de los organizadores de la evacuación. Y era milagro que toda la población rodante, conducida por Moscoso, no hubiese enloquecido ya. No era cierto que el país se hubiese sublevado contra los blancos; muy al contrario: eran muchos los indígenas que pensaban que eran los blancos quienes se habían sublevado contra ellos. Nadie sabía nada ni entendía nada. El territorio era una pura olla de grillos; los cerebros de los dirigentes, cajones de sastre donde ni una sola idea iba a derechas, ni un solo juicio estaba en su sitio. Todo era barahúnda, guirigay, embrollo y confusión. Los amigos de los blancos querían que éstos se quedaran al frente de sus granjas, fábricas y oficinas, y asesinaban en masa por traidores a los que huían. Los enemigos de los blancos querían que éstos abandonaran para siempre el país y protegían su evacuación; de suerte que Moscoso tuvo que aliarse con sus enemigos para defenderse de sus amigos. En el catálogo de horrores de las granjas y poblados que encontraron a su paso, el número de muertes era muy bajo en comparación con el de violaciones; de donde se deducía que no era el odio lo que provocaba la mayor parte de los actos de vandalismo, sino la admiración y el deseo de fundirse carnalmente con una raza a la que no pretendían ultrajar, sino imitar. Las mutilaciones de cadáveres de hombres blancos respondían más que nada a un atavismo fetichista; ya que después de la terrible disección, los carniceros de hombres conservaban como objetos de culto, éste una mano, aquél la bóveda del cráneo, esotro los testículos, para adquirir la fuerza, la inteligencia o la potencia sexual del muerto. Y las acciones carnales con cadáveres de mujeres o los actos de antropofagia de que ya se tenía noticia, encerraban parecido significado: apropiarse del espíritu que dormía bajo la forma corporal antes de que la descomposición le hiciera huir a la región de los muertos.

Si la intervención de las Naciones Unidas —unidas sobre todo en el desconocimiento y la ignorancia— no hubiera hecho imposible al Gobierno del que Rolland era funcionario aplicar el tratado militar firmado paralelamente al reconocimiento de la independencia, la situación se habría resuelto en un plazo de horas. Moscoso no podía con su cuerpo. Creía haber llegado al límite de sus fuerzas, pero el hombre es la sola nave a la que no echa a pique un exceso de carga. ¿No podía más? ¡Siempre un hombre puede más! La frontera de la resistencia humana es como el horizonte. Siempre tiene otro horizonte detrás…

La caravana atravesaba un poblado abandonado. La fábrica de productos químicos había sido incendiada con los bancos de las escuelas. Moscoso aplicó a todas las fábricas y escuelas del país las palabras que Rolland dedicaba a las ciudades construidas, como Santa Ana, al borde de la jungla. «Si la mano de Dios se retirara, serían en poco tiempo tragadas por la selva como pequeños insectos por una gran planta carnívora». Y estos hombres vencidos y estas mujeres —granjeros, médicos, ingenieros, funcionarios— a quienes él ayudaba a retirarse, ¿no habían sido acaso sobre aquella tierra la mano de Dios?

Llegaron a Santa Ana al atardecer. Quisieron dirigirse al aeródromo, pero les informaron que allí mismo se había producido un choque sangriento entre el Ejército, que protegía la evacuación de los blancos, y la policía, que pretendía impedirla. La policía se había hecho dueña de la situación. Deliberaron brevemente y los granjeros pidieron a Moscoso que los condujera al puerto fluvial.

El espectáculo que allí se veía era desgarrador. Más de quince mil personas esperaban turno para ser evacuadas. Los fugitivos de Musuni no eran sino gotas de la gran riada. Las salas de espera, los jardines que rodeaban el edificio, el almacén de equipajes, el estacionamiento de coches, las oficinas de la aduana se habían convertido en salas de un inmenso museo del dolor. Tumbados en el suelo, reclinados o sentados sobre sus bártulos, hombres y mujeres de todas las edades hablaban en voz baja; quienes se quedaban, transmitían las últimas recomendaciones a los que se iban; un hombre colocaba en torno al cuello de unos niños un cartón con su nombre y la dirección en Europa, y una petición genérica dirigida a todos y a nadie: «Ayudadlos», «tened piedad»… Moscoso vio que eran muchos los niños con estas extrañas matrículas colgadas como inri en forma de collar, en torno a sus cuellos, y que el número de mujeres triplicaba al de hombres. Las había viejas, jóvenes; ricas y pobres, algunas solas, otras contando y recontando el número de hijos que las rodeaban, queriendo abarcarlos a todos con los brazos o, al menos, con los ojos. Unas dormían en el suelo abrazadas a un hombre o a otra mujer que podía ser su madre o su criada; otras, los ojos perdidos, con las huellas de un horror reciente en su memoria. Eran raros los casos de histerismo o las voces destempladas: quienes lloraban, quienes rezaban, quienes hablaban lo hacían en silencio, procurando respetar el sueño o el dolor de los demás. Moscoso ordenó colocar los camiones uno al lado del otro, las traseras dando a la verja del recinto acotado del puerto fluvial por su parte exterior. Su misión estaba cumplida. Al día siguiente daría libertad a sus camioneros para licenciarse. Los que así lo desearan, podrían marcharse; los que se quedaran con él, recibirían, a partir de entonces, la paga duplicada. Cruzó a pie la verja de entrada y buscó un rincón para dormir. Petrirena le seguía como la sombra al cuerpo. El sargento estaba roto de cansancio; pero por nada del mundo lo demostraría. Mientras su jefe no encontrara por el suelo un rincón donde cupiera su cuerpo, él tampoco se tumbaría. Mientras el comandante no se durmiera, él vigilaría junto al comandante. Aquella noche se sentía unido a él más que nunca. Era incapaz de juzgar sus actos. Le admiraba por encima de toda otra admiración. Tenía en él la misma fe que los negros en los fetiches. Y la fe y la admiración se le doblaban esa noche por el lado sentimental. Encontraron un sitio y se tumbaron juntos. Moscoso era la encarnación de lo que él pensaba que debía de ser un hombre. Sin adjetivos: un hombre. Y lo quería como a un padre. A su padre de sangre nunca lo quiso. Le tenía miedo; pero no lo quiso mientras vivió. Tenía una fábrica de sidra en Oyarzun. Cuando se emborrachaba, pegaba a su madre. A su madre sí la quería. Su madre… Pensando en su madre se quedó dormido.

Un policía de color se acercó a Moscoso.

—Documentación.

El comandante, sin levantarse del suelo, se la alargó. El muchacho dio varias vueltas al papel, dudando en qué forma debía ponerlo para simular que leía.

—Yo vi bajar camiones, muchos camiones.

—Bien. ¿Y qué?

—¿Tú ser jefe de camiones?

—Sí.

—Tener que marchar. ¡Pronto, pronto, hala!

Con la culata del mosquetón le presionaba en el brazo para que se pusiera en pie. Moscoso lo hizo, no sin tragar saliva; guardó su documentación y se encaró con él.

—Marchar…, ¿adónde?

—A casa. Todos marchar.

—¿Quiénes?

—Todos bajar camiones, todos subir camiones. Y a casa. ¡Hala!

—No sé si he entendido bien. ¿Pretendes que todos los que he traído en los camiones nos volvamos a nuestro punto de origen?

—Todos a casa, todos a casa. ¡Hala, hala!

Moscoso se frotó la barbilla, como si allí estuviera el resorte para dominarse. De ningún modo debía mostrar su irritación ni perder la calma.

—¿Quién es tu jefe? ¿Cómo se llama?

—Ombutu…

—Llama a Ombutu. Dile que estoy aquí. Yo soy amigo de tu jefe.

El negro le miró con desconfianza.

—Tú mentir. Yo matar —dijo mirándole con odio.

—Yo soy amigo de Ombutu —dijo suavemente— y tú me vas a ayudar. Llámale.

En cuanto el policía dio la vuelta, buscó a Petrirena con la mirada. Estaba tumbado a pocos metros de él y dormía a pierna suelta. No le quiso despertar. Toda la explanada era una pura alfombra de humana miseria. La mayor parte de las gentes dormían ya. Entre aquellos miles de seres no sabría reconocer a más de veinte de los que había traído con él. ¿Se lo agradecían siquiera?

¡Qué bien se habían portado sus camiones! Allí estaban estacionados al otro lado de la verja. Al mirarlos le pareció que se balanceaban como barcas en un estanque. La cabeza le daba vueltas. No podía más. Quería dormir. Uno de los ferry boats, mediada ya la anchura del río, se acercaba solemne, aguas arriba. ¿Cuántos viajes serían necesarios para evacuar a tantos como esperaban?

El policía se acercó acompañado de Ombutu. Moscoso los vio sorteando los cuerpos a grandes zancadas para no pisarlos. Moscoso le estudió como lo haría un matador con la fiera a quien ha de torear. El jefe no tendría más de veinte años. Se diferenciaba del número por ir más planchado y parecer más cortés.

Le sonrió con amistad, sin recelo alguno, y Moscoso creyó tener ganada la partida.

—Tú eres Ombutu… Un gran amigo tuyo me dijo: «Pregunta por Ombutu. Él lo arregla siempre todo».

—¿Dónde hablaste con mi amigo?

Moscoso mintió.

—En Akamoto.

—¿Akamoto?

—Sí. Akamoto. ¿No sabes? Hay que pasar por allí para llegar al valle de Urobi. Está más allá de las Misiones de Madre de Dios, en el límite de la selva. Tu amigo…

—¿Cómo se llama?

—¡Ah, esta memoria mía! No sé, no me acuerdo ahora de cómo se llama. Estuvo en la escuela contigo. Porque tú sabes leer, ¿verdad, Ombutu? Ombutu hizo un vago gesto de falsa modestia. ¿Cómo no iba a saber leer? Por eso era jefe de policía.

—¿Traer muchos extranjeros en camiones?

—Muchos.

—¿Y por qué quieren marchar? No es bueno querer marchar.

Moscoso sonrió orgulloso.

—Yo me quedo. Yo amo este país. Yo trabajo para hacer grande a este país. Yo no me quiero marchar.

La sonrisa de Ombutu le llegó de oreja a oreja.

—Todos se quedan —dijo con dulzura.

—Todos, no, Ombutu. Hay mucha mujer, hay mucho niño que comen y no trabajan. Ésos deben irse. ¿No crees?

Ombutu no dejaba de sonreír.

—No —dijo.

Y golpeó suavemente con ambas manos los hombros de Moscoso.

—Tú has traído muchos trabajadores. Tú llevarte muchos trabajadores.

—Pero ¿adonde, Ombutu?

—A casa.

—Pero eso no es posible, Ombutu. Vienen de muy lejos. Tres días de viaje. Unos vienen de Musuni, otros de Yaundi Chari.

El jefe de policía volvió a golpearle en los hombros, sin dejar de sonreír.

—Tú llevarlos a Musuni y a Yaundi Chari.

Moscoso apretó los dientes y tardó en contestar. Llevaba cuarenta y ocho horas de tensión, y su diálogo con el jefe de policía consumía a chorros sus reservas de paciencia, muy mermadas ya. La costumbre de tocarle en los hombros mientras hablaba le sacaba de quicio. Hubo entonces un revuelo de gentes junto a ellos. El ferry boat había entrado en el puerto y las gentes se apelotonaban para ocupar sus puestos en las colas. Los que ocupaban la aduana se lanzaron hacia el muelle; y los que dormitaban o esperaban en la explanada, se afanaban en buscar el mejor sitio posible para no perder el próximo viaje.

—Y a ésos ¿por qué los dejas salir? —preguntó Moscoso.

—Antes de la orden ya estaban aquí. Tú llegar después de la orden. La orden dice: «¡Todos trabajar!». La orden dice: «Nadie más salir».

—Bien. Yo obedezco tus órdenes y me voy a la ciudad, a dormir. Mañana me iré a Akamoto.

—Mañana, no. Hoy.

—De acuerdo. Tú mandas. Me voy ahora.

Ombutu sonrió.

Moscoso le estrechó la mano, y sorteando cuerpos, hatos de ropa, equipajes abandonados o perdidos, se dirigió hacia la verja. No había llegado a ella cuando Ombutu dio una gran voz.

—¡Vuelve, tú, vuelve!

—¿Es a mí?

Ombutu ya no sonreía. Tenía la pistola en la mano y gesto de pocos amigos.

—¡Vuelve! ¡Hala, hala! Vuelve…

Cuando vio que Moscoso obedecía, guardó el arma.

—A mí no engañar. Tú querer engañar…

—Pero, Ombutu, amigo de mi gran amigo tu compañero de escuela, ¿qué te ocurre ahora? ¿Somos amigos y me amenazas con tu pistola? ¿No estoy obedeciendo tus órdenes?

—Tú ir en los camiones con «todos». Tú decir quiénes venir contigo y llevarte «todos» a casa. —Y al decirlo volvió a golpear, más violentamente ahora, los hombros de Moscoso.

El rostro del comandante permaneció calmo. El esfuerzo por dominarse le hizo daño. Tenía un nudo de hierro sobre el estómago. Petrirena se despertó. Vio que había discusión y se incorporó en el suelo.

—¿Pasa algo, mi comandante? —preguntó en español.

—¿Qué te parece, Petrirena? Quiere que empaquetemos a los granjeros y los llevemos a Musuni. ¿Tú qué opinas?

—Nada. Me da risa floja. ¡Fíjese qué risa me da!

E hizo una mueca que acabó en un bostezo.

—¡Avisa a todos, hala, a todos! —exclamó Ombutu, en cuya voz había ya menos dulzura.

Petrirena dio un gran grito.

—¡Hijo de la grandísima mona! ¿Quieres dejar las pezuñas quietas y no tocar al comandante?

—Cállate, Petrirena, y tengamos la fiesta en paz.

—Avisa a todos, ¡hala!, ¡pronto!, a todos…

Petrirena, de un salto, agarró las muñecas de Ombutu y se las agitó en el aire.

—Te metes las manos donde te quepan. ¿Te enteras? Que debes tenerlo más grande que el bolsillo de un payaso…

—¡Sargento! —gritó Moscoso—. ¡Échese atrás! Se volvió hacia el negro.

—Este hombre dice en su idioma que nadie va a querer obedecerme. Yo creo que tiene razón.

—Yo no he dicho eso —gritó Petrirena—. Lo que he dicho —y se lo espetó a Ombutu en la cara— es que no me ensucio en el orangután de su padre para no darle una pista.

Ombutu no entendió toda aquella retahíla en lengua extranjera más que un vocablo: «orangután». Hizo un gesto de dolor. Se diría que en vez de un insulto le habían clavado una daga. Moscoso temió que sacara la pistola y vaciara el cargador sobre el sargento. En parte por evitarlo y en parte porque la mano se le disparó sin poder detenerla, Moscoso cruzó la cara de Petrirena de un tremendo bofetón.

—¡Hasta el saber rebuznar tiene su poquito que estudiar! —dijo, mordiendo las palabras.

Pero la mano le hacía daño como si la hubiese sumergido en pez hirviendo. El gesto de estupor de Petrirena; su rostro, palidísimo —nunca hasta ahora lo había visto tan pálido—, con las huellas de sus dedos en la mejilla, le hacían daño también.

—Quien dice lo que no debe, oye lo que no quiere —añadió.

Y se volvió hacia el policía.

—Ese hombre gritaba porque no quiere volver a Musuni —mintió.

—Yo obedecer órdenes. Uno no obedecer, yo matar.

—Pero vamos a ver, Ombutu. Tendrías que matar a más de ciento. Tú no puedes hacer eso. Tú no lo harás, ¿verdad?

—Sí, lo haré.

Alberto Moscoso meditó un momento.

—Voy a buscar entre la gente a los que he traído. Yo te diré quiénes son. Y los llevaré a casa, como tú quieres.

Volvió la espalda al policía, simulando querer obedecerle. ¿Cuántos hombres armados habría en el puerto a las órdenes de Ombutu? ¿Cinco, siete, diez? Mientras paseaba entre los refugiados, fingiendo reconocer a sus viajeros, intentó coordinar sus ideas. Por la escalerilla del ferry, atracado en el muelle, al otro lado de la enorme explanada, centenares de personas subían al barco. No podría calcular cuántas eran. Serían necesarios cuatro o cinco viajes más para transportar al puerto francés de la otra ribera, a todos los que esperaban. ¿Cuántas horas se necesitarían para esto? ¿Y podría entretener al policía todo este tiempo? ¿No sería mejor planear un golpe de mano y acabar con Ombutu y los suyos?

—He reconocido a algunos —dijo Moscoso al policía—. Pero la labor es lenta. Los iré agrupando junto a la verja.

Se acercó a Petrirena.

—¡Vete hacia la verja! —le ordenó, gritando. Y entre dientes añadió—: Escápate. Habla con Rolland.

Petrirena obedeció. Se había jurado dos minutos antes matar al comandante, pero obedeció. Nunca le perdonaría lo que había hecho, pero no podía dejar de obedecerle; por eso, primero le obedecería, y lo mataría después. «Habla con Rolland»… Moscoso no le había dicho más. Y él no le había preguntado nada. Se sabía la respuesta: «Súplelo con celo». En el Ejército es así. Quien manda, manda. «¡Tráeme un elefante!». «¿De dónde diablos saco yo un elefante?». «Súplelo con celo». (Se fue hacia la verja y se apoyó en las barras indolentemente). En el Sahara, en pleno tiroteo con una tribu rebelde, le pidieron que fabricara un heliógrafo. «Yo no sé hacer eso». «¡Súplalo con el celo!», le dijeron. ¡Eso es, eso es! Con celo. (Se deslizó al otro lado de los barrotes). Tenía que hablar con Rolland. ¿Dónde, cómo, de qué tenía que hablar con él? ¿De «Jiu-jitsu»?, ¿de mujeres?, ¿de las exportaciones de yute? ¡Habla con Rolland! ¡Había que jorobarse! ¿Y lo de matar a Moscoso? ¿Cuándo le dejaría tiempo para matarlo? ¿Y dormir? ¿Dormir cuándo? Lo supliría con celo. (Se deslizó hacia uno de los camiones, abrió la portezuela, puso el coche en marcha y arrancó). «¿Dónde vas, mala bestia?». Era la voz de Moscoso. No le oyó. Pero se lo imaginó. «¡Mala bestia de Petrirena! ¿Quién te ha dicho que cogieras el camión?». «¡Ni mala bestia ni narices! ¡Usted no me ha dicho que fuera en camión o a pie o en helicóptero! ¡No me ha dicho nada! Yo no soy el sursuncorda para adivinar lo que usted se trae entre manos con el Ombutu ese de las narices».

Subió la escalera de la casa de Rolland hecho una furia. Pero se encontró con otra furia mayor. Expuso al intendente todo cuanto ocurría.

—Mire, Petrirena —le interrumpió Rolland—, no me cuente historias que hagan llorar; porque yo es que me muero de risa. ¿No querían independencia? ¡Pues ahí la tienen la independencia! ¿Que degüellan sietemesinos, violan niñas de pecho y muelen a palos a la madre que los parió? Pues que degüellen, violen y muelan cuanto quieran. ¿No son soberanos? De modo que no me venga usted con historias, porque le juro que voy a enfermar de la risa que me producen.

—Yo no entiendo de esas cosas, señor intendente. Sólo sé que, o nos ayudan, o en el puerto va a haber una degollina.

—Yo no soy intendente, mi querido Petrirena. Soy un pacífico ciudadano que tiene pasaje para volver a su país dentro de ocho días. A un país «agresor». ¿No sabía usted que somos agresores? Lo acaba de decir la radio. ¿Lo ha oído usted bien? ¡Agresores! Tenemos tres docenas de paracaidistas en el país, para evitar el pillaje. ¿Eso es agredir? Ayer, en una granja, un jeep nuestro evitó que la policía hiciera salchichas ahumadas con las tripas de un jefe del Ejército: del Ejército de ellos, por supuesto. ¡Y somos agresores! Le juro que estoy pasando los mejores días de mi vida con este espectáculo. ¿Dónde está su jefe?

—¿No se lo he dicho ya? ¡En el puerto! En el fluvial. Y me ha dicho: «Habla con Rolland». Y yo le digo a usted ahora que me voy para allá, para ayudarle yo solo. Y que nos van a hacer picadillo. Pero si por un milagro a él le ocurre algo y yo salgo vivo, a usted no lo aceptarán en el avión de regreso por exceso de peso. Y ese peso será el del plomo que le meteré yo mismo, con estas manos, dentro del cuerpo.

Se quedó muy satisfecho de su retahíla. Llevaba diez, veinte, treinta años —ya había perdido la cuenta— queriendo pronunciar una arenga como Dios manda; y por una vez que le salía redonda, su comandante no se la oía. ¡Qué negra suerte la suya!

—Espere usted, Petrirena, no se marche —rugió Rolland, todo congestionado.

Cogió el teléfono e intentó marcar un número. Sus dedos eran tan gruesos que no le cabían por los ojos del disco. Se equivocó dos veces.

—¿Sabe quién es Kutumbi? ¡Hace bien en no saberlo! Es un antropopitecus que anda sobre dos patas por casualidad.

Al fin acertó con el número.

Allo! Allo! ¿El intendente Kutumbi? Aquí, Rolland… A sus órdenes, señor intendente. Le llamaba para despedirme, para reiterarle mis respetos y para desearle mucha suerte. Sí, señor… Sí, señor… De paso, quería denunciarle una nueva maniobra de sus enemigos…

Petrirena le escuchaba con la boca abierta. Rolland inventó una historia de lo más peregrina. Lo único cierto de cuanto dijo es que la policía no dejaba embarcar a unos europeos que querían regresar a sus países. Habían invocado el nombre de Kutumbi y los muy insolentes habían dicho que no reconocían la autoridad de un antropopitecus.

—¿Sabe usted lo que significa un «antropopitecus»? ¿Quiere que se lo explique?

Kutumbi, del otro lado del hilo, ni entendía lo del insulto, ni nada de cuanto oía. Pidió a Rolland que se lo repitiera dos veces. Lentamente, la idea de que debía hacer respetar su autoridad fue abriéndose paso en el oscuro laberinto de su magín. Cuando la furia de Kutumbi alcanzó el grado suficiente, Rolland dio por terminada su intervención.

—Dentro de cinco minutos —le dijo a Petrirena— el Ombutu ese será pasado por las armas, y sus restos, hechos puré, serán utilizados como carnaza para la pesca de sardinas. Puede usted irse con viento fresco.

Petrirena regresó satisfechísimo de su misión.

«¿Quién se ha creído usted que era Petrirena, eh, mi comandante? ¿Quién se ha creído que soy yo? A mí deme usted situaciones difíciles, y ya verá quién soy…».

Iba conduciendo y hablando en voz alta.

«Me llama mala bestia porque no me va eso de los camiones, todo el día de aquí para allá, de allá para acá, sube que te bajo, dale que te pego, transportando sacos de café. ¿No te joroba, transportando café un tipo como yo? ¡A mí la estrategia y las arengas! ¡Me cisco en mi padre; eso sí que me sale bien!».

Estacionó el camión ante la verja, junto a sus otros once hermanos rodantes; y cuando descendía de él vio llegar dos jeeps del Ejército con racimos de hombres armados hasta los dientes. Sobre los cascos y entre el correaje llevaban hojas de árboles y ramas, para enmascararse como si fuesen a luchar a campo abierto y necesitaran el mimetismo de lo vegetal para pasar inadvertidos. La intervención de Kutumbi había surtido sus efectos. Petrirena penetró en el recinto delante de las tropas como un general victorioso que acaba de liberar una plaza sitiada.

Soldados y policías no llegaron a las manos. Ombutu y el teniente que mandaba los jeeps se golpearon amigablemente en los hombros mientras discutían, pues no sabían pronunciar dos palabras sin acompañar su voz de estos breves y reiterados empujones; y al fin, los primeros se llevaron a los segundos. Petrirena se cuadró delante de su jefe, buscando en sus ojos un aplauso. Moscoso alzó la mano y en la misma mejilla donde una hora antes había descargado su golpe, posó ahora la palma y le acarició el rostro. No le dijo una palabra, le enlazó por los hombros y lo apartó de la entrada. Cruzaron sobre las pobres gentes dormidas y buscaron un hueco donde recostarse. El ferry cargado de refugiados se alejaba por el río; otro más, mediada la corriente, se acercaba hacia el puerto para cargar fugitivos.

—Mañana regresaré a Akamoto. ¿Vendrás conmigo, Petrirena?

—¡Sólo faltaba que no!

—Eres libre de irte, si quieres…

—En España un sargento no es nadie. ¿Usted me entiende? Si usted se queda, yo me quedo.

Los ojos se le cargaban del duro plomo del sueño. Petrirena recibió la gran sombra reparadora como a una amante; y apenas su cuerpo halló la horizontal, se quedó dormido.

¿Qué había sido eso? Ya entre sueños había percibido otro igual. Otro disparo, igual. ¿Era, en efecto, un disparo? Petrirena se incorporó de un salto y vio que Moscoso hacía lo mismo. Corrieron a parapetarse donde pudieron. ¿Dónde estaban? El sueño le había llevado muy lejos, a los días de su infancia, y tardó en reconocer el escenario del puerto. Cuando tuvo conocimiento de que disparaban, su primer pensamiento fue el de una emboscada en el desierto. Oyó a Moscoso preguntar: «¿Contra quién disparan?». Estaba amaneciendo. Varios ferries habían atracado y desatracado del muelle en este tiempo, sin duda; pues ya no había la aglomeración de gentes de antes. «¿Contra quién disparaban?». Con las luces encendidas, una embarcación, lejos aún, había rebasado ya la boca del puerto y se acercaba.

—Mira, Petrirena. Es ahí…

Hubo un breve fogonazo, seguido de una detonación. No disparaban contra ellos, sino contra el barco que se acercaba; pero la ventana del edificio desde donde lo hacían dominaba el puerto, la aduana y la explanada. Las gentes corrían alocadas buscando un parapeto. El ferry se acercaba, a media marcha, hacia el muelle. Una enorme llamarada, un chorro de fuego, surgió del hueco de la casa hacia el río. Era un lanzallamas. El buque levantó un revuelo de espuma junto a las hélices. La inercia le llevaba hacia el muelle; y los motores le frenaban, queriendo hacerle recular. Petrirena miraba a Moscoso esperando una orden. Éste buscó con la mirada una salida cubierta. El lanzallamas expulsó una nueva lengua de fuego que lamió la roda de la embarcación. Petrirena no esperó la orden. Salió de su protección y cruzó a pecho descubierto la explanada hacia los camiones. Ahí estaban los rifles. No tenía Moscoso que explicarle nada. Eran Ombutu y sus secuaces quienes pretendían evitar que el barco atracara al muelle y se llevara los pocos refugiados que quedaban. Parapetado tras el último camión, disparó sobre el hueco todas las balas del peine. Moscoso le imitó. Era la primera vez que el comandante no discutía una iniciativa suya, y esto le llenó de coraje y de satisfacción. Algunas balas atravesaban el vano por donde los hombres de Ombutu disparaban y penetraban dentro; otras hacían saltar el enfoscado de la casa y perlaban las jambas y el dintel de un sarampión de impactos. Había logrado hacer enmudecer las armas de Ombutu. ¡Si el ferry se atreviera, podía aprovechar ahora para atracar! ¿Por qué no lo hacía? Ellos solos se bastaban para acallar a esos miserables mientras los refugiados subían a bordo. Pero el buque había retrocedido hacia la boca del puerto, y, quieto en las aguas, se mantenía a la expectativa. Petrirena y Moscoso estaban situados detrás del último camión, de modo que los otros once —alineados delante— les servían de parapeto. Tres hombres surgieron de pronto desde el edificio de la aduana y cruzaron la explanada corriendo hacia ellos. Eran dos granjeros y Pereira de Souza.

—¿Dónde hay más rifles?

—¡Maldita sea mi suerte, mi comandante! —gritó Petrirena—. Si tuviéramos granadas de mano, ustedes me protegían con los rifles y yo llegaba hasta ellos y hacía un sofrito con sus huesos.

Petrirena se deslizó a gatas entre las ruedas de los últimos coches hasta llegar a los situados en tercero y cuarto lugar. Cargó con dos rifles, y al descender del pescante sintió de pronto una oleada brutal de calor que le tiró de espaldas. Era como si el sol, desprendido, se le cayera encima. Desde el edificio, trasladados a otro hueco que desde aquí no se veía, pues quedaba oculto por la masa de los camiones, utilizaban contra ellos el lanzallamas. ¡Maldita suerte! No permitiría que le ganaran la partida. Retrocedió. Los tres primeros vehículos empezaron a arder. Entregó las armas a Moscoso y lo vio descompuesto.

—¡Mis camiones! —le oyó decir.

Una nueva cascada de fuego, dura como un soplete, y el primero de los camiones hizo explosión. Después otro, y otro más. Petrirena se salió a campo abierto y vio el hueco. Disparó, y uno de los hombres quedó colgado sobre el alféizar. Los otros retrocedieron al interior. Volvió a montar y a disparar. ¡Ah, si tuviera una metralleta! ¡Ni uno solo habría quedado vivo! La pequeña batalla parecía ganada. Era un juego de niños. Detrás de él, Moscoso y los otros acribillaban a tiros la ventana, haciendo enmudecer a las armas enemigas. No se veía el interior. Disparaban a ciegas, pues el resplandor de las llamas de los coches que ardían los deslumbraba. Sin dejar de disparar, Petrirena avanzó unos pasos. Un cuchillo de fuego le atravesó una pierna. Cayó al suelo sabiéndose herido. Se oyeron tres disparos más, y sintió en el pecho la cauterización brutal de tres hierros candentes. Se hizo de noche. ¿Dónde estaba? Se había dormido en la romería. Oyó la voz de su madre.

Aurra lokarta dago… (El niño se ha dormido). Oso tockiya. Eta lokarta dago (Es muy pequeño y se ha dormido).

Aún se oían las explosiones de los fuegos artificiales. Sintió que le aupaban. En la plaza había baile y él no lo podía ver. «¡Petrirena!». Llamaban a su padre. Tenía miedo que su padre supiera que había bebido sidra. Tenía mucho sueño. Su madre le disculparía.

—Es muy pequeño y se ha dormido…

Lo metieron en la cama. ¡Qué frías estaban las sábanas! Al día siguiente diría a su madre que el frío le subía por las piernas como una invasión de hormigas. Su madre le acarició una mano.

—No te duermas sin rezar. Anda, reza conmigo:

Atoz, atoz gure gana Jesús en Ama garbiya Miren Deuna maitea

Petrirena apretó débilmente aquella mano y movió los labios para repetir:

Ven, ven hacia nosotros. De Jesús Madre Inmaculada Santa María de nuestro amor

Goizeko izarra dirdiraduna. (Brillante estrella de la mañana).

Goizeko izarra dirdiraduna

Petrirena no pudo seguir. Exhaló un gran suspiro y se quedó dormido.

—¡No te mueras, Petrirena! ¡Te mando que no te mueras! ¡Obedézcame, sargento! ¡Vamos, levántese!

Era terco como una mula, y ni siquiera en un trance como éste le quiso obedecer.