Cuando los altavoces anunciaron en tres idiomas que el avión de Mallorca llegaría con una hora de retraso, Enrique comprendió que su obligación era irritarse. Pero, bien fuera porque sus enojos no descargaban nunca por el costado de la violencia, bien porque los minutos que llevaba soportando el exceso de vitalidad de su hijo mayor le habían dejado mentalmente knock-out, el caso es que optó por ponerse sombrío. Desde que Alberto desapareció, Quique, de vez en cuando, se acercaba a su padre y le daba el último parte de guerra:
—Papá, Alberto ha atado a un señor y a una señora, con un alfiler, por debajo de la mesa.
—Papá, Alberto se ha subido en los carritos que llevan las maletas y se pasea de un lado a otro asustando a la gente.
—Papá, Alberto se ha metido por una puerta que decía «Torre de Mando: Prohibido el paso».
Enrique hundió la cabeza entre los hombros y ya no respondió. Sabía muy bien que su hijo, desde la torre de mando, era capaz de provocar el caos en las comunicaciones aéreas de media Europa; pero estaba absolutamente decidido a no intervenir. En los últimos sesenta minutos de actividad paternal, su estado de ánimo se había deslizado por la brusca pendiente de varias etapas emocionales. Prima: la inocente jovialidad de quien encuentra, al fin, la ocasión propicia para entretenerse con un juguete largo tiempo deseado. Su trabajo no le dejaba nunca tiempo libre para hacer vida de familia. Ana no sabía tratar a sus hijos. Él demostraría cómo había que hacerlo. Secunda: euforia. Sus chicos eran dos tipos formidables. No comprendía cómo su mujer no se entusiasmaba con ellos. Alberto, por ejemplo, era como un caballo de buena sangre, boca fina y mucho nervio, al que ni hay que recoger las riendas, porque se encabrita; ni dejarlas sueltas, porque se desboca; ni clavar espuelas, porque se alza de manos; ni dejar de mostrarlas, porque se desmanda. Intentar dominarlo era apasionante. Tertia: esta etapa emocional fue una mezcla de hastío —devolver el caballo a la cuadra— y de pánico: la sangre se le fue a los talones, y deseó fervientemente que llegara Ana María y le sacara del aprieto. Ana era la única que sabía tratar a sus hijos. Quarta: capitulación. Enrique dobló el espinazo en cuanto supo que el avión traía un retraso de una hora, cosa que, por otra parte, podía estar perfectamente relacionada con la presencia en la torre de mando de su hijo, muy capaz de desviar hacia Burgos o hacia las Azores, si le venía en gana, el avión de las Baleares. Se sumió en un profundo mutismo y se dejó acariciar por los más negros presagios. Muy al revés de lo que su padre suponía, Alberto, en la torre de mando, se sentía perfectamente compenetrado con las responsabilidades de su alta misión. Se había hecho amigo del jefe de tráfico, y a las dos primeras explicaciones que recibió, comprendió que Dios le había llamado por el camino de la técnica aeronáutica con irresistible vocación.
A los pocos minutos de estar ahí, conocía al dedillo el secreto de las lucecitas verdes y rojas que se encendían en el cuadro de mandos; había aprendido palabras nuevas: «goniómetros», «aproximación sobre el range», y otras como «radiofaro» y «milibares», que tenían un desconocido significado para los habitantes de su casa, ignorantes de la técnica y del mundo del espacio. Y por último había mantenido conversaciones por fonía con los pilotos de los aviones que pedían pista para aterrizar.
—¡Torre de Barajas, Torre de Barajas! Iberia E-B-Q llamando, cambio.
—E-B-Q: Torre oyéndole fuerte y claro, cambio.
—E-B-Q a Torre: Instrucciones de aterrizaje, cambio.
—E-B-Q: Conforme; pista 23, viento sudoeste 20 kilómetros hora, presión 720 milibares, número 2 para toma de tierra, número 1 en final, cambio.
—¿Qué quiere decir «número 1 en final»?
—Que el avión de Palma está a punto de aterrizar.
—¡Anda! —gritó Alberto—. ¡En ese avión viene mamá!
Y sin despedirse de sus nuevos amigos, se arrancó los auriculares que le habían prestado y se precipitó hacia el exterior.
Todo había concluido. La hora del despertar se acercaba ya. Desde que la horrible voz de la azafata —rota entre los dientes de un detestable altavoz— aconsejó en varios idiomas a los señores pasajeros que se ataran los cinturones y dejaran de fumar, Ana se esforzó por dominar su congoja. No quería despertar. Cerró los ojos e imaginó el avión en que viajaba con las ruedas encogidas, como las patas de un pájaro al posarse, acercándose irremisiblemente a la tierra no deseada. Cuando rozaron el cemento sintió el golpe dentro de sí. Ella también aterrizaba desde el ensueño sobre la odiosa realidad. Sorprendió una lágrima en sus ojos. «¡Pero, Ana!…, ¿estás llorando?». Si Andrés la hubiera sorprendido, le habría dicho estas mismas palabras y en el mismo tono de voz en que lo oía en su interior: medio irritado, medio enternecido. Pero Andrés no estaba a su lado. Estaba increíblemente lejos, a ocho o diez metros de ella, en otro asiento del avión, cumpliendo mejor de lo que ella quisiera el acuerdo de fingir no conocerse. Secó la lágrima furtiva, sacó la polvera y se arregló la cara. Al mirarse en el espejo, sonrió. («Yo no sé qué milagrosa virtud tienen esos polvos —le había dicho Andrés una vez—. La señora está triste, se le escapan las lágrimas, abre el bolso, extrae la polvera mágica, se da unos toquecitos en la nariz y sonríe como una flor. ¡Todo arreglado! Tu polvera es una especie de bálsamo de Fierabrás condimentado por Elizabeth Arden y que no falla nunca». «El engaño está en creer que nuestras lágrimas signifiquen tristeza —protestó Ana María—. Ése es uno de los errores en que los hombres sois más contumaces. Una lágrima puede significar tristeza; pero también ternura, miedo, cariño, agradecimiento, sorpresa, reacción contra la injusticia, amor maternal, arrebato de caridad, admiración, entusiasmo, fiebre, alegría, gratitud…
—¡Basta! ¡Te creo! —la interrumpió Andrés riendo. Pero Ana estaba embalada.
—Una lágrima significaba muchas cosas más.
—¿Más?
—Sí, más. Una pestaña en la conjuntiva, rimel corrido, resfriado nasal…»).
Ana guardó la polvera y siguió a los demás pasajeros, que ya descendían del avión. Mientras se acercaban a los jardincillos del aeropuerto, descubrió a sus hijos, que la saludaban con grandes aspavientos. Estos niños… ¡Ah, qué cruel y qué estúpida broma era el necio mecanismo de vivir! ¿Por qué los quería? Aquellos dos pedazos de carne que saltaban al verla como monos en sus jaulas ante el guardián que les lleva la comida, eran sus hijos. Y el traje de alpaca que envolvía a un hombretón sonriente era la funda exterior de su marido.
«No hagas frases, Ana, no hagas frases…». Tenía razón Enrique… Se perdía por hacer frases. Su pensamiento nacía en ella hecho frase. Mientras avanzaba, mil frases hervían en su interior y dialogaban en el vacío. Enrique, clavados los ojos en su mujer, la veía avanzar y sonreía. «Pero ¿cómo podía sonreír, ocupar un lugar en el espacio, desplazar un volumen de aire, producir unos sonidos al hablar, decirle o dejar de decirle que no hiciera frases de lo que no existía?». «¿Es que, acaso, podría alguien jurar que existía realmente Enrique?». Ana estaba a quince metros escasos de él, cuando algo de lo que vio la forzó primero a detenerse, y a avanzar tan lentamente después, que los suyos pensaron que algo grave acontecía. Andrés —muy adelantado sobre los demás pasajeros— había llegado ya a la línea de gentes que esperaban y estaba abrazado a una mujer: su mujer, sin duda. Bien estaba que fuera cortés con ella; pero, la verdad, la efusión del abrazo le pareció a Ana absolutamente desmedida. «Me parece escandaloso», pensó; y lo pensó con tal fuerza que le quedó la duda de si lo había dicho en voz alta. «¡Vaya, al fin se separaron! —murmuró después—. Ha sido enternecedor».
Entonces Andrés alzó en el aire a una niña pequeña, que se colgó de su cuello, y la besó repetidas veces. Después la dejó en el suelo, y volvió a enlazar a su mujer, y, mientras se alejaban y perdían entre la gente, la volvía a besar…, como si el primer abrazo, a todas luces desorbitado, no hubiera sido bastante. Ana estaba indignada. Si Andrés lo hacía para que ella lo viera, le parecía de un mal gusto subido; y si era por olvidarse de que ella podía observarlos, de una desconsideración de campeonato. Con tal que Andrés la viera, estaba decidida a vengarse de él, besando a su marido en la boca, si fuera preciso: fórmula en desuso entre ellos desde hacía más de ocho años. La indignación la hizo acelerar el paso.
Andrés sentía clavados en su nuca los ojos de Ana María. Las maletas tardaban en llegar; los pasajeros —unidos a las familias o a los amigos que habían acudido a recibirlos— se apelotonaban frente al despacho de equipajes, para retirar sus bártulos. Cuando Andrés vio acercarse a Ana y a su marido, sintió un indecible malestar. Ana, en cambio, parecía feliz. Analizó descaradamente a Alicia y se puso a hablar por los codos con Enrique, contándole lo que había visto, lo que no había visto, lo que había hecho y lo que había dejado de hacer. Andrés, a pesar de la violencia que le producía, miró a Enrique repetidas veces. Al fin optó por volverse de espaldas. Le parecía siniestro, «plásticamente inadmisible», hacinar en tan corto espacio una cuatrinca de tan distintas camadas: los culpables analizando a las víctimas, y éstos —el marido y la esposa ultrajados— sonriendo beatíficamente, a la luna de Valencia. Las maletas no acababan nunca de llegar. Para Andrés el hecho de poder abarcar de un solo golpe de vista a Ana y a Alicia, le parecía una profanación contra el orden natural de las cosas. Además, no se fiaba de Ana; la creía capaz de cualquier indiscreción. Intuía, no sin terror, que Ana —cuyo brazo rozaba descaradamente el suyo— estaba gozando con lo grotesco de la situación. La imaginaba «intelectualizando» la escena, «idealizando» lo cínico, como esos colegas suyos, los «feístas», que sólo eran capaces de sentirse inspirados ante lo deforme, lo chocante, lo estrafalario, y que con una mezcla de ternura brutal y de piadosa ironía hozaban en los terrenos donde el arte puede arrancar por igual la lágrima o la carcajada. Era también posible que Ana no pensara nada de esto; y que, por el contrario, estuviera tan incómoda como él. Pero lo dudaba. Ana María, a medida que avanzaban sus relaciones secretas, se había transformado. Era una especie de nueva rica de la situación anómala y tendía peligrosamente hacia el cinismo.
De pronto notó la presión de sus manos en su antebrazo y oyó su voz, con no menos terror que si escuchara las trompetas del juicio final:
—Pero, Andrés, ¡si no te había reconocido! Estamos aquí, juntos, y no te había reconocido…
Andrés decidió hacerse el sordo.
—¡Mozo! —gritó—. Esa maleta es la mía.
Alicia intervino.
—Andrés, por Dios, que esa señora te está hablando…
Andrés se volvió, fingiéndose sorprendido, y se quitó cortés el sombrero.
—¡Ah!, ¿qué tal? Perdón…
—Como en Mallorca no llevabas sombrero, no te había reconocido…
Andrés sonrió con una mueca de conejo.
—Mira: te presento a mi marido.
Andrés extendió la mano y Enrique se la estrechó con fuerza.
—No sabes qué gran pintor es Andrés. En Palma ha expuesto… Pero ¿no nos presentas a tu mujer?
Andrés —muy azorado y deseando que el suelo se abriera y le tragara— se volvió hacia Alicia y la acercó al grupo.
—Alicia, ¿tú conoces? Los señores de…
Un blanco se hizo de pronto en su memoria. Nunca había llamado a Ana por su nombre de casada y acababa de olvidar fulminantemente, irremediablemente, el apellido de Enrique.
—¿Qué tal? —dijo Alicia mientras Enrique le besaba la mano.
—Usted es la mujer de Andrés. ¡No sabe cómo me alegro de conocerla! —exclamó Ana María. Y añadió—: Soy una gran admiradora de su marido.
—Es usted muy amable.
—Bueno; creo que debíamos tutearnos. ¿No te parece? ¡Qué niña más mona! ¿Es vuestra?
Decididamente, Ana estaba dispuesta a conocer a toda la familia.
—No sabía que hubieras expuesto en Palma —dijo Alicia a su marido.
—Bueno; en realidad, no he expuesto. Hice unos bocetos, y…
—Papá —interrumpió Alberto—, ¿a que no sabes lo que quiere decir «goniómetro»?
Enrique se salió por la tangente.
—¡Besa la mano a esta señora!
Quique, detrás de su hermano, saludó a la señora y a Andrés, sin mirarlos a los ojos. Toda su atención estaba presa en la niña de ambos. Alberto, en cambio, no dejaba de mirar descaradamente al caballero que su madre decía que era pintor. Estaba seguro de haberlo visto alguna vez.
Ana y Alicia se apartaron del grupo, mientras sus maridos se encargaban de recoger el equipaje. Quique y la pequeña las siguieron. Alberto se quedó con los dos señores. Sabía muy bien que Andrés no era un pintor, sino un ladrón. Pero no acababa de atar en su memoria los cabos que le conducían a conclusión tan estupenda.
—Ésa es la maleta de Ana —dijo Andrés, de pronto. Y apenas lo hubo dicho, palideció.
—En efecto, ésa es —confirmó Enrique, sin preguntarse por qué sabía este caballero cuál era la maleta de su mujer. Pero ni el hecho sorprendente de conocer ese detalle, ni la turbación de haberlo reconocido pasaron inadvertidos a su hijo Alberto. Ya no le cabía duda. Sus sospechas eran fundadas. Ese señor no era un señor: era un ladrón.
Cargados con los equipajes se acercaron al grupo de las señoras. Nadie diría que no se conocían desde la infancia. Ana informó a Enrique que llevarían a Alicia y a Andrés en su coche hasta Madrid. ¡No iban a dejarlos ir en el autocar de la compañía aérea!
Como Andrés llevaba tres bultos en la mano, su mujer le liberó del más pequeño; pero Enrique, galante, no lo consintió y se lo llevó hasta su coche. Quedaron rezagados Ana y Andrés.
—¿Estás muy satisfecha? —preguntó éste con voz ronca.
No necesitaba preguntarlo; Ana estaba radiante.
—Es muy guapa tu mujer —comentó con sorna—. Os lleváis muy bien, ¿verdad?
—No es asunto para hablarlo aquí.
—Un día de éstos os invitaremos a comer.
—No pienso ir.
—¿Estás enfadado?
—Sí.
—¿Ves tú? Comprendo que tu mujer guste mucho a cierto tipo de hombres… —añadió Ana María, burlona.
—No es asunto de tu incumbencia.
—A mí, personalmente, esa clase de belleza no me dice nada…
—No he preguntado tu opinión…
—Chico, ¡qué humos traes! El aire de Madrid no te sienta bien.
Llegaron al coche muy sonrientes.
Durante el viaje, Alicia halagó los oídos de su marido con la noticia de que Ana conocía casi todos sus cuadros y había asistido a todas sus exposiciones; Enrique se demostró competentísimo en el mercado de lienzos, toda vez que sabía la cotización de las firmas más importantes; Alberto aconsejó a su padre que tomara las curvas con cuidado porque había viento sudoeste con velocidad de veinte kilómetros; y Quique, que regaló a su nueva amiga dos de las diez pajitas para sorber refrescos que había adquirido en el bar del aeropuerto durante la larga espera… explicó con todo detalle su difícil funcionamiento:
—Primero se quita el papelito y después se sopla hacia dentro.
Cuando dejaron al trío familiar en su casa, Enrique comentó:
—¡Oye, oye! ¡La mujer de tu amigo es colosal!
—¿La encuentras guapa?
—Guapa, no. ¡Sensacional!
—Yo la encuentro cursi como un minué. Tiene cara de cromo.
—Yo la encuentro guapísima, mamá —intervino Alberto, cuya alta opinión no podía dejar de ser expuesta.
—Es guapísima, mamá —insistió Quique, que no concebía que pudiera ponerse en duda la belleza de la madre de su amiga.
—¡Habló Blas, punto redondo! —dijo Ana, indignada—. ¡Sólo faltaba que estos mocosos dieran también su opinión!
—Pero, mujer —puntualizó Enrique—, «nosotros» somos hombres y entendemos de eso más que tú.
—Mira, Enrique. Que les guste a los niños, no me extraña. Alicia me recuerda las ilustraciones de las hadas en los cuentos infantiles: tan perfectita…, tan arregladita… ¡Pero que te guste a ti, no lo comprendo!
Enrique se echó a reír.
—Sé muy bien quién es ella —comentó—; pero ignoraba que se hubiese casado. Su padre tiene una fábrica de juguetes en Éibar.
—No me extraña. Tiene cara de muñeca fabricada en serie.
—Es la primera vez —le dijo Enrique al oído— que te veo celosa por oírme decir que una mujer me parece guapa. ¡Eres divina!
Ana María no contestó. Hicieron el resto del viaje en silencio. ¡Qué más le daba a ella que Enrique la encontrara bien o la encontrara mal! No estaba celosa de Alicia por Enrique, sino por Andrés. Era absurdo, pero tenía que confesar que los elogios a Alicia le hacían daño. Y ese malestar, esa oscura llamada a sus instintos defensivos, o eran celos o estaban emparentados muy de cerca con ellos. (Si Andrés hubiera estado junto a Ana, habría posado los dedos sobre su frente).
—Ana, borra ese ceño.
(Pero Andrés no estaba allí).
Andrés se hundió entre las sábanas con indecible satisfacción.
«No hay mejor cama que la propia», pensó.
Por evitar comer frente a frente de su mujer, por no tenerla de cara durante las inevitables preguntas y las mentiras inevitables, por no dejar que los ojos de Alicia se hundieran en línea recta en los suyos hasta llegar a lo más hondo de su insinceridad, alegó estar cansado: prefería acostarse sin cenar.
—No te duermas mientras no llegue.
—Prometido.
Mientras Alicia daba de comer a la pequeña, la acostaba y rezaba con ella las oraciones de la noche, Andrés llenó la bañera y, más que lavarse, se fregó, hasta irritarse la piel. Desde que salía con Ana, tenía una especie de higiene furiosa, de profiláctica obsesiva. Después se duchó con agua casi helada, y se dio un masaje con colonia. Hacía todo esto como quien cumple un rito pagano. Era una especie de liturgia pagana, de confesión corporal.
—No hay mejor cama que la propia.
Alicia se sentó en el borde.
—Cuéntame. ¿Has tenido éxito? ¿Te encargan la decoración del hotel?
—No se trata de decorar un hotel, sino de pintar los frescos del comedor y de los salones.
—Pero ¿te lo encargan o no?
—Ya veremos… Creo que mis bocetos han hecho buena impresión. Ya veremos… En cualquier caso, me interesa mucho más preparar a conciencia mi próxima exposición.
—No sabía que estuvieras preparando una exposición para pronto. ¡Nunca me dices nada!
—¿Para qué te voy a decir nada? ¿Acaso te has interesado alguna vez por mi obra?
—No seas injusto. No es verdad lo que dices.
—¿Ya no quieres acaso que me coloque en la fábrica de tu padre?
—¡Qué rencoroso eres!
Alicia clavó sus ojos en los de su marido. Daría cualquier cosa por poder leer en ellos.
—Andrés…
—¿Qué?…
—Tengo montañas de cosas que preguntarte. No sé por dónde empezar…
—Pues desnúdate, métete en la cama y pregunta.
(Si Alicia se acostaba, Andrés podría contestarle sin sentir como ahora el peso de sus ojos en los suyos).
—Pero ¡no te duermas!
—No me dormiré.
Alicia sabía por experiencia propia que Andrés aprovechaba, en ocasiones, un minuto de ausencia suya del cuarto para dormirse como un bendito, dejando truncada la conversación. A veces lo encontraba hecho un tronco; pero otras juraría que se estaba haciendo el dormido por no seguir hablando de un tema cualquiera que le desagradaba.
—¿Me prometes que no te dormirás?
—No te prometo nada, pero no me dormiré.
—¿Quieres que te encienda un pitillo?
—Pero si siempre me regañas si fumo en el cuarto…
—Hoy es distinto…
Alicia encendió un cigarrillo y lo puso en los labios de su marido. Desde el cuarto de baño, gritó:
—¡Por Dios, no me quemes las sábanas!
La imprudencia, la indiscreción, la frivolidad de Ana María le tenían soliviantado. ¿Había olvidado acaso que sus hijos le conocían, que tuvo una conversación de varios minutos con el pequeño, que Alberto creyó que había querido raptar a su hermano menor? ¿Era la misma aquella Ana María de entonces que la de ahora? ¿Quién había cambiado a aquella mujer angustiada —que se resistía a caer en las redes que él le tendía— en esta otra, audaz, ligera, tan compenetrada con la situación que comprometía su propia seguridad familiar y hasta su dignidad social por el capricho de humillar a Alicia y de torturarle a él? Los versos de sor Juana Inés de la Cruz le vinieron a la memoria: «Queredlas cual las hacéis, —o hacedlas cual las buscáis».
Al punto, como quien cambia de conversación, cambió el tema de su monólogo interior. No le interesaba pensar más en Ana María.
—Alicia, no tardes…
—Ya voy.
—No necesitas arreglarte ni ponerte guapa conmigo. —Ya voy…
—Eres guapa aunque no quieras.
Alicia apareció en la puerta.
—Me encanta saber que «todavía» le gusto a mi marido.
—¿Por qué ese «todavía»? ¿Tienes algún reproche que hacerme? ¡Anda, ven!
Alicia se introdujo en las sábanas y Andrés se abrazó a ella como a un cuerpo largamente deseado. Andrés mismo se sorprendió del calor de su movimiento. ¿Lo hacía para acallarla, para evitar esa montaña de preguntas que tenía que hacerle? Sí; Andrés se confesó que sí. Quería evitar que Alicia le preguntara nada. Pero ¿era sólo esto? ¿Deseaba acallarla para eludir la violencia de tener que mentir de nuevo, o por tenerla más suya, más libremente suya, sin el soplo de un pensamiento o de un sentimiento extraño a ellos, interpuesto, como la espada de Gerineldos, entre sus cuerpos?
—Alicia, a veces creo que voy a enloquecer. Siento un deseo irreprimible de vaciar mi cabeza de todo cuanto no seas tú. Pero la tengo llena de ideas, de voces que no callan, de luces, de citas.
—No es que vayas a enloquecer. Es que siempre has sido un poco loco. Pero yo te quiero así.
Andrés la estrechó aún más.
Alicia bromeó.
—No te apures. No pienso escaparme de la cama.
—¿Ves tú? Eso que has dicho me parece de mal gusto…
—Es que me vas a ahogar.
—No pretendo ahogarte. Pretendo ahogarme.
—¿Quieres que apague la luz?
—Sí.
Alicia apagó la luz.
—¿Por qué pretendes ahogarte?
—Me encuentro a gusto contigo. ¿A quién hago mal con ello?
—No grites. No tienes por qué gritar.
—Me gusta gritar. No tengo otra voz, y digo que me gusta estar contigo, me gustas tú, tu compañía, tu cuerpo, tu piel, tus ojos y tu voz, aunque a ti no te guste la mía.
—¿Ves como estás loco de remate? ¿A quién le estás diciendo todo eso?
—A ti.
Un silencio.
—Andrés…
—¿Qué?
—Oye…
—Dime.
—¿Viste mucho a esa mujer en Palma?
—¿Qué mujer?
—No te hagas el tonto. Loco eres; pero tonto, no. Sabes muy bien a quién me refiero.
—No lo sé.
—Ana María.
—¡Alicia de mi alma! Me has oído decir que quiero vaciar mi cabeza de todo lo que no seas tú, y como remedio, metes aquí en la cama, entre los dos, a otra mujer. Me parece inconcebible.
—No te enfades. A mí también me parece de mal gusto lo que acabas de decir, y no me enfado. ¿La viste mucho, o no?
—No.
—Pues parecíais muy amigos.
—Lo somos. Es una mujer muy culta, y se conoce mi obra al dedillo.
—Pues cuando te dijo eso en el coche, pareciste hacerte de nuevas. Ella me acababa de decir que no se perdía una sola de tus exposiciones. Y tú te mostraste muy sorprendido.
—Es natural. Estaba el marido delante y podía molestarle.
—¡De modo que hay motivos para que el marido se muestre celoso!
—¡Acabarás por hacerme decir lo que no quiero! ¡Deberías contratarte como policía en Rusia! Es una mujer muy rica. Le gustan mis cuadros. Dice que soy el mejor pintor del siglo…
—¡No me digas más! Por halagar tu vanidad serías capaz hasta de serme infiel con ella.
—No digas disparates, Alicia. Ana María es una señora.
Alicia, bruscamente, se desligó de los brazos de su marido y se volvió de espaldas.
—¡No me gusta esa mujer!
—Pero ¿por qué?
—No lo sé; pero no me gusta.
—Bien. Antes te pareció de mal gusto que te dijera que habías metido en la cama a otra mujer. Pero ahora te vuelves de espaldas, como si me vieras abrazado a ella. Y como quien yo quiero abrazar esta noche es a ti, con tu permiso voy a exorcizar el cuarto.
Andrés saltó de la cama y encendió la luz.
—¿Qué vas a hacer?
Andrés abrió la puerta de la alcoba, volvió a la cama, hizo como que cogía un cuerpo fingido en sus brazos, lo echó fuera del cuarto y cerró la puerta tras él. Alicia, a pesar suyo, sonrió.
—¿No ves como estás loco?
—Estoy más cuerdo que nunca. Hazme un sitio. Apaga la luz.
—¡Andrés…!