XII
EL PAISAJE PERDIDO

Moscoso se incorporó lentamente y aguzó el oído. No podía creer que fuera cierto lo que estaba oyendo. Petrirena era una mala bestia, pero no un saboteador. Se limpió con el dorso de la mano las gruesas gotas de sudor que le caían por las mejillas, y escuchó atentamente. Por encima de su sueño, como una realidad más alta y poderosa que perforaba su sopor, le había parecido oír, como un lejano ronquido, el motor de sus camiones. Ahora ya no le cabía duda. ¡Estaba más que harto del cerebro de mosquito del sargento! Hacer andar los camiones bajo aquel calor de infierno era exponer los motores a fundirse como la cera. En aquella época del año, de Akamoto al Norte sólo puede viajarse de noche o al amanecer. Se lo había dicho cien veces al sargento. Y él parecía darse por enterado: «Sí, mi comandante». «Entendido, mi comandante». «A sus órdenes, mi comandante». Estaba hasta las mismísimas narices de su falsa sumisión, su lealtad dudosa y su infinita necedad.

Se restregó los ojos, extendió el brazo y apartó el mosquitero que recubría el petate, para salir fuera de él y vestirse. Al moverse, el cuerpo hizo de cuchara y removió el aire, caliente como una sopa. Pensó entonces que el necio de Petrirena no merecía el sacrificio de soportar tanto calor en pie, ni siquiera para licenciarlo, y se tumbó de nuevo sobre las sábanas. Escuchó atentamente el rumor de los camiones acercándose a la explanada; la respiración contenida de los motores, al cambiar la marcha y deslizarse por la pendiente; y, al fin, el acelerón final, a rueda parada, antes de retirar los contactos. Producían entonces un gran ruido ronco, una exhalación final, como si expiraran.

—¿Da su permiso, mi comandante?

—¡Cierra esa puerta, animal, que entra calor!

Petrirena —ya dentro— dudó, entornó la puerta, la volvió a abrir.

—Pasen, pasen; dense prisa, que entra el calor…

Moscoso, desnudo como había nacido y tendido sobre el petate, sin más defensa del pudor que la tenue gasa del mosquitero, vio de pronto invadida su chabola por tres desconocidos. La ira almacenada en su ánimo por el asunto de los camiones, fue vencida por la que le produjo aquel atentado contra su dignidad, y esta última por la indignación contenida de no poder, por cortesía hacia los visitantes, demostrar a sus anchas su ira. Los tres individuos, cegados por la luz de fuera, se turbaron un poco al descubrir en la penumbra de la habitación aquel cuerpo desnudo bañado en sudor, sobre el cual se proyectaba, como una extraña viruela movediza, la sombra del mosquitero.

—¿No sabe usted lo que ocurre? —gritó uno de ellos, con la voz rota. Y más que una pregunta, parecía una acusación.

Petrirena intentó disculparse.

—Subieron a los camiones en Madre de Dios. Yo pensaba haber descansado en las Misiones hasta el atardecer.

—¿Qué importa eso ahora? —interrumpió uno de los desconocidos—. Sabíamos que aquí tenía usted nueve camiones más y hemos venido por ellos. También nos han dicho que tiene rifles.

—¿Quieren decirme de una vez qué es lo que pasa?

—¿Cuántas horas o cuántos días lleva usted dormido? —replicó impaciente el más viejo—. El país entero es un volcán. ¿Qué más quiere saber? Los granjeros blancos del valle de Urobi han sido degollados por sus braceros. En Mukambi, los revoltosos han prendido fuego a todas las casas de los europeos, algunas con sus familias dentro; en Tambo se ha declarado la guerra civil entre Mokambotos y Bosangas, y todas las tribus del Yaundi Chari se aprestan a la lucha. ¿Qué más quiere saber, qué más quiere saber?

Moscoso salió de la cama y comenzó a vestirse.

—Petrirena, tráeme los planos del Servicio Cartográfico. ¡Los nuevos!

—No son planos lo que necesitamos, sino camiones, rifles y hombres.

Moscoso no respondió al que así hablaba. Se encaró con el más viejo.

—Me preguntaba usted antes qué más quería saber, y es claro que quiera saber más.

—En Musuni, veinte familias de granjeros, entre ellas las nuestras (las nuestras, señor) están refugiadas en las minas de carbón, y esperan nuestro regreso para ser evacuadas.

Petrirena regresó con los planos.

—Avisa a Pereira de Souza y dile que hable con el resto de los camioneros. Para esta expedición sólo quiero voluntarios.

—Si a usted le parece bien, yo les reúno y los arengo —dijo Petrirena, sonrojándose—. ¿Le parece bien?

—Me parece mal. Haz lo que te he dicho.

Se encaró con los granjeros.

—¿Por qué se refugiaron en las minas?

—Llevábamos dos días viajando en caravana desde la zona del alto Yaundi. Huíamos de la guerra entre Mokambotos y Bosangas…

—Al llegar a Musuni nos detuvieron, y…

—Les ruego que sea uno sólo el que hable.

—Nuestra intención era llegar en nuestros propios automóviles hasta las Misiones de Madre de Dios, y allí refugiarnos y esperar a que se aclarara la situación en el interior.

—¿En Madre de Dios no ha habido desórdenes?

—No, señor.

—En Musuni —prosiguió el granjero—, los soldados detuvieron la caravana y se incautaron de todos los automóviles.

Moscoso extendió el plano sobre la cama y comenzó a estudiarlo mientras los otros hablaban. Los soldados pretendían —según le informaron— utilizar los coches como tanques contra las tribus. Sólo permitieron que uno de ellos siguiera viaje para resolver el problema de la evacuación del centenar de personas que componían la caravana. No les hicieron mal alguno, y hasta les permitieron alojarse en las galerías de las minas de carbón; pero carecían de víveres, estaban agotados y el pánico se había apoderado de muchas mujeres.

—¿Quién mandaba los soldados?

—Un sargento.

—¿De color?

—De color.

—La guarnición de Musuni está mandada por un teniente blanco en funciones de capitán. ¿No le vieron?

—No, señor.

Moscoso volvió a enfrascarse en el plano. Toda la zona occidental del país, desde Santa Ana a Madre de Dios y desde allí a Akamoto, estaba en orden. Los disturbios se habían producido solamente en el interior. O, si se quiere, toda la parte interior del país era presa de un puro delirio, y solamente la zona occidental —la zona de costa, donde el número de europeos era considerable— se había salvado, por ahora, de la conmoción.

—¡No tenemos un minuto que perder!

—Los minutos que perdamos ahora se ganarán más tarde. ¿O prefiere ganar ahora tiempo y perderlo después para siempre?

—¡Rompa esos planos o déjelos de una vez!

—¡Conocemos esto como la palma de la mano! ¿No tiene sangre en las venas? ¿No sabe que somos padres, e hijos o esposos de los niños y mujeres que están allí encerrados?

—Yo soy militar —respondió Moscoso secamente.

«¡Yo soy militar!». Desde las primeras palabras cruzadas con los granjeros, el militar que había en Moscoso se impuso sobre todas sus emociones; y ahora —al frente de la caravana de camiones— repetía mentalmente aquellas palabras: «Yo soy militar»…, «yo soy militar»…

El asfalto se deslizaba bajo las ruedas. Inclinado sobre el cristal del parabrisas veía cómo el camión iba devorando —cual un gran «espagueti» blanco— la cinta de la carretera. Y así era, en efecto, para él. Moscoso ignoraba que aquel paisaje no volvería a verlo más. La gran llanura, aplastada por el sol, parecía muerta. Por la ventanilla penetraba un aire hirviente como el vaho de un gigantesco ser enfebrecido.

Todas estas llanuras, y las que había más allá del horizonte, y las montañas que sostenían la altiplanicie, y las quebradas por donde el agua se despeñaba, y la selva —la selva invasora que crecía como un cáncer ahogando la vida por un exceso desordenado de vida—, y las tribus que hasta hacía un puñado de años dormitaban en un interminable paleolítico, medio fundidas con lo vegetal, habían sido testigos mudos —a lo largo de sólo dos generaciones— de una portentosa mutación. Las aguas habían sido domeñadas, los yermos fecundados, la selva traspasada y detenida, las rocas horadadas hasta alumbrar sus tesoros, la energía oculta, descubierta. En medio del caos se había levantado —soberbia como una babel que reta al cielo— una ciclópea construcción. Y ahora, de pronto, cuando ya era tarde para remediar la debilidad de los cimientos, le habían retirado los puntales. Y el edificio se venía abajo; se estaba viniendo abajo en estos instantes y aplastaba en su caída a los propios obreros que lo levantaban. El caos volvía por sus fueros.

Moscoso advertía físicamente la sensación de vacío bajo sus plantas; y si de algo se sorprendía era de la solidez del asfalto, que permitía a los camiones deslizarse —todavía sin hundirse— sobre el paisaje perdido.

Las razas aborígenes, testigos del milagroso despertar de su tierra; testigos —aunque no partícipes o sólo partícipes a medias— del nivel de vida alcanzado por virtud de unas voluntades capaces de transformar la naturaleza; las razas indígenas —deslumbradas, pero no sojuzgadas; dominadas, pero no oprimidas— habían recibido un regalo insospechado. Un regalo tal, que al ir a cargarlo sobre sus espaldas dieron cuatro traspiés y se doblaron bajo su peso.

Envuelta en las serpentinas y lazos conmemorativos de la Independencia, les habían regalado una Nación. Nadie tenía derecho a sorprenderse de lo que acontecía. Era tan lógico, que resultaba pueril insistir en ello. El Jefe del nuevo Gobierno, al recibir de manos del gobernador colonial el reconocimiento de la independencia, aludió a la «inadmisible tiranía que ha sufrido hasta hoy nuestra nación». Pero ¿a qué nación se refería?, ¿dónde estaba, en qué mapa, cuál era su Historia, cuáles sus fronteras; quiénes sus ciudadanos cuando llegaron los abuelos de Rolland, o de cualquiera de los granjeros que habían sacado a Moscoso de su sopor para pedirle ayuda? ¿Qué relación guardaban los antropófagos de Tambo con los pigmeos de Wukanlaka, o éstos con los pescadores del Urobi? Eran razas dispersas, diezmadas por la malaria, devoradas por los parásitos, periódicamente ojeadas como bestias por sus propios reyezuelos, que los convertían en esclavos y vendían en Mauritania a los grandes señores de Oriente, como antaño lo hacían a los siniestros tratantes de carne negra del Brasil o del Caribe.

—«¿A qué nación se refería ese ladronzuelo, ese antropoide; puedes tú decírmelo?» —gritaba Rolland, congestionándose cuando comentaba aquellas palabras con Moscoso, pocas horas después de la proclamación.

—Cálmate, Rolland, y no pierdas tu buen juicio. Habéis implantado en este país una civilización técnica formidable. Habéis creado riqueza. Pero no habéis hecho a los indígenas partícipes de sus frutos.

Rolland enrojeció tanto, que parecía que la sangre iba a trasvasarse por ósmosis a través de su piel.

»—¡No puedes aplicar argumentos sociales, ni políticos a lo que entra de lleno en el terreno de la biología! —gritó—. Estos hombres son iguales a nosotros ante Dios; pero inferiores a nosotros en capacidad de trabajo, en facilidad de inventiva, en volumen intelectual y en ambición de progreso. Son más pobres que nuestros colonos, no porque se les hayan dado menos oportunidades, sino porque trabajan menos, piensan menos y saben menos. Los hemos hecho saltar en ochenta años del paleolítico a la Edad Media. ¿Qué más quieren? ¡Más, no hemos podido! No ha habido tiempo para ello. Esta evolución sólo la consiguieron tus abuelos y los míos en centenares de miles de años. Son potencialmente iguales a nosotros, en el sentido de que algún día de un futuro milenio lejano se habrá equilibrado su desarrollo con el nuestro. Pero hoy son inferiores, ¿lo oyes bien? ¡Inferiores! Y esto no es soberbia racista, sino pura y simple verdad, y de una facilidad de comprobación que asusta.

Moscoso no quiso herir a Rolland con otros argumentos —pues le veía sufrir como un padre que hubiera recibido una bofetada de su hijo—, pero el intendente estaba lanzado y era difícil contenerle.

»—Por el mundo se habla de Libertad y de Igualdad: dos vocablos que todos usan y en los que nadie cree, aunque esté mal visto el confesarlo. La Libertad es imposible sin la Igualdad; y la Igualdad no existe ni en la Ética ni en la Biología. Todos nuestros males de hoy nacen de adorar a estos falsos dioses. Les pasa lo que a las matemáticas de Euclides, que son útiles para llevar las cuentas de la cocinera o para medir dimensiones pequeñas; pero aplíquemelas usted a los cálculos espaciales, y comprobará que no le sirven. ¡No quiero ni pensar lo que sucederá en un país que, como éste, vive en la Edad Media mental, aunque inmerso en la era interplanetaria, cuando comiencen a aplicarse las viejísimas doctrinas políticas del siglo dieciocho!

El negro Isabel, que conducía el camión de cabeza, frenó de pronto tan peligrosamente, que el segundo coche estuvo a punto de estrellarse contra el primero. Moscoso alejó de sí el recuerdo de Rolland.

—¿Qué ocurre, Isabel Akato?

—Tengo miedo, m’commandant.

Moscoso había decidido que fueran los servidores negros quienes condujeran los coches, y que los conductores —todos blancos— se hicieran cargo de los rifles. Pereira de Souza —por culpa del frenazo— estuvo a punto de atravesar con el cañón del suyo el cristal del parabrisas.

Frente a ellos, muy lejos, unos bultos se movían en la carretera. Debieron de divisar los camiones, pues se dispersaron corriendo por el campo.

—Han debido de minar la carretera —dijo Pereira.

—No tienen dinamita.

—Han podido hacerse con la de la guarnición.

—No saben fabricar una bomba, ni tender un cable, ni poner un fulminante…

—Algo ha ocurrido ahí, mi comandante. ¿Por qué se han escondido esos hombres?

—No se han escondido. Han huido, simplemente. Tienen miedo de nosotros, como nosotros de ellos.

Petrirena —sorprendido por la detención de la caravana— llegó corriendo desde el camión de cola.

—¿Ocurre algo?

—Espero que no. Vuelve a tu puesto, Petrirena. Adelante, Isabel…

Isabel reanudó la marcha; pero al poco tiempo volvió a frenar aparatosamente.

—Buitres… —dijo, señalando al cielo.

—Dame el rifle, Pereira, y coge tú el volante; Isabel: déjale el coche a Pereira y ponte aquí entre los dos. ¡Adelante, Pereira, sin detenerte!

A la izquierda de la carretera, la mancha aceitosa de la selva se quebraba de pronto, en un trazo caprichoso, sobre la llanura. Se diría la línea de la costa vista desde el mar. Se fueron acercando a los tres únicos árboles que rompían en aquel punto la monotonía del llano. Los buitres —desde lejos— parecían gaviotas, planeando lentas, apoyándose perezosas sobre la brisa del mar.

Isabel Jesús, abiertos los ojos como huevos, temblando como un motor, señaló los árboles. Media docena de indígenas desnudos yacían colgados de los pies, con la misma cuerda, en un solo haz, como un gran racimo de uvas negras en un árbol que había equivocado su fruto.

—¡Acelera, acelera…!

Más allá, otros cadáveres —atados los pies— yacían en el suelo. La llegada de los camiones no había permitido a los matadores consumar su obra de decoración. Habían huido, como huían ahora los buitres, batiendo alas, asustados por el ruido de los motores.

—¡Acelera, acelera!

El negro Isabel saltaba de miedo sobre el asiento como una trucha recién sacada del agua, en la cesta del pescador.

—Bosangas…

—¿Quiénes son bosangas? ¿Los muertos? ¿Los matadores? ¿Cuáles?

—Los muertos…

Moscoso cedió el rifle a Isabel Jesús —no sin cierto recelo de Pereira, que no le perdía ojo— y abrió un plano de la región sobre sus rodillas. Estaban escasamente a medio centenar de kilómetros de Madre de Dios y a seis o siete de la bifurcación a Musuni. Era increíble que los desórdenes tribales hubiesen llegado hasta aquí.

—Dime, Isabel. ¿Esto no es región de Bosangas, o yo estoy borracho?

—Todo es de Bosangas, todo es de Mokambotos. Ejército mezcló Mokambotos y Bosangas. Fábricas mezcló Mokambotos y Bosangas. ¡¡Mokambotos y Bosangas —como agua y fuego— no se mezclan!!

Cuando llegaron a la bifurcación de Musuni, Moscoso mandó detener el camión de cabeza. Recuperó el rifle de manos de Isabel Jesús, saltó a la carretera y ordenó a los camioneros que aprovecharan el sitio para repostar agua y aceite. Petrirena y los granjeros se acercaron al comandante. Allí mismo habían de separarse. Ocho camiones seguirían viaje a Musuni, capitaneados por Petrirena, y cuatro se acercarían a Madre de Dios para pedir a los oficiales blancos de la guarnición que reforzaran con tropas regulares todos los cruces por donde la caravana habría de pasar en la madrugada siguiente. Si el Ejército se negaba a protegerlos, los cuatro camiones de Moscoso harían inspecciones de limpieza por la carretera. Si llegaban a la evidencia de que la zona estaba en paz, dos de ellos acudirían a reforzar la evacuación de los refugiados en las minas, y dos más permanecerían vigilando la cabeza de puente de Madre de Dios. Después de las huellas sangrientas de desórdenes que acababan de presenciar, toda medida de prudencia era poca. Sus órdenes fueron claras y tajantes. Se apartó unos metros con Petrirena y dialogó con él en voz baja.

—Confío en ti, Petrirena.

—¡Me cisco en mi padre, mi comandante! ¡Qué gran jefe es usted!

—¡Deja en paz a tu padre, hombre de Dios! No cometió más error que colaborar en traerte al mundo… Tu misión es difícil, Petrirena. Sé que no me defraudarás.

—Soy soldado y no me asustan los riesgos.

—Esa frase es mía, sargento.

—Por eso lo digo. Usted es… usted es… ¡vamos!, ¡como yo creo que tienen que ser los hombres!

Hablaba en voz baja. Se dieron la mano. Petrirena, como en los viejos tiempos, se cuadró militarmente ante él.

—¡Que Dios te guarde, Petrirena!

—¡Que Dios le guarde, mi comandante…!

Estrechó una a una la mano de todos los camioneros que seguían viaje a Musuni, y dio la orden de partir. Después subió a su camión y mandó a Pereira de Souza que avanzara a media velocidad.

A medida que se acercaban a Madre de Dios aumentaron las señales de desórdenes y escaramuzas recientes. Chozas convertidas en cenizas, de las que emergían los penachos negros de las humaredas; rescoldos con las hojas crestas de las llamas cebándose en los últimos restos combustibles. Era posible, pensaba Moscoso sin mucha fe, que las guarniciones de Madre de Dios hubieran restablecido el orden a sangre y a fuego, quemando los reductos de los revoltosos y ahuyentándolos hacia la selva, pues no encontraron alma viviente en el camino que se acercara a los coches para pedir auxilio o cerrarles el paso. La blanca silueta de las Misiones se veía ya en la lejanía. La puerta de la valla que cercaba el poblado y el parque misional, estaba abierta. Más que nunca, las líneas alegres, levemente cursis de los edificios que cuadriculaban el amplio solar de las Misiones con sus celestes, blancos y verdes claros, le parecían a Moscoso, desde lejos, los hitos inconfundibles de una isla de paz. Cruzaron el portalón de entrada.

Una espesa muchedumbre formaba un círculo abigarrado en el centro de la carretera. Los camiones se detuvieron. Las voces y los gritos y las risas y los saltos de júbilo de los que presenciaban un espectáculo vedado a los ojos de Moscoso y de los suyos, no le dieron la pauta de lo que acontecía.

Los negros, de espaldas a ellos, batían palmas. Con los pies golpeaban el suelo a contracompás, una fracción de segundo después que el golpe seco de las manos; y todo el cuerpo, cabeza, cuello, hombros, vientre y caderas, se contorsionaba y sacudía no ya siguiendo el ritmo, sino creándolo. Desde la cabina del camión no se veía a quién jaleaban o de quién se reían. Los cráneos rizados y de espaldas parecían un rebaño de astracanes encerrado en un estrecho redil.

Moscoso descendió del camión.

—Están borrachos —le dijo Van Eyden, el camionero del coche de cola, que había intentado abrirse paso para descubrir el motivo de la aglomeración.

Haciendo cuña con los codos lograron avanzar entre la muchedumbre. Borrachos o no, olían a demonios. El sudor hedía, acre, a ganado. Un brujo, adornado con plumas de avestruz y una enorme careta con varias bocas monstruosas, saltaba en el centro del ruedo lanzando extraños exorcismos sobre un cuerpo que Moscoso sólo alcanzó a entrever entre la muralla humana de las primeras hileras y que imaginó de un animal atado.

Fue Pereira de Souza quien dio la voz de alarma.

—¡Mi comandante! —gritó. Y sin dar explicación alguna, abriéndose paso a manotazos, llegó al centro de la plazuela, y arremetió a golpes, él solo, contra todos. Moscoso, Van Eyden y los otros camioneros le imitaron. Los negros no respondían a los golpes, procuraban esquivarlos, pero no se apartaban, o si unos huían eran reemplazados por otros. Moscoso disparó al aire su rifle y consiguió llegar hasta la víctima de los exorcismos. Era una mujer blanca, desnuda tendida en el suelo de medio lado. Con los brazos y las piernas encogidas se cubría el rostro, el pecho y el vientre. Temblaba como poseída por la fiebre. Quiso levantarla. No pudo. La pobre mujer se aferraba al suelo con fuerzas que parecían increíbles en aquel cuerpo tan pequeño. Tenía las medias puestas. Unas medias blancas de algodón sostenidas con unas ligas, por encima de las rodillas. Van Eyden se quitó la camisa y la cubrió.

—¡Pon en marcha los camiones! ¡Haz ruido! —gritó Moscoso… a uno de sus hombres.

La pobre mujer apenas notó el roce de la ropa sobre su cuerpo, se cubrió con ella y se puso en pie. Era muy baja y gorda, de unos cincuenta años. Miró a un lado y a otro, indecisa, como un animal acorralado que busca la salida. Moscoso —horrorizado— reconoció a la Madre Micaela, encargada de la destilería. Tomó el rifle por los cañones y lo blandió como una hélice contra los que cerraban el paso. Lograron subir a la cabina, al tiempo que una botella vacía se estrellaba contra el capot. Los demás proyectiles no les alcanzaron. La Madre Micaela, cubierta la cara con las manos, encogida, no dejaba de temblar.

Isabel Jesús fue el único que vio y recogió del suelo los hábitos de la monja. Se quedó perplejo con las ropas en la mano. Le sorprendía que pesaran tanto. Perdió unos segundos. Cuando quiso entregarlas, ya todos habían subido a los coches. Echó a correr detrás de los camiones. El bulto pesaba, y aunque creyó que le perseguían, no lo soltó. Se detuvo agotado. Tenía miedo de saberse solo, con aquellas prendas. Las tiró al suelo junto a unos bojes en la cuneta, y se apartó. Pero una fuerza irresistible, un terrible desconocido imán, le impedía alejarse. Pensó que las telas habían sido embrujadas por los conjuros del mago. Él mismo, al tocarlas, se había contagiado con el maleficio. Se agachó y acercó la ropa a su rostro. Su piel y sus instintos se erizaron. Hundió la cara entre los pliegues. Olía a esas hierbas secas que se guardan en saquitos de hilo en los roperos del hospital. Y a carne de mujer blanca. ¡Qué blanca era la piel de aquella vieja mujer! ¡Qué rara y qué blanca!

Los camiones de Moscoso recorrieron, a media marcha, las avenidas y calles del poblado misional. Los indígenas huían delante de ellos, borrachos. Era una extraña guerra aquélla. Una guerra sin enemigo. En ningún momento los invasores de las misiones trataron de defenderse ni de hacer frente a la improvisada patrulla motorizada. Huían delante de los coches, muchos de ellos riendo, como lo hacen en España los mozos de los pueblos delante de los toros. Se sabían sorprendidos en actos de gamberrismo y se limitaban a abuchear, o los más bravucones, que eran pocos, a lanzar piedras a los que interrumpían sus juegos, al igual que un grupo de pillastres lo haría con un sesudo señor armado de un bastón que interrumpiera —repartiendo palos— la consumación de una fechoría.

Varias ocasiones tuvo Moscoso de comprobar este matiz. Tenía que luchar contra muñecos de algodón. El puño se hunde en ellos sin herirlos, y ellos, en cambio, son capaces de ahogar al que se les opone.

Por tres veces, los camiones recorrieron cada una de las calles, y por tres veces consiguieron desalojarlas, volviendo a encontrarlas llenas cada vez. Decidió entonces sacar los bancos de las escuelas y los colchones de la policlínica y levantar un hacinamiento a guisa de barricada. Puso un hombre en cada una de ellas y le ordenó disparar al aire si se acercaban, ante los pies si persistían, y sólo a dar si su vida corría peligro.

La llegada al Hospital, donde un grupo muy numeroso de religiosas había encontrado refugio, fue patética. Estaban acorraladas por el pánico. No sabían si los hombres blancos que llegaban e irrumpían sin permiso en la clausura iban a ahorcarlas o a expulsarlas, o eran gentes amigas. La confusión llegó al paroxismo cuando descubrieron a la Madre Micaela, su hermana de religión, en la cabina de uno de los coches. La pobre mujer, vejada, encogida por el miedo y la vergüenza, mal cubierta con la camisa de Pereira y los trapos y las gamuzas de limpieza del propio camión, se negaba a salir de él y a exhibir su ultraje ante las otras madres. Fue Moscoso quien invitó a éstas que acudieran a ayudarla, pero el horror que experimentaron al verla las hizo creer que la habían rescatado de manos de sus verdugos. Moscoso renunció a hacerse entender y decidió por sí mismo a ocupar las ventanas que daban a la plaza para vigilar desde allí, arma al brazo, por la seguridad de los camiones. En medio de tanta confusión, logró al fin saber que los incidentes habían comenzado cinco horas antes, al acceder las monjas a facilitar a la guarnición de Madre de Dios unas botellas para celebrar la Independencia. Los indígenas del poblado, al comprobar que los soldados llevaban las botellas, pidieron ser tratados del mismo modo; y al recibir una respuesta negativa, asaltaron la destilería y se llevaron a viva fuerza cuanto pudieron: los barriles donde se preparaba el licor de coco que vendían las monjas para aumentar los ingresos de la Misión, el vinillo dulce para la consagración, el alcohol puro para el Hospital y a la propia Madre encargada del departamento. Después empezaron los bailes obscenos, la confraternización entre los soldados y los asaltantes, y la prisión del oficial blanco, al que pasearon vestido de plumas por las calles.

Cuando comenzaron los incidentes, la mayoría de las religiosas estaban desperdigadas en los distintos departamentos en que trabajaban, y se habían ido concentrando donde pudieron. Las del Hospital suponían que en la Iglesia, en la Residencia y seguramente en otros lugares había mas madres refugiadas, pues eran muchas las que faltaban.

El peor de los enemigos era el pánico. Durante varias horas, hasta que los camiones de Moscoso limpiaron las calles, gentes que no se sabía de dónde salían, estuvieron bailando en la plazuela, entre la Iglesia, la Residencia y el Hospital. Los soldados, a los que pidieron ayuda, estaban tan borrachos como los paisanos. Se habían insubordinado contra los oficiales blancos, a pesar de que éstos habían jurado fidelidad al nuevo gobierno independiente, y no hacían nada por evitar los desmanes.

Las religiosas ignoraban, sin embargo, incidentes o abusos del cariz del cometido con la Madre Micaela, y sólo pensar que algo semejante hubiera podido ocurrir con otras Madres, o con las pobres postulantas de color que faltaban, las tenía trastornadas. Y ahora, la presencia de estos hombres en su propia clausura, su negativa a abandonar las ventanas de las plantas altas, desde donde se podían vigilar los camiones, su temor de que las dejaran solas y su deseo de que se fueran, las tenía confundidas hasta el desconcierto. Moscoso preguntó por la Madre María José. Nadie sabía nada de ella. Organizó los turnos de descanso y vigilancia y, sin más compañía que un revólver, salió a recorrer las dependencias y los puestos de guardia. Necesitaba encontrar a la Madre María José. No tenía hombres bastantes para cubrir todos los flancos del Hospital, ni siquiera con el esfuerzo de los enfermeros, varios de ellos de color; de modo que la mayoría de su gente tendría que vigilar toda la noche; los menos, buscar a las religiosas que faltaban.

En los departamentos de la granja rescataron a una monja y tres postulantas. Se habían escondido en los pajares, entre el grano de los gallineros. Moscoso preguntó si sabían algo de la Madre María José… No sabían. Contaron horrorizadas cómo se habían llevado casi todos los animales —puercos, vacas, cabras— por el puro afán de robar y destruir, más que por lucrarse; porque después los soltaron, y muchos habían regresado, llevados por la querencia, a los establos y porquerizas. Las convencieron de que lo mejor era abandonar aquello y concentrarse con las demás Madres en el Hospital. Las acompañaron. En el camino, salieron de sus escondrijos dos Madres más. Se habían ocultado en la policlínica, donde estuvo Moscoso horas antes con sus hombres, sin verlas. Por fortuna, no se habían producido incidentes como el de la Madre Micaela. Esta Madre fue quien se negó a facilitar más botellas a los hombres del poblado, quienes quisieron por lo visto vengarse de ella. Moscoso llegó a la boca de la carretera por donde al amanecer, si no surgía ningún imprevisto, llegaría el grueso de los camiones —al mando de Petrirena— con las familias europeas rescatadas de las minas. El crepúsculo, una gran bestia herida, se desangraba en el horizonte.

Allí tenían las monjas el almacén de trigo, el molino de harina y los hornos de pan. Oyó ruidos y voces en el interior: voces apagadas. Dos soldados indígenas, armados con metralletas, salían del molino en este instante. Se retiró unos pasos para ocultarse de la luz del atardecer y buscar una sombra. Le sorprendió el sigilo con que miraron a un lado y a otro antes de salir. Uno de ellos se volvió hacia el interior y dijo algo, sin alzar mucho la voz, a otro u otros que aún no habían salido. De pronto descubrieron al europeo, a treinta metros, del otro lado de la calzada, y echaron a correr como alma que lleva el diablo.

A Moscoso le pareció increíble que dos hombres armados huyeran así ante él, y temió que se volvieran —en cuanto alcanzaran una defensa— y le acribillaran a tiros. Pero no fue así. Los hombres corrían despendolados y desaparecieron. Moscoso dudó si regresar al poblado a pedir refuerzos para inspeccionar el molino. Era posible que hubieran minado la carretera y tuvieran entre aquellas paredes un dispositivo para hacerla saltar cuando pasaran sus camiones de regreso de Musuni… Desechó esta idea por disparatada. Ni nadie en Madre de Dios sabía que una expedición de Musuni llegaría al amanecer, ni si lo supieran tenían por qué atacarla, ni si quisieran atacarla, cabía en sus magines previsión semejante. Decidió penetrar por sí mismo en el molino y ver de qué se trataba. Pero alguien más salía en este instante, y Moscoso, de un salto, se ocultó, tumbándose en la cuneta de la carretera. Desde su posición, enfilaba ahora la entrada, y el interior se veía sin dificultad. Era la boca de un patio, cubierto de sacos; unos cerdos, que Moscoso imaginó huidos de las porquerizas, hozaban entre los bultos, y un soldado de color disputaba con un paisano. Este último sacó al fin unas monedas y se las dio al soldado, quien las contó y le dejó salir.

Moscoso observó en el que salía el mismo ademán de sigilo que había visto en los precedentes: lo mismo que aquéllos, después de andar unos pasos, se alejó de allí corriendo. Dos hombres más, sentados sobre los sacos, entre los puercos, esperaban su turno. El soldado hizo un gesto a uno de ellos. Éste se levantó y Moscoso lo perdió de vista. No podía comprender de qué se trataba; qué misterio se cocía entre aquellas paredes.

La última luz de la tarde se resistía desesperadamente a perecer y unas grandes uñas de fuego se clavaban en el cénit. De pronto, toda aquella luz se le metió por los ojos e iluminó su entendimiento. Más que sospecha tuvo la sensación de lo que ocurría, y de un salto se puso en pie. El hombre al que había perdido de vista, reapareció en este instante en el patio abrochándose la ropa, y el que esperaba turno se perdió por donde aquél llegaba.

Pistola en mano, cruzó la carretera y el porche al tiempo que el uniformado recibía el importe del paisano. Apenas divisaron a Moscoso cerrándoles el paso, el soldado saltó sobre los sacos y el hombre sobre el alféizar de una ventana, y de aquí a la puerta del molino. Parecían gatos encerrados y acosados por el terror. Al fin ganaron la salida y huyeron. Moscoso quedó ante una puerta entreabierta, temeroso de encontrar lo que había imaginado. En el suelo del patio, las huellas de muchos pies estaban marcadas en la capa de harina que como una primera y leve nevada cubría las baldosas.

A través de la puerta se oía, como un ronquido, el asmático jadear de una respiración. Podía ser un puerco o un hombre en agonía. Moscoso supuso, tuvo la evidencia de que ambas cosas eran ciertas. Porque aquel hombre o aquel puerco iba a morir. Abrió la puerta con el pie, a la vez que retiraba el seguro del arma, y disparó, al tiempo que el hombre, viéndose sorprendido, saltaba hacia atrás. Giró sobre sí mismo y cayó de bruces —incrustada la bala en el cráneo— parte sobre la mujer, parte sobre la harina en que aquélla se apoyaba.

La Madre María José llevaba muchas horas muerta. Quizá la herida de su cuello fuera anterior al primer ultraje de su cadáver. Moscoso se lo pidió así a Dios; se lo pidió con rabia, a gritos del alma, exigiéndole que fuera así, tal como él se lo pedía. Y mientras rezaba esta tremenda oración iba descargando una a una, sobre el último monstruo, las balas de su pistola. Después le agarró del pelo y le volvió la cara: era Isabel, el negro llamado Isabel. De sus ojos manaban, como lágrimas rojas, dos hilillos de sangre.

Nunca el dolor, ni el rencor, ni el amor, ni el odio se habían enseñoreado de Moscoso y capitaneado su ánimo; antes fue su ánimo el que logró acallar e imponerse sobre las miserias de sus impulsos. Alberto sabía, como militar, cuántas veces una retirada favorece la victoria, y estaba ejercitado en huir del dolor, en no hacerle frente, en no darle la cara. Por eso no conocía el rencor.

El rencor es la secreción que produce el dolor cuando el ánimo se entrega a él y en él se refocila. El rencor es el deleite de quien excita su propio dolor y copula con él. Por eso fue más violento su encuentro con el odio, ese desconocido. Lo encontró junto al ultrajado cuerpo de la Madre María José, junto a su cadáver envilecido; y durante unas horas se enseñoreó de él. Se sentía joven y viejo a la vez: joven para matar, con deseos de matar; viejo para morir, con deseos de morir.

Salió a la carretera, desde el molino prostituido, y repitió instintivamente el gesto de disparar el cargador de su pistola sobre el engendro maldito. Pero en la mano crispada apareció, sostenido por los cabellos, el rostro de Isabel Jesús, con aquellas lágrimas de sangre manando por sus ojos, y Moscoso sintió una congoja tan grande que creyó enloquecer. Volvió a disparar con el pensamiento sobre el espectro, y cada golpe de pistola era una puñalada que se hundía en su propia carne. Quería pedirle a Dios que ensanchara aún más el campo de su misericordia para perdonar al muchacho, que le perdonara porque no sabía lo que hacía, pero tuvo repugnancia al perdón y no se lo pidió. No lo pidió. No quería dialogar —se le haría cuesta arriba; la oración no entraría de los dientes adentro— con la recóndita, impenetrable, insondable Divinidad que había permitido que tales cosas sucedieran.

Anduvo perdido toda la noche huyendo de su diálogo interior, escondiéndose en las sombras, sin querer desdecirse de su pensamiento blasfemo. Y la angustia que este esfuerzo le producía le hacía sentirse culpable, como si él fuera autor del crimen que a tal estado de ánimo le tenía reducido.

Al amanecer llegaron los camiones con su nueva mercancía de horrores, al mando de Petrirena.