XI
EN EL FONDO DEL MAR

El casco de la barca, visto desde el fondo, parecía un globo zeppelín detenido en el aire. Ana María alzó los brazos y ascendió suavemente hacia él. Se colgó de la borda y arrancó de entre los dientes el negro tubo de goma. Andrés subió tras ella.

—¿Por qué te lo quitas? —preguntó alarmado.

—¡Porque no puedo hablar con el tubo puesto! Lo único que echo de menos allá abajo es hablar.

—¿Te encuentras mal?

—¡No, pero me da miedo esa cueva que hay en el fondo! ¡Te vi entrar en ella, y me dio miedo!

Hablaban a gritos. La presión del agua en los tímpanos o el contraste del pavoroso silencio del fondo con los rumores de la superficie, les habían hecho perder la medida de su propia voz. Arriba se oía el chapoteo de la barca en el agua, el roce de la cuerda que amarraba el codaste a la boya, su propia respiración. Abajo, el silencio era total.

—No hay ningún peligro —gritó Andrés—. Procura no acercar la espalda a las rocas, para que las botellas no se rocen. ¿Te animas?

—Yo te sigo, pero no seas imprudente.

Ana mordió con fuerza los dos salientes de la trompa unida a los depósitos de aire sujetos a su espalda, y desdobló sobre sus labios la funda exterior de goma. Después, se caló las gafas.

—¿Todo en orden? —preguntó Andrés.

Ana, por toda respuesta, desprendió de la borda sus manos y se dejó afondar suavemente, ayudada por el peso de las botellas de hierro y el cinturón con lastres de plomo. Era admirable esta impresión de sentirse ingrávida entre las aguas. Probó a descender hasta la arena del fondo, lo que consiguió sin ningún esfuerzo; quiso subir después hasta el límite mismo del agua y se admiró de la facilidad con que lo hizo. No era necesario mover los brazos para avanzar. Bastaba un movimiento ligerísimo de los pies, y el cuerpo, sin peso, se iba, con sólo girar la cabeza, hacia donde querían los ojos. La arena de la superficie sumergida penetraba en largas cuñas azules entre los salientes negros de las rocas como en la maqueta de una costa llena de fiordos. Los bosques de algas se mecían lentos y sensuales, en un mundo sin vientos. Ana María navegó sobre aquel paisaje en miniatura, como un pájaro inmenso sobre los valles y cordilleras. Algunas peñas estaban cubiertas de arena y parecían cumbres nevadas. En una llanada, unos peces diminutos y rayados huyeron ante la sombra de su cuerpo, como hacían las cebras de las planicies africanas, fotografiadas desde un avión y galopando asustadas por el ruido del motor. Al fin, se abrió bajo ella la boca de la sima. Las rocas se precipitaban hacia el abismo de un cráter inmenso, y de lo hondo emergía una gran llamarada de luz azul. Andrés la esperaba, flotando sobre la boca del precipicio. ¡Qué asombrosa experiencia! Era extraordinario acercarse a esos bordes y no sentir vértigo; situarse sobre el despeñadero y no caer, a plomo, por él. Ana María se acercó a Andrés y miró hacia abajo. Le daba miedo la luz que nacía del pozo. Andrés la tomó de la mano —¡qué tortura no poder hablar con él!— y se sumieron en el cráter. Las paredes de la hoyada eran pardas, naranjas, ocres. Entre sus grietas, como en hornacinas, había peces pequeños, transparentes, que no huían ante ellos. Cuando llegaron a la arena, Ana pensó que si la palpaba se quemaría la piel: tal era la reverberación que emitía. Allí experimentaron una sorpresa. Las paredes del pozo no llegaban hasta el fondo, no se apoyaban en el suelo, sino que se recogían en pliegues como una gruesa cortina petrificada. Ana María no hubiera querido pasar bajo ellas, pero Andrés lo hizo, y ella le siguió. Pegados a la arena avanzaron lentos. Daba miedo mirar hacia arriba por la negrura del techo. El suelo, en cambio, no había perdido su luz. ¡Qué extraña desazón lo que le producía ver la luz abajo, luz azul, y las sombras arriba, como si el cielo y la tierra hubieran canjeado sus puestos! Pocos metros más lejos, el túnel se ensanchó y desembocó en una inmensa cavidad. Ana vio cómo Andrés penetraba, iluminado por los resplandores del fondo, en una gran bola de cristal, poblada de centenares, miles, decenas de miles de peces. Nunca había visto ni soñado un espectáculo de tanta belleza. Los peces, translúcidos, como de gelatina, tenían franjas azules, amarillas, verdes, que fosforecían en el agua. Y era tal la presteza de sus movimientos y la luminosidad de sus pintas, que toda la bóveda submarina parecía un puro fuego de artificio, explosión de chispas multicolores, entre las cuales diríase imposible pasar sin quemarse. La pendiente del suelo ascendía ahora suave. Ana y Andrés avanzaron casi pegados sus cuerpos a la tierra. De pronto se detuvieron sorprendidos al percibir el peso de las botellas sobre sus espaldas. Ya no tenían la maravillosa ingravidez de antes ni la facultad de avanzar. Habían encallado como grandes peces que se aventuran en un bajío. Instintivamente apoyaron las rodillas en la arena y se incorporaron. Estaban en una playa y casi a oscuras. Se quitaron las gafas y las caretas. La sensación de tener las sombras sobre sus cabezas y la luz a sus pies era aquí mucho más siniestra que en plena sumersión, pues realmente se veía el cielo derrumbado, como un ángel caído sobre el abismo, y la oscura tierra señoreando la bóveda celeste.

—¿Dónde estamos?

—En una gruta. Debe de haber alguna salida al exterior, puesto que respiramos. ¿Tienes frío?

—No. Pero no quiero estar aquí. Me da miedo.

—Nos conviene descansar un poco. Confieso que ha sido una imprudencia llegar hasta aquí.

—Tengo miedo, Andrés.

—Comprueba la válvula de tus depósitos. No conviene desperdiciar oxígeno.

Salieron a tientas del agua. La caverna parecía abierta en las entrañas mismas de la tierra. Sobre la bóveda de la cueva, los reflejos de aquel mar enclaustrado se deslizaban como arañas de luz. Bajo la increíble transparencia del mar, los peces luminosos cruzaban disparados —como estrellas fugaces— el firmamento caído.

—¿Quieres descansar, o regresamos?

—Prefiero volver. Me has asustado con lo que has dicho. ¿Por qué dices siempre todo lo que piensas? ¿Lo has dicho por asustarme, o crees realmente que el aire nos puede faltar?

Andrés se encogió de hombros.

—Tú no me pierdas de vista en ningún momento. ¿Entendido?

Al hundir de nuevo la cabeza en el agua, se diría que alguien había pulsado el conmutador de la luz. Ya de regreso, descendieron despacio, pegados a tierra, buscando la mayor pendiente. Andrés movía el rostro de un lado a otro para cerciorarse de que la salida por la que iban era la mejor. No sabía si era la misma que utilizaron al entrar o no; pero en cualquier caso era la que despedía mayor reverberación. Cruzaron bajo la cortina de piedra, inmersos en un chorro de luz definitiva y elemental, y al rebasar el túnel quedaron sobrecogidos por la sorpresa: a muy pocos metros de sus cabezas, suspendida entre dos aguas, había una bola de fuego, roja y amarilla. Tardaron en comprender que era el Sol. Por un fenómeno óptico, lo veían no ya desde dentro del agua, sino dentro del agua misma, al alcance de sus manos, milagrosamente. Tuvieron que volverse de espaldas, y ponerse de cara a la pared de la sima, pues el reflejo era cegador. Millones de gusanos dorados y escarlatas, como diminutas lenguas de fuego, se proyectaban sobre las rocas. Comenzaron a ascender. Las cumbres de aquellos alpes sumergidos, diáfanos, purísimos, coruscantes, se veían cortadas en lo alto por una línea movediza de niebla que ocultaba los picachos más altos: era la superficie del mar. ¡Qué portentoso espectáculo! Ya se avistaba, pequeña como un gusano, la parte sumergida de la barca. Estaba amarrada junto a la costa y parecía, en efecto, un zeppelín que intentaba volar sobre la cordillera. Andrés obligó a Ana María a detenerse. No sólo por ser necesario hacerlo para evitar la influencia sobre el organismo de las diferentes presiones, sino para contemplar a gusto el insoñado panorama. Ahora era él quien lamentaba no poder hablar con Ana. Hubiera querido decirle que Adán, al abrir los ojos por primera vez, tenía que haber experimentado —ante la impensada maravilla de la vista— una sensación semejante a la que ellos sentían ante el derroche de belleza que los rodeaba. Al insuflar Dios el entendimiento sobre el barro de su carne, Adán abriría los párpados y se quedaría absorto al ver cómo el mundo entero, aun estando fuera de él, penetraba dentro de él, a través de sus ojos. Percibiría el gozoso escándalo de los colores y la subversión de las formas y los volúmenes. Y descubriría, sin extender las manos, el sentido de la distancia.

Reemprendieron la ascensión. Ya la barca se veía más grande. El nervio de la quilla se adivinaba ya desde la roda al codaste, y el vaho de las cuadernas relucía como si tuviese barniz. Se detuvieron una vez más. Las burbujas de aire que expulsaban al expelerlo flotaban en torno de ellos como pequeños planetas. Ana María no pudo esperar más. Agitó los pies, alzó los brazos y estiró los dedos. La barca estaba ya a la altura de una casa grande, ya de una casa pequeña. Aprovechando el impulso ascendente, hizo una flexión de brazos y cayó dentro de la barca. Andrés la vio desaparecer bajo la línea viscosa que había más allá de la superficie. ¡Increíble espectáculo! Ver desde tierra a un ser humano perforar la superficie y desaparecer bajo las aguas es cosa sólita y hasta vulgar… Pero ¡ver desde dentro de las aguas cómo un ser de la misma especie horada el techo de los elementos y se esfuma en los abismos superiores, es puro funambulismo!

Llegó tras ella.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Te faltaba aire?

—¡No! ¡Pero necesitaba gritar! ¡Qué maravilla, Andrés! ¡Nunca pude sospechar que esto fuera tan rotundamente, tan definitivamente bello!

Andrés puso en marcha el motor y soltó las amarras.

Ana María estaba excitadísima. Buscaba los adjetivos más tajantes y totalitarios para expresar su admiración.

—Además, he hecho un descubrimiento sensacional. Y he decidido escribir un ensayo que titularé «Introducción a la Nautomaquia».

—Pero, Ana… ¿has decidido eso en el fondo del mar?

—¡En el fondo del mar!

—Mira. Aquí arriba —y señaló con desprecio el mundo de los pájaros— quieres saltar y apenas te elevas unos metros del suelo.

—¡No lo intentes, que me hundes la barca!

—No te burles. Te digo que mi descubrimiento es sensacional. Digo que aquí arriba —y volvió a hacer la mueca de desprecio ante las costas más extraordinarias del Mediterráneo— la gravedad te sujeta a la tierra y no te deja escapar; no te permite emigrar hacia la altura. Los movimientos posibles de un danzarín son limitadísimos. En cambio, en cuanto te sumerges te desprendes de tu propio peso, y las posibilidades del movimiento son ilimitadas. ¿Te imaginas lo que sería organizar un ballet en el fondo del mar, traer a la Pavlova y hacerla bailar allá abajo?

—Se ahogaría. Y te acusarían de «ictiocidio», es decir, de asesinato.

—¡Oh, Andrés! No comprendo que seas artista y no lo veas.

—De modo, Ana, que esos gestos tan extraños que hacías ahí abajo pretendían ser una danza…

—No te burles. Yo no soy bailarina. Estaba probando…

—¡Y yo que pensé que te habían fallado las válvulas y te ahogabas!

—No seas cruel. Te digo que la danza sólo es posible en el fondo del mar. Aquí, la tierra tira como un imán de los cuerpos y no los deja evadirse. Fíjate bien en esta palabra clave: «evadirse».

—Bien. ¿Y cuál ha sido tu descubrimiento?

Ana se indignó.

—¡Cómo que cuál ha sido mi descubrimiento! ¿Te parece poco? ¡He encontrado la definición de la danza!

—¡Ana de mi alma! ¿Qué definición es ésa?

—Pues nada más que ésta. Escucha: «La danza es un proyecto de evasión frustrado por la gravitación universal».

El ataque de risa que sufrió Andrés estuvo a punto de volcar la embarcación. Se reía tan escandalosamente, que Ana temió que hasta desde la playa le oyeran.

—Te advierto que de esa definición se pueden desprender conclusiones insospechadas. ¿Quieres que te las diga o no? ¡Nunca me escuchas cuando hablo!

—Eres divina. Sigue.

—Quedamos en que la danza es un proyecto de evasión. Y que en la superficie —al revés que en el fondo del mar— la atracción de la tierra impide dicha evasión. Pues bien: los hombres han conseguido en la música lo que no han podido realizar en la danza. Han logrado disparar los sonidos hasta un límite al que no alcanzaban los músculos; mover las notas del pentagrama en la zona de evasión, allí donde —por culpa de la gravitación— no podían mover sus cuerpos. De lo que se deduce que la música es una danza sublimada. El inventor de la música, un danzarín insatisfecho.

Ana dijo esto en un tono deliberadamente pedante, sin evitar el énfasis, como queriendo anticiparse, con un tono jocoso, a las posibles burlas de Andrés. Pero en realidad estaba muy orgullosa de haber intuido que el inventor de la música era un bailarín insatisfecho. Miró de reojo a su compañero, en espera de su veredicto.

—A veces me pregunto por qué te quiero —dijo Andrés lentamente— y empiezo a pensar que esa pregunta es, por lo menos, una necedad.

Éste era el veredicto que Ana quería escuchar.

La barca llegó a la playa. Un hombre acudió a ayudarlos.

—¿Vamos a comer?

—¡Vamos!

—¿Tienes apetito?

—¡Terrible!

Andrés era difícil. Tener trato con él requería una técnica especial como la manipulación de una máquina complicada, provista de mil resortes distintos y todos ultrasensibles. Ana no llegaría nunca a comprender el porqué de estos resortes; pero aspiraba a saber maniobrar con ellos. Un buen obrero especializado no necesita saber por qué funciona una máquina, sino cómo funciona; y puede manejarla mejor que el ingeniero que la diseñó. Ana estaba aprendiendo a manejar los resortes de la complicada máquina que era Andrés. Algún día sería capaz de redactar un cuadro de instrucciones y colgárselo a la espalda. La primera de ellas diría: «No le dejéis pensar por sí mismo». Si Ana se distraía en el apasionante ejercicio de poner al rojo su fantasía, Andrés caía a plomo, con la exasperante regularidad de la gravitación, en la pueril manía de husmear dentro de sí, hasta regodearse en su propia insatisfacción. Las primeras horas de la noche eran las más peligrosas. Ana procuraba fingirse dormida para evitar el diálogo. Le oía respirar agitadamente, le adivinaba con los ojos abiertos clavados en los reflejos que la noche difuminaba en la pared.

—Dime, Ana. ¿Tú no te sientes culpable?

¡Qué afán el de Andrés de trajinar en su conciencia y en las ajenas! Y todo eso ¿para qué? La mayoría de los hombres pensaban de una manera y actuaban de otra; proclamaban unos principios y los traicionaban a cada paso. Ella no se planteaba ya si era culpable o no. Quería a Andrés. Eso era todo. Se lo dijo así.

—¿Sabes, Ana? A veces pienso que las mujeres sois de una radical amoralidad. Conformáis vuestros actos con vuestro pensamiento. (En esto sois mejores que nosotros). Pero, en cambio, vuestro pensamiento está exclusivamente al servicio de vuestros afectos, y varía según varían aquéllos, con lo que resulta que vuestra moral es de una asombrosa ductilidad y llegáis a creeros que todo cuanto hacéis es bueno.

—Andrés… Tengo mucho sueño. ¿Por qué no te duermes?

—Nosotros, no —continuó Andrés—. Nuestra manera de pensar no la modificamos para justificar una perversidad. Después, es muy posible que la cometamos; pero siempre a sabiendas de que se trata de un radical atentado contra nuestra manera de pensar.

Ana se incorporó en la cama.

—¿Tú crees que lo nuestro es una perversidad?

Andrés respondió a la pregunta con otra.

—¿Y tú? ¿Qué crees tú?

—¡Yo niego que lo sea! —contestó ofendida.

Se volvió del otro lado y se arropó entre las sábanas.

—Andrés, Andrés, duérmete…

Regidor, que era un cínico, afirmaba que el estado perfecto del hombre era el de la segmentación. Había que trocearse en tantos segmentos como facetas tiene la compleja personalidad de cada cual, y dar a los demás con generosidad lo que cada uno espera de nosotros: el corazón a la mujer, la labia a los amigos, la piel a las amantes, el talento al trabajo. ¡Pero sin equivocarse! Dar el talento a la mujer era echar pasteles a las piaras; poner el corazón en el trabajo, hacer oposiciones al Cuerpo Nacional de Resentidos; y dar la labia a las amantes, recitar poemas a los gatos.

Andrés había invertido lamentablemente los términos que aconsejaba Regidor: su corazón no era de su mujer, sino de su trabajo; su piel no era de su amante, sino de su mujer; su talento no era de su arte, sino de su amante. Alicia vencía a Ana María en la intimidad; Ana María era más fuerte que Alicia en la compañía. Si tuviera que dividir, a voluntad, sus horas entre las dos, pasaría las noches con su mujer y los días con su amante: dormiría con Alicia, viviría con Ana. Y como el vivir era de más noble estofa que el dormir, veía alarmado cómo Ana María iba desplazando a Alicia de sus baluartes. Esto, lejos de satisfacerle, le inquietaba y le producía remordimientos. En la escala de las abyecciones, en el escalafón de las bellaquerías, estimaba menos grave una fugaz descarga de los instintos inferiores que la traición del entendimiento. Andrés admiraba a Ana María; su compañía le era más grata que ninguna otra; sus palabras, más incitantes; sus consejos, más útiles; su capacidad de compenetración con sus gustos y sus problemas, más completa. Y este sentirse ganar por ella le atormentaba. Por encima de su gusto había un orden natural, una justicia quebrantada, unas normas éticas y religiosas violadas por él, que creía en ellas; violadas por él, «a pesar» de creer en ellas.

Ana —a su lado— dormía profundamente. Soñaba con el fondo del mar. Sentía la maravillosa laxitud de la ingravidez; navegaba por el paisaje sumergido, como por un mundo recién descubierto del cual no quisiera salir. Miró a la superficie. Allí, tras esa línea viscosa, estaba la rutina, las horas groseras y vulgares, la tediosa realidad. Andrés la llamaba desde el fondo. Su voz resonó con vibraciones de viento encerrado en la gruta de nácar de una caracola. Ana se dejó afondar, siguiendo aquella voz misteriosa. Sus pelos flotaban sobre ella y se mecían como las algas. De pronto vio su propia sombra reflejada sobre la arena. Tuvo miedo, y se despertó.

Andrés, cuya mirada estaba fija en el techo, seguía sin dormir.

—¿Por qué no duermes?

—No puedo. Pensaba en mil cosas y no puedo dormir.

—Procura no pensar en nada. Duérmete.

—El mes que viene es la exposición… Vendrá de París Bernard du Vigny.

—¡Eso es magnífico! ¡No me lo habías dicho!

—Hace tiempo que me ronda. Quiere comprarme toda mi producción, retenerla dos años y lanzarla después.

—¡No te perdono el no habérmelo dicho! ¡Eso es tu consagración!

—Tendría que instalarme en París. Alicia no quiere.

Hizo una pausa. No quería hablar de este tema.

—Antes has pegado un grito de angustia… ¿Por qué?

—Estaría soñando…

—¿Qué soñabas?

—No lo recuerdo. Anda, Andrés, duérmete…