—¡Petrirena! ¿Dónde se habrá metido ese inútil? ¡Petrirena!
—Aquí estoy, mi comandante —gritó el sargento abrochándose la sahariana y saliendo de la casucha.
—¿A qué hora te dije que sería la revista?
—A las cinco, mi comandante.
—¿Y qué hora es?
—Las cinco, mi comandante.
—¿Está todo listo?
—Sí, mi comandante.
Moscoso lo miró con recelo.
—Lo dudo.
—Hace usted mal, mi comandante.
El comandante Moscoso se llevó un dedo a la ceja e hizo un ademán como espantando con la uña un pequeño insecto que le molestara. Lo hacía siempre que dudaba si encerrar a Petrirena en la prevención, mandarlo al diablo o hacerse el distraído.
—¿Dónde están los camiones?
—En la explanada, mi comandante.
—Vamos allá.
Por supuesto que dos horas antes —y Petrirena lo sabía muy bien— el comandante Moscoso había estado en la explanada para comprobar si todo estaba en orden; si sus disposiciones habían sido cumplidas con toda exactitud desde la víspera, y… para ver amanecer.
Pocos momentos, en la selva, valen la pena de ser vividos como éstos que preceden a la salida del sol. La naturaleza está como dormida, el poblado en silencio; y algo que no es frescor, mas que está lejos aún del horno vivo que encenderá el ambiente durante el día, permite al aire penetrar en los pulmones sin provocar náuseas. El encanto no dura mucho. Un grito agudo, de insoportable estridencia, emitido por una de esas aves que bogan entre las sombras, rasga el silencio y despierta a la selva. A su conjuro, breves soplos, aleteos, rumores, muy aislados al comienzo, más apretados después, y por último continuos y superpuestos, van desperezándose entre las frondas hasta crear el mar ininterrumpido de sonidos —gritos, chirridos, lamentos, risas— que hierve de sol a sol en espantosa algarabía sobre la selva y su ruidoso vecindario. La luz, obediente a tanto clamor, emerge minutos más tarde tras las montañas.
Ése era el momento en que Moscoso comenzaba a mirar el reloj, con el malévolo deseo de coger en falta a Petrirena. El sargento no se lo tenía en cuenta. Sabía muy bien que sus horas de euforia —las únicas en que se dignaba hablar con sus semejantes— eran de cinco a siete. Entonces arengaba a la tropa con bastante fortuna, daba órdenes y hasta se permitía algún rasgo de humor. Después, se encerraría en su chabola, entre kilos de libros, que devoraba, o bien escribía su diario o se tumbaría en el catre, dentro del mosquitero, para dormir o entretenerse haciendo volutas de humo con su cigarro, sin hablar con nadie ni pensar en nada.
Llegaron a la explanada. Los seis camiones estaban alineados en el centro del calvero, y sus mecánicos y servidores medio formados delante de ellos. Cinco de los mecánicos eran portugueses, y el otro un belga, desertor de la Legión Extranjera francesa. Los servidores eran todos negros. Moscoso hizo un gesto al sargento, y éste comenzó a enumerarle los datos que le interesaba conocer: número de cajas cargadas; origen y destino de la mercancía; reserva de agua, carburante, aceite y municiones. De cuando en cuando, Moscoso interrumpía la letanía: «Comprobar», decía; y Petrirena comprobaba si el dato era cierto o amañado.
—El primer servidor de ese coche, ¿quién es? —gritó Moscoso.
Un negro de mediana estatura, que al reír enseñaba la media sandía de unas encías descarnadas, se adelantó haciendo reverencias. Sus compañeros, nada más verle acercarse al comandante, hicieron grandes esfuerzos por contener la risa. «Pero ¿qué ha dicho de gracioso para que ya se estén riendo?», se preguntaba Petrirena. Y ponía verdadera atención en las preguntas que —con cara de palo y sin mover un músculo del rostro— hacía Moscoso al servidor. Éste, que iba descalzo, dio un taconazo tan fuerte —al llegar frente al comandante—, que sus tobillos, al chocar, sonaron como espuelas.
—¿Sabes conducir?
—Sí, m’commandant.
—¿De qué le sirve a la compañía que tú sepas conducir?
—Para sustituir a Pereira de Souza, si se muere, m’commandant.
—¡Hombre, no hace falta que se muera…! Basta con que esté cansado y quiera dormir; ¿no te parece?
—Sí, m’commandant.
—¿Cómo te llamas?
—Isabel.
—¿Isabel?
—Isabel Jesús Akato Rodrigues Trinidad.
—¿Nada más?
—No, m’commandant.
—Isabel es nombre de mujer. No me querrás engañar. Aquí no se aceptan mujeres.
—Yo soy hombre, m’commandant.
—¿Seguro?
Isabel Jesús Akato Rodrigues Trinidad inició un movimiento para demostrar —sin pudor alguno, pero también sin género de dudas— que cuanto decía era cierto.
—¡Te creo! —rugió Moscoso, atajando su demostración—. ¡Vuelve a tu puesto!
Y sonó una estruendosa carcajada, ante el estupor y la indignación de Petrirena, que insistía —para sus adentros— en que el verdaderamente gracioso era el negro llamado Isabel, pero no su comandante.
Éste era hombre que sabía hacerse querer y respetar; que hacía verdaderos milagros para organizar la empresa que tuviera entre manos, sin esfuerzo aparente, sin consumir energías y casi sin preocuparse de ello, o al menos sin que los demás supieran que se preocupaba…; pero que de gracioso no tenía nada. Sin embargo, cuando estaba ante la tropa, la hacía reír a voluntad. Esto sacaba de quicio al sargento, quien había intentado varias veces mover los resortes de la hilaridad de aquellos hombres, que le escuchaban aterrados sin entender lo que decía y —por supuesto— sin reírse.
—¡Petrirena!
—¡A sus órdenes!
—Toma el nombre de ese muchacho para que se le cite en la orden. Ha contestado muy bien a todas mis preguntas. Cuando regrese de la expedición, le darás una botella de aguardiente como premio, y otra más a cada uno de sus compañeros.
Hizo un gesto a los mecánicos europeos para que se acercaran, mientras el sargento, por orden suya, mandaba romper filas. Moscoso les dio algunas instrucciones en voz baja, les ofreció cigarrillos, estrechó la mano de los que, a medio camino, se habían de separar y subió junto al conductor del primer camión. Sacó medio cuerpo fuera de la ventanilla.
—¡En marcha! —gritó.
Los monos, medio ocultos en las frondas, respondieron al rumor de los motores con un griterío infernal.
Moscoso ya no era militar. De no haberse retirado, estaría a punto de ascender a general de división. La organización y el estilo que había dado a su negocio no era tanto por jugar a los soldados como por crear un espíritu de disciplina y responsabilidad entre los indígenas que trabajaban para él. Los resultados eran excelentes. Así lo explicó a las autoridades cuando el gobernador general se asustó de ver crecer en Akamoto una organización militar dirigida por un extranjero. Ahora ya no le molestaban. Y si había cometido algún exceso, la culpa era de esa mala bestia de Petrirena.
—¿Por qué no te vas de aquí, grandísimo inútil, antes de repudrirte del todo?
Petrirena se encogía de hombros.
—¡Te derretirás bajo la lluvia; los mosquitos criarán larvas en tu barriga; te comerán las hienas!
El sargento trataba de explicarse.
—En el desierto un sargento es alguien, ¿eh, mi comandante? ¡Ya lo creo que es alguien! Y en España, no. ¿Usted me entiende?
—¡Pero si aquí no estás en el desierto!
—¿Aquí? ¡Aquí soy todavía más; fíjese lo que le digo!
Con Petrirena o sin él, Moscoso llevaba su negocio de transportes de la única manera que sabía: como si mandara una compañía de carros. Y no le iba nada mal, por cierto. Los resultados a la vista estaban. A veces, cometía la debilidad de emborracharse con su sargento. Petrirena, que estando en sus cabales se juraba a sí mismo que odiaba al comandante, en cuanto bebía se volvía tierno y locuaz. Al revés que Moscoso, que si estando fresco lo ignoraba, cuando estaba bebido le llenaba de injurias.
—Si llego a saber que te iba a encontrar aquí, en el único rincón del globo donde quise esconderme para no verte más, me quedo en la península.
—Mi general, no diga eso. Usted es mi padre, usted es mi amigo. Sírvame otro vaso, mi general.
A veces pasaban semanas enteras sin verse. Moscoso mascullaba para sí que ese gozo interno que sentía —y hasta su mejor estado de salud— se lo proporcionaba el no ver a Petrirena. Pero era falso. Moscoso necesitaba saber que el sargento estaba en la chabola de enfrente, dormido o despierto, ocioso o trabajando, pero que estaba allí. Necesitaba poder gritar, si le venía en gana: «¡Petrirena!», y verle salir corriendo abrochándose la camisa y decir: «¡A sus órdenes!».
—¿Qué estabas haciendo?
—Tallando una caja.
—Está bien.
—¿Quiere usted algo más?
Y con esto, Moscoso quedaba satisfecho.
Petrirena tallaba madera a punta de cuchillo con singular maestría. Y hacía cinturones y objetos de cuerda con rara habilidad. No eran éstas sus únicas ocupaciones. Un día se presentó en Akamoto un jefe de tribu del valle de Urobi con un hombre armado y un buey. Moscoso pensó que era un regalo que le hacían por haber transportado recientemente en sus camiones a una mujer enferma hasta las Misiones de Madre de Dios. Mas pronto se desengañó. Parecía ser que el hombrecillo que acompañaba al jefe de la tribu era el marido de cierta belleza negra que había sido sorprendida entre los cafetales con el sargento Petrirena. En estos casos, la costumbre del país obliga al adúltero a indemnizar al marido chasqueado, entregándole un buey. Y el muy ladino se trajo no sólo el buey —para que Petrirena se lo comprara en moneda contante y sonante, y después se lo entregara como indemnización—, sino que hizo venir también al jefe de la tribu, para que actuara de notario y testigo en ambas operaciones. Petrirena se resistió, alegando que el marido en cuestión y su mujer trabajaban de acuerdo: ella para atraer a los incautos, y el marido para sorprenderlos; y que gracias a esta industria, tenían uno de los mejores rebaños de los contornos. El jefe de la tribu terció —airado— a favor del ingenioso cornudo, y Moscoso tuvo que escoger entre obligar al antiguo sargento a respetar las costumbres del país o exponerse a que los cafeteros de toda la región le hicieran el boicot e incluso sabotearan sus camiones. La historia no acaba aquí. El jefe y el súbdito, al cruzar, ya de regreso, la altiplanicie, se vieron atacados por un león y tuvieron que abandonar al buey a la voracidad de la fiera para salvar la vida. Con esto Petrirena no se atrevió a volver a los cafetales del valle de Urobi; mas como era consecuente y de costumbres arraigadas, ahora iba todos los meses —una o dos veces— al Puerto de Santa Ana, mucho más económico para algunos menesteres.
La llegada a Santa Ana era uno de los espectáculos más bellos que cabe imaginar. El Urobi, que se despeñaba en una larga serie de cascadas —razón por la cual no era útil para el transporte— se ensanchaba en una larga ensenada. Todo el paisaje se abría. La selva quedaba atrás, y sobre el mar se proyectaba una inmensa mancha ocre, prolongación del río más allá de su desembocadura. La costa era una gran concha dentada, una ostra rojiza que se abría sobre el mar.
—El mundo es ancho fuera de Akamoto, ¿eh, Petrirena?
El sargento miraba embelesado el ancho mar, el cielo abierto que se confundía en la lejanía con el océano, y llenaba de aquel aire sus pulmones. Algunos pesqueros, de enormes velas, surcaban las aguas como grandes cisnes blancos, y los barcos de gran tonelaje esperaban a que el práctico los condujera hasta el puerto.
Unas horas más tarde, Petrirena se emborracharía en «El Kimandaro», un cabaret bautizado con el nombre de uno de los volcanes del interior; y Moscoso compraría los libros por docenas para entretener sus ocios en Akamoto hasta la próxima expedición, y evitar así tener que emborracharse él también.
Ya no iba a Santa Ana más que en caso de necesidad. Un gusanillo de inquietud, un amargo sabor de alma le quedaba siempre dentro, varios días, cuando iba a la capital. Y era tonto dejarse vencer por la melancolía. Recordaba la copla que los emigrantes españoles cantaban en La Habana, y compuso una letra semejante, variando los nombres:
Tres cosas tiene Santa Ana
que no las tiene Madrid:
el Urobi, el Kimandaro…
¡y el ver los barcos venir!
Mala cosa era verlos venir. Pero aún peor era verlos marchar. Moscoso prefería no pisar Santa Ana; Petrirena ingresaba el dinero en el Banco, y Petrirena le compraba los libros, los que fuera, por kilos… De aquí su irritación de haber cedido a la orden del intendente Rolland de que se presentara en la ciudad. El trato con personas del mundo —Moscoso, como los enclaustrados, llamaba «el mundo» a cuanto había más allá de su celda de Akamoto— tenía la virtud de sacarle de su marasmo, agitar su ánimo y privarle durante días y días de la paz soporífera que buscaba en su retiro. Petrirena hubiera podido realizar esta misión. Petrirena o cualquiera. Cualquiera menos él. Akamoto no estaba a la vuelta de la esquina para citar a un hombre por el solo capricho de verle. Las catorce horas del viaje las tenía atragantadas, como una ofensa.
—¿Se puede saber qué ocurre, viejo desocupado, para hacerme venir desde Akamoto, con una orden conminatoria, como si me hubieseis detenido?
—¡Parhleu, Moscoso! ¿Tanto te disgusta tomarte una copa con los amigos?
—Yo soy un hombre que trabaja y no tengo tiempo para copeos. Vosotros, los funcionarios, los que ganduleáis a costa de los contribuyentes, tenéis tiempo para esas fruslerías…
—¡Vamos, vamos, que no se diga! Según mis informes, te estás haciendo de oro. ¿Estoy equivocado?
Moscoso rió y se encogió de hombros.
—La verdad sea dicha, los negocios no me van mal.
El intendente Rolland levantó su enorme corpachón del asiento «oficial» tras su mesa de trabajo, enlazó a Moscoso por la espalda con su tremendo brazo de leñador y le propuso seguir charlando en su casa, junto a unos buenos vasos de ron. Irían a pie para estirar los músculos. En el camino le expuso lo que quería. El Gobierno deseaba que el mayor número posible de gentes de color asistieran a las fiestas de la Proclamación de la Independencia en Santa Ana. Los medios de comunicación al uso eran harto insuficientes para el alud de gentes que querían ir, y se iba a cursar orden a todas las compañías privadas de transportes, incluso a las no dedicadas a viajeros, para que cedieran todos sus medios durante aquellos días. No se trataba de una incautación, claro está, ni siquiera temporal, pues las empresas que debían transportar gratis a estas gentes serían indemnizadas.
—¿Indemnizadas? —preguntó Moscoso, deseando una mayor precisión en este punto.
—Indemnizadas… un poco cicateramente, bien es cierto —aclaró Rolland riendo. Y añadió—: ¡No en balde el que paga es el Gobierno! De modo que ya estás advertido. Tus ocho camiones…
—Doce —murmuró Moscoso, no muy resignado.
—¡Grandísimo bribón! ¿De modo que ya tienes doce camiones? El año pasado sólo tenías ocho.
—Y cuando llegué aquí, uno solo, y lo conducía yo mismo. ¡A pulso me los he ganado!
Por la calle, la mayoría de los hombres de color vestían a la europea; las mujeres, no: las mujeres de la ciudad —acostumbradas a visitar los grandes almacenes de los blancos— procuraban amontonar sobre sí la mayor cantidad posible de colorines, plumas, collares, turbantes y hasta sombreros. Habían creado una moda nueva, pintoresca y barroca hasta el paroxismo. Sólo las nativas del interior llevaban el torso desnudo, pero venían a la ciudad para europeizarse; y Moscoso no pudo menos de reír al ver a una campesina probándose en plena calle la prenda «europea» que acababa de adquirir: un soutien-gorge de encaje. Estaba detenida ante un escaparate, cuyo cristal le servía de espejo. Debió de sentirse terriblemente vamp al observar la nívea calidad de la tela sobre el ébano de su piel; y con un movimiento brusco, se lo quitó. Guardó la compra púdicamente en su bolsa y siguió calle adelante, pechos al aire, admirando tantas cosas bonitas como se veían en la ciudad.
Cuando llegaron frente a la casa de Rolland, el intendente comentó:
—Me alegro de que hayas hecho una fortuna, Moscoso. Me alegro de verdad. En cambio, yo, que me licencio ahora (¡ya ves tú!), no he ahorrado ni para un mal vivir.
—¡No será verdad que te licencias!
—He pedido el traslado. Es casi igual. Aquí dejo media vida. Aquí me casé. Aquí nació mi hija…
—Lo siento de veras —exclamó Moscoso—. Santa Ana, sin el viejo cascarrabias de Rolland, ya no será Santa Ana.
—¡Nada será ya igual de hoy en adelante! Por eso me voy.
Introdujo el llavín en la cerradura y cedió el paso al español.
—¡Hielo! —rugió más que suplicó el intendente a dos criados negros.
Se sirvieron dos vasos de ron y Moscoso se atrevió a bromear sobre la famosa independencia.
—¡Puro teatro! —dijo riendo—. Les dais la independencia, pero con un tratado militar que permitirá intervenir a vuestro Ejército cuando le venga en gana; con un tratado cultural que asegura vuestra influencia, vuestras escuelas y vuestros periódicos; con un tratado comercial y de asistencia que impida que vuestros negocios se vayan al garete…
—Nuestros negocios… ¡y los suyos!… ¡Y los tuyos! —precisó Rolland.
—¡A Dios gracias!
Rolland se bebió el vaso de un trago, y volvió a regarlo con ron antes de que el hielo se derritiera, pero no se lo bebió. Hundió la mirada en el cristal y tardó mucho en añadir:
—Yo podría quedarme aquí si quisiera. El nuevo Gobierno no puede prescindir de nuestros conocimientos y nuestra experiencia. Ofrece paga doble (¿te imaginas qué bicoca?) a los que se queden. Pero ¿cómo voy a quedarme? ¿Cómo te imaginas tú que el viejo Rolland pueda quedarse aquí, sirviendo bajo otra bandera, como si fuera un mercenario? ¿En qué cabeza cabe que pueda yo aceptar órdenes de ese antropoide de Kutumbi? ¿Te he dicho ya que Kutumbi será el próximo jefe de este departamento?
Harto de mirar al fondo del vaso, se lo llevó a los labios y bebió su contenido sin respirar.
Poco después entró la señora de Rolland con su pequeña.
Moscoso, ya de regreso, prefería no recordar aquellos minutos. No valía la pena. Las sensaciones se engarzaban unas con otras, y nunca se sabía adónde le podían llevar. Se volvió, por distraerse, hacia la parte trasera del camión para preguntar a Isabel Jesús qué opinaba de la próxima independencia de su país; pero el negro dormía a pierna suelta y él no lo quiso despertar. Necesitaba, sin embargo, distraerse, por no pensar en la hija de Rolland. Sacó entonces la cabeza fuera de la ventanilla para ver el Puerto de Santa Ana por última vez. El camión coronaba ahora las cuestas de Tumbimaro, desde donde se veía abajo la ciudad como una ascua de luz… Parecía increíble el progreso de la capital en los últimos años. Cinco lustros atrás —cuando desembarcó en Santa Ana— el puerto era un hacinamiento de muelles de madera; y el casco urbano, un villorrio, donde un grupo de hombres blancos, tenaces y soñadores —entre otros, ese grueso pedazo de bondad que era Rolland—, luchaban contra la selva. El camión giró, ciñéndose a la última curva de la cuesta, y Moscoso dejó de ver la ciudad. Allí mismo, sin transición, comenzaba la jungla. Los faros del coche iluminaron un túnel vegetal, una calvicie en tubo, milagrosamente abierta entre el selvático delirio de la exuberancia. Y el camión, arrastrado por sus propias luces penetró tras ellas.
Esto era África: el África de Moscoso. Desde aquí hasta Akamoto, sin más excepción que las Misiones, el territorio que había de atravesar era «realmente». África. Las Misiones, el Puerto de Santa Ana mismo y algunas de las ciudades del interior no eran África: eran milagros que nacieron y se mantenían en virtud de otro puro y continuado milagro; si la mano de Dios se retirara, como decía el bueno de Rolland, serían en poco tiempo tragadas por la selva, como pequeños insectos por una gran planta carnívora.
Los artífices del milagro eran una insignificante minoría. La gran población pertenecía a lo que Breyssig llamaba «los pueblos de la aurora sempiterna», y a los que Ortega se refiere como «aquellos que se han quedado en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía». Eran testigos pasivos de una civilización colgada sobre ellos como un manto real sobre la percha de un espantapájaros.
Los indígenas utilizaban las semillas de kumbi para expulsar lombrices; la corteza de mundundu para aumentar la secreción de leche en las madres que crían, y las hojas de upoko para el dolor de riñones. Lo utilizaban porque conocían sus efectos; mas sin adentrarse, con espanto y respeto, en el asombro de sus causas. Lo mismo acontecía con el motor de explosión, las vacunas antivariólicas o los abonos nitrogenados. Eran incapaces de maravillarse, de sentir el pasmo que precede a toda creación. Asombrarse es empezar a entender; pues no hay misterio mayor que el del propio mecanismo del entendimiento. De su falta de asombro deducía Moscoso la absoluta impermeabilidad de las razas indígenas para asimilar la civilización de la cual se valían. Llovía sobre ellos, pero no se empapaban.
Moscoso se rió de sí mismo. Estas consideraciones «tan trascendentes» no se las hubiera hecho en Akamoto. Ahora estaba todavía bajo los efectos de la droga de la ciudad. «¡Fuera, fuera!», se dijo, espantando sus pensamientos como si fueran moscas. Ofreció un cigarrillo a Pereira de Souza, sentado a su izquierda, y se dispuso a no pensar en nada.
Pero era imposible. La conversación mantenida con los ciento veinte kilos del pelirrojo, irascible y adorable Rolland; los minutos de vida civilizada compartidos con la señora de Rolland y el demonio con faldas de su pequeña le tenían trastornado.
La carretera era de una monotonía intolerable. Entre las tres paredes —frondas a la izquierda, frondas a la derecha y la breve lengua iluminada por los faros al frente—, el camión se veía inmóvil, aun lanzado a toda velocidad. El peligro de dormirse era evidente; la monotonía y la sensación de quietud actuaban de somnífero sobre el conductor. Veinte años antes había que vadear siete veces el río, en balsas; y en la zona pantanosa, los camiones tenían que ser arrastrados por búfalos. La hija de Rolland le había preguntado…
(Pero ¿por qué le venía ahora a la memoria la hija de Rolland? Quizá fuera por la edad. El intendente se había casado ya cincuentón, y su chica tenía ahora nueve años: igual que Ana María. Ana María siempre tendría nueve años para él).
Se pasó una mano por la frente.
—Hace calor. ¿No opinas lo mismo? —preguntó al conductor.
—No mucho —contestó Pereira.
—¡No irás a dormirte con el volante en la mano…!
—No.
Durante dos largas horas no volvieron a hablar.
—¿Has visto, Pereira?
—¿Qué, mi comandante?
—Un leopardo…
—¡Vamos, mi comandante! ¿Cómo va a ser un leopardo, de noche, y por la carretera? Sería un perro…
—Tienes razón; sería un perro…
Sacó medio cuerpo fuera de la ventanilla y miró hacia atrás. Acababan de rebasar el cruce con el carril por donde antes iba la vieja carretera.
Aquí mismo —hacía ya muchos años— tuvo una aventura de la que temió no salir vivo.
El camino estaba cerrado por cinco grandes elefantes. Una hembra estaba en trance de parto, y los otros —todos machos— estaban allí para guardarla. Once horas estuvo cerrado el camino por los proboscidios. Once horas de angustia. Disparar contra ellos era suicida, pues aunque consiguiera abatir a algunos, los restantes cargarían contra el camión, volcándolo y triturándolo. Su irascibilidad es en esos trances extraordinaria; montar la guardia junto a la hembra para evitar que las fieras, que acuden al olor de la sangre, devoren a las crías recién paridas. Cuando la operación hubo concluido, los dos machos más grandes se situaron junto a la madre, y apoyándose en ella, de lado —esto es, apresándola por los costados— la pusieron en pie; y en esta postura, sosteniéndola, la condujeron, selva adentro, dejando libre el camino. Con las trompas ayudaban y dirigían a dos diminutos y peludos proboscidios, mucho más parecidos por su pelambrera a mamuts antediluvianos que a sus adultos progenitores.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde entonces? Al menos doce o quince años… Hizo un cálculo. Los puentes sobre el Urobi no habían sido construidos aún. Su rostro se ensombreció. Hacía veintidós años —¡veintidós años, Dios!— de esta aventura. ¡Qué viejo era ya! Bostezó, abrió el termo y ofreció al conductor un poco de café.
—¡Despacio, Pereira, despacio, no vayamos a escoñar a un niño!…
La carretera cruzaba un poblado. Las hileras de chozas de ambos lados estaban bordeadas por el zócalo de ébano, el zócalo humano, de los indígenas sentados en el suelo, apoyada la espalda sobre el adobe de sus viviendas.
Dos horas llevaba ya el sol en libertad, haciendo de las suyas por el alto cielo; y ahora, sesgado, se entretenía en dorar el polvo que levantaba la chiquillería.
Unas mujeres de pechos fláccidos, como sacos vacíos, ayudaban a peinarse a una muchachita. Mezclaban barro y saliva, y con esta pasta le fijaban los cabellos en la más complicada de las obras de artesanía. Otras molían maíz en grandes morteros o se espulgaban con suma delicadeza. Las criaturas, en cueros vivos, correteaban entre nubes de polvo o perseguían al camión queriendo encaramarse en él.
—¡Despacio, Pereira, despacio!…
Tres minutos después cruzaron ante los cuarteles de la Madre de Dios. El Gobierno colonial había establecido allí una guarnición para proteger las Misiones del mismo nombre. Los soldados de color hacían instrucción en plena carretera, al mando de un sargento blanco. El camión se vio forzado a detenerse. Al fin les dejaron paso libre. Muy poco después penetraban en las Misiones.
—¿A qué pabellón vamos?
—A las residencias.
—No sé por dónde es.
—Yo te diré.
Las calles del poblado misional estaban tan limpias como pasillos de hospitales. A un lado y a otro, las aceras de baldosines se abrían en espaciados cuadriláteros, de los que surgían como surtidores palmeras enanas y naranjos. En las paredes de los pabellones, colgados de unos aros, habían tiestos con flores y plantas colgantes. Por las ventanas abiertas se oía la cantinela de la gente menuda.
—¡Dos por una, dos!, ¡dos por dos, cuatro!, ¡dos por tres, seis!…
Los chiquillos, de cabeza rapada, golpeaban los pupitres con los puños para acompasar la cantinela; y una monja, armada de un puntero, marcaba el ritmo como no lo haría Von Karajan con su batuta ante una orquesta de cien profesores.
Doblaron a la derecha por la tercera bocacalle, pero tuvieron que dar marcha atrás y cruzar por la siguiente; pues una multitud de mujeres, con sus críos a la espalda, esperaban turno para entrar en la policlínica.
Algunas, más pacientes, esperaban sentadas en el suelo o apoyadas de frente sobre la pared —pues de espaldas no podían, sin aplastar a sus criaturas—; pero otras se peleaban por entrar, e increpaban a las monjas, que intentaban organizar una cola.
Llegaron a la avenida central y subieron por ella hasta su término. El asfalto se dividía allí mismo, en horquilla, para bordear un parterre que segaba con envidiable entusiasmo una monja jardinera.
Al fondo —muy blanca, muy puntiaguda, muy monjil, muy centroeuropea—, sobre un leve altozano de relleno artificial, estaba la iglesia. El campanario acababa en un brioso cucurucho como los sombreros cónicos con que se tocaban las ricas hembras medievales.
A un lado de la iglesia, la escuela de Medicina; al otro la residencia.
—Allí es.
Una monja bajó corriendo desde el recibidor para advertir a Pereira de Souza que allí no podía dejar el camión; que siguiera la indicación de la flecha hasta encontrar el estacionamiento.
—Pero ¡si no había reconocido al señor Moscoso! —exclamó de pronto—. ¡No tengo perdón de Dios!
—Yo, en cambio, esperaba a que terminara usted de regañarnos para saludarla —dijo el comandante, riendo.
La Madre María José se llevó una mano a la barbilla con expresión desolada.
—¡Ha cambiado usted mucho! Está usted… (¿no se enfada?) ¡un poco más viejo!…
—¡Ay, Madre! Que el tiempo pasa para todos, menos para usted. ¡Usted sigue tan guapa y tan joven!
—¡Huy, huy, huy! Eso no se le puede decir a una monja…
—Pues ¿no me ha llamado usted viejo? Un viejo como yo le puede decir eso y mucho más. Está usted guapísima.
—Lo acepto sólo como manifestación de su rencor —dijo riendo, y en seguida añadió—: Pero ¿qué tendrán los aires de Akamoto para soltarle tanto la lengua? Con su sargento me enfadé un día, pero muy en serio.
Penetraron bajo los porches.
—¿Usted es capaz de enfadarse en serio…, Madre María José? ¡No lo creo!
—Hace ya más de un año —dijo, mirando al techo, como si allí estuviera escrita la fecha—. ¡Ya lo creo que me enfadé! Petrirena me estuvo alborotando a las sirvientas de color, ¡con unas procacidades!, ¡con unas historias! ¡Jesús María! Lo eché de las cocinas, donde se había metido, y le dije que esto no era un cuartel…
—Pero conmigo no se enfadará, Madre María José.
—Si se comporta usted bien, no me enfadaré. ¿A qué se debe su visita? ¡Cuénteme! ¿En qué podemos servirle?
—He salido de Santa Ana muy tarde y el sol me ha sorprendido a medio camino. Con ese calor no me atrevo a seguir… Si me da usted un cuarto, dormiré un rato; y al atardecer, con la fresca, seguiré el viaje…
La Madre María José meditó un momento, sonrió maliciosamente y dijo en tono confidencial:
—Le alojaremos a usted en el cuarto del señor obispo…
—¿Con bicho dentro o sin bicho?
La madre se enfadó.
—¡No sea usted hereje!
Le obligó a que se sentara bajo los porches del recibidor, mientras ella iba a ocuparse en arreglar lo que hubiera menester. Al poco rato, la vio pasar con dos postulantas negras. Las morenas iban con batas azules de manga larga y abotonadas hasta el cuello, y transportaban toallas, sábanas y un florero minúsculo con guisantes de olor. El pelo lo llevaban recogido bajo un saco ceñido, de tela azul, medio boina, medio cofia, parecido a un gorro frigio.
Cuando la Madre María José llegó a las Misiones como postulanta era casi una niña, y Moscoso un veterano de la región. Moscoso pensaba que era un dislate que una criatura tan delicada, tan bella, se encerrara dentro de la bata azul de postulanta. Moscoso nunca consideró tan absurdo el saco de tela azul —medio cofia medio boina—, semejante a un gorro frigio, como cuando lo vio sobre el cabello de la que años más tarde sería la Madre María José. Moscoso no creía que hubiera vocación ni caridad que justificara el que esa criatura dejara su casa, su país y sus padres para desborricar negros, deslendrar negros o extirpar dientes, amígdalas o apéndices de negros. Moscoso aplaudía que esto lo hicieran otras u otros —centenares de otras u otros—, pero no la Madre María José. A Moscoso le asombraba que fuera más alegre que unas Pascuas. A Moscoso le espantaba saber que lo mismo estaba en el hospital extirpando un cáncer, que en la escuela explicando geografía, que en la iglesia dirigiendo un coro, que en la cocina fregando platos, que en la residencia recibiendo huéspedes, que en la carretera conduciendo un jeep, que en Santa Ana mendigando dinero, que en el puerto despidiendo monjas, que en los poblados haciendo de partera, que en las calles dirigiendo el tráfico, que en la capilla entregada a Dios. A Moscoso le irritaba, le edificaba, le entristecía y le conmovía la juventud, la belleza y la caridad de la Madre María José. Moscoso era un raro.
—Ya está todo listo…, señor Moscoso.
—Gracias, Madre María José. ¡Con qué gusto voy a dormir hasta que amaine el calor!
La Madre María José dudó un momento.
—La Misa es dentro de una hora. Quizá le convenga no echarse todavía.
—¿Es domingo hoy?
—Claro…
—Bueno, en realidad, estando de viaje… no hay tanta obligación —dijo Moscoso incorporándose.
—¡Le voy a preparar un buen desayuno para que se entretenga hasta la hora de la misa!
—No. No. Estoy agotado. No he dormido esta noche. Me voy a acostar.
La madre subió la escalera tras él.
—Hace mucho que no entra en una iglesia, ¿verdad?
—En Akamoto no hay iglesia…
—Dígame, ¿cuánto hace?
—¡Qué sé yo!
La Madre María José subió, pisándole los talones.
—Dígamelo. ¿Cuánto hace?
Al llegar al descansillo, Alberto se detuvo.
—Por favor, déjeme ahora. Estoy roto de cansancio. Quiero dormir.
—¿Hace un año? ¿Más de un año?
Moscoso volvió la espalda y pretendió escabullirse.
—¿Dos años, tres años?
—No sé, Madre. Sólo sé que hoy no voy a poder ir.
Y enfiló por el pasillo hacia la habitación del obispo.
—¿Cinco años, ocho, diez? ¿Más?, ¿todavía más?
—Por favor, Madre. No irá a entrar en mi habitación, supongo.
—Hay un coro precioso hoy. Cantan los nativos. Es…(puso los ojos en blanco)… estremecedor. Una persona culta, como usted, se sentirá sorprendida. En Europa no hay un coro religioso que se le pueda comparar… —Y añadió, tras un momento de duda—: Lo he fundado yo. Ahora yo no lo dirijo, pero es como una cosa mía. ¿Vendrá?
Apenas lo hubo dicho, se sonrojó. El argumento le pareció mundano —Dios se lo perdonaría; todos los caminos de Dios son buenos—. Siguió hablando, sin el tono conminatorio y grave que empleó al subir la escalera. Con gracejo, casi con jovialidad, y muy de prisa, pisándose las palabras.
—Yo le subo ahora mismo un desayuno a la inglesa, para que haga tiempo. Ya no falta una hora como antes. Ya falta mucho menos. Será mejor que baje usted; si no, se lo mandaré subir aquí mismo. Ya verá usted qué bien ha quedado la capilla… ¡Hay una imagen de una santa española; le gustará verla! ¿No era española Santa Teresa? La han esculpido los nativos, en nuestro taller. Todo eso le tiene que interesar. Pero los coros, los coros son… no sé cómo decírselo, usted mismo los oirá, son algo… boule-versant.
Moscoso, en la puerta de su dormitorio, la había escuchado impaciente.
—He perdido la costumbre… No sé si debo ir… Son ya muchos años… Perdóneme… Temo que todo me parezca una farsa…
La Madre María José cerró los ojos y juntó las manos en actitud de oración. Alberto pensó que era mucho teatro el que la Madre tenía dentro. Lo único que él quería era dormir.
La Madre María José le hablaba ahora con un hilillo de voz, sin abrir los ojos ni separar las manos; muy despacio, casi deletreando las palabras:
—Con todo mi corazón, se lo suplico… Piense en alguien a quien usted quiera mucho, o a quien haya querido mucho… Piense que no es esta pobre monja quien se lo suplica, desde lo más hondo de su alma; sino que es esa otra persona quien —por mi mediación— se lo pide, en nombre de Dios.
Moscoso quiso irritarse y cerrar la puerta de golpe; estaba aturdido.
Sin decir nada, cruzó el pasillo, bajó la escalera y esperó a que le trajeran el desayuno. Se lo sirvieron unas postulantas negras, de bata azul, tocadas con una especie de gorro frigio que les recogía el pelo.
Las indígenas, con sus faldas y tocas de mil colores, no se sentaban en los bancos de la iglesia; sino en el suelo, en primer término, delante del altar. Cuando el sacerdote alzó la Forma, se tumbaron, boca abajo, cuan largas eran, en señal de adoración. Algunas se mantuvieron sentadas; pero tan inclinadas, que rozaban las baldosas con la frente, doblando el cuerpo como si fuese de goma.
El coro de los negros era entusiasta y detestable; el de las monjitas, dulzón, cadencioso y desafinado.
Al oír los coros, Moscoso no sintió el estremecimiento anunciado por la Madre María José, ni el menor interés ante la talla de Santa Teresa: sintió algo así como un viejo, olvidado, amargo y dulcísimo clamor que se le derramaba en el alma; un renacer de su infancia y su adolescencia bajo sus canas, un impulso tranquilo de entregarse y arroparse en el misterio, y —a pesar de sus años— un imperioso y consolador deseo de llorar.
Cuando hubo concluido la sagrada ceremonia y los fieles abandonaron la iglesia, Moscoso permaneció mucho rato aún, sentado en su banco —hundida la cabeza en el pecho, los hombros encogidos—, sin pensar en nada quizá.
Por la tarde, después de dormir, hizo tertulia —en el porche— con el capellán, uno de los cirujanos del hospital —ambos negros— y un oficial blanco de la guarnición vecina. En torno al tema de la próxima Independencia se desarrollaba la conversación, cuando fue interrumpida por las carcajadas de Isabel Jesús Akato Rodrigues Trinidad y las voces de la Madre María José, que lo traía, calle adelante, agarrado de una oreja.
—Este pillastre ha robado un pastel y ahora mismo lo voy a castigar.
Moscoso se abstuvo de confesar que el muchacho era el servidor de uno de sus camiones. ¡Ya le arreglaría las cuentas al llegar a Akamoto!
Alguien le preguntó a la Madre qué clase de castigo le iba a imponer, a lo que respondió que hartarle de pasteles hasta que se le quitaran las ganas de comer.
—¡Pucha la Madre José y qué maja es! —confesó Isabel Jesús, en el camión, ya de regreso hacia Akamoto. Y dos horas después, cuando Moscoso le creía dormido, le oyó de nuevo decir:
—¡Pucha, qué maja es!
Apenas salido de Academia con el grado de teniente, Moscoso fue destinado al Sahara: intervino en la ocupación de la zona Sur del Protectorado de Marruecos y en la fundación de Villa Bens en Cabo Jubi. Muy pronto llegó al convencimiento de que no le sería fácil abandonar aquel destino que había solicitado sin otro aliciente que el de una mejor remuneración. El Sahara le ganó. Aprendió el árabe y el «hassanía» con sorprendente facilidad e inició la redacción de un diario donde anotaba los datos y observaciones más dispares —lingüísticos, antropológicos, religiosos— que le permitieran un día escribir la gran obra que sobre el desierto faltaba por hacer. Mientras llegaba esta hora, sus observaciones eran publicadas en las revistas militares. Moscoso fue el primero que señaló el origen de las escisiones heterodoxas de muchas sectas religiosas respecto al Islam. La herejía venía del Sur. Las supersticiones idolátricas de origen negro que teñían de herejía las creencias de la secta Idrisita, se habían filtrado a través de la tribu nómada Ma El Aimín, que hacía tráfico de esclavos negros al sur de Bamaco. Desde los bámbaras y los soniques, las dos razas negras del Sur (y a través de las tres grandes tribus bereberes: Ma El Aimín, Ulad Delime y Erguibat), las creencias heterodoxas subían por el Sahara hacia el Norte y se incrustaban en el límite mismo de Marruecos por el cauce prohibido del tráfico de esclavos. El mejor de sus trabajos, publicado en la revista local que se editaba en Villa Cisneros, fue aquel en que estudiaba el siroco y la influencia que este viento terrible había ejercido en las supersticiones y leyendas de la tribu de Erguibat. Reproducido en Madrid por una revista del Ejército, fue citado elogiosamente por el Boletín de la Academia de la Historia, y una revista africanista francesa se interesó por los derechos de reproducción. Moscoso era un entusiasta del Sahara. «Al fin he encontrado la horma de mi zapato», escribió en su diario, al poco tiempo de tomar posesión de su destino. Y este «al fin» parecía denotar una cierta insatisfacción anterior por cuanto le rodeaba. Algo tenía el desierto —violento acicate o sutil veneno— que hizo enloquecer a un compañero suyo a los pocos años de vivir en él; mientras que otros enloquecían cuando los sacaban del Sahara. A éstos, Moscoso los llamaba en su diario «tarados del desierto», y no sin cierto orgullo se consideraba inmerso en esta categoría. Esto decía al menos por defenderse de las bromas de sus compañeros que le llamaban «el casto capitán». Y en efecto, Moscoso vio en su bocamanga las tres estrellas de seis puntas antes de haber conocido mujer alguna. Esto era un caso tan insólito, que el nombre de Moscoso llegó a ser mucho más conocido en el Ejército de África por esta circunstancia íntima que por sus públicos conocimientos de la etnología y política saharaui, que hacían de él uno de los más útiles expertos españoles en asuntos africanos.
Moscoso era enemigo de toda intimidad que rompiera la coraza de hierro en que se aislaba del mundo exterior. Concentrado en sí mismo, por naturaleza, sus largas horas de soledad crearon en él el hábito de vencer la llamada de los instintos. Pero este hábito, a fuer de antiinstinto, llegó a convertirse en un instinto más; de suerte que «instintivamente» repudiaba y rechazaba cualquier tendencia que pudiera turbar la serenidad alcanzada en este orden de cosas. Su instinto era, pues, huir de la tentación carnal como el enfermo aprensivo huye del alimento que teme pueda perjudicarle. Las bromas de sus compañeros, en vez de servir de acicate para vencer su timidez sexual, colaboraron aún más en acentuar su aprensión; de suerte que cuando doblados los veintiocho años, y como quien cumple un rito obligado, Moscoso perdió esa calidad que tanto sorprendía a sus compañeros, no lo hizo siguiendo su instinto viril, sino venciendo la fortísima resistencia que oponía su instinto a este acontecimiento.
La experiencia no fue afortunada. El trato con mujerzuelas de baja estofa, a las que llegó en muy contadas ocasiones, dejó en su ánimo una vaga sensación de envilecimiento. La categoría mental y humana de estas mujeres, acostumbradas a la soldadesca, estaba muy lejos de satisfacer sus aspiraciones. Físicamente eran pobres gentes que sólo por aproximación podían sugerir las prendas que hacen grato y deseable, al hombre normal, la compañía y el amor de una mujer.
La satisfacción no alcanzada en estos encuentros, dejó una profunda huella en su ánimo. Un hombre no puede vivir indefinidamente en el estado semiletárgico de la soledad. Y él, antes que militar, era un hombre. Debía combatir de raíz su inveterada inclinación a la misantropía. En el desierto había dejado como un soplo largos años de su vida. La experiencia y los conocimientos adquiridos serían de inapreciable valor en su carrera. La hora de la siembra debía concluir. Hora era ya de recoger los frutos. Debía ante todo buscar una mujer. Un hombre no alcanza la plenitud fuera del matrimonio.
A pesar de sus dudas y sus proyectos, el capitán Moscoso no hizo nada por resolver las primeras o poner en práctica los segundos. Anotaba en su diario —junto a los datos eruditos para su libro— sus preocupaciones o sus dilemas; le parecía que el solo hecho de haberlas redactado le descargaba de su peso y alejaba la urgencia de resolverlas. Necesitaba una conmoción que sacudiera sus nervios y le arrancara de su marasmo. Y esta oportunidad le vino con la guerra de África. Durante la campaña, su figura se agigantó.
La sangre fría, el coraje y la astucia del capitán Moscoso; su preocupación por alcanzar los objetivos que le encomendaban con la mayor economía de vidas humanas, le dieron fama de invencible porque ponía la prudencia al servicio del coraje y el valor humano a prueba de fanfarronadas y gestos inútiles. Fue ascendido a comandante por méritos de guerra, cuando su nombre había sido ya citado muchas veces en los partes y órdenes del día. Al caer herido y ser evacuado a Melilla, Moscoso percibió, no sin satisfacción, que una cierta aureola de prestigio le acompañaba. Las mujeres le señalaban como un héroe, y los hombres le consideraban —entre los militares jóvenes— como uno de los puntales de la acción española en África.
Por primera vez, Moscoso intervino en reuniones de sociedad. Una comisión de señoras, portadoras de donativos, había llegado a la península y recorría las plazas de soberanía visitando hospitales, organizando sucursales de la Cruz Roja, promoviendo festivales benéficos a favor de los heridos. Y las autoridades militares correspondían invitándolas a cenas y a reuniones, en las que la presencia de Moscoso —a pesar de sus muletas y su pierna escayolada— fue siempre requerida. No le disgustó la experiencia. Las mujeres le atendían con especial solicitud. Su propio retraimiento, su sobriedad, su aspecto un poco ausente y como despegado de las cosas inmediatas, su porte austeramente viril, hasta su propia timidez ejercían, sobre ciertas mujeres de calidad, un atractivo de que estaba desposeído ante las de baja estofa, que hasta entonces muy ocasionalmente había tratado, y que le consideraban soberbio y desabrido. Durante aquellos días conoció a Elena, que un año más tarde sería su mujer.
Cuando cumplidos los treinta y un años —lleno de dudas y de nostalgia—, embarcó en Aargub rumbo a España, las mareas cubrían los arenales del istmo que une a Villa Cisneros con el desierto.
Al subir la marea, la capital de Río de Oro queda separada, por las aguas, del resto del Continente. La península se convierte en isla. Moscoso pensó que era un símbolo de lo que pronto le acontecería. Los afanes y los quehaceres de su futuro destino, y sobre todo el nuevo orden de cosas que le impondría el matrimonio, cubrirían en poco tiempo de olvido las queridas arenas del desierto, como ahora cubrían las aguas las del istmo de Villa Cisneros. Pero erraba al imaginárselo.
El desierto ya no le abandonaría nunca. Sus arenas, al cabo de los años, estarían siempre en él, marcarían su vida, moverían sus pasos, como empujadas desde lejos por la fuerza invisible de un largo y eterno siroco, contra el que era inútil defenderse.
¿No había escrito él mismo años atrás que era un tarado del desierto? Sus arenas, que penetraban los cuerpos, habían penetrado en su alma, mucho más vulnerable, y marcarían para siempre, con presión fatal e irremediable, el rumbo de su destino.
Cuando regresó a África, los años de separación —que tan largos se le hacían en la península— le parecían inexistentes. África era su mundo y no podía concebir que hubiera otro fuera de él. Salió, lo hirieron y regresó. No había por qué pensar en el dolor desgarrador de aquella herida. Recubrió su sensibilidad de un círculo de acero, y a ello le ayudaron los libros, sus estudios sobre las migraciones de las razas negras y el alcohol. Hasta que sintió en su carne y en su alma el latigazo de una insólita llamada: la de una muchacha portuguesa destinada a ser esposa de Dios. Luchó durante años con esta pasión, hasta lograr desplazarla del campo de sus propósitos, mas nunca del de sus pensamientos. Nadie conoció jamás este terrible, inconfesable secreto: ni Petrirena, ni Rolland, ni —por supuesto— la Madre María José.
—Dime, bribón, ¿es cierto que has robado ese pastel? Isabel Jesús, medio adormilado, enseñó al sonreír sus moradas encías.
—¡Pucha, qué maja es!