Enero
Andrés se incorporó. Anduvo perezosamente los metros que separaban el diván del ventanal y descorrió el enorme visillo. (Enero se entretenía desplumando ángeles sobre las nubes. Los gruesos copos caían lentos, sin prisa de mancharse con la tierra). Volvió sobre sus pasos y se acercó a Ana María.
—Ana… —dijo suavemente—. Es muy tarde ya.
—No me digas la hora —suplicó ella sin abrir los ojos—; no me digas todavía.
Andrés la contempló largamente. No era sólo ternura lo que sentía al mirarla, sino sorpresa —una continua sorpresa— y curiosidad. Nunca llegaría a conocerla: así, tal como ahora la veía, cerrados los párpados, entreabiertos los labios en una sonrisa, se diría que gozaba en su propio abandono, que sentía el placer de una total relajación; pero él sabía que ésta era sólo en apariencia: Ana conservaba siempre un pliegue muy leve que oscurecía su frente como si todo su pensamiento estuviese concentrado en la resolución de un difícil problema o en la contemplación de un enigma; su propio enigma quizá. En los momentos más íntimos, este pliegue se acentuaba aún más, cual si quisiera inmovilizar el presente o vivirlo con más intensidad.
—Ana, no te distraigas; piensa en la hora…
—¡Qué poco tiempo tenemos para estar juntos!
—No pienses más en ello.
—Dime, Andrés, ¿estás arrepentido?
—No sé…
—Yo sé que lo estás.
—¡Te he dicho que no lo sé! A veces pienso que tú y yo no somos responsables de nada; otras, que todo tiene un precio, y no sé cuál será el que nosotros tendremos que pagar; en cualquier caso, es inútil pensar en ello…
Ana extendió las manos para que Andrés la ayudara a levantarse. Una vez en pie, lo abrazó. Siempre que él la miraba inquisitivamente, volvía los ojos en otra dirección o lo abrazaba, ocultando el rostro en su hombro.
—Cada vez me cuesta más volver a casa… —confesó.
—No digas eso.
—Es horrible lo que me pasa. Cuando estoy con mi marido, me siento culpable, como si él fuera mi pecado y no tú…
Andrés se apartó bruscamente.
—¡Cállate!
—No te gusta oírme hablar así, ¿verdad?
—No, Ana, no me gusta.
—Tú tienes conciencia de que lo nuestro es lo culpable, ¿verdad?
—Sí, Ana. Yo sé que lo nuestro es lo culpable.
Temió que ella le preguntara: «… ¿Y por qué no me dejas entonces?». «¿Por qué me sigues buscando?». Y no hubiera sabido qué contestar.
Lejos de esto, Ana María volvió a abrazarse a él.
—¿Qué piensas de mí?
—No hay día que no me preguntes lo mismo.
—¿No me encuentras despreciable?, ¿de verdad no me desprecias?
—Encuentro que te torturas inútilmente: eso es todo.
—Cada vez que salgo de aquí, hago el firme propósito de no volver.
—Y al torturarte, Ana María, me torturas a mí también.
—Sufro por verte, pero si no te veo, sufro más aún…
—Es muy tarde, Ana María.
—Dime, Andrés, ¿no me consideras… (¡no sé cómo decírtelo!) no me consideras una cualquiera?
—Vas a acabar enfadándome, Ana María. Anda, ve a arreglarte.
La apartó suavemente de sí. Ana recogió el bolso, caído al pie del diván, y se fue hacia el lavabo.
Andrés la siguió con la vista.
Nunca, nadie —y Andrés se enfrentaba con temor ante el absolutismo de estos vocablos— hubiera sido capaz de romper el equilibrio de Ana María. Nadie salvo él. Andrés lo sabía; estaba bien seguro de ello; y la desazón que esta idea le producía, por la responsabilidad que entrañaba —desazón no alentada aún por el remordimiento— sólo era acallada y compensada por el halago de su vanidad. Andrés no podía arrepentirse. Estaba atemorizado; pero no arrepentido. Él debía a Ana María las horas más completas de su vida: las de su desquite. Prefería no saberlo: que esta idea no hubiera llegado nunca al campo de su meditación. Era un ingrediente impuro que manchaba la sinceridad de su sentimiento hacia ella. Sin embargo, era así. Entre los móviles oscuros que inclinaban su voluntad, había un tortuoso afán de desagraviarse. Ana María era su desquite. Y si se avergonzaba de ello, era por ignorar hasta qué punto él, Andrés, también representaba el desquite de Ana María.
Ana regresó. Avanzaron lentamente hacia el vestíbulo.
—Es mejor que no salgamos juntos. Yo cogeré un taxi.
Andrés la tranquilizó.
—Aquí, y a estas horas, no puede vernos nadie.
Bajaron en silencio la escalera. Andrés se adelantó solo hasta su coche. Limpió los cristales, cegados por la nieve. La calle estaba desierta. Cuando Ana comprobó que nadie podía verla, se reunió con él. Si algún coche se cruzaba con el suyo o los rebasaba, Ana se llevaba un pañuelo a la cara, y Andrés fingía unas extrañas manipulaciones en el espejo retrovisor para cubrir con su brazo el rostro de ella. En cuanto se acercaron al centro, buscaron las callejas más apartadas, hasta encontrar un taxi. Sin despedirse, sin mirarse, Ana cambió de coche. Durante mucho tiempo los dos vehículos marcharon juntos. De trecho en trecho, ella a través del cristal, le buscaba y le sonreía. La circulación se fue espesando. El suburbio se fundía en la ciudad. Un semáforo detuvo la larga cadena rodante. Los coches se apretaron unos con otros, como un gusano que se contrae sobre sí mismo. El taxi y el coche de Andrés quedaron juntos.
—¿El martes? —dijo Ana.
Andrés afirmó con la cabeza.
Cuando el semáforo dio paso libre, Ana se llevó los dedos a los labios, los besó y sopló hacia él. Fue la despedida. El conductor del taxi torció por una bifurcación y los coches siguieron distintos caminos.
Dos veces diarias recorría Andrés el trayecto que ahora iniciaba: cuando iba de su casa al estudio y cuando al atardecer regresaba a su casa. Sus pensamientos, como la brisa costera, corrían, también en distintas direcciones, según la hora del viaje. Por la mañana pensaba en su trabajo, en su aportación al próximo salón de otoño, en la polémica levantada dos años atrás cuando expuso sus mejores obras, en la sorpresa de Ana María cuando después de tantos años vio de nuevo su pintura, y en sus palabras: «¡Son cuadros que sangran!». Al atardecer, en cambio, sus pensamientos se centraban invariablemente en su mujer: le había prometido comprar entradas para llevar al circo a la pequeña y se le había olvidado… Le encantaría poder viajar con ellas a Italia en octubre… Tendría que hacer cuentas y ver si era posible… Y detrás de estos pensamientos, como quien percibe la presión de un temor dentro de sí, la sensación de culpabilidad. Las tardes que salía con Ana, esta sensación se hacía más aguda. Estos días no entraba directamente en casa. Se pasaba primero por un bar, y en el lavabo, sin jabón, se frotaba con agua las manos y la cara. Era una precaución innecesaria; pues Ana María no se perfumaba en absoluto cuando salía con él. Pero tampoco estaba muy seguro de hacer esto sólo por precaución. Quizá lo hiciera por otros motivos: por una exigencia mental de liberarse de cuanto hubiera en él de otra mujer antes de presentarse ante la suya, o tan sólo por sentir sobre su piel el sedante frescor del agua. Sólo sabía que no estaba cómodo ante Alicia los días que salía con Ana sin haberse fregado primero, como si tuviera tinta en las manos y las mejillas.
Después, mientras subía la escalera, pensaba con más intensidad en el arreglo de las cañerías, que Alicia decía que no podía aplazarse; en la tosferina del niño de arriba, con quien su pequeña no debía jugar, o en las entradas de circo para el domingo.
Marzo
—¡Es impúdica! —gritaba Andrés, señalándola con la mano, extendida fuera de la ventanilla—. ¡Es obscena! ¿No lo ves? ¡Es profundamente, radicalmente deshonesta!
Andrés se refería a la primavera.
—¡Ten cuidado, Andrés! Nos vamos a matar…
El coche era muy chico o la grieta muy grande.
—¡Ten cuidado, te digo!
—Este coche no es un coche; este coche es un tanque. Ya verás…
Con los ojos fijos al frente, la lengua entre los dientes, las manos aferradas al volante del diminuto automóvil, Andrés parecía la imagen viva de la abstracción. Presionó a fondo el freno y el embrague, y disminuyendo la presión del primero, dejó deslizar el vehículo, sesgadas las ruedas por la tremenda erosión. Al iniciar el ascenso el coche tosió, asmático, y retrocedió, mucho más obediente a la ley de la gravedad que a la voluntad del conductor. Empotrado en la hendidura, elevadas las ruedas delanteras sobre la pendiente, el pobre artefacto parecía una cría de elefante puesta de manos.
Ana María, prudente, se apeó del coche y se volvió de espaldas. Prefería no ver el resto de la maniobra.
—¡Estás loco, Andrés!
—Eso dice siempre Alicia.
—No me hables ahora de tu mujer…
Cuando al fin logró extraerlo de la caries terrosa, se acercó a Ana María, y avanzaron a pie hacia la pradera, buscando un sitio donde sentarse. Ana y Andrés llamaban pradera —«la pradera», por antonomasia— a los dos o tres metros escasos de verde que se extendían a ambos lados de un hilillo de agua. Y al hilillo de agua lo llamaban «el río».
Un hombre y una mujer que estaban tendidos en la hierba, se incorporaron sobresaltados. Ana y Andrés pasaron junto a ellos sin mirar, cruzaron el arroyo sobre unas piedras, bordearon «la pradera», al otro lado del «río», y se sentaron algo más lejos, los pies caídos sobre la pendiente.
—Mira: ¡tu cuadro! —dijo Ana extendiendo ambas manos al frente, como si quisiera cortar con las palmas verticales dos extremos del paisaje—. ¡Qué impresión me hizo cuando lo vi en tu estudio! —añadió—. Me quedé…, no sé cómo decírtelo, ¡aturdida! Desde luego es lo mejor que has hecho… Estoy deseando que lo expongas. ¿Tienes ya fecha para la exposición?
Andrés protestó.
—¡Prohibido hablar de nada relacionado con mi trabajo!
—¡Embustero! ¡Te encanta que te adulen!
Andrés sonrió. No era cierto lo que decía Ana. Los únicos elogios que en verdad le complacían, eran los de ella. Ana tenía la virtud de halagarle inteligentemente. Su admiración hacia él no era ciega y «porque sí», como la de Alicia; sino razonada, vertebrada en juicios y opiniones: inteligente. Analizaba sus cuadros descubriendo con asombrosa intuición, con finísima sensibilidad, matices que nadie sino ella acertaba a comprender. Ana sabía qué pinceladas eran fruto de una dolorosa y laboriosa elaboración, y cuáles nacían al impulso festivo, desordenado y caliente de la inspiración creadora. Sabía cuándo echaba mano de recursos académicos para conseguir un efecto, y cuándo se ponía el mundo por montera y desbrozaba caminos nuevos sólo por él pisados. Las observaciones de Ana María eran de una agudeza increíble. Se reclinó junto a ella.
—No es cierto eso que has dicho. Me gustan tus elogios porque son tuyos.
—¡Qué gran mentira! Es lo único que te gusta de mí.
Andrés le hundió la mano entre el pelo, y tiró de él, bromeando, como se hace con un niño pequeño al que se quiere castigar.
—Eso es un grave atentado contra la justicia. Todo lo que es tuyo, me gusta: tu piel, tu sonrisa, esa manera un poco altiva de andar…, la inclinación de tu cabeza cuando me escuchas, tu mirada distante, tus gestos, hasta el pliegue de tu frente…
—A mí me gustan tus mentiras —replicó Ana—. Todo, todo son mentiras. ¡Y ya ves!… Me gusta oírlas.
—Está bien, está bien… Te seguiré mintiendo, aunque para eso tendré que decirte que este deseo de cazar el sol con un lazo y parar el tiempo, lo debo al clima que es bueno o a la luz que no molesta; pero no al hecho trivial —o por lo menos accesorio— de estar a tu lado. Esta paz, este impulso de no razonar, de hundirme en un desquehacer, de diluirme en pura quietud, no es porque mi espíritu, amarrado al tuyo, esté a gusto en el puerto en que está; sino porque tengo pesada la digestión y ganas de dormir. Y esta sensibilidad que me permite percibir si ha variado el ritmo de tus latidos, o cuándo cambia el compás de tu respiración; que me permite saber si el movimiento de tus labios es porque me vas a hablar, o a besarme, o simplemente a respirar, y que me hace apto para traducir a mi idioma particular ese testarudo pliegue de tu frente, no pienses nunca que es porque me muera por tus pedazos, como un cadete, sino por mis especiales aptitudes para la nigromancia, la magia negra y los jeroglíficos.
Dicho esto, se tumbó.
—Me pasa lo mismo que a ti —dijo Ana suspirando—. ¡Me gusta escucharte!
—¿Tú crees que me gusta escucharme?
—Te encanta.
Andrés se volvió, divertido, hacia ella.
—¿Sabes, Ana? Has cambiado mucho en estos meses. Antes eras incapaz de un rasgo de humor…
—Me divierte que pienses eso. Yo también pienso a veces que no soy la misma mujer. ¿En qué crees que he cambiado?
Le rozó la frente con los labios.
—Todo lo que hay aquí, debajo de este pliegue, ha cambiado. Antes me hablabas de tus hijos, de tu marido, de tu confesor… ¡Hasta me contabas tus confesiones! Era patético; te lo aseguro. Era como pasear el bisturí entre los ojos de un enfermo aprensivo… Ahora ya no lo haces…
—Es que… antes —murmuró Ana—, luchaba contra ti.
—¿Y ahora no?
—Ahora no. Lo sabes muy bien.
—Nunca luchaste mucho —dijo Andrés, burlón.
Ahora fue Ana quien le agarró por el pelo para castigarle.
—¡Eso no lo sabrás nunca! Aun después de haber ido a tu estudio la primera vez, seguí luchando… —Varió el tono de voz—. ¡Y en definitiva, qué más te da! Ya no lucho contra ti.
Andrés se movió incómodo en la hierba y miró en otra dirección. Ana ya no luchaba contra él; ¿no debía acaso estar satisfecho? Una a una había ido venciendo todas sus resistencias. Y ahora sentía una cierta nostalgia de la etapa en que Ana se debatía entre unas dudas y unos remordimientos que ya no albergaba. ¡Qué distintas fueron las reacciones de ambos a partir del momento crucial de sus relaciones! Ana había vivido hasta aquel día atormentada por el solo pensamiento del paso que iba a dar, que consideraba inevitable y que hubiera querido eludir. Después, paulatinamente, su conciencia se acopló a sus actos. Los remordimientos de Andrés, en cambio, empezaban allí donde terminaban los de ella. Mientras no llegó ese momento, Andrés arrolló, a ciegas, cualquier género de consideraciones. Necesitaba consolidar su victoria, dominar —éste era el vocablo— la materia que tenía entre sus manos. Sólo después, cuando ya era tarde, se detuvo a considerar lo que había hecho. Claro es que tales excursiones por el mundo de la intimidad no se produjeron de golpe, súbitamente; requirieron un tiempo y un tempo. Pero apenas comenzaron a frecuentarlo, Andrés comenzó a sentirse poseído de un indecible malestar. En el plano más bajo de sus relaciones, le desasosegaba lo absoluto de la entrega de Ana María. Ana se entregaba a él demasiado plenamente. Andrés la hubiera querido menos enamorada o menos incontaminada por la vulgaridad de los apetitos; más frívola incluso… o más altiva, pero menos entregada. Bien es cierto que en este terreno ella jamás le buscó. Era él quien la arrastraba, y ella se dejaba llevar. Pero una vez provocada la situación, Ana se despersonalizaba brutalmente; dejaba de ser ella misma para diluirse en pura materia desquiciada. Y esto, lejos de halagarle, le displacía. Él podía muy bien deslindar dentro de sí los cuatro campos de atracción —intelectual, afectivo, sensual, sexual— que acercan al hombre y a la mujer, y ofrecer a Ana María un puesto de honor en una de estas cuadrículas (en la primera o en la tercera, tal vez). Para Andrés eran compartimientos estancos; parcelas sin comunicación entre sí. Él se sentía capaz de admirar a Ana, querer a su mujer y dormir en brazos de una desconocida, con tal que esta última no dejara muy al desnudo su congénita necedad. Para Ana María, en cambio, el entendimiento, el afecto, la piel y los impulsos formaban un todo; un todo inseparable que se daba o no se daba. Y ésta era la raíz de su malestar. Andrés recibía de Ana más de lo que buscaba.
—Andrés…
—Dime.
—Contéstame la verdad: nada más que la verdad, pero toda la verdad. ¿Cuántas mujeres has conocido?
—Una sola: tú.
—¡Anda, dímelo! ¡Quiero que me lo digas!
—Es un tema que no te interesa.
—Dime entonces otra cosa…
—Según lo que sea.
Ana se miró las uñas. Después arrancó una hierba y comenzó a mordisquearla.
—¿Cómo es… tu mujer?
—Tema prohibido.
—¡Qué absurdo eres! Se encogió de hombros, antes de añadir:
—Tampoco creas que me importa mucho.
—Ana María, es tardísimo. Mira la hora.
Al verla, Ana se sobresaltó.
—¡Malgastamos tanto tiempo en venir hasta aquí! ¡Tenemos los minutos contados, y perdemos siglos en ir y en volver! ¿Por qué te niegas a que tengamos un piso?
—No es éste el momento de hablar de eso, Ana. Vámonos…
—Si dices que en el estudio es peligroso, lo lógico es que tomemos un piso.
—No tengo dinero.
—Yo lo pago.
—¡Qué cosas dices! ¿Me crees capaz de ser el gigólo de nadie?
—¡Qué crudo eres hablando!
—Mis palabras son menos crudas que tus ideas. Vámonos, Ana. Es muy tarde.
La ayudó a levantarse.
—Los hombres sois absurdos. ¿Por qué iba a ser indigno para ti que yo te ayudara a tomar un piso? No perderíamos tanto tiempo en ir y volver. Tendríamos más tiempo para estar juntos.
Desanduvieron el camino bordeando la cinta de agua. El hombre y la mujer impúdicamente abrazados sobre la hierba no se incorporaron esta vez.
Mayo
Andrés dejó los pinceles al borde del caballete y colocó el bastidor de cara a la pared. Necesitaba dejar de verlo un par de días, huir de su propia obra para poder contemplarla desde fuera y no desde dentro como ahora. Desde que salía con Ana, trabajaba mejor; pero trabajaba menos. Pasaba en blanco semanas enteras, en las que era incapaz de fundirse, como antes, con su propia creación.
Siete meses y diez días duraban ya sus relaciones con Ana María: desde el día del estreno de la obra de Regidor. Aquella noche, al invitarla a su estudio, nunca pensó que pudiera durar tanto. «¡Nunca pensó!». (Aplastó con rabia el cigarrillo contra el suelo). Pero ¿es que acaso había pensado algo, planeado algo, cuando se propuso ciegamente ganarla para sí? Ana María —después de las luchas y los temores y las angustias de los primeros meses— consiguió adaptarse de tal modo a la situación, que no parecía la misma mujer. Pisaba tan firme sobre la mentira, se movía con tal seguridad entre los riesgos, que Andrés no podía contemplarla sin sentir vértigo. Pero ¿quién sino él era responsable de esta transformación? Él había buscado a Ana María; la había cercado cuando ella se defendía; había empleado todos los recursos para captar primero su admiración, después su confianza, su voluntad por último; había aprovechado su tedio como un arma a su favor. Y cuando la hizo suya, satisfizo su vanidad deslumbrándola hasta cegarla, cegándola hasta envilecerla. ¿De qué se quejaba ahora? Andrés se lanzó a la aventura de Ana María como un peso que se desploma en el vacío; pero dejando al borde del abismo —empaquetada y encintada en mil prudencias— la reserva mental de poder desandar un día el camino con la misma facilidad con que lo había emprendido. Y eso ya no era posible. Andrés se veía prisionero de su obra como el gusano de seda en el capullo pacientemente elaborado con sus propias secreciones. El timbre del teléfono le sorprendió. No esperaba la llamada de nadie. No le interesaba hablar con nadie. No estaba dispuesto a contestar. El timbre del teléfono insistía monótono. Se levantó perezoso.
—Andrés… soy Ana. ¿Puedes hablar?
—No podía imaginar que fueses tú. Perdona.
—¿Te interrumpo?
—Tú no me interrumpes nunca. Dime.
—Estás solo supongo…
—Naturalmente…
—Como tardabas tanto en contestarme, pensé que tendrías a cualquier pelandusca encerrada contigo.
—Pero, Ana… ¿me crees capaz?
—No me fío de nadie —contestó Ana riendo.
—No me habrás llamado para espiarme…
—No, Andrés, no es eso. Pero no sé cómo decírtelo. Mira, estoy en el departamento. ¿Por qué no vienes hacia aquí?
—¿Hacia el departamento? ¿Ahora?
—Necesito hablar contigo. Ha surgido algo imprevisto.
—¿No puedes esperar hasta las cuatro? A las cuatro estábamos citados en el departamento.
—A las cuatro tendremos que ir juntos a otro lado…
—No te entiendo; explícate.
—Es muy delicado. Ven aquí. No tardes.
—Me estás asustando. ¿Es algo grave?
Ana tardó en responder.
—No. No es grave…, pero es muy urgente.
—Voy para allá.
Andrés colgó el teléfono y se precipitó hacia la calle. Maldecía la hora en que había cedido al capricho de Ana de tomar entre los dos unas habitaciones donde poder encontrarse sin riesgos. El barrio de San Calixto estaba en el otro extremo de Madrid. Tardó cerca de una hora en llegar.
—¿Qué ocurre?
—Tengo algo que decirte, Andrés…
Se llevó una mano al collar y comenzó a jugar con él.
—¿Qué ocurre?
—No te asustes; no es nada grave… es solamente algo urgente…
Lo miraba con expresión consternada; pero en sus labios había una breve sonrisa maliciosa. Parecía un chiquillo que ha cometido una fechoría y quiere asegurarse el perdón antes de confesar su falta.
—No he tenido tiempo de consultarte, ¿comprendes? Y me he visto obligada a improvisar.
Andrés esperó —intrigado— a que continuara.
—No me mires con ese gesto tan severo… ¡He hecho lo que creía que debía hacer!
—No te miro con gesto severo —replicó Andrés con aire de burla—. Estoy aterrado, sencillamente. ¿Quieres decirme de una vez qué has hecho?
Lejos de responder, Ana María se colgó de su cuello y lo abrazó, escondiendo la cara.
—¡Tenemos tan poco tiempo para estar juntos!
—¿Qué tiene eso que ver?
—Tiene mucho que ver. Mira…
Cogió a Andrés del brazo y lo llevó hasta el diván. Se sentó y le tiró de la chaqueta, obligándole a sentarse.
—Enrique ha salido esta mañana para Cáceres. Tiene allí un asunto importante y no regresará hasta el veintidós. Como sabes, este verano lo pasaremos en Mallorca, en la casa nueva… que está sin amueblar. Le he sugerido a Enrique la idea de que mientras él está fuera, yo puedo ir a Palma y ocuparme de la casa. Son cuatro trastos los que hay que comprar; pero alguien tiene que hacerlo…, y he pensado que tú podrías acompañarme…
Hizo una pausa, esperando su veredicto, pero él permanecía mudo.
—Son ocho días (¡ocho días, Andrés!) con todo el tiempo para nosotros; ¿no te parece increíble?
Se levantó del diván y comenzó a pasear —nerviosa— por la habitación.
—¿Te das cuenta? ¡Allí podremos vivir sin la amenaza de que se nos haga tarde, sin pensar en la mentira que hay que tener preparada para justificar en casa las horas perdidas, sin necesidad de escondernos en sitios absurdos! Podremos pasear en coche sin buscar las carreteras menos concurridas, y hasta cenar juntos. ¿Te das cuenta, Andrés? ¡Cenar juntos! Nunca lo hemos hecho…
Andrés tardó en hablar.
—Es curioso lo que me pasa contigo, Ana. Yo he sido siempre un exaltado, un irreflexivo. Y ahora tú me obligas a lo que nunca hice: medir los pros y los contras…
Ana se rió.
—Yo, en cambio, era una persona sensata; y ahora, por ti, me he vuelto irreflexiva.
Y tardó en añadir:
—Sólo te pido que pienses una cosa: el verano se echa encima, y tendremos que separarnos quién sabe por cuánto tiempo… Ésta es nuestra última oportunidad…
Abrió el bolso y buscó algo en su interior. Extrajo dos billetes de avión, y, con ademán decidido, los dejó sobre el diván.
Andrés tardó en comprender que esos dos folletos azules y alargados eran los billetes del avión; que Ana los había adquirido para hoy mismo, y que el supuesto viaje no era una consulta o una sugestión, sino una decisión unilateral tomada por ella.
—¡Debiste consultarme! ¿No te parece?
—¡No pude hacerlo! Enrique se empeñaba en ir él mismo a comprar el billete, porque decía que yo era capaz de embarcarme para Londres creyendo que iba a Mallorca. (No sabes lo eficiente que él es). Tuve que adelantarme yo, y enseñarle triunfante mi adquisición. «¿No ves, le dije, como tengo la cabeza en su sitio?».
—Y la tienes, no hay duda —dijo secamente Andrés.
—El avión sale a las cuatro. ¡No sabes cómo me ilusiona!
—Es una locura, Ana María. No debemos hacerlo.
—Pero…
—¡Es una locura, te digo! Estos encuentros nuestros se han producido hasta ahora sin riesgos excesivos. Una imprudencia cualquiera, un error por nuestra parte, pueden ser fatales. No me obligues a ser yo quien juegue entre nosotros el papel del «prudente». ¡Es mucho lo que te juegas!
—Nadie se enterará.
—Imagina que a tu marido le dé la ventolera de presentarse en Palma para ver cómo van las cosas. Se me abren las carnes nada más pensarlo.
Andrés se levantó; muy nervioso, dio tres pasos por el cuarto, con las manos en los bolsillos, y se volvió bruscamente hacia Ana María.
—¿Y en Palma dónde viviríamos? En tu casa, ¿no es eso?
—¿Por qué no?
—Pero, Ana, ¡por favor! ¿Cómo se te ocurre pensar que voy a utilizar de tapadera las paredes de tu marido?
—Desde luego no te entiendo, Andrés. ¿Te preocupa abusar de sus paredes y no te preocupa abusar de mí, que soy su mujer?
—¡No es igual!
—Claro que no es igual; es peor…
—No quiero discutir ese punto, Ana. Ni sueñes que yo viva contigo en una casa de Enrique…
—Pero ¿por qué no? ¡Explícame por qué!
—¡No lo entenderías!
Y, en efecto, Ana no lo entendía. ¿Iba Andrés a fingir con ella a estas alturas delicadezas de puritano?
Andrés se irritó.
—¡A veces pienso que las mujeres carecéis de moral…! —dijo gritando.
—Es posible —replicó Ana María—. Pero tú, además, careces de lógica.
Se volvió de espaldas, decepcionada. Lo había organizado todo para vivir en la casa. Le hacía ilusión vivir con Andrés en «su» casa. Y Andrés se echaba atrás, ¿en nombre de qué? ¿De la moral? Francamente, el argumento no era serio; carecía de rigor.
Andrés encendió dos cigarrillos y ofreció uno a Ana María. Quiso con ese gesto cordial aplacar el coraje que desde el comienzo del diálogo intentaba vanamente dominar. Meditó un momento.
—No quiero correr ese riesgo, Ana —dijo al fin.
—¿A qué riesgo te refieres?
—Al de hacer el viaje; es decir: no quiero exponerte a que lo corras tú.
Ana María saltó indignada.
—¡No rectifiques, Andrés! ¡Mi riesgo es mío! ¡No juegues al generoso protector de riesgos ajenos!
—Pues bien. Es verdad. Además de Enrique, tú y yo, hay alguien más que juega en todo esto; no debes olvidarlo.
Ella sonrió con cierta ironía.
—¿Alicia?
—¡Naturalmente!
—¡Acabáramos! Ahora, por primera vez, has dicho la verdad. ¿Por qué no empezaste por ahí?
—¡No es eso, Ana, no es eso! Es que no encuentro un pretexto para justificar ante ella este viaje tan… tan… improvisado. Cuando se entere de que tengo que salir repentinamente para Mallorca, se empeñará en venir conmigo.
—Dile que vas a Burgos. Puestos a mentir, no creo que te importen mil kilómetros más o mil kilómetros menos.
—¡Odio mentirla!
Estaba tan admirada por lo que oía, que su despecho no acertaba a desembarazarse del estupor. Habían planeado cien veces huir de Madrid con cualquier pretexto bien urdido. Le había oído quejarse otras tantas de la tiranía del reloj, del poco tiempo que tenían para estar juntos.
—No seas niño, Andrés. Este viaje tuyo es profesional. Vas a Mallorca invitado para estudiar la decoración de una cadena de hoteles. Si la llevaras contigo, los gastos subirían mucho. ¿No puedes decirle eso?
—No me entiendes, Ana. No es que me preocupe inventar una mentira más; lo que ocurre es que no me parece bien. Es difícil explicártelo sin herirte. Alicia y yo hemos hablado muchas veces de hacer este viaje. Irme a Mallorca sin ella me parece una vileza.
Ana María no salía de su asombro. ¿Estaba Andrés representando una comedia? ¿Era verdaderamente sincero? Las palabras de indignación le subieron a la garganta a borbotones.
—¡No pretenderás que la llevemos con nosotros y montemos entre todos un menage á trois!
Andrés apretó los dientes y alzó una mano, que contuvo torturada junto a sus labios. Por un segundo, pasó por su frente la idea de abofetearla.
Ana estaba tan lejos de imaginarlo, que no reparó en ello.
—Vamos a ver, Andrés. Seamos razonables. Es mucho más lo que yo me juego que lo que tú arriesgas. ¿No he mentido yo a Enrique, sólo por estar contigo todos estos días? ¿No puedes hacer lo mismo en tu casa?
—¡No es lo mismo! —saltó Andrés—. ¡Enrique es un imbécil que te queda chico! ¡Te cuadra como a un Santo Cristo un par de pistolas! Alicia es distinto…
Ana, con los ojos muy abiertos, le miraba hablar. No podía dar crédito a lo que oía. Andrés la estaba ofendiendo, y ella necesitaba imponerse sobre sus nervios, sobre sus sentimientos, para no llorar. Con la voz rota, murmuró:
—Pero, Andrés…, ¿qué nos pasa hoy? ¿Por qué me hablas así? ¿Qué te he hecho para que me hables así?
Se volvió de espaldas y pretendió ahogar su congoja: «¡Alicia es distinto!». ¿Qué había querido decir? ¿Qué era «lo distinto» en Alicia? ¿Qué sacrificaba Andrés de Alicia —que es tanto como significar su casa, su paz, su rutina— que no hubiera sacrificado ella primero? ¿Quería decir que Alicia era más digna de respeto, menos merecedora de ser postergada, de ser engañada, de ser ofendida? ¿Y más digna que quién? ¿Que ella?
—¿Qué has querido decir con eso de «Alicia es distinto»?
—No interpretes mal mis palabras, Ana María. No he dicho nada que pudiera ofenderte.
—¡Tienes un concepto muy particular de lo que puede ofender! ¿De quién es distinta Alicia? ¿De mí? ¿Es que acaso me recogiste de la calle como a una fulana? ¿Es que has olvidado ya que me sacaste de mi casa, que utilizaste a mis hijos, como pretexto, para forzarme a llamarte… aquel día?
No pudo seguir hablando. Rompió en sollozos y se precipitó hacia la puerta para salir de allí. Andrés le cerró el paso.
—Por favor, Ana, mi vida, ¡estás sacando las cosas de quicio!
Ana forcejeó con Andrés, y al no poder salir, quedó abrazada a él, sin dejar de llorar.
—¡Odio aquel día!, ¿te enteras? ¡Lo odio!
Andrés tardó mucho tiempo en decir algo. Y comprendió que no sabía nada de lo que había bajo el pliegue de aquella frente.