VII
COMO SI HUBIERA MUERTO

Ana se levantó bruscamente del suelo y salió corriendo hacia el recibidor. La Geografía y la Historia Sagrada quedaron abiertas sobre la alfombra.

—Ya está la niña dejando desorden.

—¡Ana! —gritó Elena—. ¡Ya sabes que a tu abuela no le gusta que hagas desorden en la rotonda!

Pero Ana no la oyó. Abrió la puerta del recibidor y salió al rellano de la escalera. Con la cara radiante se plantó ante el primer escalón y esperó a su padre.

Alberto Moscoso, al verla, abrió los ojos, lleno de asombro.

—Pero ¿qué condecoraciones son ésas?

Era precisamente lo que Ana quería escuchar. Ni su madre ni su abuela le habían preguntado nada. Tuvo que ser ella quien les explicara la importancia de la banda, de la medalla y del rosetón. Retiró los brazos del cuerpo para que se pudieran ver mejor los trofeos recién colgados sobre el uniforme de colegiala. Su padre se detuvo a media escalera, con aire trascendente, para admirar los premios.

—¡Tienes más condecoraciones que yo! ¡Enhorabuena! Y la abrazó.

—He sido la primera en Lenguas Modernas, y en Geografía, y en…

—¿Qué te preguntaron de Geografía?

Ana María saltó de entusiasmo con sólo recordarlo.

—¡El Sahara! ¡Imagínate! ¡El Sahara!

—¡No lo puedo creer! —exclamó Alberto riendo—. ¡Qué suerte más colosal!

Penetraron en el vestíbulo.

—¿Dónde está tu madre?

—Mamá está en la rotonda; con la abuela Matilde.

Alberto Moscoso se dirigía ya a la rotonda; pero al oír que la abuela estaba también allí, cambió súbitamente de decisión.

—Acompáñame a mi cuarto. Me tienes que contar todo lo que has dicho en ese examen.

Los ojos de Ana brillaron de entusiasmo. No sería la primera vez que se establecían en su casa dos tertulias distintas: en la rotonda, la de Elena y Matilde; en el cuarto de su padre, la de ellos.

La verdad es que Ana María, a los nueve años, sabía más del desierto que muchos veteranos. No en balde su padre había hecho en África toda su campaña militar. Ana sabía que por la línea de vuelo de las bandadas de flamencos, los soldados conocían de qué lado venían los enemigos; pues estas aves vuelan siempre en dirección contraria a la que llevan los nómadas. Sabía también que en la época de lluvias, en que el Sahara se encharca, los flamencos sirven asimismo para señalar cuáles de las lagunas recién formadas son potables y cuáles filtraciones amargas; y sabía, en fin, que durante las largas caminatas por el desierto, las zancudas son garantía de que no es un espejismo el agua que se ve en la lejanía.

—¿Les dijiste lo de las hienas?

—¿Qué es lo de las hienas? —preguntó Ana, desolada—. ¡Eso no me lo has contado nunca!

—Sí, mujer. Cuando hay escaramuzas entre las tribus…

—¿Qué quiere decir «escaramuzas»?

—Cuando hay lucha entre ellos, los nómadas entierran sus cadáveres en la arena para que nadie sepa el número de bajas que han sufrido; pero entonces vienen las hienas y desentierran los cadáveres sepultados en las dunas.

—¿Cómo los perros de San Bernardo de la nieve?

—Eso es. Como los perros de San Bernardo.

Ana María meditó un momento.

—¡Qué rabia! Eso no lo he dicho en el examen.

Ana se quedó muy sorprendida la primera vez que oyó decir en casa que su padre era hombre de pocas palabras. ¡Con ella era lo más parlanchín que cabe! Y esto la llenaba de un íntimo orgullo. Muchas veces se iban los dos solos de excursión, a cazar o a pescar. Una vez hasta pasaron la noche fuera de casa, en una tienda de campaña. Y al día siguiente regresaron con tantas truchas que tuvieron para comer y para regalar. Alberto Moscoso aprovechaba, en efecto, cuantas ocasiones podía para huir de Madrid en compañía de su hija. La vida de la capital, la sociedad, las visitas, las tertulias le producían un tedio infinito. En África le ocurría otro tanto. Era poco sociable y prefería cien veces el trato esporádico con los indígenas que el continuo de sus compañeros. Buscaba siempre destinos en posiciones alejadas de las guarniciones, y, si por motivos del servicio debía abandonarlas ocasionalmente, volvía a ellas con un redoblado afán de aislamiento. A lo largo de su vida, África fue la única gran pasión del comandante Moscoso. África le había enviciado como a otros las drogas, las mujeres o el alcohol. «Yo soy un tarado del desierto», decía a veces burlándose de sí mismo.

Cuando Ana María concluyó de contar las peripecias de su examen, la imposición de la banda y la felicitación pública que había recibido delante de todo el colegio, su padre la cogió por los hombros y dijo estas palabras misteriosas:

—Como premio, te voy a contar una cosa que nadie sabe todavía.

Ana María abrió los ojos llena de curiosidad.

—¡Cuéntamelo!

Alberto sonrió con cierta malicia, e hizo oscilar el índice en el aire.

—No le digas a nadie que te lo he dicho a ti primero; después me regañan diciendo que te hablo como a una persona mayor…

Ana se sentó en el suelo, frente al sillón en que estaba Alberto, dispuesta a escuchar la revelación.

—«Nos» destinan al Sahara.

Ana María no pudo disimular su emoción.

Todos los cuentos, las historias fabulosas, las leyendas de África que durante años y años había escuchado embelesada, se le representaban de pronto como hechos reales de los que ella misma había sido y volvería a ser protagonista. Se imaginó junto a su padre en el desierto, bajo aquella luna grande y amarilla como un limón que Alberto tantas veces le había descrito, o cazando gacelas entre las dunas, o sentada en una alfombra a la puerta de una tienda hecha con piel de camello, recibiendo los presentes de los jefes de tribu.

—Yo hace días que lo sé —añadió Alberto—; pero hasta hoy no me han permitido decirlo en casa.

—¿Y mamá no lo sabe todavía?

—Estaba esperando a decírselo cuando no estuviera delante tu abuela; me parece que la noticia no le va a hacer ninguna gracia a la abuelita.

—Pero ¿por qué? —exclamó Ana, sorprendidísima de que alguien pudiera disgustarse ante una noticia tan maravillosa. Y después, llena de ilusión, añadió—: ¡Déjame que sea yo quien se lo diga!

Alberto se bebía a su hija con los ojos. Quizá tuvieran razón en acusarle de hablar a la niña como si se tratara de una persona mayor. Pero ¿es que acaso no era ya una persona mayor? En cualquier caso, se sentía más conmovido por el júbilo con que la niña había recibido la noticia, que si se tratara de una felicitación del ministro de la Guerra en persona.

—¿Me dejas que sea yo quien se lo diga a todos? —insistió Ana María.

Su padre concedió con la cabeza. De un salto, Ana se puso en pie y corrió hacia la rotonda. Alberto llegó tras ella.

—¡Nos destinan al Sahara! ¡Nos destinan al Sahara! —gritó Ana al entrar. Y no percibió, mientras lo decía, cómo resbalaba sobre ella la mirada glacial de la abuela Matilde.

Los ojos de las dos mujeres se volvieron hacia Moscoso. No había sorpresa en sus rostros. Hubo una pausa. Por fin, la abuela dijo:

—Alberto, hijo, no te quedes de pie; siéntate con nosotras y cuéntanoslo todo despacio.

A Ana no le asustaba su abuela cuando se enfadaba; pero aquella suavidad en el tono de voz, aquella lentitud al pronunciar palabras tan ceremoniosas le dieron mala espina.

—Y tú, mona, ¿por qué no sigues estudiando en tu cuarto? ¡Deja un poco solas a las personas mayores!

Ana recogió sus libros y obedeció. Toda la anchura del cielo era pequeña al lado de ese abismo misterioso, helado, que separaba su mundo —su mundo pequeño, pero claro y sin secretos— del de las personas mayores.

Alberto arrimó su asiento a la camilla. Su mujer no dejó de bordar ni levantó la vista del bordado. El Gobierno —explicó Moscoso—, temeroso de la actitud de algunas tribus nómadas del Sur, había decidido encomendar a un grupo de expertos un vasto plan, de muy delicados matices, tanto políticos como diplomáticos. Consultado el Ministerio de la Guerra, había dado un nombre: el suyo.

Alberto intentaba vanamente, ingenuamente, contagiar a su familia con su propio entusiasmo. Pero a medida que hablaba, iba comprendiendo la inutilidad de su intento. No había conducto posible para llegar a ellas. Sintió la desazón de quien cuenta, riéndose a carcajadas, una historia de humor que no hace reír a nadie. Percibió que las palabras llevaban una carga emocional que no era compartida por los otros, y siguió hablando sin fe, sin calor, por la pura rutina —por la buena educación quizá— de concluir lo que había iniciado. Con todo, siguió diciendo que esto representaba un ascenso inmediato y una jerarquía todavía superior a su nuevo ascenso: pues por tratarse de un cargo político (es decir, civil encomendado a un militar), su nombramiento significaba que tendría a sus órdenes incluso a militares de mayor graduación que la suya.

Mientras Alberto hablaba, Matilde tuvo varios accesos de su tic nervioso. Se diría que algunas de las palabras de su yerno tuvieran la virtud de tirar violentamente de sus pestañas, contrayéndole el párpado.

—Cuando te vi entrar por la puerta —dijo lentamente—, pensé que eran falsas las noticias que ya nos habían llegado. Porque, en efecto (y perdona por haberte privado de darnos la sorpresa), ya lo sabíamos todo.

Hizo una pausa. Se esforzaba en mantener sus palabras dentro de un tono vagamente cortés.

—Venías tan sonriente, que pensé que ibas de agregado militar a París, o a Roma, o a Berlín. Pero veo que no eran más que ilusiones. Te han destinado adonde tú nos has dicho: al desierto.

Alberto sonrió.

—Me parece que tenéis una idea bastante equivocada de lo que es aquello.

Matilde acentuó la sonrisa que le brindaba su yerno y elevó muy poco el tono que hasta ahora había mantenido.

—No pretenderás hacernos creer que ese destino representa un honor para ti. Mira, hijo, por eso sí que no pasamos. En realidad, es como si te hubiesen querido castigar o rebajar. ¿No opinas tú lo mismo, Elena?

Tampoco Elena levantó ahora los ojos de su trabajo. Hizo con los hombros un vago ademán que no quería decir nada.

Moscoso daba por descontada la oposición de su suegra; pero no entraba en sus planes someter a discusión lo que ya estaba decidido. Matilde tomó sus gafas de la mesa y comenzó a jugar con ellas.

—Escucha, Alberto: Elena y yo hemos estado, toda la tarde, hablando de ese destino tan… tan… original. Y ya le he dicho que si quiere dar a su madre un disgusto de muerte, no tiene más que seguirte.

Moscoso hizo acopio de paciencia. Definitivamente, él no servía para semejante género de vida. No tenía agilidad verbal para responder adecuadamente con una ironía o un desplante. No sentía el acicate de la discusión; muy al contrario: le producía un tedio mortal. Sin alzar la voz, como si hablara consigo mismo, comentó, mordiendo las palabras:

—Elena necesita, aún más que yo, dejar esta casa, respirar aire libre, sentirse dueña de sus actos; ser, por fin, una mujer.

—¡Eso es un insulto para ti, Elena! ¡No deberías consentirlo!

La voz de Matilde se alzó desagradablemente.

—¡Por favor, mamá!

Matilde, con la mano abierta, golpeó enérgicamente la mesa.

—No tienes derecho a enterrar a mi hija y a mi nieta, ¿te enteras?, entre la mugre, los salvajes y los bichos, para que vivan como animales, todo porque a ti te obliguen a vivir como un animal.

Matilde no decía «tu mujer» «tu hija», sino «mi hija», «mi nieta». Alberto apretó los dientes. No podía soportar por más tiempo aquel hiriente timbre de voz.

Se puso en pie y posó una mano en el hombro de su mujer.

—Elena, quisiera que fueras a arreglarte. Esta noche cenaremos fuera.

—¡Por favor, Alberto! ¡Te lo suplico!

—Este asunto es para que lo hablemos tú y yo. Y para que informemos a tu madre de lo que «tú» y «yo» hayamos decidido.

Matilde acentuó sus tics y su sonrisa.

—¡Qué chiquillo eres, Alberto! En las actuales circunstancias, Elena no debe, no puede salir.

Se volvió hacia su hija.

—Elena, díselo. Di lo que ocurre… No vaya a parecer que soy yo la que se opone a que salgáis juntos…

Elena enrojeció hasta las orejas. Nunca su marido la vio tan turbada. Si alguna duda hubiera tenido antes acerca de la necesidad de separar a Elena de su madre, ahora ya no la tenía. Su único error fue no haberlo hecho hacía tiempo.

—Estoy esperando, Alberto —dijo Elena—. Después de nueve años sin tener hijos, creía que era una noticia que te gustaría conocer.

Alberto se quedó mudo por la sorpresa.

Desde que nació Ana, hacía ya nueve años, Elena no había vuelto a quedarse en estado. ¡Dios santo! ¡Y él que llegaba a casa con la pretensión de traer una noticia! Esto sí que era una noticia que merecía ser celebrada. La presencia de su suegra le violentaba y le impidió manifestar su ternura. Besó a su mujer la mano con cierto calor, aunque no fuera más que por cortesía.

—Nada puede alegrarme más —dijo.

Ella sonrió tristemente.

—¿De veras?

—Más que mi ascenso. Más que mi destino. Más que nada en el mundo.

Elena lo miró con expresión angustiada. Después miró a su madre —que volvió la cabeza— y rompió a llorar. Mucho tiempo tardó Alberto en buscar y en encontrar una interpretación al deseo de Elena de refugiar la mirada en los ojos de su madre. Ahora sólo sintió irritación ante las lágrimas injustificadas y el esfuerzo por dominarlas. Las lágrimas de su mujer no le producían pena, sino tedio.

—No llores, mujer…

Y sintiéndose incapaz de hablar una palabra más delante de Matilde, se retiró hacia su cuarto.

Al salir de la rotonda se dio de bruces con María Terrón, que estaba escuchando detrás de la puerta.

«¡Vieja bruja!», pensó.

—Hoy es jueves, y venía a hacer mi visita semanal —dijo la Terrón, disculpándose.

Moscoso no la miró y siguió de largo. Oyó que le llamaba.

—¡Pssch!… ¡Pssch!…

Se volvió hacia ella.

—¿Qué ocurre…?

María Terrón alzó una mano en el aire e hizo oscilar el índice tieso de su diestra para indicar que no. Mientras lo hacía, emitía un hipido jovial que quería ser una risa prolongada.

—¿Qué me quiere decir?

María, sin dejar de mover la mano, exclamó:

—¡Que no, que no! ¡Ji, ji, ji!… ¡Dios me entiende!…

Moscoso no estaba de humor para descifrar jeroglíficos. Le volvió la espalda y se encerró en su cuarto.

Moscoso había llegado al matrimonio como quien cumple un honroso deber o como quien se impone un régimen de vida para combatir un hábito perjudicial a la salud. Pero sin amor. Se había unido a Elena como a un destino que es forzoso aceptar para poder ascender en un escalafón; pero he aquí que Elena era un ser humano capaz de sufrir —y de sentir como él— las garras implacables, terribles, del tedio.

Cuando el tedio caía sobre él (el tedio era una mano muerta, blanda e informe sobre su ánimo; un largo sueño sin argumento, una nada implacable), Alberto Moscoso no se compadecía a sí mismo; compadecía a Elena. Él era un ser intratable, un misántropo, un incapaz para la vida de relación.

Y debía compensar a Elena, a la pobre Elena, de esta unión sin sentido, de la que sólo él era culpable.

¿Qué había hecho? Llevaba dos horas dando vueltas como un orate por la ciudad, sin ir a ninguna parte ni volver de parte alguna. De pronto le sorprendió encontrarse tan lejos. No sabía por dónde había llegado ni el tiempo invertido para llegar hasta allí. Tenía la sensación de haber cometido un acto irremediable. («¡Nada hay irremediable!», diría muchos años después Ana María, ignorando hasta qué punto su padre había sentido un día la exacta pulsación, la tranquila evidencia de lo que no tenía remedio posible).

—¡Mi comandante!

Alberto no pensó que fuera a él.

—¡Mi comandante! —volvieron a gritar.

Moscoso se volvió. El recién llegado era un hombre pequeño, enjuto, con largas patillas de legionario.

—¿No se acuerda usted de mí? ¡Soy Petrirena!

—¡Diablo de Petrirena! ¿De dónde has salido?

—Estaba ahí sentado cuando me dije: «¡Pero, bueno, si es el comandante Moscoso!». ¿Hacia dónde va usted?

—No iba a ninguna parte. Paseaba.

—¿Me permite que le invite a un café?

—De acuerdo. Yo te invitaré a coñac.

Petrirena le contó una larguísima historia, que Moscoso no escuchó. Toda su atención estaba prendida en los últimos minutos, en las últimas horas transcurridas. Moscoso oía su propia voz y la del general subsecretario y la de su ayudante, el comandante Vallejo, en el lamentable episodio —lamentable e irremediable: «irremediable», otra vez— que acababa de vivir.

—No se me oculta que esa misión tiene muchos riesgos… —le había dicho el subsecretario, con el mayor desprecio.

Alberto enrojeció ahora al recordarlo, igual que cuando tuvo que aguantar la vejación.

—Soy soldado, mi general, y no rehúyo los riesgos.

—¡Cállese! ¡No le he pedido su opinión!

Alberto había ignorado hasta entonces —y hubiera podido jurarlo por su honor— el verdadero objetivo de la misión que se le encomendaba en África. «En el informe secreto que le remití la semana pasada…», le había dicho el general varias veces. Y Alberto no había recibido tal informe. De haber llegado a sus manos, ¿cómo podía nadie pensar que por complacer a las mujeres de su casa hubiera solicitado un cambio de destino? Las «circunstancias privadas de orden familiar» que había alegado eran realmente grotescas frente a la decisión del Gobierno de ocupar militarmente el territorio de Ifni, con el riesgo, siempre posible (a pesar de los derechos reconocidos a España por el sultán), de provocar una nueva guerra con Marruecos. En esas circunstancias, solicitar un destino burocrático en Madrid se parecía mucho a una deserción. Las palabras del general fueron durísimas, altaneras y cargadas de desprecio.

—Le doy mi palabra de honor, mi general, de que no he recibido ese informe. Ignoraba el alcance de mi nombramiento, que imaginaba como una pura rotación de destinos. Conocidas las circunstancias, ruego a vuecencia que dé por no presentada mi petición.

El general se volvió entonces al comandante Vallejo y cruzó los brazos ante él. Moscoso había olvidado por completo la presencia del ayudante del general. El ayudante era el perfecto burócrata, militar de salón y antedespacho, figurón, pueril, presumido y necio. ¿De qué se reía ese imbécil?

—¿De qué se ríe usted, Vallejo? —gritó el subsecretario.

—Yo cumplí todas sus órdenes, mi general. El mismo sábado entregué los informes al comandante Moscoso y a los tenientes coroneles Medinabeitia y Arce. Sonreía porque el comandante Moscoso podrá jurar por su honor que ha extraviado o no ha leído el informe creyendo que se trataba de una circular sin importancia, pero no puede afirmar que no lo ha recibido.

—Le dije a usted, Vallejo, que no los enviara por medio de ordenanzas.

—Los entregué personalmente, mi general.

—El comandante Vallejo miente —dijo entonces Moscoso, sin alzar la voz.

El ayudante del general palideció, pero no dijo «esta boca es mía». El subsecretario lo miró con sorna. Admiraba su sangre gorda y le agradecía, en cierto modo, que no hiciera nada por prolongar un incidente absolutamente secundario.

—Bien, señores. El incidente está resuelto. Haya usted recibido ese informe o no, le agradezco, comandante Moscoso, su nueva actitud. Daré por no presentada su petición y celebro su próximo regreso a tierras africanas. Puede usted retirarse.

Moscoso no se movió.

—He dado mi palabra de honor —dijo lentamente— de no haber recibido ese informe. Y no puedo tolerar que mi palabra sea puesta en duda. El comandante Vallejo no me lo entregó.

—Yo no tengo ninguna duda al respecto —cortó secamente el subsecretario—; pero la versión más útil para zanjar esta cuestión marginal es ésta: Vallejo le entregó el informe. Usted no lo leyó. Su honor queda, pues, a salvo.

Sí pidió un cambio de destino, fue por ignorar el alcance y las responsabilidades de su nombramiento. ¿Estamos de acuerdo?

—¡No, mi general!

(Petrirena hablaba por los codos; pero Moscoso no le escuchaba. A cada frase, como una muletilla obligada, el sargento enarcaba las cejas y exigía a Moscoso una declaración de conformidad con lo que había dicho).

—¿Eh, mi comandante? ¿Eh que sí?

Moscoso movía la cabeza, automáticamente, sin saber, por supuesto, de qué lado venían los tiros.

—¿Se acuerda usted de aquel día que…?, ¡me c… en mi padre, menudo jabato de comandante era usted! ¿Eh, mi comandante? ¿Eh que sí?

De cuando en cuando, Moscoso aterrizaba. Y decía cuatro palabras, sin saber a ciencia cierta si correspondían o no con lo que hablaba Petrirena.

—¿Cómo se llamaba aquel morazo que le quiso regalar a usted a su hija?

—No seas bestia, Petrirena. Ése era el cabo furriel de tu compañía.

—Yo me refería a un Mohamed no sé cuántos…

—¡Todos se llamaban Mohamed!

—Yo no sé por qué no la aceptó. ¡Era una chavala más maja! ¿Eh? Tenía unas… unas…, ¿eh, eh, mi comandante?, y unos… unos…, ¿eh, eh que sí?

Petrirena, después de modelar en el aire las «unas» y los «unos», puso los ojos en blanco y se relamió, recordando las calidades visibles de la hija del furriel. Moscoso perdió de nuevo el hilo de sus palabras.

—¿Se encuentra usted mal, mi comandante?

Moscoso tragó saliva. Acababa de oír, por encima de la voz del sargento Petrirena, el portazo del general, y unas grandes líneas violáceas se marcaron en su rostro. Había estado cuadrado durante toda la retahíla de improperios; y siguió, por inercia, en la misma posición muchos segundos más, con los ojos fijos en la puerta por donde el subsecretario acababa de salir. El general no podía haber sido más claro. Entre la palabra de Vallejo y la suya —y ya que le obligaba a pronunciarse—, aceptaba la de Vallejo. Aprovechaba la oportunidad para añadir que su nombramiento para el Sahara se había hecho con su voto en contra. Era una imposición del Gobierno: un «trágala» que los civiles imponían a los militares. No era el suyo un cargo militar, sino civil; y si hubiera dependido solamente del Ministerio de la Guerra, y no de una comisión interministerial, su nombramiento no se habría firmado jamás. ¿Quería Moscoso saber por qué? No tenía ningún interés en ocultárselo. Su nombre, así como el de los tenientes coroneles Medinabeitia y Arce, había sido sugerido por uno de los magnates de la Compañía Industrial de Fomento Africano. Ambos jefes del Ejército fueron secretamente consultados acerca de las concesiones, que dependían del mando militar, para el establecimiento de pesquería, salinas y comercio de algas en la zona sur del Protectorado. Les ofrecieron fuertes comisiones a cambio de su apoyo. Alguien debió de informar a los miembros civiles de la comisión interministerial «que dichos militares habían denunciado a sus superiores el soborno de que pretendían ser objeto»; pues a partir de ese día votaron en contra de su nombramiento. Si habían conseguido obtener al fin un cargo, fue por el apoyo decidido del Ejército, que veía en ellos la única garantía —el subsecretario recalcó: «¡La única garantía!»— de que los intereses generales de la zona estuvieran siempre por encima de los intereses particulares. Esta batalla la pudo ganar el Ejército; pero no pudo, en cambio, evitar que el cargo de Moscoso (cargo civil encomendado a un militar) fuese jerárquicamente superior al de los tenientes coroneles postergados. La defensa de Moscoso hecha por los civiles (algunos de ellos descaradamente vinculados con la Compañía Industrial de Fomento Africano) era harto más que sospechosa.

Mientras hablaba el general, el estupor primero, y después la incredulidad, la indignación, el dolor y el asco se fueron enseñoreando sucesivamente del ánimo de Moscoso. Esta última sensación dominó sobre las demás. Se arropó en una capa de altivez y esperó a que su jefe terminara. No había perdido la esperanza de que el general caminara en la primera fase de un retruécano; y que de pronto, invirtiendo los términos de la proposición en otra subsiguiente, diera un giro satisfactorio a su asombrosa declaración.

—Cuando usted presentó su petición de quedarse en Madrid, aludiendo a «circunstancias privadas de orden familiar», alguien me indicó que era una maniobra suya, una cortina de humo para ponerse a salvo de posibles sospechas; pero que se las arreglaría para aceptar el cargo, a pesar de su misma renuncia. Hace unos minutos, acaba usted de rogarme que dé por no presentada aquella renuncia. No puede, pues, sorprenderle que entre la palabra de Vallejo y la suya me incline por la de su compañero. ¿Estamos ahora de acuerdo?

—Sí, mi general.

El subsecretario le volvió la espalda y salió del despacho pegando un portazo. ¡Qué extraña sensación la que Moscoso experimentaba! Ya no estaba irritado ni herido, ni decepcionado siquiera: estaba cansado, eso sí, sentía un cansancio que le nacía en las raíces mismas de su ser y le impedía defenderse de las acusaciones que le imputaban. A medida que el general hablaba, su ánimo se había ido replegando hacia una altiva posición de desdén rayana con la indiferencia. Desde la altura de esta posición, las palabras que oía y los hombres que tenía ante sí le parecieron de una insignificancia tal, que les tuvo compasión. No se defendería. No valía la pena. Tendría que abrir la boca, rasgar un papel con un escrito, intrigar en las antesalas… No valía la pena. Una mujer honesta que se lanza a la vía pública para demostrar sin miramientos a diestro y siniestro que conserva la virginidad en su sólito escondrijo, podrá ser virgen, pero deja de ser honesta. Lo mismo acontece con la dignidad del varón. Luchar por demostrarla era ya una manera de perderla. Él era militar; pero antes que militar era hombre, y tenía un alto concepto de esta dignidad. Sabía muy bien que una puerta se había cerrado en su vida y que otra se había abierto ante un horizonte desconocido. Procuraría cruzarla con serenidad y con decoro. Cayó de pronto en la cuenta de que estaba cuadrado. Relajó sus músculos, desdobló el antebrazo que sostenía la gorra, se quitó uno de los guantes.

—Reconozco que el «subse» ha estado cruel… Pero ¡chico!, te lo has ganado a pulso. Si me permites un consejo…

Moscoso había vuelto a olvidar la presencia de Vallejo en el despacho de su jefe. Era un olvido imperdonable. Se plantó frente a él. ¿Dónde estuvo este pájaro durante la guerra de África?… ¿En qué subsecretaría, en qué ayudantería de general, en qué oficina estuvo emboscado mientras sonaban los tiros?… Porque lo que es en África, durante la campaña, no lo recordaba.

—Si me permites un consejo…

—No, Vallejo, no te lo permito.

—Escucha, Moscoso. Estoy casi seguro de que te entregué ese informe.

Alberto lo miró con expresión glacial.

—¿«Casi» seguro? No es eso lo que dijiste antes…

—Pues te lo digo ahora. Y estoy dispuesto a decírselo así al general.

—¡Ya es tarde!

Moscoso alzó una mano y con el guante libre cruzó la cara de su compañero.

Éste dio un paso atrás. Enrojeció tanto, que parecía que la sangre le iba a salir por los poros de la cara.

—Mañana recibirás mis padrinos —dijo con voz contenida.

—Los echaré a palos por la escalera —respondió Moscoso, tranquilamente.

—¡Te formaremos tribunal de honor!

—No hará falta.

Le volvió la espalda y salió. Diez minutos después pidió la separación: se dio de baja en el Ejército.

¿De qué hablaba Petrirena? ¿Qué hacía sentado con él? ¿Dónde lo había encontrado? Parecía borracho. El sargento se preguntaba cosas, y él mismo se las contestaba.

—¿Y el chej de aquella facción que quiso destronar al Sultán Azul, el que sirvió de mediador con los Ulad Delime, que le regaló a usted una cordera…? ¡Todos le regalaban cosas!

—Ése se llamaba… ¡Espera, Petrirena, espera…! —decía el propio Petrirena—. Ése se llamaba Erguibi Hatri Uld Said El Yumaní… ¡Buen tipo el viejo!, ¿eh, mi comandante? A ése le mandaba usted comer tierra, y la comía. Le mandaba usted abrirse las venas, y se las abría. Ése… hasta el fin del mundo iría con usted.

Petrirena se bebió de un trago su undécimo coñac; y al ver que Moscoso seguía en Babia, se trincó también la copa del comandante.

—¡Yo también iría con usted al fin del mundo! Después, con ira contenida, añadió: —¡Yo soy «un tarado del desierto», como usted decía. Aquí no vale la pena vivir…!

A lo largo de dos meses, Moscoso y Petrirena se vieron casi a diario para pasear o emborracharse juntos. Al cabo de ese tiempo, llegaron noticias de que el Ejército, a las órdenes del coronel Capaz, había ocupado, sin derramamiento de sangre, el territorio de Ifni. Aquel día se emborracharon más que nunca y bebieron a la salud del Ejército de África.

Algo ocurría en casa, algo misterioso de lo que nadie hablaba, pero que estaba en el ambiente, sin que Ana lo pudiera descifrar. Su padre —que se pasaba las horas muertas encerrado en su cuarto bajo llave— ya no vestía nunca el uniforme, y, más de una vez, la niña sorprendió a Elena llorando, cuando la abuela Matilde no estaba delante. Su madre se levantaba muy temprano e iba a misa casi a diario, cosa que no hacía antes, al menos con tanta frecuencia. Una tarde, María Terrón le hizo esta confesión brutal: Alberto se había encerrado porque no podía andar sin caerse: estaba bebido. Ana le sorprendió una vez, los ojos fijos en ella, con una mirada, larga, insistente y triste. Y aquella noche lloró sin saber por qué. Le daba pena la tristeza que adivinaba en su padre, aun sin saber cuál era la causa. Unas semanas más tarde, María Terrón le dijo que ya no era militar; ahora se dedicaba a administrar el dinero de la abuela. Y una noche —una noche que Ana María olvidó muy pronto, porque toda su naturaleza se rebelaba para no recordarla— Moscoso entró de puntillas en el cuarto donde ella dormía, se acercó a su cama y la besó en la frente. Olía mucho a vino; pero a ella no le importaba. Sacó los brazos de las sábanas y le abrazó, echándoselos al cuello. Un sollozo ronco, apagado, terrible, surgió entonces del pecho de Alberto. Ana María rompió a llorar, al tiempo que abrazaba más fuerte a su padre. Estuvieron mucho rato, apretadas las caras, notando cada uno las lágrimas del otro, llorando los dos juntos, sin decirse una palabra. Nunca, nunca recordó Ana María este episodio. Si la avanzadilla de la rememoración se aproximaba a ella, la rechazaba instintivamente, se distraía, se ponía a reír nerviosa, o a jugar, o a saltar, o a decir necedades para que la regañaran y evitar así enfrentarse con el recuerdo. No quería recordar a su padre llorando. No quería saber por qué lloraba. No quería. Fue la última vez que lo vio.

Tres horas antes de este episodio, Moscoso se deslizó muy despacio entre las sábanas. La habitación le daba vueltas. Estaba bebido. Cerró los ojos y se volvió de lado. Tuvo que cambiar de postura. Boca arriba era mejor. Así, muy quieto, la sensación de estar girando sobre un disco se aplacaba lentamente. El disco giraba, giraba; pero cada vez más lento.

—Estás borracho, Alberto; hueles a vino que apestas —dijo Elena, de pronto.

Paciencia. No hay que irritarse. Por nada del mundo vale la pena de irritarse. Su mujer decía que estaba borracho: sus razones tendría; aseguraba, delicadamente, que apestaba a vino: quizá fuera verdad. No había, pues, que ser rencoroso. Él quería a su mujer, y —sobre todo— sentía por ella una profunda compasión. La pobre era muy desgraciada. Se había casado con un misántropo, un ser hosco e intratable, un «tarado del desierto». ¡Pobre Elena! Se volvió hacia ella y le ciñó con el brazo la cintura.

—¡No me toques! Estás borracho…

Alberto volvió a colocarse bruscamente boca arriba: no tanto por el desplante de su mujer, como por el vértigo que le había producido el cambio de postura. El disco giratorio, al inclinarse de un lado, amenazó con despedirle, impulsado por la fuerza centrífuga. ¡Quieto, quieto! Boca arriba. Respirando hondo. Así era mucho mejor. ¡Estúpido de Petrirena; qué buen saque tenía el mozo! ¡Mala bestia! ¿Por qué le habría consentido beber tanto? Sin embargo, mientras lo pensaba, Moscoso sonrió. Al posar su mano sobre el vientre de su mujer, había notado, bajo la piel, el movimiento del hijo: un hijo varón; de eso estaba seguro. A Elena no se le notaba todavía el grosor de la maternidad; pero la criatura ya se movía en sus entrañas, debatiéndose con la vida. ¿Cómo sería ahora su hijo? No lo podía imaginar. Pensaba en él y lo veía con chilaba, como un saharahui, con su rostro infantil —un rostro de la misma edad que el de Ana María— curtido ya por el sol del desierto y el siroco.

Pensando en su hijo, se quedó dormido.

Allí, bajo su mano, debajo de la piel de la mujer, había sentido la presencia de una alubia minúscula que crecía y se desarrollaba. Pronto sería como una larva con movimiento propio, de la que surgirían pequeños tentáculos que un día serían pies sobre los que andar y manos para trabajar. Sobre la breve substancia gelatinosa se abriría la ranura de los labios y las cuencas, en las que se posaría, como nueva lengua de fuego, el milagro de la vista. En aquella blandísima corteza, pronto se ahondarían las cuevas donde vibrarían los ruidos, las voces de los hombres, los disparos, la música. Un ovillo de cables se entrelazaría, elástico, sobre aquella larva, para transmitir las sensaciones del cuerpo al cerebro y las órdenes del cerebro a los músculos y a los órganos motores. Por los cables caminarían los reflejos, el placer, el dolor. En aquel «bicho» había partículas de sí mismo; partículas que él había recibido de sus padres y sus abuelos desde las simas pavorosas de la herencia hasta entroncar con el soplo de Dios sobre el barro del paraíso. Y aquellas partículas comenzarían un día a latir, a inflarse y a estrecharse, como un motor que recibiera sangre y la distribuyera por los canales del cuerpo todo: despacio, durante el sueño; como una cascada roja incontenible y caliente, en la guerra o en el amor.

La impresión de que alguien hablaba cerca de él lo desveló. Borracho y todo, le había parecido escuchar voces en el cuarto. Luchó por no desasirse de los vapores del sueño; pero su atención estaba prendida de aquel rumor que percibía cerca de él. ¿Habían pasado horas desde que se acostó, o estuvo dormido tan sólo unos segundos? No. No eran voces; era la respiración de Elena, entrecortada por el llanto.

—¿Qué te ocurre, mujer? ¿Estás llorando otra vez?

Moscoso encendió la luz.

Su mujer tenía el rostro cubierto con las manos. Intentó apartarlas, y ella se defendió.

—Debes dominarte. En tu estado, eso no es bueno.

—¡Cállate! ¡No puedo oírte hablar siempre de lo mismo!

Lo dijo entre sollozos; era difícil entenderla.

—¿De qué no puedes oírme hablar?

Elena no apartaba las manos del rostro, como si no quisiera que Alberto la viera llorar.

—¡Del niño! —dijo; y añadió con un hilo de voz—: Pero… ¿no comprendes lo que pasa?

Moscoso guardó silencio. Por respeto al estado de ella, no debía decir, en voz alta, la duda que cruzó por su mente.

—¿El niño…?

—¡¡No hay niño ninguno de que hablar!!

—¿Qué quieres decir, Elena?

Se acercó a ella dispuesto a consolarla; aunque era él, más que nadie, quien necesitaba consuelo. Había pensado en un accidente, en un aborto. Las palabras de Elena carecían de sentido.

—No era verdad… no ha sido nunca verdad… ¿Cómo es que no lo comprendes? ¿Cómo es que no lo has comprendido antes?

—Me vas a volver loco. ¿«Cómo no he comprendido», qué?

A pesar de lo claras que eran, Moscoso no entendía las palabras de Elena; ¡él había sentido al hijo bajo su mano!

—Mamá me dijo que era la única manera de alejarte de ese horrible destino, de esa guerra estúpida.

Sobre la desencajada cara de su mujer se superpusieron, en el recuerdo de Moscoso, la figura de María Terrón moviendo la mano, anunciándole que no era cierto lo que acababan de decirle minutos antes, riéndose —con risa de bruja— ante la burla infame; y las palabras de Matilde: «Elena y yo hemos estado hablando… toda la tarde»; y el sonrojo de Elena, cuando su madre la empujaba a confesar lo que no era verdad: «Elena, díselo. Dile lo que ocurre… no vaya a parecer que yo…». Moscoso sentía cómo la sangre se le retiraba del rostro; pero no vivía lo que entretanto hacían sus manos, lo que buscaban sus manos. Ante él, bajo las sábanas, el vientre de Elena, el volumen del vientre bajo las ropas. Podía disparar el cargador entero de su pistola, sin miedo de herir al hijo, sobre aquel bulto vacío, sobre aquella caja estéril, sobre aquella carne odiada. Tuvo la sensación de estar envuelto por una niebla de irrealidad. En el espacio que mediaba entre el vientre de su mujer y el cañón de su pistola, escuchó las voces del general y de Vallejo, y el ruido que hizo el guante sobre el rostro de éste, y vio de nuevo proyectada sobre las sábanas la desdentada boca de María Terrón.

—¿Qué vas a hacer? ¡Deja esa pistola, Alberto! ¡Déjala…!

Elena se apretaba contra el respaldo de la cama. Sus piernas, bajo las sábanas, hacían fuerza sobre el colchón, como intentando retroceder.

—Piensa en la niña, piensa en Ana María; deja esa pistola, Alberto… ¿No comprendes que estás borracho?

Moscoso varió la dirección del arma. «¡Borracho! ¿Será posible que esté borracho y que todo sea una pesadilla de la que sólo el alcohol es culpable?».

Elena no le miraba a los ojos; miraba sólo a la pistola, que ahora apuntaba hacia el suelo. El terror le hacía desear que la hiciera variar aún más; la posara sobre su pecho y apretara el gatillo. No le pediría entonces que pensara en Ana María. Alberto no lo hizo. Era demasiado grotesco hacerlo. Todo era grotesco; su vida perdida; su carrera abandonada; su mujer, temblando como un animalillo que va a morir de frío. Guardó el arma y comenzó a vestirse.

—¿Estás más tranquila, ahora?

Le sorprendió oír su propia voz.

¡Qué lamentable espectáculo! Estaba dormido cuando le despertaron las lágrimas y los temblores de Elena. La confesión de su mujer le había sorprendido sin estar desvelado, con los vapores del sueño y del vino bailándole en la cabeza. En su pleno juicio no hubiera reaccionado de esta manera vergonzosa: habría percibido, como percibía ahora, que una puerta acababa de cerrase en su vida y que se hallaba en el lindero de algo nuevo y desconocido; pero no hubiera cometido la impudicia de transformar su dolor en melodrama.

«Una puerta se había cerrado en su vida». Este mismo pensamiento lo tuvo meses atrás, al finalizar su episodio con el general; hoy, como entonces, le produjo un extraño sosiego, una increíble sensación de paz. La casa estaba silenciosa. A través de los visillos que cubrían las ventanas que daban a la calle no llegaba un solo ruido. Fuera de aquí, la noche era alta y fría.

«¡Pobre Ana!», pensó.

Elena lo miraba, con la marca del terror no desvanecida aún en sus ojos.

—No estoy borracho. Tranquilízate.

La miró con pena.

—Abrígate, mujer; puedes resfriarte.

Cuando acabó de vestirse, extrajo el cargador de la pistola y lo vació. Tiró las balas sobre la cama y se guardó el arma. ¡Qué distinto era todo desde la altura de su desdén! Las pasiones, la ira, el dolor mismo, parecían pobres cosas, desdeñables naderías.

—Anda, duérmete. Conmigo aquí no podrías dormir.

Fueron las últimas palabras que cruzó con ella. Las dijo como para disculparse por dejarla sola en la habitación.

Al día siguiente, Petrirena le buscó como un loco. Recorrió las comisarías, los hospitales, las casas de Socorro. Mes y medio después, en el Ministerio de la Guerra le informaron de que había sido visto en Villa Cisneros. El capitán Valcárcel, que acababa de regresar de Río de Oro, comentó que había estado con él unos minutos en el muelle, de El Aargub. Aquel mismo día, Moscoso embarcó en un mercante belga que viajaba hacia el sur, rumbo al África Ecuatorial.

Cuando Petrirena comunicó a la familia del comandante lo que había conseguido averiguar, su mujer, secamente, le interrumpió.

—Para mí, como si hubiera muerto.