Andrés se levantó y cambió de sitio los cuadros. ¡La luz eléctrica producía unos reflejos intolerables sobre las telas! Movió las lámparas, ladeó los caballetes. Así estaba ahora mejor…, pero ¡no era lo mismo que de día! ¡Maldita luz!
Se sentó en el diván y hundió la cara entre las manos. ¡Qué paradójica y oscura es la condición humana! Durante los minutos que siguieron a la conversación telefónica con Ana María, mientras compraba los dulces, los emparedados o el vino para la cena, o cuando —ya en el estudio— colocó las luces, sacudió el polvo y ordenó los muebles, un solo sentimiento privaba en su ánimo: la exaltación. Y este entusiasmo le alzaba y le mantenía como las cuerdas al títere. Pero a medida que la fogosidad se aplacaba, le ocurrió lo mismo que a los títeres cuando la cuerda principal que los anima se distiende: su personalidad se troceó en cien piezas que todas juntas eran él, y cada una podía ser él, según la cuerda que las moviera. Y así, una parte de su personalidad deseaba el encuentro con ella y otra lo temía: una, consideraba una vileza romper el equilibrio de Ana o poner en riesgo su reputación; y otra se envanecía de ello. Había un Andrés sensual y un Andrés puritano y uno irresponsable y otro lleno de prejuicios; y había un hombre de bien y un cínico y un sentimental y uno que pisa firme y sabe lo que quiere y uno inseguro e indeciso. Pero no eran partes de un todo. Todos ellos eran Andrés.
Miró el reloj. Ana tardaba. Sus ojos se engarzaron otra vez en sus cuadros. ¿Qué pensaría Ana María al verlos? Encendió un cigarrillo y al punto lo apagó aplastándolo contra el cenicero. ¡El humo enrarecía la habitación, quitaba diafanidad al aire; las volutas se interponían entre los ojos y los lienzos! Salió al descansillo de la escalera para comprobar que funcionaba el timbre. Éste emitía dos notas gratísimas, que parecían arrancadas de una caja de música; lo acababa de traer de París para licenciar la estruendosa chicharra eléctrica que había tenido hasta entonces. Ana María no lo había pulsado jamás. Cuando oyó en la planta baja el golpe metálico de la cancela del ascensor al cerrarse, Andrés se precipitó hacia el interior. Cerró la puerta. Miró el reloj. Cambió de sitio una lámpara. El ascensor se detuvo. Oyó de nuevo el roce de la cancela al abrirse y el golpe seco al cerrarse, esta vez más cerca. Después, silencio. Imaginó a Ana María junto al pulsador del timbre, dudando; y por un momento deseó que no se atreviera a llamar. Encendió un cigarrillo y no lo apagó. Pasaron unos segundos; Ana, del otro lado de la puerta, no se decidía. Al fin las dos notas musicales vibraron en el vestíbulo y se esparcieron por el ámbito del estudio.
Andrés anduvo los pasos que le separaban de la entrada con enervante lentitud. Quería recibir a Ana con la misma naturalidad con que saludaría a un visitante habitual. Ana también se esforzó en aparentar la misma naturalidad.
—Este timbre es nuevo —dijo sin entrar—. Antes no lo tenías…
Y apenas lo hubo dicho, se apoyó en la pared del rellano como si quisiera tomar aliento.
—He subido a pie la escalera —mintió disculpándose.
Andrés sonrió y rozó con sus dedos la frente de Ana María.
—Borra ese pliegue, Ana… Estás como asustada… No hay motivo…
Ana tardó en responder.
—Comprendo que es tonto, pero lo estoy.
Se llevó las dos manos al cuello. Era un ademán muy suyo. Cuando estaba inquieta, jugaba con su collar.
—Me tiemblan las piernas —confesó riendo.
Andrés le tomó las manos.
—Anda, pasa.
—¿Me encuentras muy ridícula?
—No comprendo tu nerviosismo: eso es todo.
—¡A lo mejor hasta encuentras normal que haya dado este paso!…
—No he pensado si es normal o no. Sólo sé que lo agradezco. Anda, entra…
Ana María cruzó bajo el dintel de la puerta con la misma devoción con que lo hubiese hecho bajo el de un santuario lleno de reliquias. Sus recuerdos estaban vivos en todas y cada una de las viejas cosas. Allí, la chimenea que no se encendía nunca por no resecar las telas; las figurillas de barro modeladas por Andrés; la mesa auxiliar con las cajas de pinturas y los tarros de cristal en que guardaba los pinceles; la paleta en uso y las paletas viejas —llenas de manchas multicolores— colgadas de los mismos clavos; el estante con los libros… Le gustaría coger esos libros: hojearlos. Desde aquí reconocía sus lomos. Algunas cosas eran nuevas. Las alfombras de nudo habían sustituido a las esteras. Y las lámparas de pie ya no eran las mismas.
Miró a un lado y a otro, buscando algo.
—Andrés…, ¿y el gramófono?
—Ya no está…
—¡Qué pena!
Ana recorrió con la vista los marcos inservibles o no usados, apoyados entre el suelo y la pared; los cuadros vueltos de espalda con la armadura al aire, los floreros vacíos, el diván manchado de pintura, los visillos que colgaban desde el techo cubriendo el enorme ventanal. Detrás de ellos, ¿seguirían los mismos tejados, las mismas azoteas, las mismas miserables buhardillas enriquecidas con geranios? Sus ojos se posaron en los caballetes, que eran los mismos; y al fin —Andrés creyó que este momento no llegaría nunca— en las dos telas que había colocado en el sitio de honor para que ella las viera.
Ana tardó en mirarlas; y una vez miradas, tardó en verlas. Se acercó a ellas. ¡Cuántas veces Andrés no la habría visto en esta misma postura —levemente doblada una rodilla, el peso del cuerpo descansando en una sola pierna, la cabeza ladeada— contemplando sus últimas pinturas! La opinión de Ana se hacía esperar, y esa opinión podía muy bien ser adversa, por no haberle advertido a tiempo que la luz era lamentable, que aquellos reflejos lo estropeaban todo, que de día los tonos y las profundidades adquirían otra dimensión. Pero ¿por qué esperaba su veredicto con esta ansiedad? ¿Era acaso Ana María un juez sin apelación posible en cuanto a pintura? En realidad, le importaba un ardite lo que ella pensara. Como un animal que aguza sus defensas, estaba preparado para un juicio adverso.
Ana —pensó Andrés, injustamente— tenía un revoltillo de ideas estéticas sin digerir. Sabía muchas cosas y entendía muy pocas. Era inadmisible esta inquietud ante una opinión de tan poca monta.
Sin volverse hacia él, Ana exclamó:
—No sé cómo decírtelo… Estoy aturdida… ¡Son soberbios, Andrés; son extraordinarios!
Lo dijo muy lentamente, separando cada palabra. Andrés, sorprendido, tardó en balbucir:
—¿Lo crees realmente así? Ana seguía de espaldas a él.
—¡Son cuadros que sangran!
Andrés se acercó a ella. Posó las manos en los hombros de Ana, para que no se volviera. Estaba emocionado y hubiera querido evitar la confesión que salió torpe, precipitada, de sus labios.
—Te juro por Dios…, te juro por mi hija…, que todo, ¡fíjate bien!, todo cuanto ha salido de mis manos, lo he hecho pensando en ti. Eres mi público, Ana María. Lo has sido siempre. ¡Ningún juicio, salvo el tuyo, me interesa!
Ana María sintió las manos de Andrés en sus hombros. El tono de la voz, las palabras mismas, la presión de sus manos, la sorprendieron. Eran —¿cómo decirlo?— desproporcionadas.
—No jures por tu hija —dijo Ana cerrando los ojos como si algo le hiciera daño—. Ella será un día tu público mejor que yo. ¡Más aún: ella será tu juez!
Y Andrés tampoco comprendió el porqué de este tono airado de Ana María.
Ana se había apartado de él. Paseaba por el cuarto. Acariciaba distraídamente los lomos de sus libros. Al fin, muy sosegada, como si el motivo del tono de su voz —también desproporcionado— no existiera ya, se volvió hacia Andrés y, señalando una de sus telas, dijo:
—Creo que fue lord Byron quien escribió que todo paisaje es un estado del alma…
Andrés se echó a reír.
—No sé si esa frase será de lord Byron o no; pero sí sé que al oírtela he comprendido que sigues siendo la misma…
—Está bien. Si todo lo que diga ha de ser motivo de risa, más vale que me calle. —Y añadió, riéndose ella también—: Este paisaje tuyo es más que un estado de alma: este paisaje eres tú.
El cuadro al que Ana se refería representaba un campo yermo cruzado por el cauce seco de un río; detrás, unas lomas pardas, sepias, martirizadas por la escarcha, y al fondo, los primeros bloques de una gran ciudad. Una espesa capa de niebla —como un falso techo— cerraba al caserío la visión de un cielo purísimo, desnudo y tremendo, cruzado por grandes lanzadas de luz.
—¿Te molestaría que me atreviera a interpretarlo? ¿No me considerarás pedante si lo hago?
—Siempre los mediocres te consideraron pedante…
—Mira —dijo Ana acercándose a él—. Parecen dos cuadros distintos. La niebla separa esos dos estados de alma que decía lord Byron. Esta ciudad y este campo saben que sobre la niebla está la luz. La intuyen, pero no la ven. Tú siempre has buscado algo que sabías más allá de tus manos. Yo «te» veo en esta luz, esta luz que ciega, esta luz que sangra. Pero también «te» veo en esta capa de niebla, en este temor de no alcanzar lo que buscas, en este segundo techo que te frena… —dudó un segundo antes de seguir—… ¡y al que has vencido, por supuesto! Si no fuera así no hubieras podido retratarlo. Sólo se puede interpretar lo que está fuera de uno mismo: lo que ha sido superado.
El silencio de Ana María duró sólo un instante.
—Estoy aterrada. ¡Ahora soy yo la que me encuentro terriblemente pedante! —Se llevó las manos al cuello, buscando el collar—. ¿Por qué me has dejado seguir?
Y quedaron silenciosos, observando los lienzos durante largos segundos.
—Yo, cuando pinto… —dijo, al fin, Andrés. Pero en seguida se interrumpió—: ¡No hablemos más de mí!
—Dime, ¿qué ibas a decir?
—No vale la pena…; no sé… Iba a decirte que cuando pinto estoy como fuera de mí, más allá de mí mismo. Estoy inventando un lenguaje; creándolo. Mas no para expresar ideas, sino sentimientos. Las ideas se traducen mejor con palabras, Por eso los escritores son más intelectuales que artistas. Son más racionales y… más razonables también. La razón es su guía y es su meta. Pero si se quiere llegar a los últimos fondos del alma, allí donde anida lo irrazonable, hay que apoyarse en el arte. ¡Sólo el arte es capaz de intuir lo que está más allá de la razón!…
Se interrumpió bruscamente.
—¡No hablemos más de mí!
Ana le había escuchado con gran seriedad. El pliegue de su frente se había acentuado.
—No debería haber venido aquí, Andrés.
—¿Por qué dices eso?
—¡En casa es todo tan distinto!
Y se volvió de espaldas, avergonzada de haberlo dicho. Se dirigió hacia los libros para hojearlos y distraerse. Pero sus palabras fueron más sinceras que su gesto.
—¿Por qué te fuiste a París? ¿Por qué?
—Necesitaba triunfar ante ti.
—Estuviste muchos años.
—¡No podía volver con las manos vacías!
—Hiciste bien. Te ganaste a ti mismo; me perdiste a mí. Has ganado en el cambio…
—Te casaste muy pronto…, Ana María.
—¿Me pediste acaso que te esperara…?
Andrés guardó silencio. Ana se arrodilló junto al estante de la chimenea y comenzó a hojear los libros. Igual que cuando se situó por primera vez ante los cuadros, los miraba y no los veía. Las ideas que precedían a la distracción que buscaba para borrarlas, continuaban existiendo en ella como una línea prolongada de puntos suspensivos.
Poco a poco, los libros ganaron su atención. Se sentó en el suelo. Tenía entre las manos un texto de la Facultad. ¡Qué poder evocador el de aquellas hojas! Con sólo haber leído las últimas palabras de la página anterior, sabía lo que decía el primer párrafo siguiente. Estaba todo subrayado por ella misma, y aun ahora recordaba que sus ideas centrales estaban en la parte más alta, a la izquierda, en una página par. Para Andrés, la evocación llegaba por distintos conductos. La vivencia se la producía la postura de Ana María en el suelo —las piernas recogidas, casi sentada sobre sus zapatos—, la posición de su cabeza, la curva de sus hombros y el gesto de profunda atención concentrada en el libro abierto sobre sus rodillas. Era una vivencia plástica. Muchas veces, al estudiar, se situaban así: cada uno en un extremo de la habitación: Ana leía en voz alta; Andrés la dibujaba.
—Mira… —dijo Ana de pronto—. Esta nota es mía. La escribí con tu lápiz.
Dobló el libro, pues estaba escrita a lo largo del margen, y leyó:
—«Com-pa-rar… con los… pe-ri-pa-té-ti-cos…».
Se echó a reír.
—¡Qué absurdo! ¿Por qué habré escrito yo esto? Creo que Enrique tiene razón. ¡Era terriblemente pedante! Comprendo que en la Facultad no me pudieran aguantar… Me encanta este libro. Me lo voy a llevar…, aquí no te sirve de nada… Déjame ver… Lección catorce… «Los Peripatéticos»… Lección trece… Lección doce… ¡Mira, Andrés! ¡Esto es divino! ¡Esta nota la escribí en griego…!
Cerró el libro y volvió sus ojos hacia Andrés. Se miraron en silencio.
—Ana… ¿repetirás esta visita otros días?
—No sé…
—Este paisaje que sangra, como tú has dicho, está aquí cerca, en las afueras… Me gustaría llevarte.
Ana sonrió.
—Iré.
—No podría seguir viviendo sin verte…
El pliegue volvió a acentuarse en la frente de Ana María.
—¿Por qué te fuiste a París? ¿Por qué? ¿Por qué?
—¡No me preguntes más eso!…
—Todo hubiera sido tan distinto…
—Ya te he dicho que no lo entenderías. Yo mismo no puedo entenderlo. Estaba ciego. Me fui porque te quería, y quería para ti…
Ana le interrumpió con incontenible violencia.
—¿Cómo se puede querer y abandonar como un trapo, como una piltrafa, a quien se quiere?
Andrés no respondió. El tono de Ana María le había vuelto a sorprender. Nunca la había visto tan airada. Pero ella necesitaba oírlo de nuevo, convencerse de que aquel increíble argumento era cierto o, al menos, posible. El recuerdo de su padre había cruzado, como una sombra fugaz, por su memoria.
—¿Por qué no me llevaste contigo? ¡Yo hubiera ido si me lo hubieses pedido!
Ella misma se sorprendió al oír su confesión. Le pareció vivir por segunda vez algo ya vivido en un «antes» indefinible, casi irreal de puro lejano. Y es que esas mismas palabras las había dicho cien veces, de niña, dormida, o en sueños, mordiendo sus lágrimas.
Ana se puso de pie y se volvió de espaldas.
Andrés se acercó a ella.
—Pero, Ana… ¿Qué te ocurre? ¿Estás llorando?
Ana se volvió y se precipitó en los brazos de Andrés. Al sentir el choque de su cuerpo, el calor de su rostro, la primera fuerza del abrazo, la idea de su padre se le representó de nuevo con más intensidad que nunca. Fue un instante nada más, unos segundos apenas, de dolorosa asociación. Después de esto, Andrés, Andrés mismo, sólo Andrés, su fuerza, su calor, fueron ya para ella la única realidad entre sus brazos.